E’ele beTamar, El calendario hebreo: una invitación a celebrar

MardechiMaaravi
El Rab Mordejai Maarabi nació en Argentina y vive en Israel desde julio del 2009. Médico, con especialidad en Psiquiatría en el campo de la asistencia y prevención de las adicciones. Fundó hace 15 años en Buenos Aires la Institución “Maor, retorno a la vida”, única en su estilo para la asistencia y prevención de las fármaco-dependencias de la comunidad judía. En el mes de Marzo de 2010 se inauguró el Primer Centro de Día de Maor. Fue Rabino de la Comunidad Israelita Latina de Buenos Aires (Congregación Marroquí) por espacio de 4 años. Más tarde, ejerció el Rabinato de la Comunidad ‘Chalom’, de judíos oriundos de Rodas, Salónica y Cos. Fue Gran Rabino de la Comunidad Judía del Uruguay, por espacio de 7 años, hasta su Aliá a Israel.

Introducción
Cómo alcanzar la dimensión del tiempo? ¿Cómo vivirlo y
entenderlo? ¿Cómo penetrar sus instantes –únicos y eternos–, que
dejan huellas indelebles en el alma? ¿Cómo, por último, ¿trascenderlo y
alcanzar, de ese modo, “jaié olám” – la vida eterna– “asher
natá’ be-tojenu”, que el Todopoderoso ha plantado, pacientemente, en
medio de nosotros?
“Cotbem al luaj libeja”, “Inscríbelos en las tablas-pizarras de tu corazón”,
dice el libro de Mishlé, Proverbios. “Luaj” es el calendario; “libeja”, tu
corazón.
¿Qué es el calendario hebreo?, se pregunta. Precisamente eso: el corazón
de la celebración judía. Así como el órgano del corazón ocupa el centro
de la vida humana, el calendario se instala en el núcleo de la vivencia
judaica.
Así como por el corazón transcurren los fluidos esenciales que alimentan
el organismo todo, le cabrá al luaj –en su recorrido mes a mes, día a
día– transportar la quintaesencia del ser espiritual de toda una nación.
Al igual que el corazón, los latidos del calendario hebreo insinúan
movimiento, vida, sensaciones, emociones. Allí entonces, en el “Luaj
ha-Leb”, se inscriben nuestras mejores páginas de vida…
El pueblo judío ha sido convocado a un encuentro en tiempo y lugar.
Celebrar es hallar ese tiempo, encontrar ese lugar para, entonces, sumar
la sensación de festejo y regocijo. Sólo los individuos libres pueden
transitar tiempos y espacios.
Es por eso que, sólo a partir de la libertad, comienza a conjugarse el
tiempo en todos sus tiempos: presente, pasado y futuro. Antes de
aprehenderlo, nada; después de ello: todo.
Y permítasenos agregar: no está planteado –desde nuestras fuentes,
escritas y orales– conflicto alguno con el tiempo. Al contrario, será
condición sine qua non el disponer del tiempo, en su totalidad, para
luego ordenarse y vivenciar lo que está dado por él.
Todas, absolutamente todas las festividades judías, disponen de un
tiempo fijo. De un día que se multiplica, pero de un día al fin.
“Ze ha-iom tejilat Maaseja…”, “Este día es el comienzo de tus acciones”,
sugiere la plegaria. No sólo el Todopoderoso establece el tiempo como
inicio de nuestro mundo. También el hombre deberá ubicarse en el
tiempo y darle su propia forma. Porque tener tiempo es, simplemente,
ser humano, ser libre, ser tiempo…
Shabat
SHABAT Y CREACIÓN
Y será entonces el Creador, el encargado de establecer el principio
del tiempo en el mundo de la Creación.
“Y concluyó el Eterno en el Día Séptimo toda la obra de creación. Y
descansó en el séptimo día de toda tarea creativa, y lo santificó, dado
que en él, Shabat, descansó toda obra de creación…”
Shabat y Creación. Toda la obra reposa en un día. Todo un día –tiempo
sin fin– se yergue por sobre toda la Obra Divina.
El Todopoderoso le indica a Adam –al ser humano por doquier– acerca
de la existencia de este tiempo, desde los orígenes mismos. Será tarea
de Adam, encontrar ese tiempo para reencontrarse con su Creador.
De allí emanará la relación dialéctica con el tiempo, que conjuga la
presencia de la Divinidad por un lado, y la del ser humano, por el otro,
en un único espacio llamado Santidad. “Viakadesh otó”, al decir de
nuestros sabios: “hizo sentir Su presencia”. De allí en más será Shabat
Kodesh: Shabat de Santidad.
Shabat es el punto de partida para Adam. Es todo el tiempo en un solo
día. Es el cauce y el lecho de atardeceres y amaneceres, que darán a
luz nuevos días, semanas, meses y años, que abrevan sus luces y fulgores
de una misma fuente: la del Creador, en su armónico y decidido
recorrido en beneficio de Su Creación, tal es el mundo y el hombre.
“Ha-Mejadesh be-tuvó be-jol iom Maasé Bereshit…”, canta nuestra
plegaria matutina cotidiana. Agradecemos a Él por lo que renueva.
Agradecemos a Él porque renueva con bondad. Agradecemos a Él, en
definitiva, porque este mundo –Su mundo– ha desplegado Su Bereshit,
y nosotros, junto a Él, nuestra vida…
IOM SHE-KULÓ SHABAT
Así, entonces, emerge en medio de la Creación, la figura del Shabat
que, con su nombre propio, único entre los demás días, es más que un
día. Es un mundo en sí mismo. Y tal dimensión habrá de alimentar,
incesantemente, el fluido vital de la existencia del ser humano en general
y del pueblo judío en particular.
Más que una conclusión, el Shabat anuncia el tiempo de otro comienzo.
“Vaijulu ha-Shamaim ve-ha-arets, ve-jol tsebaam…” nos anuncia el final
de la obra de la Creación en el Libro del Génesis.
Cielos y Tierra llegan a su realización final. “Vaijulu”; “y se completaron”
en su traducción literal; es un verbo que habla de un todo (la palabra
col es la raíz del verbo mencionado). Hay un mundo que asoma a su
totalización.
Así es como el versículo que continúa afirma esta idea, diciéndonos:
“Vaijal Elokim ba-iom ha-shevií et col melajto asher asá…” También el
Todopoderoso, Él como un Todo en Sí mismo, “Vaijal”, coloca el “sello
del todo” en Su Obra. Y ese sello se asocia con el día séptimo. Día que
habla de orden. Un nuevo orden en ese mundo creado según Su
voluntad (“be-almá di berá jir’uté…” “en el mundo creado de acuerdo a
Su voluntad”, al decir de nuestro Kadish).
Shabat, como día séptimo, no sólo es prosecución de los seis anteriores;
indica un “tiempo nuevo”, en otras palabras, un tiempo totalizador. Es
sumatoria de todos los anteriores, que más allá de depositarse fielmente
en él, otorga a los días un nuevo sentido, al retornar éstos a la fuente de
la Creación, al Creador…
De ese modo lo afirma el texto de Bereshit: “Ki bo Shabat mi-col melajtó,
asher bará…”, “…pues en el Shabat, cesó (holgó) de toda Su labor de
Creación, que había creado”. No hay sólo descanso en la concepción
del Shabat. Hay un retorno del mundo a su estado ideal. Al mundo
concebido “be-majashaba tejilá…” es decir, “con un pensamiento
inicial”, con un orden, una meta, con objetivos claros y constantes, y
por sobre todo, con un propósito: el de un mundo donde la presencia
del Todopoderoso se manifiesta día a día, alcanzando su permanencia
entre los hombres –entre nosotros, Su pueblo– en la Santidad de un día:
Shabat Kodesh, Shabat de Santidad.
JEMDAT IAMIM OTÓ KARATA
De tal forma, asoma el Shabat entre los claroscuros de la Creación, entre
las luces y las sombras del día por partir, las estrellas del día por venir y
las intensidades de los corazones de los hombres que caminan por el
mundo de los hechos –de los fracasos y los éxitos– hacia la búsqueda
de un placer. El placer de reencontrarse con aquellas cosas que les son
propias y de las cuales se enajenan en su cotidiano quehacer; el placer
de poder contar las horas de su día sin la ayuda de un reloj digital o
analógico; el placer de saber que hay un tiempo “sin tiempos”, donde
el verdadero monarca es él, y será visitado ni más ni menos que por la
reina… Una reina que no sólo sabe de esperas y postergaciones, sino
que anhela el alma de ese rey, venido a menos con los ropajes ajustados
de la rutina y agobiado entre pensamientos y preocupaciones, carceleros
ellos entre los demás días de un espíritu apesadumbrado y dolorido…
Entonces, sólo entonces, podremos comprender aquello de “Jemdat
Iamim” que sugerimos. Porque el Shabat resulta ser, de entre los restantes
y por sobre los restantes días definido como: “Jemdat Iamim”, o sea: “el
más preciado, hermoso y amado de los días.” Notemos que nos ha
tomado, al menos, tres adjetivos para definir una sola palabra: Jemdá.
Pues si la dimensión del Shabat resulta difícil de explicar, el sentido que
este día concede a la vida, se torna casi inescrutable.
Porque si los días de la vida merecen ser vividos tal cual se presentan, es
decir, como un regalo del Creador a Sus criaturas, y por lo tanto, sólo por
ello resultan invariablemente bellos y únicos, ¿cuánto más deberá ser este
séptimo tiempo en el cual confluyen todos los demás, cada uno y uno con
su particularidad? Y por sobre todo, al tener presente que él es un espacio
de “no creación”, donde el “deber ser“ original y auténtico impone el mayor
esfuerzo del hombre, es decir, ser uno mismo y ser junto a D’s.
Así fue como lo denominó el Todopoderoso: Jemdat Iamim. Para que
podamos establecer con claridad un criterio para con la vida que nos
ha insuflado: los días deben llevar un sello de belleza, de nobleza, de
amor, de dar, en tanto que el Shabat, la reina que espera y llega radiante
cada semana, es la más bella, la más noble, la que da más amor de
entre todos los demás días. Días únicos por cierto, pero sin la eternidad
sembrada en el sagrado Shabat.
TOV LEHODOT
Y es el día, santificado por el Creador desde la Creación, el que propone
la condición primera del ser judío: agradecer, ser agradecido.
“Ha-Páam hodé et HaShem” expresaba una mamá regocijada ante la
llegada de su cuarto hijo. Leah, mujer de Iaacov, daba a luz a Iehudá. Y
con él, cerraba un primer ciclo de vida para sellar nuestra condición
con nombre y adjetivo.
Leah inspiró en nosotros la posibilidad de ser a partir de un nombre.
Iehudí –ser judío hoy– es poder asomar a ese agradecimiento, primero
y primario, al Todopoderoso.
“Esta vez agradeceré a D’s“, resuena en el eco del despertar matutino,
cuando ninguna plegaria es dicha aún, porque es necesario expresar
nuestra condición. Y así nos llega la reina, cada siete días. Para cantarnos
en su armonía: ”¡Cuán bueno es agradecer a HaShem y entonar cánticos
a Su Nombre elevado…!”
Pero ante todo, agradecer. Ejercicio espiritual básico para que la santidad
del Shabat quepa en nuestros días. Ejercicio indispensable, para que la
santidad de la vida tenga lugar en nuestros días.
Enseña el Midrash que este Salmo (92) “Mizmor shir le-iom ha-Shabat:
Tov lehodot…” lo cantó Adam ha-Rishón, en su primer paso hacia la
semana, en su llegada al jol. A lo común de los días.
Pero su agradecimiento está ligado a la generosidad del Creador por
haberle enseñado los fulgores del fuego, una vez que “el mundo se
hubo oscurecido por su causa” (a causa de su transgresión por
desobedecer la Voluntad Divina).
El hombre agradece como medida de supervivencia en un mundo donde
se torna difícil vivir. Y descubre, por medio de su palabra enhebrada en
canto, que puede allegarse al Creador y habitar junto a Él, si decide
permanecer siendo hombre y no dios.
Agradecer cada día, coronando nuestra tarea cada llegada del Shabat,
nos traduce la condición primera y sincera entregada en nuestras manos,
para hacernos humanos y merecedores de la Atención Divina.
Shabat propone el ejercicio cuando ninguna fuerza es permitida. Excepto
la de mejorar al hombre. Mejorar su condición y acercarlo al Creador
con sabiduría…
Así es como el día de Shabat Kodesh humaniza al ser humano. No lo
revitaliza. Lo torna más sensible, menos mecanicista, más atento, menos
compulsivo.
ATÁ EJAD
“Abraham iaguel, Itzjak ieranen, Iaacov u-banav ianuju bo…” canta
nuestra plegaria en la Minjá del Shabat. Allí está Abraham –nuestro
padre– dichoso. Itzjak, su hijo amado, entonando una melodía. Iaacov,
hijo y nieto, junto a sus hijos-nietos; todo el pueblo en el desarrollo
generacional, abrazando el descanso… Descanso de elevación,
descanso de contemplación. Contemplar al mundo, Su Creador y
Conductor, contemplar la dicha y la canción.
“Menujat ahavá undabá”, nos sugiere la letra. ¿Qué es el descanso, nos
preguntamos, sino la conjunción entre el amor verdadero y la capacidad
de dar, con integridad y decisión? Descanso activo. No sólo del dormir
habla la tradición sabática. Sino del dar: dar afecto, comprensión, calor
y amistad.
“Menujat emet ve-emuná”, continúa la plegaria. Para que nuestro
descanso repose sobre la verdad y la integridad de la fe y entonces sea
testimonio viviente. De los vivientes que son los herederos, los
continuadores.
“Menujat shalom, hashket va-betaj” nos susurra la letra elevada en
melodía de nuestra alma. Un descanso que nos proporciona paz, nos
regala quietud y nos rodea de seguridad y confianza. Porque tras estos
ascensos en la plegaria ya somos parte de la corte del Rey, el Santo
Bendito Él. Y al aproximarnos hacia Él, nuestro descanso y nuestro
Shabat alcanzan la plenitud por Él anhelada: “Menujá shelemá she Atá
Hu rotzé bá.” Abrazamos el descanso completo –la integridad total– a
través de la cual confluimos en la mismísima voluntad del Creador…
Shabat es Creación y toda la Creación reposa en el día de Shabat.
Recipiente de la bendición y efluente de la misma, Shabat Kodesh,
Shabat de Santidad, nos regala una porción intensa del mundo todo.
Este mundo en el cual habitamos, y el mundo por venir al cual aspiramos
llegar por medio del descanso; un descanso que conjuga eternidad.
Rosh Jodesh
Rosh Jodesh
¿QUÉ HAY DE NUEVO?
El comienzo de la existencia se asocia al inicio de los tiempos.
Así, en el mundo de la Creación, la palabra “Bereshit” nos señala el instante primero de todo lo por crear, tanto, como el primero de los tiempos en el recorrido del universo.
Como la Creación en general, acontece con la creación en particular.
Nosotros como pueblo judío, somos llamados a nacer a una nueva
existencia, a partir de la consagración del tiempo.
“Hajodesh hazé lajem, Rosh Jodashim…” Le mostró (D’s) a Moshé la
luna en su renovación y le dijo: “Cuando veas en los cielos esta imagen
de la luna, ¡conságrala para los hijos de Israel!”
Poder divisar la nueva luz en la densa oscuridad de la esclavitud egipcia,
es la señal que perdura desde entonces hasta hoy.
“Este mes será para vosotros Rosh Jodashim, principio de meses.
Comienzo de los tiempos propios.” Rosh Jodesh, la neomenia o luna
nueva, instala a renglón seguido de la reina Shabat, una segunda
dimensión en la santificación de los tiempos.
“Er’á lo le Moshé et haLebaná bejidushá veamar: Kazé reé veKadesh…!”
La luna, la blanca esfera (lebaná) es llamada a renovarse en lo alto.
Nosotros, los hijos del Creador de la luna –entre todo el resto de la
Creación– somos llamados a ver y consagrar ese amor.
Nada puede pasar inadvertido en la vida. Aún el movimiento rutinario
de los astros, distantes y distintos, debe ser considerado. Porque en lo
constante está latente lo nuevo… La nueva luna trae consigo algo nuevo
para el hombre. Y así como el tiempo transcurre, nosotros por la vida.
Pero no hablamos del pasar, sino del consagrar. “Reé veKadesh”. Poder
observar, detener los ojos en la figura que corre delante de mí y
apreciarla, significarla, apartarla un instante de su transcurso…
A eso nos llama el Rosh Jodesh. A considerar siempre que el Creador
“…mejadesh betubó bejol iom Maasé Bereshit”, “…renueva con Su
bondad en cada día Su obra del Bereshit…”
Y si el mundo puede ser renovado cada día, el hombre lo será también.
Cada día como el mundo, pero a cada hora encontrará la puerta
entreabierta para asomarse y ver ese mundo –el externo y el interno– y
poder cambiar… Renovándose.
BAREJÍ NAFSHÍ
Así recibe David Hamélej cada luna que se renueva. Con la palabra
exaltada en el canto y la melodía del alma allegándose a las puertas
celestiales. Un alma que bendice –barejí nafshí– al Creador para poder
unirse a Él, con Él, cada mes que comienza.
Nuestra unión con el Creador de los tiempos debe siempre llevar un
sentido. Debe siempre contemplar una dirección. Necesita, siempre,
abrevar de las aguas más profundas, de las fuentes más puras.
Y así el rey David nos acompaña en ese intento. Y nos despliega con su
magistralidad habitual, el mapa que diseña la Creación. Así el Tehilim
104 nos regala instantes, imágenes y sonidos, para que puedan ser
atesorados en el punto de luz más recóndito de ”esa alma que bendice”
para tornarse junto al rey y nosotros, en un ramillete frondoso y
perfumado de notas y sentidos que se elevan y se elevan…
“Ma rabú maaseja HaShem, culam bejojmá asita, maleá haaretz
kinianeja” nos evoca el salmo. ”¡Cuántas son Tus obras, mi D´s, todas
ellas con profunda saber las has hecho! ¡Toda la tierra está repleta de Tu
crear…!”
¿Qué es Rosh Jodesh sino la capacidad del hombre, pequeño ser y finito,
de observar e incorporar la Creación hacia él a través de la esbelta y
delicada figura de la luna renovándose hasta completar su plena luz y
color?
¿Qué significa poseer el tiempo sino intentar –una vez cada mes– elevar
mis ojos hacia lo alto, salir de mi pereza rutinaria y despertar en un
sueño nocturno frente a una mar de estrellas incontables que bailan y
sonríen desde los cielos “relatando la gloria de D´s”?
Allí el secreto de milenios. Aquí el futuro de miríadas de generaciones.
Saber ver para saber reconocer. Y más tarde, poder bendecir… Pues
sólo aquel que sabe ver aprenderá de sus ojos a poseer un corazón
agradecido. Y cuando los ojos junto al corazón se conjugan, la bendición
aflora como el delicado capullo en flor que anida la más hermosa
fragancia y la más delicada piel de sus pétalos… ”Berajá” –bendición–
es el recipiente más extenso que posee el hombre para contener, si lo
quiere, a Su Creador… “Bendice oh alma mía, a HaShem…”

Tiempo de Nisán, PÉSAJ DE AMBOS LADOS DE LA LIBERTAD
El tiempo, decíamos, es el comienzo de la vida misma. Y junto a
él, habremos de construir el espacio singular donde confluirán las personas y sus ideales, transcurriendo ese tiempo.
Adam, la dimensión humana, nace libre y vive para la libertad. El Creador
ha depositado en él la ardua tarea de recorrer y reconocer el mundo
creado, dominarlo inteligentemente y usufructuar uno a uno, los infinitos
beneficios materiales que hay en él, para edificar a lo largo de sus días
“el ser interior”, es decir, su conformación espiritual, única, excluyente
en el mundo del Bereshit que le pertenece y debe hacer suya…
Nuestra historia como pueblo, nace como producto moral de esa
libertad. Abraham nuestro padre es el prototipo del Adam concebido
por D’s en la Creación. Porque Abraham elige –en libertad– el transitar
por una vida donde los valores posean su valor y donde el hombre
pueda someterse –voluntariamente– a sus propias elecciones,
destruyendo uno a uno los aspectos que lo limitan y enfrentando a cada
instancia y circunstancia, con sus propias palabras y sus propios hechos…
¿Y todo por qué, nos preguntamos? Por cuanto Abraham, en soledad, logra
penetrar lo recóndito. Por cuanto Abraham –nuestro padre– logra superar
las limitaciones de un mundo sujeto a voluntades humanas (y tiranas), para aferrarse a otra voluntad: la de su Creador, y para
expresar por medio de ella, el vasto y ancho horizonte del libre
albedrío, hijo dilecto del ejercicio del hombre libre, moralmente libre
en una sociedad atada y maniatada.
Abraham Abinu no es ejemplar. Es un ejemplo. Y será prudente así como
sabio, establecer las diferencias si pretendemos comprender su obra.
Pues Abraham nos muestra cómo poder alcanzar la plenitud del ser de
Adam –el primer ser llamado a vivir en el mundo del Génesis–
caminando los estrechos senderos y los más extensos caminos de un
mundo el cual habría de ser trabajado, elaborado, pensado desde el
lugar del hombre, y acercarlo a su meta definitiva, o sea, al encuentro
con el Creador. Y la “convivencia” entre ambos, si se nos permite esta
expresión inadecuada. Porque el Todopoderoso y Su Sagrado Nombre,
nos habla de Eternidad; y porque el hombre, creado a “Su imagen y
semejanza” deberá instalar dicha Eternidad en el mundo, más allá de
sus propios tiempos, físicos y espirituales.
Abraham Abinu logra plasmar en su tiempo tal realidad. Y la planta,
pacientemente, en sus hijos, quienes recorrerán los días venideros,
sabedores de una misión, de un deber y de un día, aunque el camino,
ofrece paisajes más o menos bellos, y días plenos de luces y de soles, y
por cierto, largas y profundas noches oscuras, de destierros y desvelos…
NES LEHITNOSES:
IZANDO EL ESTANDARTE DE LOS TIEMPOS
El tiempo que acaba de comenzar, mes de Nisán, trae consigo un sonido
muy singular. El sonido de la libertad.
¿Cómo suena tal sonido? ¿Será el son de campanas? ¿O será tal vez, el
clamor de trompetas triunfales? ¿Serán acaso infinitas voces de júbilo
sumadas en coro que se elevarán con júbilo en medio de la noche?
Nisán nos anuncia libertad. Libertad es ante todo, el hombre, su entorno
y su relato. Familia que cuenta y canta –verbos que suenan como la
mejor de las melodías– y que nos permiten, en el ejercicio diario del ser
padres, afianzar aquello que “sólo es libre aquel que puede ocuparse
del estudio de la Torá…”
Los días que llegan nos acercan al objetivo. Ser libres para estudiar la
Torá. No hay mejor libertad que esa. Y sólo allí es donde se instala el
diálogo fecundo, la pregunta tibia al principio e incisiva después de los
hijos –de cada hijo– para con sus padres.
Pésaj llegará a nuestras mesas para “abrir nuestras bocas”. Abrirlas de
par en par para ejercer el sano ejercicio del ser soberano, tener la palabra
y transmitirla… Como padres debemos prepararnos. Cada año y en cada
séder. Por eso tal vez se llame “séder” a esta hermosa noche. Para
imponernos un orden vital. Pésaj y la libertad, son en tanto y en cuanto
podemos responder a preguntas eternas.
Y nuestros hijos, confiamos, anhelamos, soñamos en algún despertar
de cada día, de esos días que nuestra Torá nos anticipa con tanta
delicadeza: “Y será cuando te pregunte tu hijo mañana diciendo…”
Nuestros hijos, decíamos, confiamos una vez más que con sus preguntas
nos dejen boquiabiertos.
Ojalá que así sea. ¡Jodesh Tov umeboraj! ¡Un hermoso séder en familia!
SHABAT HAGADOL:
TIEMPO PARA SER GRANDES
Un Shabat con aromas de familia. Reminiscencias de otras épocas que
vuelven para quedarse una vez más, impregnando la memoria de padres
e hijos… De generaciones forjadoras de un destino común, una meta
conjunta y una herencia compartida.
Es un Shabat de confluencias. El calendario todo se reúne en este día
para dar la bienvenida al comienzo de los tiempos. Al comienzo de los
tiempos propios de un pueblo, que se torna hacia la libertad, celebrando
en familia. En conjunto. Volviendo a conjugar el plural, tras dejar atrás
la pesada carga que el egoísmo y la enajenación egipcias. El mirarse a
sí mismo para poder descubrir al otro y así, poder allegarse hasta el
mismo D’s.
Es este un Shabat con dimensiones propias. “Shabat ha-Gadol” lo ha
llamado la tradición rabínica. No excede los tiempos habituales, pero
su intensidad y significado son extraordinarios… Lo grande de este
Shabat es porque evoca un milagro. Un gran milagro. La liberación está
por ocurrir. D’s la ha anunciado. Sólo resta que Su pueblo –aquel que
ha recordado– se disponga a dar sus pasos también. Así se construyen
los milagros. En la coincidencia de voluntades. La Voluntad de D’s y mi
voluntad…
Un Shabat que recibe un invitado especial. A lo largo de centurias y
milenios, lo aguarda. Lo espera pacientemente. A aquel anciano y sufrido
hombre, que lleva en su nombre los Nombres de D’s mismo y que él
también, aguarda por nosotros. Confía en nosotros. Reza por nosotros…
En cada generación.
Eliahu ha-Naví es nombre y leyenda a la vez. Realidad y utopía. Toda
la esperanza y toda la desesperanza. Es profeta y es hombre simple.
Y está allí, en las puertas mismas de la liberación de los judíos en
cada año, en cada siglo, en cada generación, expectante… Espera
por los padres y espera por los hijos. Anhela que ese tejido conectivo
no pierda jamás conductividad. Los visita en cada maravillosa noche
de Jag haPésaj, cuando las puertas se entornan para su arribo. Cuando
una copa se llena y cuando el recitado que habla de su celo, de su
amor profundo, de su pasión por D’s y por el pueblo judío, se ponen
de manifiesto…
Este Shabat, se anuncia su arribo. El último de los profetas de Israel,
llamado Malají, nos lo hace saber… “He aquí que yo os envío para
vosotros a Eliahu el Profeta, antes de la llegada del Día de D’s, un día
temible y estremecedor…”
Un día está reservado para la humanidad toda. No será un tiempo
común. El día de HaShem, dice el Profeta. Un tiempo cuando todo se
conmoverá. Nada será ya igual. Cuando todo lo elevado –lo que se
asocia con la soberbia y el poder desmedido– se verá reducido al llano…
A lo imperceptible. Será nulo. Un tiempo cuando nada ni nadie se eleve
en este mundo físico. Sólo la presencia del Creador dominará el
escenario.
Antes de ese día, D’s enviará a Eliahu ha-Naví. Su visita tiene misión
familiar. “Y tornará el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón
de los hijos hacia los padres, no sea que venga Yo (dice D’s), y castigue
a la tierra con la destrucción definitiva…”
Recomponer la célula primordial. La célula madre de la sociedad
humana. El vínculo. Padres e hijos. En ese orden de retorno. Volver a
hablar. Volver a comunicar. Volver a transmitir. Volver a…
Nada hay más simple que ello en la antesala de la libertad. Celebrar
es posible cuando tengo con quien… Conjugar libertad es hacer la
familia sustentable. Evitar la hecatombe del mundo, es intentar
sostener los principios de la Creación: hombre y mujer ”unidos por
una sola carne”: los hijos que llegan para solidificar la condición
humana. De aquel humano creado a imagen y semejanza de D’s.
Ser humano que es ser libre; ser humano que es ser palabra. Ser
humano que es ser constructor de la libertad de la palabra y de la
palabra en libertad…
Este Shabat tiene aromas de familia. Aromas que despiertan en
nosotros un mandato y un deseo. Continuarnos en los que llegan y
ser sostenedores orgullosos de los que han partido… Allí lo grande. Lo
enorme de nuestra tarea en las puertas de Jag haPésaj.
AHORA, HIJOS DE LIBRES
Tiempo de Pésaj, tiempo de enhebrar con melodías simples ideas
complejas.
Tiempo de cantar, porque somos libres. Tiempo de pensar en nosotros
y en nuestros hijos, porque somos familia antes de ser pueblo…
Cuando la estación de los tiempos se viste de primavera, allí nace el
canto. Como el mismísimo pájaro en vuelo de libertad, nosotros, los
hijos de libres, asomamos a la historia de los pueblos.
“Al canfé nesharim” nos relata la sagrada Torá. “Sobre las alas de águilas”
ocurre la portentosa salida de Egipto. Pues “como el águila defiende a
su nido, sobre sus polluelos extenderá sus alas”, tal fue la Divina
Protección que se extendió sobre las frágiles alas de la nación hebrea,
alas quebradas por tanta esclavitud, cuerpos desfigurados por tanta
muerte.
Llegamos a Jag haPésaj para vestirnos con ropas diferentes. Cambiamos
los atuendos de esclavos por ropajes de libres. Y somos a partir de ello,
“hijos de libres”. Las ropas también anuncian un cambio.
De ahí que uno de los aspectos salientes a cumplir entre las mitzvot de
la salida de Egipto, fuera el “pedir cada mujer de su vecina, objetos de
oro y de plata, así como vestidos…” ordena la Torá.
“Ki hilbishani bigdé iesha, meil tsedaká ieatani…” proclama el profeta.
“Pues me ha revestido con ropajes de salvación, con atuendos de justicia
me ha cubierto.” Tal la explicación de nuestro primer pasaje a la libertad.
Ropas libres para hijos de libres…
Pero a partir de ese paso, los caminos parecen abrirse aún en medio del
laberíntico desierto. “Sagar alehem hamidbar…” Esa era la expectativa
del faraón. ”El desierto los ha encerrado” y a partir de allí, justifica una
nueva persecución de los ahora hijos de libres, benei jorín.
Nada es suficiente para el insaciable y mucho menos para quien –como
el faraón– carecía de corazón. Y es por ello que nuestro relato de
libertad, eternizado en la Hagadá de Pésaj requiere comenzar desde
ese lugar. Desde el lugar donde los hechos cobran realidad permanente
y desde donde nosotros debemos valorar lo ocurrido y lo obrado por
D’s…
Las preguntas de la noche de libertad son muchas, pero para llevar un
orden las llevamos a cuatro. Las famosas “fir kashes”, que más que
preguntas se tornan problemas o dificultades a la hora de responder.
Pero como usted sabe, querido lector y estimada lectora, todas ellas
llevan a un mismo punto, eje sobre el cual gira esta fiesta para ser fiesta:
una sola respuesta, contundente y memoriosa, para todas las preguntas
de la noche: “Avadim haínu le-Faró beMitsraim…Atá, Benei Jorín…”
“Esclavos fuimos del faraón en Egipto, pero ahora, somos hijos de
libres…” Y queremos poner énfasis en esto de no ser sólo libres, sino
hijos de libres… ¿Y sabe por qué? Porque nacimos siendo libres con el
gallardo Abraham Abinu, y continuamos amando la libertad de la mano
de Itzjak, su hijo y crecimos en libertad –laboriosa y cruenta libertad–
en los días de Iaacov, el tercero de este trípode existencial de libertades
e hidalguías entre los humanos.
Por eso, en estas noches y días mágicos de Pésaj, volvemos a ser los de
siempre. Volvemos a abrazarnos con los Padres –monumento a la
libertad-, y retornamos a nuestra condición de hijos… benei Israel, los
hijos de Israel, pero ahora también benei jorín… hijos de libres.
En los días de Jag haPésaj –la fiesta de la libertad– volvemos a nuestras
ropas de siempre, las más simples así como bellas: ropas que conjugan
pertenencia, que hablan de familia, que pretenden un orden, que
susurran libertad…
“Atá, benei jorín…” “Ahora, hijos de libres…” Imagino que ya sabremos
el por qué.
KE-NEGUED ARBAÁ BANIM
Cuatro formas de ver la vida. ¿Pueden ser más? Con seguridad… Pero
nuestra sabia tradición descubre por entre las preguntas que asoman
en nuestra Torá, que son cuatro las modalidades a manifestarse en
tiempos de libertad. Porque como decíamos, ser libres es ante todo no
sentir que ninguna atadura ni mordaza cubre nuestra expresión así como
nuestra acción.
Banim: hijos. Bonim: constructores, interpretan nuestros sabios de
bendita memoria. Cada hijo en la vida, edifica la conciencia del ser
padre. Va sumando, palabra tras palabra hacia la erección del edificio
singular donde habita el hombre libre. Pésaj, la fiesta de “la boca que
habla” al decir del santo maestro el Arizal, identifica en nuestra mesa a
cuatro de ellos. Hablan, cuestionan, preguntan, afirman, niegan, aceptan
con integridad y… ¡hasta no saben qué preguntar!
Allí los cuatro exponentes de nuestra realidad en algún lugar de nuestra
vida. ¿Cuándo, querido lector, dejó usted de preguntar? ¿Cuándo, me
pregunto, sus requisitorias no parecieron ofensivas ante el escucha
consustancial? ¿Cuántas otras veces su ingenuidad e integridad lo
llevaron hacia aguas apacibles en el mar de lo espiritual? ¿Y cuántas
otras veces, su enojo adolescente y su distancia adulta lo llevaron a
sentirse por fuera de cuanto veía y escuchaba?
Así también, imagino, habrá sumado silencios. Silencios de asombro,
silencios donde sólo los ojos observan anonadados, todo un orden
establecido, una mesa que es un altar y un libreto escrito con paciencia
esperando por usted, por los suyos, por los que vendrán.
Los “hijos de la Hagadá” son ante todo hijos de la realidad. Porque
nacen de la pregunta. “Ve-haiá ki ishaljá binjá majar leemor…” La
pregunta inquieta que plantea nuestra sagrada Torá, a ser formulada
por “tu hijo, el día de mañana, diciendo…” Desafíos expuestos.
Respuestas para pensar. Hechos contundentes que no podrán ser
pasados por alto si es que pretendemos que “lo nuestro” viva y
sobreviva.
La riqueza del ser judío pasa por intentar ver, intentar verse cada uno
en todas las épocas, en todas las situaciones, y poder vestirse con esas
ropas eternas –las preguntas– que ora como hijos deberemos preguntar
y ora como padres, deberemos responder…
La identidad judía transcurre por el delicado entramado de palabras
–que son lecciones– y de preguntas que formulan la inquietud de cada
generación. El texto, es el mismo. Las preguntas que elevan los hijos,
idénticas. Pero un año más ha transcurrido. Todos hemos crecido.
Nosotros como padres y el hijo sabio como tal… También el malvado –de
preguntas complejas y distantes– cambia. Y el “tam” vuelve con su inquietud
latente tanto como el que no sabe preguntar, aguarda ansioso por su mamá:
“At petaj lo” dice la Hagadá. “Tú (femenino) deberás abrir sus
compuertas.”
Cuatro hijos. Cuatro estaciones vitales que nos devuelven la sensación
del haberlo ya vivido. Pero cuando tenemos la pregunta frente a nosotros,
¡allí comienza el desafío! La tradición judía, lejos de manifestarse
teórica, expone.
Porque vivir es exposición. Y cuando asomamos a la mesa, allí
componemos. Los cuatro hijos son la ronda mágica que nos envuelve
con su música año tras año para regalarnos un sonido de eternidad,
pero por sobre todo, concedernos el valor de vernos a nosotros mismos
pasando por todas esas etapas.
Allí conjugamos la fiesta. “Jag” en hebreo. Que proviene de “jug”, ciclo.
Un círculo virtuoso que nos invita a sumarnos –desde el lugar del hijo
que estemos– a ese baile maravilloso. A esa noche de ronda, donde
padres e hijos, la familia de Israel, construye el círculo más sagrado:
aquel que no tiene principio ni fin. Sólo continuidad. Es decir, una
partecita minúscula de la eternidad…
DE LA MANO DE MAMÁ
Llega Jag haPésaj. Todo parece transformarse. Todo parece renovarse.
Y no tan sólo en la naturaleza. Por sobre todo, en cada uno de nosotros.
Pésaj huele a familia. Trae consigo olores tan especiales, impregnados
en una memoria que nos hace recobrar el sentido del vivir, el recuerdo
de los que no están y la presencia inacabable de todos aquellos quienes
se allegarán a nuestra mesa para compartir… Para “partir el pan de la
pobreza” –Ha Lajmá Aniá– alimento esencial para poder celebrar. Pan
de pobres, pan de humildad, pan que evoca y también testimonia…
Llegan días en los cuales “todos ponen”, según la vieja expresión de un
antiguo juego de nuestra niñez. Los padres son más padres que nunca
y los hijos, más “preguntones” que nunca.
Una hermosa forma de armar el rompecabezas familiar que, en el recorrido
del año laboral y educativo ya empezado, parece desintegrarse
cuando “cada cual atiende su juego” –según otra modalidad de otro
nostalgioso juego de la infancia– y estamos ocupados (cuando no preocupados)
por los distintos avatares de la vida cotidiana.
Pésaj es una “isla” en ese tiempo, que nos permite divisar el paraíso que
habita en nosotros, cuando sentados a la mesa disponemos de lo
esencial: tiempo para compartir. El pan y también las palabras. El disfrutar
del comer con contenidos. ¡Qué sentido tan profundo, no le parece!
Estamos todos en torno a ese altar que es nuestra mesa, cuando el
“korbán Pésaj” –el sacrificio de Pésaj– será la transmisión… Porque eso
es “korbán” como sacrificio: acercarnos, aproximarnos, sentir al otro
cerca de mí, estar con el próximo… Y compartir como decíamos.
Y si Pésaj nos llena de aromas y olores, mesas y comidas, la mano de
mamá –y de la abuela– se hace sentir. Aunque la mesa del séder nos
invita a sentir otro tipo de hambre también… Hambre por saber. ¿Por
qué? ¿Cuándo? ¿Para mí también? ¿Y si no quiero? ¿Siempre lo mismo?
Preguntas que se suman, de tiempo en tiempo, y las cuales nunca se
deben dejar sin responder. En Pésaj no hay lugar para el sobreentendido…
En Pésaj partimos de la premisa de la afirmación. Porque ser libres supone
ante todo, poder saber qué queremos. Cuánto queremos y cómo
lo deseamos. Afirmar la condición es superar la primera barrera
existencial que se opuso al desarrollo natural de Israel como familia:
pues la tarea primordial de los egipcios no fue esclavizarnos, sino
enajenarnos. Transformarnos en “ilustres desconocidos”. Hacer que
ningún hijo varón importe y que la natalidad –eje central de la vida
conyugal– sea un castigo más que una bendición.
Y es por ello que regresan en la noche del séder las manos mágicas de
aquellas mujeres, definidas por los sabios de las generaciones como
“nashim tsadkaniot” –mujeres justas y abnegadas– por cuyo mérito la
salida de Egipto fue posible… Así de simple. Así de contundente. A cada
mujer judía en Egipto le cupo un rol protagónico. No sólo en engendrar los
hijos, sino en darles la vida y procurarles sustento y ánimo. A sus hijos tanto
como a sus esposos. A sus propias familias… Contra ellas, el Faraón no
pudo. Curiosa paradoja en la ecuación de las “fuerzas”…
Una y otra vez, ante la llegada del tiempo de Jag haPésaj, la libertad se
conjuga en femenino. Y será bueno hurgar en las fuentes para proveer
de sentido a nuestra afirmación. Esa será la segunda barrera a derribar,
pero esta vez, la que ha sido construida por nosotros mismos, al pensar
que nuestra tradición sólo habla de postergaciones y de “quitas” en los
méritos para con la mujer, y por sobre todo, la mujer bíblica…
Cuando llega Pésaj será otra vez mamá la que llame a la mesa. “Shulján
Orej” –la mesa que está siempre servida– esperando a todos los hijos.
Los “iguales a uno” y “los diferentes a uno”. Porque cada uno tiene
lugar, si lo sabe respetar. Si lo puede apreciar. Y porque Pésaj se escribe
siempre sobre la tinta fresca de una receta milenaria… La receta del
abrazo y la sonrisa que una madre, sólo una mamá, sabe dar en la
antesala de cada fiesta… Es decir, de cada día de la vida que D´s nos
bendijo en compartir.
Y todo ello, mamá lo sabe. Lo siente y crea la magia de un ambiente
único. Un “monoambiente celebratorio” donde todo cabe. Desde las
comidas tan especiales hasta las respuestas tan necesarias…
A veces, cuando llega Pésaj, el hijo sabio, el rebelde y negador hasta el
mismísimo simple de las Hagadot impresas, dejan su lugar a uno único,
símbolo a veces de nuestra posmodernidad: “Mi sheeinó iodea lishol…”
Quien se quedó en medio del camino y ya no sabe siquiera lo que
preguntar… Qué preguntar. Allí, la laboriosa mano de mamá, se hace
otra vez presente. Ya no sólo para elaborar la magia de los aromas y los
olores incomparables. Ya no…
Mire la Hagadá… ¿Sabe lo que dice cuando llega ese hijo? “At petaj lo…”
(Tú, ábrele a él su boca…) Ese Tú –At– como usted lo sabe, es femenino.
De la mano de mamá, Pésaj es más libertad que nunca. De la mano de
mamá se abren las compuertas del saber. Del saber vivir, para apreciar la
libertad…
En bendita memoria de quien me hizo crecer al amparo de una sabiduría
incomparable… Aquella del jamás renunciar a las cosas que se
empiezan. Mi madre –de bendita memoria– Delma Esther Dana de
Maarabi bat Shoshana, para quien la mesa de cada día fue el Santuario
de su vida…
Tiempo de Iyar, DÍAS PARA TENER EN CUENTA
Ser libre presupone como primer ejercicio dominar mi tiempo. Y
a eso nos llevan los días de Jag haPésaj, siete en total (ocho
entre nosotros), cuando y durante en las noches y días de la celebración
aprendemos la lección de la libertad.
Ante todo hay un “orden” que traducido hacia el sentido familiar, se
conjuga en “séder”. Disponer de mí significa prestar atención a quien
tengo junto a mí. Y es en el séder, precisamente, que nada ni nadie
podrá pasar inadvertido. Aquel que tiene hambre, tiene un lugar, tanto
como aquel cuyas preguntas no pueden esperar ya más en su afán de
ejercer su derecho de ser libre…
Así es como –humildemente pensamos– debuta la libertad entre nosotros.
Junto a una mesa, en un hogar, con comensales. Los conocidos y los
otros. Porque ser libres, decíamos, era poder romper aquel cerco tejido
fina y astutamente por el faraón y su pueblo de hacernos ajenos. De no
permitir que la solidaridad formase parte del destino común que
poseíamos desde siempre.
Pero Pésaj nos trae otro desafío. Desafío que forma parte, otra vez, de
nuestra capacidad de hablar. Ya no es sólo el relato “…y todo aquel
que narra reiteradamente la liberación de Mitsraim merece ser alabado”
como decía nuestra Hagadá. Ahora, con la llegada del segundo día, la
tarea –simple y contundente en su sentido– es la de contar días y
semanas… Esa cuenta tiene nombre propio: Sefirat haOmer, la Cuenta
del Omer.
Ahora arriba el tiempo donde más allá de disponer del tiempo, debemos
contabilizarlo. “Tenerlo en cuenta” si nos permiten jugar con las
palabras. Porque para un pueblo que no supo de días ni de noches, o
que tal vez, sus días fueron como noches sin distinción alguna, le llega
como corona de su liberación el contar su relato, tener a quien contarlo
y a partir de ello, ejercer el dominio básico y esencial de cada ser
humano: su tiempo, el propio, y conducirse en él hacia objetivos y metas
claras.
Estos días del Omer, que nos llevan a semanas –siete en total–
multiplicarán el recorrido inicial de la libertad de Pésaj, multiplicando
nuestras ambiciones y asegurando nuestra libertad. “Ein lejá ben jorín,
ela mi sheosek baTorá”, sentenciaban nuestros maestros. “No hay
persona verdaderamente libre como aquella que puede ocuparse de la
Torá.”
Estos días merecen tenerse en cuenta porque nos conducen hacia la
Torá, es decir, hacia el punto máximo del ejercicio de una noche, que
en su magia familiar, nos permitió cantar junto a nuestros hijos: “esclavos
fuimos del faraón (Avadim Hainu) pero ahora somos hijos de libres (atá
benei jorín…).”
Sefirat haOmer, la cuenta misma de la libertad. Una libertad para tener
en cuenta…
UN ALTO EN LA CUENTA
Hay un día que no es un día común. Porque si bien cada día que
podemos renovar nuestra esperanza en el vivir, hacer y progresar es
fantástico, este día en particular limita un antes y un después…
Lag baOmer marca un tiempo extraordinario. Abre una cuenta diferente
para con los días que llegan. Cierra una herida difícil de cicatrizar para
el calendario espiritual del pueblo judío. Deja atrás la tristeza y propone
la alegría. Al menos, para una tradición religiosa, se transforma en un
día único pero lo suficientemente pleno como para celebrar, reír y ver
el futuro que se avecina con ojos de esperanza como decíamos…
Treinta y tres días de la Sefirá (la cuenta del Omer) traen consigo cierto
alivio. Por un lado, nuestros sabios de la tradición oral nos enseñaron
que en este día “paskú milamut talmidéi Rabí Akiva”. La terrible
mortandad que asoló a los dilectos alumnos del santo maestro Akiva,
quienes en cantidad de 12.000 pares, murieron en este corto lapso de
tiempo, llegó a su fin. Aunque la soledad y vacío que dejaron era difícil
–cuando no imposible– de reemplazar… Y no sabemos ya, qué era peor.
”La sagrada Torá corrió el riesgo de ser olvidada y de perderse en el
seno del pueblo judío” llegaron a aseverar nuestros jajamim. Hasta tal
punto… Y si hubiera sido así, los romanos brindarían por su victoria. La
única que no lograron plasmar en el campo de la realidad.
Pero nuestras fuentes nos anuncian que “ad shebá Rabí Akiva etzel
rabotenu shebaDarom”. La esperanza volvió a conjugarse en tiempo
presente. Rabí Akiva fue hacia los sabios que habitaban en el sur del
país –entre ellos Rabí Shimon bar Iojai– quienes al decir de la Guemará
“amedú umileú col Eretz Israel Torá”. Estos maestros, de la mano del
infatigable Rabí Akiva “llenaron toda la tierra de Israel de Torá”.
Esperanza. Estudio. Vida. ¡Qué coraje les cupo a estos hombres en plena
época de persecución y destrucción!
Eso venimos a celebrar en Lag baOmer. La osadía de vivir al amparo de
la Torá. Y el actor principal en esta obra, fue Rabí Shimon bar Iojai,
quien enfrentó la adversidad, se mantuvo oculto junto a su hijo por 13
años y se coronó como uno de los santos maestros del pueblo judío,
por su saber incomparable, por su amor inconfundible por sus hermanos
y la tierra y por su irrefrenable pasión por la Torá.
En Lag baOmer, Rabí Shimon ascendió a su morada celestial. Y para un
sabio, residir junto al Creador, significa una fiesta. “Hilulá deRibí
Shimón” la denomina la más pura tradición sefaradí.
Poder sobrevivir a la muerte. Poder superar la adversidad y la
persecución. Lograr que el mundo judío haya superado la barrera de la
desaparición física y espiritual, son motivos suficientes para que el duelo
de estos días se tiña de una sonrisa, y se dibuje la esperanza. Un alto en
la cuenta para continuar a la espera de la Torá de Vida.
OMER Y CREACIÓN
Contar los días y las semanas es la tarea. Considerar cada tiempo,
medirlo, apreciarlo, aguardar con impaciencia lo que habrá de llegar,
superar con inteligencia lo pasado, parece ser la cuestión en este período
del año.
¿Por qué, se pregunta, debemos hacerlo ahora y no en otro momento?
¿Acaso nuestro luaj no es un desafío permanente a la memoria y al
porvenir por igual?
Sin embargo, sólo estos 49 días serán contados, minuciosamente, noche
a noche, en una cuenta personalizada. Nadie lo podrá contar por
nosotros… Nadie. “U-Sefartem lajem”, “contaréis para vosotros”, para
cada uno y uno.
Curiosa dimensión de nuestra Halajá, la normativa de la ley, que en
infinitos casos, nos coloca en posición de “hacer cumplir a los demás
con su obligación respecto a alguna mitzvá” (“le-hotzí mi-iedei jová” lo
decimos en hebreo). No aquí.
La Cuenta del Omer, Sefirat haOmer, debe ser personal e intransferible.
¡Nadie puede llevar la cuenta de los días –de tu propio tiempo– más
que tú mismo! Parece insinuarnos nuestra Halajá.
Y tal vez, la más simple razón acuda en ayuda de la exigencia. Cuando
se nace, allí comienzan los días propios. La cuenta individual. El racconto
de hechos, vivencias y experiencias que son únicas e intransferibles.
Sefirat haOmer narra en forma de cuenta progresiva, un nacimiento. La
expectativa por aquello que está en formación. Que requiere tiempo e
imaginación. Que necesita de ilusión y de promesas. Todo está
contenido en un espacio que sólo nosotros podemos diseñar. Que sólo
nosotros –al nacer libres– debemos “tener en cuenta”…
Es por ello que la idea del Omer nace en la mismísima santidad de la
fiesta de la libertad, Jag haPésaj. Allí las agujas de un invisible reloj
comienzan a danzar, lentas, pausadas pero decididas hacia el encuentro
con la próxima hora…
Y las horas que van al encuentro con el nuevo día. Los días, caminan
seguros, hacia el tiempo. Tiempo total que forma, tiempo total que
instruye, tiempo total que abraza a ese hombre nacido en la noche,
con el rayo de una luz que no tiene día, pero que brilla, cuando el
hombre lo espera, lo anhela, lo desea…
Es allí cuando D’s ordena. “Y contaréis para vosotros”. La Cuenta del
Omer es tarea para libres. Para los que pueden diagramar su tiempo.
Sólo entonces el individuo puede pasar a diagramar su yo. Su persona.
Ser tiempo para ser persona sería la ecuación… “Ein lejá adam she-ein
lo shaá”; “pues no tienen persona que no disponga de su hora”, afirmaba
el Pirké Avot. Si eres hombre es porque tienes tiempo…
}El Santo Bendito sea ha establecido ese tiempo. Bereshit es el comienzo.
El inicio mismo de la maravilla de la existencia. Allí estableció el “vaiehí
erev vai-ehí boker…” ¿se acuerda? Pues bien, desde entonces,
somos promotores de la idea. Vivir cada día con la intensidad de una
eternidad. Pues cada día refleja parte de aquel “y fue la noche y fue la
mañana, día uno…” Día uno, y no primero. Comprender esa esencia
nos ayudará a saber más de nosotros.
Al comenzar la Cuenta del Omer, lo reproducimos. “Ha-Iom, Iom Ejad
la’Omer…” Hemos creado junto al Creador. Allí lo peculiar. Allí la
libertad del ser. Allí el desafío a continuar siendo. Desafío que está en
continuar esa cuenta. Llevarla “a cabo”… es decir, a término.
¿Y de quién depende? De usted, de mí, de cada uno reunido en torno a
una congregación de libres que caminan hacia un día, el día cincuenta,
cuando dejamos de contar ya para celebrar el tiempo de Atzéret, tal
como denomina la tradición rabínica a Shavuot. Al día cuando somos
comunidad. Cuando la libertad se multiplica por cada uno de los que
han contado y pasa a ser relato y precepto: Torá y mitzvot.
Allí también, usted debe ser sólo usted… Cuenta como comunidad,
pero recibe la Torá con sus propias fuerzas, su propia intensidad, sus
emociones y conmociones.
Sefirat haOmer es multiplicar el tiempo. Es revertir el pasado egipcio y
convertir las arenas de un desierto en tierra firme. En tierra donde me
afirmo en mi condición. Tierras que descubren montañas. Tierras que
no tienen dueño alguno. Tierras donde somos gestores de cada paso y
somos protegidos en cada escala.
Tierra de Torá. Tierra de libertad incondicional. Desde allí, caminamos
a la otra tierra. La que es promesa eterna. Llevamos hacia ella la libertad
contada y la Torá aprendida. Comenzamos a vivir como “cada hombre
que tiene su propia hora y que cada cosa en su vida tiene su lugar”.
LE ARTZÍ IESH IOM HULEDET
Así cantaba una bellísima canción que nos permitía asociarnos en la
emoción de un festejo, aún a aquellos que distantes, participábamos de
un singular cumpleaños.
Y tal vez, allí radica la verdadera dimensión del relacionamiento con
esta tierra, nuestra tierra… Sentirla cerca, estar siempre invitado como
parte de una extensa familia, que abraza y abraza, más allá de las
geografías caprichosas desde donde vive y sobrevive, a llegar, ocupar
un lugar en su mesa y cantar, y desear, y sumarse en los infinitos y
recónditos deseos de felicidad y bienestar.
Si hay algo tal vez que podamos recuperar a lo largo de estas décadas
–nuestra pequeña tierra cuenta aún en décadas su existencia– es esa
figura que crece y crece… Israel como nuestra casa. Israel como la cita
con un día, con un tiempo que más allá del cumpleaños, nos propone
desafíos. El desafío primero de quedarnos para siempre en su mesa o al
menos de llevarnos –impregnada en el alma– la melodía conocida pero
jamás olvidada de una canción que nos identifica.
Israel asoma una vez más en el calendario de la vida sumando un nuevo
año. Cada año, así como en nosotros, presenta sus aspectos. No ha
habido año, en donde Israel, como pueblo o como estado, no haya
crecido… ¿Qué queremos decir? Simplemente que crecer es producir
–casi inconscientemente– un proceso de desprendimiento y rupturas;
crecer significa entender y comprender las propias reglas del cuerpo
tanto como las dimensiones más ocultas del alma. Claro que en la
realidad humana, D´s nos ha agraciado con una ventaja: no percibimos
cuánto y cómo crecen nuestros huesos; cuánto y cómo el aparato
muscular extiende y presiona articulaciones y ligamentos; todo parece
seguir un cauce natural. “La sabia naturaleza” dicen algunos, que todo
lo hace.
Y así, esas explosiones silenciosas que transcurren por los tiempos del
crecer, nos llevan a dimensionarnos tal cual somos hoy… en mayor o
menor medida.
¿Cómo está su Israel hoy? ¿Cómo siente ese cuerpo y esa alma suya el
correr de los años? ¿Lo invade la emoción de cumplir con la vida?
¿Cuánto, nos preguntamos, se eriza la piel al llegar estos días donde
todo confluye, el recuerdo por los que fueron, la expectativa por los
que habrán de llegar?
Mucho hemos leído acerca de Israel y nuestra pertenencia a ella. Mucho
más es lo que hemos soñado –sino vivido– con hacer realidad ser parte
de su historia y de sus días. Pero cuando llegan estos días, algo se mueve.
Algo nos conmueve…
¿Le pasa a usted lo mismo que a mí? ¿Siente que el llamado parece ser
más insistente que otras veces? ¿O por el contrario, las distancias parecen
haber crecido entre su pasado y su actualidad?
Tanto, decía, hemos leído acerca de las bondades de esta bendita tierra,
que ya es poco lo que se puede agregar. Y es verdad. Parecería que con
decir “Israel” ya está todo dicho. Porque es nuestro nombre, nuestra
identidad, nuestra tradición de fe y hasta nuestra porción de suelo.
Pero hay algo más. Y tal vez, sólo con el correr de los años, uno lo
percibe. Porque a medida que crecemos, somos más y más sensibles.
Nos damos cuenta de quiénes somos, cuánto somos, cómo somos. Y
de cómo vivimos. Y por sobre todo, de cómo queremos vivir. Y tal vez,
eso que he leído me ha acercado una dimensión nueva en este nuevo
año de vida. De Israel y mía…
Decía Maran HaRab Kuk, Primer Gran Rabino de Medinat Israel: “Así
me dieran joyas preciosas y todo el oro que hay, no iría a ningún otro
lugar del mundo a respirar otro aire, pues todo el mundo, con todo su
oro, no vale nada comparado a un solo respiro en Eretz Israel…”
Un respiro. Inhalar la porción de aire necesaria, vital, como para decir
que estoy vivo. Conciencia de estar vivo. Eso es respirar. E Israel significa
esa conciencia en la existencia del pueblo judío.
Así como el judío agradece cada mañana al despertar de su sueño –de
su noche prolongada en los “valles de la muerte”– con tan solo el simple
“Modé Aní…” (condición primaria de la existencia es ser agradecido),
allí se despliegan las palabras más sentidas: “sheejezarta bi nishmatí”,
”que me has retornado mi neshamá” –esencia primera y última de cada
ser vivo– la cual se manifiesta por la capacidad del respirar… Tomar del
aire vital, de la presencia inacabable del Creador para marchar. Para
comenzar el día. Para vivir los tiempos de la vida.
Hace 59 años, la conciencia de despertar con vida “ha tomado cuerpo”
en nuestra existencia individual y colectiva. Las sombras de la muerte,
entremezcladas con los negros humos de chimeneas y los grises de la
mediocridad humana, dejaron su lugar a la aurora… Un tiempo donde
las luces aún no son del todo claras, pero anuncian la llegada de un
nuevo día.
Un 5 de Iyar (Erev Shabat) emergía de entre esas sombras de la asfixia,
el oxígeno liberador inyectado por los hombres, mujeres, ancianos y
niños que lejos de quitarse de encima la contaminación enfermiza de
un mundo aletargado y adormecido en el silencio de la complicidad,
sentían que respirar lejos del oro y las piedras preciosas, sólo aire puro
de una tierra –aquella prometida por siglos y milenios– valía la pena…
Hoy celebramos junto al pueblo judío la condición de estar vivos. Hoy
miramos a otro Cielo, desde donde nuestro aire es más puro y desde
donde el Creador percibe con claridad cada plegaria. Hoy, somos todos
sabedores que ningún otro aire podrá sustituir a este respiro. Un respirar
–a veces jadeante, otras exultante pero siempre vivo– de una nación
que aprecia desde el inicio del día, esto del “aire que respira”.
Hoy queridos amigos, he sumado una dimensión más a la realidad de
mi vida, reflejada en el espejo inigualable de esta amada tierra. ¡No
cambiarla por nada en el mundo! Hoy, cuando las opciones parecen
ser las más variadas. Cuando ser “comunitario” en el lenguaje de la
humanidad pasa a ser parte de otras geografías…
HaRab Kuk Z”L con palabras simples, me lo ha dicho claro: puedo
encontrar todo, lo mejor en toda otra geografía. Pero el aire que respiro,
proviene de un solo cielo. Un cielo que como la tierra parece ser
reducido. Pero que es infinitamente grande, como para darnos el aliento
suficiente y la fuerza necesaria, la inspiración constante y la dignidad
cotidiana de vivir como judíos.
Medinat Israel cumple años con la vida. Nosotros podemos respirar
tranquilos. Nuestro oxígeno está garantizado. “Le Artzí iesh iom
huledet”, cantaba esa vieja y hermosa melodía… ¡Iom Huledet Sameaj,
Artzí! ¡Un muy feliz día, mi tierra!
TAN LEJOS DE TI
Mencionar su nombre conlleva un encanto. Algo así como que la magia
misma de los sonidos se conjugan para decir la más dulce melodía en
una sola palabra.
Acariciar las letras de su nombre, es recorrer lentamente su geografía.
Callejuelas estrechas en su “iod” y otras rutinas de aceras que se abren
cual arco bondadoso e inquieto que brinda bienvenidas en su “reish”…
Instantes de eternidad que se detienen frente a uno y nos llevan en la
línea a mirar la tierra y el cielo; su letra “vav” une lo imperceptible del
caminante; reúne los extremos del pensamiento que busca y rebusca
en sus adentros una explicación lógica cuando no emocional a tanta
belleza y simpleza en el mismo lugar…
Sólo los latidos de un corazón agitado, parecen hallar reposo y quietud
cuando se apoyan en su “shin”, que susurra un silencio de paz y un
canto silencioso de amor a cada órgano atento de un cuerpo afligido y
doliente por siglos y milenios.
Y entonces se yergue por sobre el renglón de los tiempos su “lamed”,
invitando a hurgar en cada laberinto de sus contornos, en cada
luminosidad de sus soles crepusculares y matinales, en los fulgores de
cientos y miles de estrellas que le brindan su canto de amor cada noche,
enamoradas todas del perfume que exhala el estudio cotidiano…
Para volver a la conciencia de la pequeñez, frente a tanta grandeza…
Una nueva y tímida “iod” se asoma hacia el final de su nombre como
queriendo dibujar en su nombre el otro nombre: el de la mismísima
Divinidad, que jamás la abandonó y que la ama con amor eterno.
Su letra posterior es el todo que la cierra y que contiene… Es el marco
de una “mem” que dibuja el contorno más simple y más extenso de su
nombre, de sus aromas y sus olores sin igual. Es la letra que la multiplica
y la hace resonar como un tambor en medio del silencio prolongado
de la ausencia de sus hijos.
Sí mi querido lector, usted conmigo habrá formado la palabra anhelada
y con ella hemos abierto las puertas de los Cielos: “Ierushalaim” en sus
consonantes inspiradoras que nos llevan a un vuelo rasante por la
historia, por los tiempos, por los deseos y los recuerdos del pasado, del
presente, del futuro…
Hay un lugar que supera las geografías. Hay una geografía que no suele
caber en un mapa. Y hay un nombre, demasiado grande para ser inscripto
en la simple cartografía. Porque su nombre sabe a miel y a hiel. Porque
ha sido el motivo del llanto de generaciones y del regocijo de miles
más. Ierushalaim es hogar y es tierra. Es montañas y cielos. Es historia y
testimonios.
Ierushalaim es reyes y profetas que la amaron. Es pueblo que jamás la
abandonó y perdió el habla a causa de ella. Ierushalaim es David rey
llorándola y cantándole, es Salomón su hijo, adosando cada piedra de
Su Santuario…
Ierushalaim es visión y es poder. Es esperanza y seducción. Es el llamado
al vivir por siempre, es el recinto donde lo eterno juega de local…
Ierushalaim es y es y no deja de ser. Todo lo despierta y a todo los somete
con su encanto sin igual a un dulce sopor de ensueños, donde caminar
por ella es abrazarse con ella, con sus piedras, con sus paredes, con sus
soles y sus lunas que son más bellos y más luminosos cuando alumbran
y calientan su cielo.
Mencionar su nombre es hablar otro idioma. Es poder hablar ante todo.
“Yo soy la paz, y es cuando hablo…” al decir del rey que la amó.
Porque Ierushalaim es la fuerza de la Palabra. Es la Palabra llevada a la
fuerza –la potencia– de Abraham que la llamó; de su nieto que la soñó
y de sus herederos que la avistaron desde lejos hasta hacerla propia y
llevándosela consigo a cuanto destierro alcanzasen…
Hoy regresamos a ella una vez más. Ierushalaim es un relato de partidas
y llegadas. Partidas que navegaron en mares de lágrimas sin consuelo.
Llegadas que surcaron arterias de sangre y dolor. Pero estamos. Con
ella. Junto a ella. Y ella, como una buena madre que siempre espera,
nos aguarda con sus mejores ropajes y su más bella sonrisa… Aquella
que dibuja cada sol poniente en sus atardeceres, desplegando sus
murallas protectoras y de encanto. Aquella que suspira como luna en
menguante cuando todo parece oscurecerse despojándose
paulatinamente de luz. Aquella que destila su fulgor en el tintineo de
cada estrella que en su cielo parecen multiplicarse más y más.
Ierushalaim es canto de enamorados… Del amor eterno con que D´s la
amó. Del sentir profundo de un pueblo que la amó. De los hijos que
aman a Su Padre y que tienen una cita cada día, cada tarde, cada noche
frente a un muro que retribuye solitario cada gota de amor, a la espera
de los suyos, que se suman en manos y fuerzas y sueños y corazones,
para volver a levantar sus piedras haciéndolas Santuario…
Cuando usted me pregunta qué es Ierushalaim, creo que me atrevería a
decirle, honestamente: Ierushalaim es letra y es palabra; es el torrente
de imaginación y ternura que aflora sólo con mencionar su nombre…
Es la vida misma que no se explica y que se lleva tan dentro, pero tan
dentro, que “si me olvidare de ti Ierushalaim, se olvide mi mano derecha;
se pegue mi lengua a mi paladar si no te recordare… Si no te elevare mi
Ierushalaim por sobre cada alegría…”

Cuarenta peldaños y uno
Asciendo en los peldaños de los días para hurgar entre recuerdos no vividos
Los sonidos, las ausencias, los aromas y las melodías
Escenarios de poetas y de reyes; de mendigos y magnates, soñadores y videntes,
Historias mil veces contenidas, en retorcidas vasijas de barro revestidas
Por el oro y por los bronces, la plata y la codicia…
Ingreso por una calle que se abre en mil pedazos, y destila un fino olor
De rosas y de jazmines; en cada paso retumba un eco, que tiene de cielos
Y de tierra, semblanzas de pisos conocidos… ya caminados, ya recorridos…
Recuerdos del futuro que se abren en cada sentir de cada huella
Y regalan un fresco alivio a pies cansados, de tanto exilio, dolor y ajenjo…
Me elevo por puertas y umbrales invisibles, que se abren con la magia del suspiro
Y me invitan a contemplar desde lejos, figuras oro teñidas con el sol de media tarde
Que pelea entre la sombras por seguir iluminando cuanta cúpula y mezquita…
Me sumo a sus rayos cada mediodía para ser luz, sentido y suaves melodías,
Susurros de cantos y de elegías; de almas que se elevan, alcanzando el fulgor de vida…
Y por entre muros y murallas silenciosas, la historia se da cita en el recuerdo
De reyes y profetas que la habitaron, de hombres y mujeres que la hicieron
Las palabras parecen vestirse de fina seda, para hablar de ella, y evocarla,
Las letras se pelean por ser primeras, en inscribir su trazo en melodías,
Y cantarle, y adorarla, y entonarle y adornarla con mil cantos, de noches y de días…
Jerusalén es paz y es guerra; es el fervor de la batalla junto al reparo del vencido,
Ierushalaim es visión y sueño, es padre e hijo ascendiendo a su montaña;
Es espera y esperanza, desilusión tardía; es morir y renacer, es ocaso y es día.
Te camino y te respiro y vuelve el alma –alma mía– a su confort y su rezo…
¡Te necesito mía!, le reclama entre sus llantos… ¡Indivisiblemente, mía…!
Jerusalén es poema, es relato y fantasía; basta subirse a cada una de sus estaciones
Con el amor del poeta, el fervor del narrador y los sueños del que camina,
Para encontrar entre sus piedras, un puñado de cuentos y sonidos
Que nos traen milenios de voces contenidas; que regalan el polvo más sagrado
Donde embeber las plantas de pies errantes, que la anhelaron cual oasis de vida…
Hoy traigo mi canción, entre las manos de mi vida; los hijos de mis hijos
Te recorren y te sueñan, te complacen y te admiran; somos más, y más y más
Entre tus piedras jamás vencidas… Tus estrechos nos regalan plenitud de sintonías,
Y de voces y de manos, de corazones y ojos, henchidos entre llantos de alegría…
Hoy te vengo a abrazar, cuarenta años más joven, Jerusalén renacida…
Un niño te mira y se asombra; y su padre, con mano temblorosa le acaricia;
Las arrugas de un abuelo se despliegan en las tiernas miradas de generaciones;
¿Qué eres tierra amada sino madre? ¿Qué eres ciudad única sino novia?
Un cortejo de amantes te persigue, junto a un coro de profetas apasionados
Aguardando la llegada de Tu Rey, de los tiempos cuando el sol nunca se apague…
Ierushalaim, Ierushalaim… Nombre de Paz. La Paz del Nombre. En tu día…

Tiempo de Siván, SHAVUOT
“Y ésta será para ti la señal: cuando saques a los hijos de Israel de
Egipto, habréis de servirme sobre este monte…”
Dejar Egipto presupone otra suerte de esclavitud. Abandonar la
temporal para ingresar en la servidumbre del Eterno. “Ki avadai hem”
afirma el Creador en otro contexto como para dejar intacto el sello de
un pueblo que apreciará su libertad en el transcurso de los días y las
semanas de su liberación.
El hombre a liberar requiere de señales que aseguren el pasaje a una
estación segura y estable. El monte Sinaí será la estación en el tiempo
de los liberados que haga las veces de reaseguro de la libertad iniciada
semanas atrás.
Pero las geografías se tornan insuficientes cuando nos presentan sólo
accidentes geográficos. Es necesaria entonces una señal…
HaShem le ofrece a Moshé esa señal mucho antes de iniciarse el camino
–tenso y agobiante– del Éxodo, del caminar con pie firme y brazo alzado
hacia esa señal…
“Ot” –señal– se escribe en el hebreo con dos letras que incluyen el
todo: alef y tav, primera y última del alef bet –el alfabeto hebreo– quien
deja un claro mensaje: la señal que provee el Todopoderoso lo abarca
todo, lo contiene todo, lo dice todo… “Vezé lejá haOt” le dijo HaShem
a Moshé en la montaña. El hombre aún necesita de lo visible ante el
Invisible. No puede ver por ahora más allá de sus propias limitaciones.
Luego alcanzará –con el tiempo– lo que ningún otro hombre sobre la
faz de la tierra: “que conoció al Creador cara a cara…” al decir de
nuestro texto bíblico.
Sinaí como señal. Sinaí como espacio para el encuentro. Encuentro
que conduce al reencuentro de los hijos con sus padres. Abraham, Itzjak
y Iaacov contemplan la promesa de D´s para con ellos. Los benei Israel
se unen a su Padre Celestial.
Hace siete semanas atrás, nuestra canción en la mesa del séder familiar
era: “Hilu kerbanu lifné Har Sinai ve-lo natán lanu et haTorá, ¡Daienu!”
“Si tan sólo nos hubiera acercado al monte Sinaí sin entregarnos la Torá,
¡nos hubiera sido suficiente!”, cosa que nos llama poderosamente la
atención. ¿Acaso todo el milagro de la redención no conducía a la
entrega de la Torá?
Con idéntico asombro percibe las cosas Rab Abigdor Nebentzal shlita,
Rab de Ierushaláim bei haJomot, quien afirma que: ”…el solo hecho de
pararnos a los pies del Sinaí, sin recibir la Torá, parecería ser suficiente.
El hecho de ser testigos presenciales del evento, posee cierto aspecto
de regalo maravilloso, que el pueblo judío por sus generaciones habría
de obtener. Un beneficio espiritual grandioso, sin siquiera recibir la Torá
en Sinaí…”
Sin embargo afirma el sabio Rab que “el pueblo de Israel ciertamente
alcanzó en ese momento un status singular que nunca antes abrazó…
Se revistió de un espíritu de pureza tal frente a la revelación de D´s, que
“paská zohamatam” –toda la impureza que le cupo al mundo todo
cuando Adam y Javá transgredieron la voluntad del Creador– pudo en
ese momento disiparse…”
Israel es parte de ese mundo y lo que el ser humano por doquier hace,
es también parte de su vivencia y experiencia. Llegar a Sinaí es una
señal por cierto. Para Moisés y los hijos de Israel. Aunque también para
el mundo todo.
Hasta aquí ingresamos en la normalidad de los hechos. Lo común de
los días. El Har Sinai nos lleva a lo extraordinario. A lo metafísico. Al
lugar donde las señales se tornan visibles y donde los hombres se vuelven
humanos…
Sinaí es señal para las generaciones. Un antes y un después. Sinaí es
vínculo entre el pueblo y su D´s. Es la Palabra que desciende de los
altos Cielos y es la respuesta que asciende de la profundidad de los
hombres.
Allí todo fue diferente. Allí todo fue unidad en la diversidad. Como el
monte mismo. Con sus laderas escarpadas, su cima casi invisible, con
sus matices verdes, marrones, rojizos y fuego.
“HaShem bam, Sinai baKodesh” canta David en sus Tehilim. “D´s estaba
entre ellos, el Sinaí en la Santidad.” Allí la señal. Allí la vivencia singular.
Irrepetible. Maravillosa. Única.
“Si tan solo nos hubiera acercado al Har Sinai y no nos hubiera
entregado la Torá, ¡nos hubiera bastado!”
ZEMAN MATÁN TORATENU
Zeman Matán Toratenu. Tiempo para la entrega de nuestra Torá. Así,
en la plegaria de la fiesta, Shavuot recibe una nueva denominación.
Las semanas contabilizadas se funden en un tiempo y en un sentido.
Lograr que los cielos desciendan y besen a la tierra dejando en ella el
sello de un Amor inconfundible.
“Ishakeni mineshikot pihu” cantaba la amada en su Cantar de Cantares.
“Béseme Mi Amado con besos de Su boca”. La Torá –ese beso eterno
del Eterno– conjuga el tiempo de una entrega. Y allí se desenvuelve
todo ese ir y venir por las letras del mandamiento y la ley del vínculo
entre D´s y Su pueblo.
Shavuot supera al tiempo por cierto. Porque cuando nos ponemos en
contacto con la eternidad, las horas, los días y los años pasan a ser
recursos humanos fundidos en lo Divino. Es allí donde no hallamos la
fecha cierta. Es allí cuando debemos buscarla. Hurgar por entre los días
y las horas de un calendario que se propone desde el principio mismo
coronar un día para coronar a un mundo. Un mundo de hombres que
esperan recibir. Porque todos ellos saben que hay Alguien que anhela
dar.
El “tiempo de entrega de nuestra Torá” tal como lo define la plegaria,
nos habla de un Dador Universal y de un receptor particular…
No ha sido fácil ni simple para la humanidad alcanzar el tiempo de
Shavuot como “Shevuot”, tiempo de compromisos y juramentos.
No es juego de palabras, no. Es el total de los sentidos desplegados en
un día que no figura en el calendario pero que está sellado en las mentes
y los corazones –así como en las sensaciones y emociones– de todo
aquel sensible a la idea.
En este tiempo hubo un juramento. Así lo vieron entre las letras que
emergen de Shavuot nuestros sabios. Semanas que son juramentos…
Idea noble, declaraciones que no pasarán desapercibidas.
¿Hasta cuándo el tiempo me compromete? ¿Cuánto estoy dispuesto a
proponerme –en el hacer y en el estudiar– cuando me hacen entrega
de lo sublime? ¿Existen palabras que anuncien un juramento? ¿Cuál
será el mío, el suyo, el nuestro?
A los pies del monte Sinaí se dejó escuchar una vocación. Una
declaración de amor si se quiere. Un compromiso y tal vez, ese
juramento. “Naasé veNishmá.” “Haremos y escucharemos.” Acción
inteligible. Oídos que hacen. Sentidos todos puestos en marcha para
empezar a andar un camino que se abre paso entre las estrecheces
geográficas y humanas del desierto.
Un desierto que con sus arenas profusas, deja sin visión al vidente.
Desierto que con su aridez y sequedad, reseca las voces y el alma del
liberado. Desierto que en su soledad sin igual, desampara y extingue la
luz del calor entre dos hombres…
Allí está el tiempo para la entrega de la Torá. En las condiciones más
difíciles y en los receptores menos esclarecidos. Allí se deja oír el
juramento. A viva voz y en el mayor de los silencios. Pues Él “que sabe
los pensamientos humanos”, conocía ya la respuesta. Sólo faltaba el
hombre que supiera que estaba en condiciones de responder; de
responderse… Y al tomar ese juramento –shevuá– halla su respuesta.
Porque respuesta no es otra cosa que responsabilidad. Capacidad de
recibir y obrar en consecuencia. Sin dilaciones, sin esperas, sin excusas.
Allí es cuando llega el beso del Amado. Para sellar el pacto de amor
contenido en el juramento. En el pacto que se renueva en cada entrega.
Y por ello, el tiempo es siempre de entrega de nuestra Torá. Matán
Toratenu.
Porque en cada generación se la está dando y en cada generación la
estamos recibiendo. Renovando el pacto con el tiempo, que es la vida.
Renovando el juramento en ese tiempo, que es el compromiso.
Renovándonos nosotros, en nuestros hijos y nietos, que son nuestra
historia viviente y testimonio de eternidad.
Porque padres e hijos son Torá. Son transmisión. Son ese juramento y
ese tiempo que requiere nuestra fiesta. Esta es la fiesta del tiempo que se
eleva a compromiso. Tiempo comprometido. Vidas plenas. Sensación
de un beso prolongado que nos llama a cada uno a despertar de un
sueño de una noche, de una mañana, de una vida.
¿POR QUÉ EL TIKÚN LEIL SHAVUOT?
La noche que anuncia el arribo del primer día festivo de Jag haShavuot
solemos permanecer despiertos estudiando. Esta hermosa tradición
diseñada por nuestros sabios se denomina “Tikún Leil Shavuot”. He
aquí una aproximación a su sentido y nuestra recomendación a
compartirla.
Porque felizmente siempre estamos a tiempo de corregir y porque sólo
a través del educarnos llegará la instancia correctiva individual y del
mundo. El tiempo de la llegada de la Torá viene acompañado de nuestro
intento, esforzado y voluntario, de aguardarla prontos a hacer de su
mensaje y su contenido una realidad tangible en nuestro medio.
Tikún significa corregir. Y en educación, en aprendizaje y lecciones, el
verbo de elección es el corregir. Porque auspicia el mejorar. Porque
anuncia que nada está terminado sino por terminar… Nos asegura que
jamás perderemos la posibilidad de encontrar y encontrarnos en alguna
parte del camino a corregir.
La función correctiva es privativa del ser humano. Lo eleva, lo dignifica,
le demuestra cuanto es. En la medida que tiene esperanzas por cambiar,
por modificar cuanta realidad le parezca “incorregible”…
En la hora de Shavuot –Matán Torá– se impone ese tiempo correctivo.
Porque para recibirla debemos ser recipientes, más allá de receptivos.
Y ser recipientes, “kelim” en hebreo, es poder llenarnos de contenido.
“Umaleá haaretz deá et HaShem, kamaim laiam mejasim”, decía el
profeta Ieshaiahu cuando se refería al tiempo por venir. “La tierra se
colmará del conocimiento de D´s, así como las aguas cubren la mar.”
Nada más significativo.
Nuestro porvenir está en poder acercar ese tiempo. Tikún es la posibilidad.
Para unir, superar lo que se debe y establecer un contacto definitivo
con el Creador. Nosotros como kelim lo podemos. Sólo nosotros, los
seres humanos. Porque la palabra keli, recipiente, utensilio, proviene
de kol, es decir, el todo. Lo que puede contener al todo. Allí nosotros
frente al Creador. Como en Shavuot. Donde estamos frente a Él y Él
frente a nosotros. Nadie más. Y allí la posibilidad del Tikún. Al decir de
nuestro Aleinu Leshabeaj: “LeTaken Olam BeMaljut Shadai.” Corregir
este mundo bajo el reinado de D´s. Hoy cuando llega Shavuot, arribamos
en la Cuenta del Omer a un tiempo final. En nuestra cuenta última,
arribamos a “Maljut shebaMaljut”, el reinado del reinado. De allí nuestra
posibilidad del Tikún.
DVASH VE-JALAB TAJAT LESHONEJ
Hay una tierra prometida, una tierra ”que mana leche y miel”. La
imaginación supera la promesa. La certeza que brinda la gueulá de
Egipto, la corona.
Un pueblo acude ansioso a los pies de una montaña. El árido desierto
parece transformarse en un vergel. La naturaleza toda se predispone al
momento único e irrepetible cuando la Voz de HaShem se “manifestará
en el Cóaj“(“Kol HaShem ba-Cóaj”). En la fuerza. En la potencia. Porque
hay un Solo Creador y una Única Voz. Pero decenas de miles, cientos
de miles de oídos y de corazones. Y cada cual percibirá según Su
fuerza… Nada más elocuente. Nada más grande en la definición.
Y allí, de repente, la montaña se abre ante los ojos de una nación. Un
antes y un después en la historia del mundo mismo marcará ese
momento. Padres e hijos agrupados en torno a la Palabra. Y esa voz
que descenderá como nutriente vital del alma de una nación que se
tornará más y más libre cuando se amamante de la “leche y la miel”,
cada letra y letra, cada coronita y coronita de la sagrada Torá a recibir.
“Pues no tienes persona verdaderamente libre sino aquella que se ocupa
del estudio de la Torá…” aseveraban los sabios. El estudio presupone
libertad. Torá hace del hombre que la estudia un donante de libertad.
“Benei jorín” cantamos en las noches de la fiesta donde la libertad se
engalana. Pues somos hijos y somos padres que transferimos libertad al
que viene. Al “por venir…”
“Ein haolam mitkaiem ela me-hebel pihem shel tinokot shel beit rabán”.
¡El mundo todo se sostiene del aliento de las bocas de los “lactantes” de
las casas de estudios! He aquí la imagen más lograda que el judaísmo
expresa respecto al estudio y a los que dedican su tiempo –su libertad–
para hacerlo… “Tinokot” los lactantes… Nuestra sagrada Torá es ella
misma la leche y la miel, ese sabor que sabe a mamá y a bondad a la
vez. Es el nutriente primero, único; es el contacto esencial… Es el valor
del crecer en los primeros tiempos de la vida. Es la condición para ser, a
lo largo de los fecundos años de nuestro trascender.
El monte Sinaí no sólo es una montaña de piedras rocosas, arenas y
desierto. David Hamélej lo percibió desde su sabor interior. “Har
Gabnunim” lo llamó en sus Tehilim. Un monte donde la leche –y sus
derivados– han pasado a ocupar el espacio alimenticio del cuerpo y
del alma de una nación. “Gabnunim” explicaban los intérpretes,
proviene de “guebiná”, queso… Una montaña de queso. Imagen poco
frecuente para el lector circunstancial que sólo encontrará tamaña
descripción en un libro de cuentos infantiles. Pero allí estábamos
nosotros. Padres e hijos. Y el alimento espiritual del más rico sabor.
Desde allí, incorporaremos las “energías esenciales” para caminar destino
a “una tierra que mana leche y miel…” Porque Eretz Israel es tierra de Torá.
Llevamos con nosotros, el contenido esencial. La leche y la miel debajo
de nuestras lenguas. El remedio más apetecible para enfrentar cualquier
mal. Y más dulce. Y de más rápida absorción: ¡sublingual! …Nada
quedará librado al azar en los tiempos del ser libres.
HaKadosh Baruj Hu ha diseñado este –Su mundo– con sabiduría.
“Culam bejojmá asita…”, cantaba el rey David. Para que la noche de la
esclavitud quedase atrás, fue necesario atravesar un profundo mar. Un
mar que se dividió para forjar nuestra unidad. Pero para que Egipto
fuese pasado verdadero, era necesario algo más. Ese mar lo cruzamos
“ligzarim” entre sus partes, doce en total, pues ello indicaba también
cómo éramos y cómo estábamos a la hora de la salida… “Arbaá kitot
naasú al ha-Iam” denuncia el Midrash. “Cuatro grupos (discusiones
encontradas) se hicieron en el mar.”
La llegada al Har Sinai nos vio como compacto. “Va-iján sham…”
–acampó allí– ”como un solo hombre, con un solo corazón”, nos
regala el Midrash.
Olvidar a Egipto pasaba por sentir la unidad. Pero por sobre todo, olvidar
la amargura de centurias. “Va-iemarerú et jaiehem…” Si bien el “maror”
formará parte integral de nuestro séder familiar, la amargura deberá ser
olvidada. Es por ello que frente a la montaña de Sinaí, recibimos “la
leche y la miel”. Porque la verdadera sensación de libertad pasa por la
plenitud de los sentidos. El gusto es uno de los privilegiados a la hora de
ser Torá y pueblo. Un sabor dulce que nos lleva hacia una tierra dulce.
“Veha-‘arev na… et dibré Torateja, befinu…” reza la hermosa plegaria
matutina. “Torna dulces las palabras de Tu Torá en nuestras bocas, y en
la boca de nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos…” Queremos
vivenciar el Sinaí cada día. Necesitamos sentirnos tinokot (lactantes)
que perciben, tocan y abrevan de la bondad a cada instante. Anhelamos
que esa Torá, la que heredaremos a los hijos y a los nietos, sea dulce…
Como “la leche y la miel que están debajo de tu lengua.”
SHAVUOT, FIESTA DE LAS CAPACIDADES
A todos los que somos capaces…
Capaces de soñar, capaces de crecer
Capaces de aceptar, capaces de entender
“Kol HaShem ba-Cóaj…” así cantaba David el rey una de las tantas
alabanzas hecha salmo en cada amanecer y atardecer.
La Voz del Creador está en la fuerza, la potencia, la capacidad. Y eso
nos abre una puerta muy particular en la esfera de los seres humanos.
D´s habla. Su Voz se torna perceptible sólo a partir de una condición: la
de cada ser humano, presente, latente, oyente o viviente.
Ser testigo presencial nos concede un privilegio. Permanecer en la
latencia, nos compromete a ser. Asistir para oír agudiza nuestra
sensorialidad. Vivenciar la experiencia, suma cada partecita para
construir el estrecho diagrama humano que intenta en cada paso
acercarse a la verdad. A Su verdad.
A los pies de un monte, toda la historia parece plegarse ante nuestros
ojos y oídos. Tanto como para ser atesorada en una retina que no puede
sino contemplar estupefacta toda la belleza de la Creación allí reunida.
Y cuando los ojos contemplan entonces los oídos potencian… Elevan
los sonidos, amplifican las emociones, hacen audible el menor susurro
de una Voz, que de lo imperceptible y silente, “Kol Gadol ve-lo iasaf”,
“…habló desde los Cielos para no tener final jamás”, al decir del texto.
Sinaí es espacio común y extraordinario. Nos convoca cada día
cincuenta a partir de la libertad, a contar otra libertad: la del hombre, la
mujer, el niño, el anciano, todos, en un lugar que reúne. Que vuelve a
unir los sentidos. Que trae recuerdos de eternidad y futuros promisorios.
Allí estamos todos bajo un manto común. Un talit blanco, extenso,
aterciopelado, cae sobre cada cabeza y oculta los rostros de los
presentes. Ya no sabremos quién es quién sino a partir del latido de un
corazón, de una lágrima que surque cada mejilla; de una mano que se
abre para abrazar otra mano, de cuerpos inmóviles que tiritan pero no
de frío…
Allí lo extraordinario. Lo que supera la imaginación y nos hace a cada
instante más humanos. Sí, más humanos receptando al Cielo. Allí el
desafío. Permanecer humanos frente al Cielo. Y asumirlo, frente a D´s.
Allí lo extraordinario que habita en cada uno y uno de los presentes y
los latentes, como nosotros. De los potentes y los que no, como nosotros.
De los oyentes y los vivientes, como hoy y siempre. Sinaí es nuestra
biografía desplegada en un desierto que, como su nombre lo define,
carece de todo y sin embargo puede ser todo.
Shavuot con sus semanas nos invita a un encuentro. A los pies de aquel
monte que en cada generación espera pacientemente a sus hijos.
Nosotros y el Sinaí parecemos haber nacido el uno para el otro. Creemos
haberlo merecido como pocos…
Shavuot arriba a nuestras vidas para traernos el fresco olor a verde de
un monte que en la aridez del desierto puede vestirse de color cuando
la vida tiene un sentido. Cuando los días son dueños de un propósito.
El monte y la persona comparten un común destino. Y durante Shavuot,
una meta extraordinaria…
El hombre es monte y desierto a la vez. Porque a la rutina que se somete,
necesita despertarla como la figura escarpada de un monte en el llano
de la geografía. Allí la sorpresa, allí la grandeza aún de lo pequeño.
Sinaí significa ese desafío. Poder elevar los ojos y elevarnos en lo auditivo
para emerger de un mundo a veces silencioso y las más indiferente. De
nuestros mundos, que construimos cada día imaginando fortalezas y
vidas palaciegas que nos alejan no sólo de “ser monte”. Nos postergan
en la ecuación más simple y compleja a la vez: dejar lugar, avistar al
otro, atender la cercanía, comprobar las diferencias.
¿A quién entregó HaShem la Torá en Shavuot? “Kol HaShem ba-Cóaj”
cantaba el rey David. Y sabía bien lo que decía. Nuestra sagrada meta
en aquel encuentro, y en cada encuentro que reproduce el primero, es
poder estar y contemplar por entre los bordes de aquel talit que como
Cielo descendió para cubrir de santidad a cada uno y uno de Israel…
Creo humildemente que nadie quedó fuera de ese talit… Nadie. La
Voz de D´s “depende de la fuerza de cada oído” sugiere una y otra vez
el Midrash.
Y es por ello que el rey hablaba de la fuerza, es decir la potencia, es
decir la capacidad. Porque cada uno de los de allí entonces como cada
uno de los de aquí hoy, estuvieron y estamos en condiciones de percibir
Su Voz y comprender –cada cual de acuerdo a sus fuerzas– cada rocío
hecho palabra y cada letra grabada a fuego en su conciente.
David el rey quería decirnos que hay un lugar para todos cuando de
Torá se trata. No importan los rostros que no se pueden dibujar en su
totalidad; tampoco importan los aspectos físicos que vibran por debajo
de aquel manto especial; y mucho menos el aparato intelectual que
tanto nos separa hasta hoy día y que nos transforma en seres mutantes
de ideología y moralidad.
Shavuot es la fiesta de las capacidades. Todas. Los que han tenido la
bendición de la pluripontecialidad a la vista y los que no. Porque HaShem
habló a todos. Habló con todos. Y cada cual pudo apreciar el aspecto más
resonante en su interior. ¡Y vaya si es suficiente! Al menos para D´s, mi
querido lector. Al menos para Él que nos conoce tanto que habla desde la
fuerza –ba-Cóaj– al decir del Midrash: “…becojó shel col ejad ve-ejad”, es
decir, “de acuerdo a la potencia (capacidad) de cada uno y uno de Israel”.
Matán Torá es un acto único por parte del Creador. Y eso quiere decir
mucho a nuestro humilde entender. Porque HaShem ha hablado una
vez y para siempre, y desde nuestro monte y desierto circuntancial
debemos hacer de Su voluntad, la nuestra.
No hay otra concepción de mundo en la cuestión judía que esa. “Haz
Su voluntad como si fuera la tuya, para que Él haga tu voluntad como si
fuera la Propia” como sugería la genial propuesta del Pirké Avot.
Un mundo, parece insinuarnos la genial Mishná, hecho de voluntades
que suben y bajan haciendo del intercambio la riqueza, y de las
diferencias, un tesoro peculiar… Coincidir en las voluntades es el arte
de la convivencia y la comprensión mutua finalmente.
Hoy frente a Shavuot, la realidad nos muestra otra montaña y casi los
mismos interlocutores miles de años después. Permanecemos en el
desierto de las naciones por un lado. No siempre resulta fácil hallar el
camino que conduce a la montaña. Pero año tras año, allí tenemos una
cita. Cada generación, cada casa de Israel. Y nadie puede faltar… ¡Nadie
debe faltar!
Llega nuestra sagrada Torá desde los altos cielos y desciende para habitar
entre nosotros. Nada ni nadie puede quedar afuera. La naturaleza se
conmociona. La respiración se detiene por un instante. “Eretz raashá, af
Shamaim natafu”, “la tierra toda se conmovió y los cielos derramaron
su rocío.“ Todo parece conmoverse.
Es entonces cuando D´s habla a cada uno. Y cada uno de esa unidad
indestructible –el pueblo judío– puede “divisar las voces” al decir del
texto.
“Ve-jol ha-am roim et ha-kolot” “y todo el pueblo veía las Voces.” Plural
para Voces cuando la Única Voz era la del Creador, Dador de la Torá…
Allí los receptores. Captando, percibiendo, asimilando, incorporando
cada cual de acuerdo a su potencia. A sus propias fuerzas. Sin necesidad
alguna de intérpretes o traductores… Pues cuando D´s habla, habla
para todos.
Transcurren los noventa años de nuestra Kehilá. Casi el centenario la
sorprende en su mayor cosecha y creatividad. Recorriendo la silueta de
un desierto y dibujando en él e inscribiendo entre sus huellas, los miles
de rostros y manos, corazones y cuerpos que la formaron, la erigieron,
la conformaron, la construyeron…
Una pequeña porción de este nonagésimo aniversario la ocupa una
instancia recién nacida. De cortos y frágiles años de vida. Pero que se
sostiene y alimenta su esperanza entre las duras raíces y erguido tronco
y esbeltas ramas y flores de esta Kehilá, árbol de vida y proyecto de
creatividad para quien lo necesite.
Hablo de “Or” y hablo de “Avodatí”.
Hablo de nuestros hermanos discapacitados. O de capacidades
diferentes. Pero hermanos al fin. Hablo de los hermanos del silencio,
aunque tienen boca y hablan… Hablo de los que reunidos bajo aquel
talit imaginario en aquella instancia del monte Sinaí, pudieron captar,
“de acuerdo a sus propias fuerzas y potencias”, la palabra del D´s
viviente. Todos estuvimos allí. Ellos también.
Así el tiempo de Shavuot. Semanas únicas, tenidas en cuenta muy
especialmente, que preparan al individuo frente a la comunidad.
La Torá llega en tiempo aunque sea atemporal. Pues ella es el proyecto
y el diseño de la Creación. Es el programa sobre el cual el Creador
organiza este mundo, nuestro mundo.
Y todos formamos parte de ella. Aunque seamos diferentes… ¡Porque
somos diferentes! Y porque en la diversidad se puede crecer, se debe
comprender, se tiende a discernir y se termina por aceptar… Porque ser
parte de la diversidad, estimado lector, es considerar la adversidad. La
que vive mi prójimo junto a su amado. La que experimenta el
discapacitado de todas las épocas cuando siente que carece de
oportunidades… o al menos de una. Tan sólo una posibilidad: un mundo
de posibilidades para él.
Shavuot, tiempo de la entrega de nuestra Torá, es la fiesta de las
capacidades todas.
Porque cuando somos capaces de recibir la Torá, somos capaces
también de aceptar al otro, diferente a mí pero unido a mí a través de
ella. “Torá ajat leAm meshulash”, una Torá única para un pueblo
tripartito. Todas las edades, todos los colores, todas las capacidades…
Tiempo de Tamus, ENTRE LAS ESTRECHECES
A veces los tiempos tienen nombre propio. Y así como nacimos,
así vivimos la intensidad de los tiempos. Israel nace a la libertad
cuando puede consagrar el nacimiento del tiempo (Rosh Jodesh). El
comienzo del mes como unidad a ser considerada el núcleo vital del
existir individual y colectivo. Tal fue la primera mitzvá que recorrió por
los ojos y las mentes de los esclavos por liberar aún…
Hoy, el calendario nos invita a echar una mirada más al tiempo. Aunque
no nos cuente acerca de la libertad, sino por el contrario, de su
antagonista: la tristeza del exilio, la pesadumbre de la destrucción…
El día diecisiete de este mes, se inició este período signado por el dolor
y el lamento. Shivá Asar beTamuz limita entre la libertad y el destierro.
17 de Tamuz marca con su implacable ayuno, el girar de un tiempo
con nombre propio, como decíamos.
“Ben haMetzarim” es el tiempo. “Entre las estrecheces” cuando midamos
el espacio. ”Entre las angustias”, cuando ponderemos el estado de ánimo y
nuestra sensibilidad. Pero a no dudarlo querido lector, estimada lectora,
que no es un tiempo fácil. Todo se mueve en estos días. Todo se conmueve.
Los cimientos de una nación. Los físicos pero por sobre todo los espirituales.
En un extremo se rompen y quiebran las Tablas de la Ley.
En el otro, tres semanas después, cada piedra, sostén y vida de un
santuario, era derribada, para sumar soledad al quebranto…
Estas tres semanas son para observar. Para saber mirar. Para poder
detener nuestras miradas en un pasado no tan pasado y en un presente,
que se hace más y más presente. “BeIom raá, reé…” decía sabiamente
Shlomó el rey. “En un día malo, observa…”
El tiempo que comienza entre el día signado por el ayuno alcanza su
más penosa expresión tres semanas después, cuando el sello del 9 de
Ab marca a fuego la historia de los tiempos judíos.
Cuando nos apenamos por un pasado tan lejano, nos estamos también
apenando, por cada tramo de un presente que no ha logrado resolver
aquello pasado.
No hay nostalgia en nuestro calendario. Hay advertencia. Y capacidad
de corrección. De corregir. Siempre se está a tiempo, aún cuando nos
hemos enlodado junto a los olores de la destrucción y el exilio.
Entonces, cuando ese ejercicio cabe, nace el bálsamo para la libertad
perdida. El consuelo que repara. Que vuelve a unir. Y que integra. El
consuelo que nos devuelve el tiempo. Que nos devuelve a tiempo el
correr de los días. A la vida que crea… A creer en la vida. En el D´s de la
vida. “Mélej jafetz bajaim”, el D´s que ama la vida.
Usted verá, querido lector, que cuando se desvanece Tishá BeAb nacen
las siete semanas del consuelo, que superan a las tres semanas de
destrucción y del duelo.
Siete tiempos, con nombre propio que nos depositarán en el nacimiento
mismo del tiempo. En las puertas de un nuevo año. De la vida. Del D´s
que ama la vida. La nuestra, la del universo todo que vuelve a ser creado.
Y nosotros junto a Él…
LAS TABLAS ROTAS
“Nishtabrú haLujot…” evoca nuestra Mishná al mencionar el 17 de
Tamuz. Un episodio sensible que toca nuestras fibras íntimas, cuando
el sonido fragmentado de la piedra retumba entre los oídos
generacionales. No podemos concebir aquellas Tablas hechas añicos.
La imaginación se detiene en aquel instante cuando los ojos ven
descender la figura impactante de Moshé desde las cumbres,
transportando la palabra del Creador sobre sus frágiles palmas humanas.
“Otiot porjot”, las letras se elevan, se desprenden de la piedra y vuelan
hacia Su fuente celestial, y entonces, la pesadez de la roca deja de sentirse.
Imposible sostener la roca vacía. Se torna implacable con la fuerza humana
y la somete. La vence una y otra vez. Ni siquiera el hombre más humilde
de toda la tierra puede ser el apoyo de la Tabla sólo de piedra.
Cada 17 de Tamuz lloramos por esas letras de fuego que sobrevolaron
los cielos de un pueblo y lo abandonaron en un vuelo raudo hacia el
Infinito. Aquí, en la tierra, miles de partecitas de esa piedra hecha Tabla,
quedaban como testimonio de lo que hubiera sido una entrega… Una
recepción. Una mancomunión. Una unidad indestructible.
A partir de un día, hemos quedado fragmentados. Y llevaremos con
nosotros cada fragmento. “Shibrei Lujot…” Las Tablas partidas. Porque
volver a ser unidad requiere del saber sobrellevar lo quebrado. El
quebranto. La crisis. La ruptura.
¿Debía Moshé romper las Tablas? Eso fue inevitable. No dependía de
sus fuerzas. Los sostenedores de la piedra eran sus hermanos, su pueblo.
Ellos habían decidido por un instante trocar la piedra por el oro. Habían
decidido, en su desesperación, erigir sus propias tablas con forma de
becerro. Porque la piedra se esculpe con el fuego y la Palabra toma
forma en ella; pero cuando el fuego se une al oro, se funde en una
imagen que sólo sabe de idolatrías.
Y allí están los que comprendieron la realidad. Juntando cada piedrecita
de aquellas Tablas. Porque son el corazón de una nación rota por el
desenfreno, no por la desesperanza… De una nación quebrada por la
ansiedad, no por la fe que enseña a saber esperar.
Enseñaba Rab Soloveitchik ZTZ”L que sólo “a partir de que aprendimos
a juntar cada piedra y cada trozo de las Tablas hechas añicos, fuimos
merecedores de recibir las segundas Tablas enteras”. Y cuánta razón le
asiste al sabio. Saber reunir mis fragmentos, uno a uno, me hace
recuperar mi integridad. Poder volver a unirlos, me devuelve la dignidad
que enhebra la esperanza. El poder esperar por lo nuevo. Por lo próximo.
Por aquello que quedará definitivamente anidando en mí y entre los
míos.
Cada 17 de Tamuz regresa la sombra que proyectan las pesadas piedras
vacías sobre el corazón de una nación desesperada. Y cada 17 de
Tamuz, vamos a recoger –no sin dolor– las miles y miles de partecitas
que nos corresponden, para saber, para ser conscientes de nuestro
destino como pueblo: recorrer los días de la historia, llevando con
nosotros, en la santidad de un pequeño Arón haKodesh, “Lujot y Shibrei
Lujot”, las Tablas enteras y los miles de pedacitos de Tablas.
Tiempo de Av,LA FUERZA DEL RECUERDO
Le preguntaron a Rabí Pinjas de Koretz: ¿Por qué debe nacer el
Mashíaj en el mismísimo día de la destrucción del Bet haMikdash?
La semilla –dijo– se siembra en la tierra, y sabemos que se hará pedazos
al principio, a fin de que crezca una nueva espiga. La fuerza no puede
renacer si previamente no ingresa en un gran ocultamiento. Desvestirse
de la forma y recubrirse en la forma, acontecen en ella en el mismo
instante que se transforma en la nada.
En la cáscara del olvido crece la fuerza del recuerdo. Esa es la fuerza de
la gueulá, redención. En el día del recuerdo, la fuerza se halla en las
profundidades y crece. Es por ello que nos sentamos en este día sobre
la tierra. Es por ello que durante este día visitamos las sepulturas. Es por
eso que en un día como éste nació el Mashíaj…”
9 de Ab. Todo el dolor en una fecha. Toda la angustia en un día. Todo el
clamor de generaciones, en horas que se cierran cual estrecho y angosto
cuello, por donde el hilo de la respiración –jadeante y ansiosa– permite
presentir la debacle, anuncia un fin irremediable…
9 de Ab. ¿Cómo superar tanto dolor? ¿Cómo enfrentar, en cada siglo, en
cada etapa, el sentido de la destrucción, del abandono, de la nada?
9 de Ab… ¿Cómo nace la vida en medio de tanta muerte?
Afirmaciones que se tornan preguntas. Cuestionamientos que se
enderezan a signos de admiración. Generaciones que pasando por esta
fecha, se ven asumiendo la responsabilidad histórica de ser pueblo, de
dar sentido, de sobrevivir al destierro, de existir más allá de la línea de la
vida…
Rabí Pinjas de Koretz fue un maestro del jasidismo. Y sabía, bien lo
sabía, que la esperanza tiene formas y medidas. La forma de una frágil e
insignificante semilla. La medida, inconmensurable, de toda una tierra
que la espera, para ser abonada, fecunda, florida…
Y la semilla, enseñaba con su arte de poeta, sabe por qué es semilla.
Porque se hunde, y se echa a perder y pierde toda su frágil forma. Y
deja de ser semilla. Se oculta en la oscura profundidad de una tierra,
que la abraza, la “entierra” para no dejarla salir ya más… hasta ser flor
y fruto.
La semilla es pasado. Es olvido. Y en esa cáscara, decía el maestro,
“crece la fuerza del recuerdo…” ¡Qué definición para un maestro del
siglo XVIII! ¡Cuánta poesía enclavada en la lectura de la realidad! Vivir
la realidad –aunque dolorosa y extenuante– con poesía, es volver a
vivir. Es revivir. Es nacer y volver a ser…
Allí el secreto de la existencia, querido lector. En lo invisible. No lo
tenemos, pero sabemos que allí está. Así hemos superado casi dos mil
años de ausencia. De un Santuario añorado. De un Templo amado. De
una historia jamás concluida. De un pueblo todo que en cada 9 de Ab
se retuerce del dolor de la partida: de la tierra, de los sueños, de los
vínculos; de la partida de su casa, de piedra y de madera por fuera, de
amor y veneración por dentro, de elevación y de temor reverencial en
su intimidad… ¡Cuánta cosa perdida!
“Desvestirse de la forma, recubrirse de la forma” enseñaba el maestro.
Y por eso imploramos. Para descubrir la forma. Para dibujar los contornos
y definir los perfiles que nos hablan de la casa y de su habitante. Para
volver, como entonces, a encontrarnos entre las flores y frutos de aquella
semilla sembrada en lo profundo, y que sus raíces perduran –cual fuente
de eternidad– entre luces y sombras que la abonan para que deje asomar
su tenue color, y teñir de esperanza el desconsuelo de sus hijos, los
hombres y mujeres de una nación, que se reúnen, cada 9 de Ab, a
llorar por la ausencia y a confiar, una vez más, por Su presencia…
En eso confiamos. Eso esperamos. Este 9 de Ab. Cuando todo el dolor
de un día se torne en la alegría para toda la vida.
SI ME OLVIDARE DE TI
“Al neharot Babel, sham iashabnu, gam bajinu ve-zojrenu et Tzión…”
Un lamento hecho canción. Una melodía que evoca el recuerdo de un
lugar, de un tiempo, de la gloria. Arpas colgadas, en huelga. Silenciosos
instrumentos que otrora repicaban en el despertar de cada mañana,
cuando el sol aún no se animaba a despedirse de su modorra del ocaso
anterior… Entonces era sorprendido por el canto del pueblo judío. Los
Leviim, los enamorados del nuevo día, tañían sus melodiosos
instrumentos y enhebraban en cada nota, palabras y más palabras de
los salmos de un rey que amó a esa ciudad…
“Im eshcajej Ierushalaim…” ¿Cómo olvidarte, por D’s? Tu nombre sabe
a D’s, tus olores saben a santidad de sacrificios e inciensos… “Si te
olvidare, Jerusalén.” Allí el riesgo de Babel. El olvido. La postergación.
El anonimato…
El 9 de Ab supera el profundo drama de la destrucción y el exilio. Cada
9 de Ab, vuelve aquella canción no querida. “¡Shiru lanu mi-shirei
Tzión…!” se mofaba el conquistador. “¡Cántennos de esas canciones
de Sión…!” Esas canciones… No comprendían que en esas canciones
se iba el alma judía. Se diluía la savia espiritual que alimentaba cada
amanecer en el Templo y cada atardecer del Santuario. La música era
vida… Era armonía en canto y acción. No comprendían los conquistadores…
¿Cómo podrían?
“Si te olvidare Jerusalén…” se olvide mi mano derecha. Iemín, jesed…
Pues la derecha es sinónimo de bondad. ¡Debo olvidarme de mi
bondad! No puedo conjugar el bien cuando permanezco lejos de ella.
Eso me ha provocado el exilio. La imposibilidad de unir lo bueno a mi
intención, a mi actitud… Silencio. Mudez. Ninguna respuesta. Ningún
eco que provenga de esa eternidad.
“Se pegue mi lengua a mi paladar…” No puedo pronunciar palabras.
No debo… Cada 9 de Ab, irrumpe el sonido sordo. Las palabras son
lamentos, y las voces, un gemido. “Ein lanu pe lehashib…” reza nuestro
dolor. ¡No tenemos boca para contestar…! Tampoco tenemos frente,
para elevar nuestras cabezas, llora nuestra plegaria.
El 9 de Ab quiebra el aliento de un pueblo todo. No hay forma de ver la
vida sino a través de la estrecha óptica de ese día. Estrecha y oscura…
Asfixiante las más de las veces. Cada 9 de Ab el respirar se torna jadeante.
En cada suspiro se evapora la esperanza. En cada lágrima se ahoga la
alegría…
“Im lo a’alé et Ierushalaim al rosh simjatí” concluía el canto lleno de
pena. “Si no habré de elevar a Jerusalén por sobre todas mis alegrías.”
No hay regocijo sin ella. Porque ella, como la amada, es el sentido de la
alegría. Ella, como recipiente del Santuario, lo más sagrado, despierta
en cada mañana y se recuesta en cada atardecer, aguardando por sus
hijos, incansable de espera y con incontenible esperanza…
El 9 de Ab llega y la música cede su lugar a los cantos de duelo… Aún
en el duelo, se canta. Para no olvidar. Para no perder de vista lo que
debe ser… Allí, en medio del canto dolido, henchido por la pena del
olvido, renació la fuerza de la esperanza. Y es por ello que jamás la
olvidamos. Ni al oro, ni a su plata, ni a su bronce. Jerusalén fue la señal
imperecedera de la experiencia judía generacional. En cada 9 de Ab la
memoria se recupera. Al pensarla. Al evocarla. Ierushalaim es la fuerza
del recuerdo. Ierushalaim espera cada 9 de Ab a sus hijos en el canto
quejumbroso, para acariciarles, para tocarles con el encanto de sus
callejuelas y pasajes, y devolverles la magia del reencuentro. Volver a
ser uno en ella. Volver a uno. Volver… Un verbo que se conjuga en
presente continuo…
¿DÓNDE ESTÁS?
Una palabra asoma por entre las elegías de nuestros sidurim y nuestro
Tanaj, conteniendo toda ella, un dolor, un clamor, un grito desesperanzado…
Una palabra que va más allá de su sentido. Palabra que se ha hecho
identidad de un tiempo, de todos los tiempos. Palabra para la cual no
alcanzan los adjetivos y que cuando se la pronuncia, una sensación de
ahogo interrumpe su sonido final.
Eijá asoma por entre los días primeros de Ab intentando llamar, como el
profeta llama a viva voz a quien lo quiera escuchar, a detenernos, a
pensar un instante, a ver y comprender por qué tanta destrucción. Por
qué tanto silencio. Por qué tanto abandono…
“¿Cómo habita sola la ciudad?” se pregunta asombrado Jeremías, que no
cesa en su dolor hasta el día de hoy. Casi dos mil años no soportan el
estruendo y la eclosión. La memoria perdura intacta, como el clamor de los
hombres. De aquellos hombres que intentaron ver más allá del fuego y de
los humos; que intentaron superar –lo insuperable a veces– y erguirse bajo
un techo desmoronado y un cielo plomizo y gris de aquel día.
Eijá se pregunta ¡¿cómo?!… y no hay signo que alcance… La
interrogación cede a la admiración. La perplejidad parece ganar la partida
otra vez. No sé si el profeta espera respuesta. Porque la realidad está a
la vista. Pero sí aguarda. Pacientemente desesperado, aguarda. Espera
por los suyos, los propios, su gente, a la cual ya no ve como antes. No
distingue como antes. No lo ven como antes…
“Tenía razón el hombre”, parece escucharse en el eco de piedras que
se amontonan y maderas que crujen bajo el fuego. Aunque creo,
humildemente, querido lector, que los profetas de Israel nunca desearon
tener razón… Pues aquel que denuncia lo que ve, presta testimonio.
Testimonio es memoria y es porvenir. Testimonio nunca es razón.
Eijá es palabra de testimonio. Es el sello a fuego que se imprime sobre
las ruinas de un Templo, destruido una y otra vez no por el enemigo de
afuera… Así lo vemos superficialmente.
Eijá es el odio gratuito entre hermanos. Eijá es lo nunca escuchado. Lo
que nunca se quiso ver. Lo que jamás se pretendió escuchar… No hubo
lamentos entonces. Ahora, los hay al por mayor. No hubo sorpresas ni
asombros entonces. Ahora cabe la perplejidad, la parálisis, la inquietud.
Cada 9 de Ab se conmueve la fibra íntima del cuerpo judío generacional.
“Cada generación en cuyo transcurso no fue construido el Beit
haMikdash, es como si se hubiera destruido en sus días” sentenciaban
nuestros sabios. Aún estando ellos como salvaguarda… Y han pasado
casi dos mil años. Y muchas generaciones por cierto. Y no hemos
siquiera esbozado el trazo más diminuto de un santuario como el de
entonces…
¿Demasiada carga se cuestiona? ¿Demasiada culpa? No, no lo creo.
Demasiada responsabilidad, es cierto. Eijá parece ser sólo lamento. De
ahí el nombre de su traducción: Lamentaciones. Aunque me pregunto:
¿sólo lamentos?
Israel se reconstruyó a partir de certezas. De afirmaciones. Del testimonio
que genera memoria implacable y el cambio necesario para vivir. Vivir
con dignidad. Dignidad responsable. ”Meguilat Eijá”, la meguilá del
dolor que testimonia, es nuestra lectura esencial para el 9 de Ab. No
somos masoquistas. Sólo queremos ser sinceros con nosotros mismos.
Allí empieza la reconstrucción misma.
Uno se reconstruye a partir de cada piedrecita partida en mil pedazos…
El Santuario aún espera. No por falta de material ni por falta de
imaginación para edificarlo. No. Falta la masa que homogeinice la obra.
La argamasa. Allí el factor humano. Allí la transformación de la palabra
Eijá en Aieca. Las mismas letras con otra lectura: “¿Dónde estás?” Tanto
como HaShem le preguntó a Caín, quien había postergado a su propio
hermano de la vida.
Cuando procuramos restituir la vida, estamos construyendo. Allí la tarea.
“Atá tashuv terajem Tzión, ki et lejanená ki ba moed.” “Tú retornarás y
tendrás compasión de Sión, pues ya es tiempo que le concedas sabiduría
(del vivir), pues ya ha arribado el tiempo.”
Que seamos meritorios del consuelo y la reconstrucción de Ierushalaim.
VIÑEDOS EN DANZA; FRAGANCIAS DE FAMILIA
El dolor por la destrucción parece conmover las paredes más interiores
del estar judaico. No sólo “la casa mayor” se ha elevado en fuego.
También la “casa menor”, el santuario miniatura que reproduce día a
día la sagrada tarea de encender un fuego. El fuego del amor entre padres
e hijos. Tanto como aquel fuego que “descendía de los Cielos cada día,
para unirse al fuego que traían los hombres.” Para unir, en fervorosa
llama al Padre con sus hijos.
Ab quiere decir Padre, principio, origen y causa primera. Curiosa
coincidencia del nombre de un mes, el nombre más corto de todos los
nombres de los meses, pero que atesora el mayor significado, el más
rotundo de los simbolismos, la más cruel de las experiencias de vida.
Un día, cuando la luna alcanza su plenitud en los cielos, la luz parece
tornarse blanco azulada en medio de la noche del llanto y la lamentación.
Hay un aroma que perdura. Que viene de cerca e inunda con su
embriaguez natural, los olores de maderas incineradas y piedras
crujientes de dolor y fracaso.
Hay un día cuando la noche invita a soñar, no a llorar. Un tiempo cuando
las doncellas de Jerusalén parecen haber logrado desatarse de las coyundas
del enemigo asfixiante para dar rienda suelta a la imaginación y el canto.
Hay un lugar, los viñedos, que invitan a recorrer su ordenada estirpe de
frutos maravillosos, frutos que dan un sabor y un color especial a los días
del hombre. “Porque el vino alegrará el corazón del hombre” cantaba el
rey desde sus salmos. La alegría parece destilarse por entre las vides
arracimadas que esperan por sus protagonistas. Por aquellas doncellas
vestidas de blanco sublime, por aquellos jóvenes que anhelan ver la casa
nuevamente reconstruida. La casa pequeña, que edificará la casa mayor.
Hay un día para una fiesta. En medio de tanto abandono y pena, hay
lugar para mirar el futuro. Para elevar los ojos hacia el estrellado cielo
del desierto de Iehudá y descubrir a una luna que todo lo ha visto: la
gloria y la degradación; la multitud y la decrepitud; la vida, y lo que la
supera.
Una fiesta que suena a danzas. No conocemos la melodía, sólo el texto.
Pero vivimos el contexto. “Mejol haKeramim.” La danza de los viñedos.
A su meticuloso orden la vid impone ahora el movimiento. Invita a danzar
entre movimientos armónicos y suaves, a desplegar los blancos y
suntuosos vestidos prestados de jóvenes mujeres que se atreven una
vez más, en medio del duelo pasado, a recuperar la sonrisa. A sobrevivir.
A conjugar el porvenir en tiempo presente.
Una segunda oportunidad que lleva a danzar para santificar el nombre
del Creador. Allí la esencia. Allí lo puro. La intención pura…
Si miramos un poquito hacia atrás, veremos otro instante de inflexión.
También las mujeres fueron protagonistas. Las poderosas aguas del Mar
Rojo habían vuelto a su cauce. Los egipcios habían sucumbido
definitivamente ante el Creador. Entonces Miriam, la infatigable y siempre
optimista Miriam, sacó a las mujeres entre panderos y danzas, para cantar
a D’s… “Ashira laHaShem…” ¡Cantaré a D’s…!
Otra danza. Pero idénticos objetivos. Recordar y testimoniar. Agradecer
y superar. Ver la realidad con ojos de futuro. Por eso el cantar en tiempos
de porvenir.
El 15 de Ab fue otro día de danzas. Ahora son las jóvenes que en plena
destrucción de los cimientos, vienen a establecer los cimientos. Una
cita en los viñedos. Para aprender de ellos. Junto a ellos. A reproducir la
alegría aún en tiempos de tristeza, de profunda tristeza.
Allí, en medio de las estrelladas noches de Iehudá, una fragancia especial
recorre los viñedos. Aromas de familia, cantos de esperanza, ojos que
anhelan ver el futuro. Doncellas que sueñan con un mañana. Jóvenes
que apuestan a ser los protagonistas de la casa de Israel. Una melodía
que nace de las voces emocionadas de quienes buscan hallar esa noche,
la vida.
“No pongas tus ojos en la belleza, pon tus ojos en la familia” susurran
las menos agraciadas. “Sheker hajen ve-hebel ha-iofi”, afirman su saber
con palabras prestadas de la sabiduría de Shelomó. “Falsa es la gracia y
vana la belleza”, decían.
Las más bonitas, lucían sus ojos encandilados y sus rostros acariciados
por una luna con su luz llena, repleta de secretos y de brillos.
Todas, lucían delicados vestidos blancos prestados… Incluso la hija del
rey, para no avergonzar a quien no tenía uno. Ideales que nos regala
una época que deberían repetirse en todas las épocas.
Una semana después del día más terrible del calendario, la casa parecía
reconstruirse. El Santuario de piedras y de madera parecía haberse
consumido bajo el fuego del enemigo de turno. Pero el templo cotidiano,
el hogar, volvía a edificarse entre las miradas de jóvenes que tenían
aquella noche, una cita con la eternidad. La eternidad del pueblo judío.
Viñedos en danza que traen fragancias de familia.

Tiempo de Elul, MIRARNOS EN EL OTRO
Rabí Suszia observaba a través de su ventana, en la cálida mañana,
cuando ante sus ojos pasó corriendo raudamente, el oficiante
religioso de su sinagoga.
Rabí Suszia salió pronto en su búsqueda, temiendo que algo malo
había ocurrido en la comunidad. Cuando por fin logró alcanzarlo y
se detuvo, el rabino le preguntó:
–¿Por qué estás corriendo tan apresurado? ¿Algo malo ha ocurrido?
–¡No, querido Rabí! ¡Sólo que al arribar el tiempo de Elul, se
aproximan las Altas Fiestas (los Iamim Noraim), y debo preparar muy
bien mis cánticos y mis plegarias! ¡Por eso es que estoy tan apurado!
–¡Ay mi querido Jazkl! Se lamentaba el maestro… ¡Si tan sólo
supieras… si tan sólo supieras…!
–¿Qué mi santo maestro? ¿Acaso no oficiaré de jazán junto a usted?
–No, no se trata de eso, mi querido amigo… Mira, mi amado Jazkl:
las melodías son las mismas que el año pasado y los otros años; el
majzor, también es el mismo… Sólo que ni tú ni yo somos los
mismos… ¿No deberíamos preocuparnos tal vez por repasar nuestro
hacer y nuestro decir y mejorar lo que estamos dispuestos a mejorar?”
Con la llegada del mes de Elul, iniciamos el recorrido final del calendario.
Y por cierto miramos hacia el porvenir. Y está bien. Sólo que para
enfrentar el futuro, parece insinuarnos Rabí Suszia, el santo maestro del
jasidut, debemos confrontar con otra realidad. Lo que nos espera puede
resultar significativamente conocido, en cuanto a los días y los
contenidos básicos. Máxime si de los días consagrados se trata. Días
que tienen acento propio. Olor a familia. A reencuentro. A querer buscar
y rebuscar entre los queridos para que nunca, nadie falte, ¡D’s no lo
permita!
Pero el mandato del maestro para con su jazán, es elocuente. Nosotros
hemos cambiado, Jazkl… Y sus palabras resuenan como eco vital en
cada oído y en cada generación.
Nosotros no somos los mismos, querido lector. ¡Cuánto hemos cambiado
este último año! ¡Cuántas cosas han quedado en el “tintero” existencial
esperando puedan ser escritas y afirmadas! ¡Y cuántas otras ni siquiera
pudimos cambiar!
Y nada de ello debe llevarnos a la melancolía. Mucho menos a la
nostalgia. Mirar el porvenir es un desafío. Repasar lo vivido, la verdadera
prueba.
Y todo, si pudiéramos escuchar a Rabí Suszia, es poder detenernos un
instante y observar. Y cuando nosotros nos detengamos, estaremos en
condiciones de parar la vorágine de los demás. De los que tanto
queremos y que a veces, en nuestras propias carreras vaya a saber hacia
dónde, los perdemos de vista, los dejamos sin afecto.
El tiempo de Elul es tiempo de mirar al otro. Al que está cerca ante todo.
A mi esposa, a mis hijos. A mis padres, a mis hermanos. Elul es tiempo
de mirar al corazón. Al corazón “de adentro”. Por dentro. Y detenerse.
No correr para saber más de lo mismo. Sino para descubrir lo nuevo
que hay dentro de cada uno y que en este nuevo año puede resultar
fenomenal. Único. Encantador. Porque lo hemos decidido. Porque
hemos decidido cambiar aquello que podemos y que queremos. En
ese orden. Probablemente una melodía se sume. O tal vez, prestemos
atención a una plegaria hermosísima que antes pasaba inadvertida.
Nada ha cambiado, diría Rabí Suszia. Aunque todo ha cambiado.
Porque ha cambiado usted.
SELIJOT
“¿Ma leja nirdam…? ¡Kum kerá el Elokeja!” …Despertar. Despertarnos
de un letargo que no sabe sólo de cansancios físicos. Hay un alma
extenuada. Que no comprende. Y que espera, anhelante, de un cambio.
Un pequeño movimiento hacia el sentido. A recobrar lo perdido. A
hurgar y seguir internándonos en aquel laberinto que supimos dibujar
entre tantas idas y vueltas de la vida…
“¿Qué haces allí dormitando?” pregunta el poeta. ¡No es tiempo de
sueños! La realidad llama a nuestras puertas confiando en hallar al ser
humano real, tangible y humano que habita en nosotros.
Es tiempo de “Pikuaj Nefesh”. Salvarnos de una emergencia. Alguien
está mal y espera por nosotros. La tarea es descubrirlo. Porque ese alguien
habita en medio de cada uno, y se oculta. A veces bajo la máscara del
estar ocupado, y las otras, bajo la apariencia de las cosas importantes.
Algunas veces, porque dejamos que el sueño se abata sobre nosotros y
tome posesión exclusiva de nuestra conciencia. Las otras, porque la
vigilia nos lleva a la hiperactividad que muestra una realidad tal cual no
es. No debería ser.
Se nos pide desde el poema dejar el letargo. El profundo sopor en el
cual solemos disipar nuestras inseguridades, o a veces, la tarea en que
nos ocupamos más de lo requerido, con lo cual borramos de un
plumazo la receta de disponer de un tiempo, de un día, de una hora
que nos haga un poco más nosotros mismos.
Despertar y llamar a D’s es el sonido distante de las Selijot. Sonido que
desde la distancia nos acerca a lo esencial, a lo elemental, a lo más
simple: encontrarnos en nuestra dimensión real. Mirarnos en un espejo
que no desfigure ni que magnifique cuánto somos y cómo somos.
Entonces, cuando la noche aún vence la llegada del día, allí se produce
el despertar. “Ashmoret ha-boker”, en términos hebreos. Ashmurá
guarda en su raíz la idea de preservar, de cuidar, de saber mantener.
Aguardar la mañana, como espera el centinela nocturno. Debemos ser
nosotros los guardianes de ese tiempo silencioso, donde el reposo y el
retiro ganan los hechos humanos; seremos nosotros los que traigamos
la mañana. Los que la recibamos. Como los buenos guardianes, que
están atentos a cada movimiento, a cada sonido, a cada estremecerse
del viento sobre las hojas de los árboles que miran atónitos a los hombres
que corren presurosos en búsqueda de una plegaria que calme la sed
de un alma, que anhela reparo, que aguarda la quietud, que confía en
la absolución de cuanta acción indebida ese cuerpo haya cometido…
Selijá es el trazado de un camino, llano, sin obstáculo alguno, que nos
permita llegar hasta las puertas del Trono Celestial y rogar por nosotros,
por los nuestros, por el Klal Israel.
Selijá es también inspiración y creatividad. Es llenarse de la presencia
del Todopoderoso y sentir a cada paso que no caminamos solos. Sentirse
acompañados, percibir que nuestro canto dolido es siempre escuchado
y que lo compungido de nuestro ser puede –y merece– alcanzar la
plenitud revivificante, es el resultado del pasaje de la noche a la mañana.
Cuarenta días antes que un nuevo año inaugure nuestras esperanzas,
nos levantamos antes del amanecer. Como queriendo ganarle la partida
a un mañana que ya puede ser tarde.
Selijot, el canto que suplica un perdón, es la llave que abre la oscura
noche y entorna las puertas de una tenue luz que asoma por nuestro
horizonte espiritual.
“¿Por qué duermes?” inquiere el poeta. Deja tu sueño para conocer tu
realidad. Nadie mejor que tú, para penetrar los recintos íntimos de una
necesidad, que se torna en llamado constante, en latido permanente,
de un corazón como el suyo, el mío, que jamás duerme, a la espera de
un nuevo día, de un renovado desafío para vivir.
ANÍ LEDODÍ
Por entre las letras del tiempo, se crean mensajes. Descifrarlos es el arte
de cada generación. Mensajes que anhelan ser descubiertos. Palabras
que desean con fervor ser pronunciadas para quedarse a vivir
definitivamente en los corazones de los hombres.
Elul es un mes que atesora la idea, que guarda celosamente el secreto
del Amante para con su amada… Saber leer, poder reescribir cada letra,
es la tarea.
“Yo soy de mi Amado” parten presurosas las primeras letras de Elul. “Alef-
Lamed.” “Aní leDodí.” Tiempo de partir. Tiempo de mirar hacia el otro, el
Amado. “Alef”, “Alufó shel Olam” –El Conductor, Creador y Primero del
mundo– entiende el Midrash. Allí está el Amado. Esperando por mí… Y así
lo reflejan las letras finales: “ve-Dodí lí”. “Mi Amado es para mí.”
Reciprocidad en el amor. Encuentro en la entrega. Todo es coincidencia
cuando hay amor. Todo es encuentro cuando persiste la búsqueda.
Elul llega a nosotros instándonos a hacer más, mucho más, que los
restantes tiempos del año. No es la última oportunidad, no. Es la
oportunidad para dejar librado a nuestro verdadero ser en su intento
natural de hallar a Su Amado. De poder charlar con D’s a solas y medir
–si nos es posible– cómo ha sido el año que habrá de concluir. Pues si
podemos evaluarnos, entonces sabremos qué pedir para el año que se
inicia. Nada debe sumirse en la rutina, nada… Y mucho menos nosotros,
los seres humanos.
Elul nos invita con cada una de sus letras a movernos, a movilizarnos
hacia Él, para más tarde, llegar hasta las puertas de nosotros mismos.
Partimos del yo para arribar hasta lí, o sea, a mí.
¡Feliz de aquel que posee un punto de partida! ¡Feliz de aquel que ha
logrado tener una meta de llegada! Allí el ciclo de la vida. Nuestra vida
circular que año tras año busca renovar los aspectos que la hacen vivir
y soñar, caer y superar, llorar y reír, mirar los días como desafío y actuar
acorde con esa idea.
Elul es la medida del año. Porque es expectativa. Porque es pasado y
futuro. Y nos lleva de la mano de sus días hacia lo alto, hacia el Altísimo.
Así como nuestro maestro Moshé ascendió durante todos sus días al
monte Sinaí, y en silenciosa plegaria buscó reconciliar a su pueblo con
su Creador, nosotros, los pequeños seres humanos, buscamos
reconciliarnos con Él… Reconciliar significa volver a vincularnos.
Restablecer la palabra, comunicar los deseos, alimentar nuestras
esperanzas de futuro. El paso de los meses nos ha dejado un poco
aturdidos. El trabajo por el sustento nos ha quitado la posibilidad de ser
un poco más nosotros mismos. Llegamos a un final pensando en el
principio… Aní, el yo.
Un yo que busca afirmarse. Un yo que quiere proyectarse. Un yo que
quiere dejar lugar a un Tú –al Amado– que espera por él.
Elul nos invita a ser más que nunca nosotros, para que de ese modo,
haya posibilidad de los demás.
Mes de preparación fecunda. Mes de fertilización de las cualidades
(midot) naturales del ser humano, aquellas que parecen postergarse año
tras año, confiando que “el que viene será mejor…”
Elul está aquí para quedarse con nosotros. Entonces lo invito a salir de
su yo para llegar hacia el Amado. Enseguida verá cómo el Amado se
apresura en ser para usted.
Tiempo de Tishré, ¿DÓNDE ESTÁ LA LUZ?
Asoma un nuevo año y entre las hendijas del calendario se filtra
un pequeño e incipiente haz de luz. Cada día de cada semana,
cada día de cada nuevo mes, nace en la plenitud de una noche,
mezclada con luces de estrellas y una luna que coquetea con sus formas
aún no definidas.
Sólo basta con poder elevar nuestra mirada para percibir que todo ello
tiene lugar en nuestro mundo. En nuestras vidas. Sólo con mirar y detener
nuestros ojos en “posición cielo”, para comprender que algo ha ocurrido
en nuestro entorno. El más próximo. El más sentido.
“HaShem orí veish’í, ¿mi mí irá?” canta el rey David en su Tehilim 27.
“D´s es mi Luz y mi Salvación, de quién he de temer?” Parece ser un
llamado a cada uno de nosotros, atrapados a veces en sinuosidades
impensadas y en situaciones que superan la imaginación…
Nuestros sabios nos pidieron que un mes antes del inicio del nuevo
año, leamos este salmo dos veces al día. Una receta simple para atender
el dilema espiritual que acomete en lo cotidiano a primera vista.
Decimos a primera vista porque son pocos lo que entienden la
dimensión de leer un salmo, intentar comprenderlo para después, lograr
traspasar la delicada trama que escribe el otro, para hacerla mía…
Ese es el ejercicio que nos propone la lectura. Poder leer y poder leernos.
Intentar avistar entre palabras viejas y sentimientos siempre nuevos, algo
nuestro. Sólo nuestro. Y dos veces al día. Durante las mañanas y por las
tardes, de acuerdo a la sabia usanza ashkenazita.
Porque la vida de cada uno tiene mañanas y tardes. Y entre amaneceres
y atardeceres transcurre el quehacer, nuestro decir, nuestro pensar.
Nuestro vivir. Y qué hermoso resulta que entre los claroscuros que
propone la naturaleza exterior –los cuales pintan en muchas ocasiones
los de cada uno de nosotros–, qué hermoso resulta, poder “ver la luz”,
alcanzar a divisar “la salvación”, al decir del rey David.
Necesitamos, ¡cuánto necesitamos! …Un poco de luz entre tanta
confusión. Necesitamos, ¡cuánto necesitamos! …Algo que nos rescate
de tanta oscuridad e indiferencia.
Allí, cuando podemos descubrir a D´s, al D´s que amaron sus padres y
que intentan amar sus hijos, es cuando podemos pronunciar lo que
sigue. “HaShem es mi fortaleza, ¿a causa de qué tendré miedo?”
Sentirnos fuertes en medio de nuestras debilidades. Superar el conflicto
interior que me sume en angustias y noches, para poder vislumbrar la
plenitud y alcanzar el nuevo día.
Se nos habla de crisis y de abandonos. Leemos una profusa literatura
que anuncia un fin precipitado de la sociedad y en extensión del mundo.
Las dificultades económicas inundan el pensamiento del levantarse cada
mañana, y los imposibles parecen ser la realidad que conjugan nuestros
sueños… ¿Dónde estará el refugio? ¿Cómo se vuelve a tejer la esperanza?
¿Qué nos espera en el nuevo año? ¿Más incertidumbre y desasosiego?
Preguntas y más preguntas que parecen no tener fin. Ni finalidad
creemos…
Así transcurre este bello Salmo 27 en sus primeros versículos. Describiendo
una realidad no deseada. Viendo cómo pasa la vida y sus avatares
delante de mí, llevándome, irremediablemente, hacia una parálisis. A
detenerme casi sin fuerzas ya en un camino que sólo me ofrece encrucijadas
cuando no laberintos…
Sin embargo, el rey David puede ver más allá. “Veatá iarum roshí al
oibai sevivotai…” “Ahora me hará levantar mi cabeza por sobre los
enemigos en derredor.” Estoy rodeado por las circunstancias, es cierto.
Pero se impone una primera tarea: “levantar cabeza”. Aquí la primera
acepción –por qué no la real– de esta frase ya popular, a nuestro humilde
entender.
El ejercicio inicial es poder ver. Como decíamos al principio. Porque
cuando puedo reconocer a mis enemigos en derredor, entonces sé lo
que debo enfrentar. Lo que puedo enfrentar. Y medir mis fuerzas. Aún
cuando siento debilidad. Tolstoi decía: “Uno no se cae por ser débil,
sino por creerse fuerte…” ¡Y cuánta verdad le asistía!
Este mundo, querido lector, ¡está lleno de fuertes! Tal vez, algo más que
fuertes ya… ¡De violentos! Y cuando ellos están, no hay tiempo de
“levantar cabeza”, porque en un mundo de violentos lo único que cabe
es la sumisión. Es la “cabeza gacha”. Es el hombre vencido por el propio
hombre. Es la esclavitud que recobra su espacio. Es la libertad que ha
sido hecha añicos.
Comenzar un año es primero eso: levantar la cabeza. “Unetanjá HaShem
leRosh…” leemos en la antesala del año nuevo en nuestra Torá. “Te
pondrá D’s por cabeza.” Así como ella está allí, arriba de todo, nosotros,
también. Apreciar lo que comienza es, de una u otra manera, adquirir
la sabiduría del diario vivir.
Y allí, en el Rosh estarán los ojos ávidos por ver. Ansiosos por captar esa
luz que intenta hacerse camino, ante todo, en nosotros mismos. Si es
que la podemos ver. Pues cuando la luz se hace presente y se torna
visible, es posible apreciar, discernir, comprender y sentir que un nuevo
camino se abre a nuestro paso. Que todos los caminos trazan un
recorrido inmenso, y que todos ellos, nos tienen por protagonistas activos
de los mismos. “¡Lej lejá…!” “¡Col hadrajim sheljá!” “¡Col haolam
sheljá!”
Hay un llamado para caminar. “Vete para tu bien.” “Todos los caminos
te pertenecen.” “Todo el mundo es tuyo.” Así lo definía una hermosa
canción que parafraseaba las decisiones de nuestro anciano y eterno
patriarca Abraham. Y cuando comienza el nuevo año, esas palabras
cobran renovado sentido. Tanto como para el Abraham bíblico, quien
partía a sus setenta y cinco años en busca de su cielo, de su luz, de su
palmo de tierra… Es por ello, tal vez, que Abraham ocupe el escenario
de los días de cada Rosh HaShaná. Porque supo del Cielo. Supo mirar,
pudo escuchar, alcanzó a comprender.
“Jajam einav beroshó” afirmaba Shelomó, el rey. “El sabio tiene los ojos
en la cabeza.” Y hoy, al comenzar un nuevo año, debemos ser más
sabios que nunca. Caminar este mundo sabiendo dónde y cuándo mirar.
Qué observar. Para qué y por qué… Llenarnos de preguntas para lograr,
en su transcurso, regalarnos las respuestas. Nada más hermoso que eso.
Nada más genuino. Nada más humano diría. Para ello es que se nos
regala el poder estar a la cabeza. Para intentar hacer de lo primero, lo
primero… Y no seguir postergando las cosas. Dejando para después.
Después en el mundo de la creación, puede llegar a ser nunca.
Cuando las primeras luces del nuevo año comiencen a parpadear, será
nuestro tiempo de ejercicio. Ejercitar la esperanza, “tikvá”, esa línea
fina, extensa y prolongada que une los puntos más distantes y los hace
posibles, los torna cercanos, haciendo vibrar en cada uno de nosotros
el sentido de la vida cotidiana… Un entretejido mágico de líneas de
esperanza, que al mirar el cielo nos hace girar el rostro en derredor y
darnos cuenta de cuánto tenemos, de quiénes amamos, por quiénes
luchamos y para quiénes vivimos…
Así al menos concluye nuestro increíble salmo: “Kavé el HaShem, jazak
veiaametz libeja, vekavé el HaShem…” “Ten esperanza en D´s… Que
se anime y se fortalezca tu corazón, ¡y ten esperanza en D´s!”
La esperanza tiene lugar dos veces. Quiere decirnos el rey David, que
será cuestión humana hacer de la esperanza una constante en los días
de la vida…
Que el nuevo año, vestido de Rosh, esté confeccionado a la medida de
la tikvá –nuestra esperanza–, delicada trama humana que necesita de
los mejores artesanos en la especialidad: usted, yo, nosotros, todos…
¡Shaná tová umborejet! Que en el año que comienza nos bendiga el
Creador con la fuerza de erguir nuestras cabezas y elevar nuestras
miradas, para que en la conjunción de nuestros ojos con el Cielo, la
esperanza dibuje la señal del diario vivir y luchar…
TAJEL SHANÁ UBIRJOTEHA
El nuevo tiempo anuncia buenas nuevas. Porque alberga la esperanza
y condensa las emociones todas alrededor de una mesa diferente. Somos
los promotores de un cambio que nuestra tradición nos invita a crear. A
vivir. A evaluar cada inicio de los tiempos en nuestros años de vida. No
es un año más. Es toda una vida más. Como opción y como elección. Y
nosotros somos los sujetos, no los objetos…
El comienzo de los días conjuga verbos en tiempo de expectativa. Saber
observar lo que habrá de nacer nos hará más sabios por cierto, aunque
también más cautos. Año nuevo no es euforia. Rosh HaShaná es
posibilidad y alternativa.
De allí nace el deseo hecho palabra: “que comience el año y con él sus
bendiciones.” Porque queremos delimitar el fin del comienzo. Porque
nos identificamos por sobre todo con lo que habrá de empezar a girar
en la rueda circular de la experiencia personal y familiar. Y la rutina,
aquella que siempre parece volver inexorablemente, dejará sus usos y
costumbres para dar paso a lo nuevo. A lo que se renueva. Por fuera de
nosotros y por dentro.
Nada se mantiene inmóvil. Todo está en movimiento. Fugaz para
algunos, certero para otros. Ansiado para muchos otros. Movilización y
cambio. He aquí los parámetros para una humanidad que necesita ser
despertada de su letargo. Despertar del sueño que albergamos para
hacerlo realidad palpable, visible, concreta.
Despertar para ver con los ojos bien abiertos que el nuevo año presenta
lo bueno. Sólo hay que verlo. Sólo debemos apreciarlo. Allí nace la
esperanza. En esa línea recta, infinita, que une punto a punto, los caminos
de mi vida con los senderos celestiales. Para que en Rosh HaShaná
haya un encuentro. Una cita que se espera como el aire que se respira,
para inhalar una bocanada de vida, profunda, pura y plena, del Creador
de los tiempos, del mundo, de los días…
TEKÁ BESHOFAR GADOL
La fiesta de los sonidos. Ecos de eternidad que se confunden con las
estridencias de la modernidad y que no nos permiten, a veces, distinguir
con claridad el verdadero llamado.
El comienzo del año intenta con su sonido peculiar, marcar la diferencia.
A la multiplicidad de músicas y de melodías, le opone el agudo sonar
de un shofar, al que la liturgia define como gadol… Un gran shofar. No
sabemos a ciencia cierta su dimensión real. Sabemos de lo pequeño de
cada ser humano. Y sabemos de la grandeza que el Creador espera de
cada uno de nosotros… Actos de grandeza. Niveles de grandeza. Para
poder contemplar más y más lo diminuto que significa el existir y la
necesidad de real superación que requerimos las personas para seguir
viviendo. “Un gran shofar será tocado, y una tenue voz será
escuchada…” relata la emotiva plegaria del “Unetane Tokef”. ¡Allí el
desafío! Poder ser sensibles a lo inaudible casi. Nosotros, que hemos
crecido al amparo de un mundo de sonidos, debemos percibir lo no
escuchado. En el comienzo de los tiempos, despierta un nuevo sonido.
Un renovado llamado al hombre para que sea hombre. El Creador nos
espera para elevarse con nuestro clamor. El interior y aquel a ser
percibido.
“Alá Elokim biTeruá, HaShem beKol Shofar.” “D’s se eleva en la teruá,
HaShem en la voz del shofar.” El año que se inicia nos invita a un
encuentro. Un encuentro con lo sublime. Hay un llamado. Debemos
distinguirlo. Debemos distinguirnos… Somos los hijos del Rey.
“HaMélej…” El Rey, a decir de nuestras plegarias. Y en Su palacio,
suenan estridentes sonidos, que parecen quebrar la monotonía impuesta
por el mundo de los hombres y que nos llaman a cambiar. “Shofar”,
“shiprú maasejem”, “mejorad vuestras acciones” es el mandato. Un
llamado grande decíamos. Para una “voz muy pequeña y diminuta”,
como se escuchaba… Porque cada uno de nosotros, aún produciendo
un cambio imperceptible –del más pequeño– habremos logrado un
profundo giro en nuestras vidas a futuro. Porque el nuevo año descubre
ante nosotros el porvenir. Incierto para muchos, pero seguro cuando
podemos escuchar; cuando la sensibilidad, la agudeza auditiva, nos
deja penetrar el sonido más fino, más delicado, más sublime.
Allí se presenta la redención. Allí nace la verdadera libertad. “Teká
beShofar gadol lejerutenu…” “Toca con el sonido de un gran shofar, las
notas de nuestra liberación.” Cuando producimos el encuentro, el
resultado está a la vista. Sonidos de clamor, sonidos de libertad. El nuevo
tiempo del año nos convoca a ser más. A ser más libres que nunca. A
reunirnos en torno del hogar. Del suelo soñado. De la tierra prometida.
De los caminos andados y desandados. De grandes decisiones que
acompañan los más estremecedores sonidos del silencio… Allí nace la
otra libertad. La del alma que suspira por su Creador. La de un cuerpo
que anhela por su territorio. Un shofar grande, y un sonido en extremo
imperceptible. Antagonismos del vivir. De la existencia del hombre por
doquier. Nosotros, como pueblo judío, hemos aprendido a escuchar
aún allí donde se acaban las voces y las esperanzas. Entonces, nace la
gueulá. Tiempo de comienzos. Días con sensibilidad singular para
percibir lo oculto.
VOLVER, ES PARA TODOS…
(LOS DIEZ DÍAS DE TESHUVÁ)
Dar un paso adelante. Movernos de nuestro lugar. Conmovernos. Intentar
caminar por caminos conocidos, familiares, distantes y casi olvidados.
“Adam nikrá holej” sentenciaban los sabios talmúdicos cuando definían
el ser humano. Cada uno de nosotros es un caminante. Vivir es tránsito
continuo entre los ir y venir por las avenidas de la existencia. No todos
los caminos conducen a lugares ciertos. No. Los laberintos saben formar
parte de la vida. Tramos de complejidad, de confusión y hasta de parálisis
diríamos, nos tocan a veces la puerta de la realidad.
“Ki iesharim darké HaShem”, clamaba el profeta Oshea. “Los caminos
de D’s son rectos.” Son correctos, agregamos humildemente. Pero no
siempre son los caminos elegidos. No los sabemos elegir. No los podemos
elegir. Tardamos en tomar esas decisiones. Tanto que el hastío gana al
desafío de la elección.
Oshea es un profeta que vivió hace 2.800 años. Sus palabras retumban en
los caminos que seguimos haciendo hoy en día. Como parte de su pueblo,
de su sufrir nacional como hombre de D’s, que transcurre entre el desastre
nacional y el exilio del reinado de Israel. Diez tribus –diez de los hijos de
Iaacov– habrían de perderse entre los laberínticos caminos de la diáspora.
“Las diez tribus perdidas” comenzaban a cobrar forma en sus días.
Allí, en medio de la desolación del destierro, el profeta llama. Allí, en
medio del desierto forzado y del silencio apático, el profeta invita…
“¡Shuvá Israel…!” ¡Retorna Israel…! Aún para aquellos que la distancia
física y espiritual habrá de crear un abismo en su existencia, el llamado
sigue en pie. Se pierde el continente. ¡Debe prevalecer el contenido!
…Imagino sentir el gemido del profeta.
Sabía Oshea que el galut haguf es siempre secundario al galut hanéfesh.
Hay un exilio físico. Y se puede extender. ¡Vaya si lo puede! Pero
sobreviene otro exilio, el del alma, para el cual su instalación en el
cuerpo desterrado puede resultar fatal. El destino de las dos tribus
restantes –Iehudá y Biniamín–, tardaría 150 años más en resolverse.
Pero era inevitable. También aquí los laberintos de la historia formarían
un entretejido complejo para los caminos del pueblo judío.
Estamos en “Shabat Shuvá”. El profeta Oshea le da su nombre. Desde
entonces él ha permanecido a la vera del camino, gritando la esperanza.
Clamando por aquellos que pueden despertar del letargo y retornar.
Moverse. Conmoverse. Buscar los caminos hasta D’s, para más tarde,
descubrir los miles y múltiples senderos individuales y colectivos para
permanecer y vivir como judíos. Sin continente pero con contenidos.
Resulta imposible sobrevivir en el vacío. El vacío existencial de los
contenidos. De los saberes tradicionales. De las transmisiones. De mis
orígenes. ¿Qué es el “volver”, el “retornar”? El verbo “lashuv” no es
regreso. No significa un paso atrás. “Lashuv” es saber de perspectivas.
Es medir mi progreso espiritual en medio de la nada física… Es superar
la prueba del exilio poniéndome en marcha. Marcha segura, tranquila,
cierta…
“Teshuvá” querido lector, presupone una ardua tarea en lo emocional,
en lo intelectual y en lo nacional. Volver a ser yo mismo, volver a
conjugar mis sensaciones como judío, volver a la tierra que alguna vez
dejé en el tiempo…
Transcurren los “Aseret Iemei Teshuvá”. Únicos y hermosos días. Los
primeros diez días del año. Pletóricos de la idea. Abundantes y generosos
en la oferta de poder volver. De cada uno y uno de nosotros… ¿Qué,
no tiene dónde volver? ¿Está seguro? Nuestro constante caminar a veces
nos aleja un poco de lo querido; nuestro constante deambular, nos torna
ajenos las otras veces a lo que tanto amamos; de tanto caminar y buscar
lo que tenemos dentro –pero fuera de nosotros–, nos lleva a una pérdida
de sustancia. A una pérdida sustancial diría. De un tiempo precioso,
único e irrepetible que se llama vida.
“Retorna Israel hasta HaShem tu D’s, porque has fracasado en tus errores”
dice el profeta. Diagnóstico claro. Contundente. Me equivoqué aún en
mis desaciertos…
“Kejú imajem devarim veshuvu…” “Tomad con vosotros palabras, y
retornad…” Volver con “algo en mano”. Palabras. Ideas que cobren
sentido. Que se tornen acciones. Que transformen mi realidad, distante
y ajena, en próxima y con nombre propio.
“Teshuvá” es trazar el camino. Es punto de partida y progreso. Para
encontrar el camino. Ese camino “que es recto”, al decir del profeta, y
que está a la vista; pero caminos que ofrecen dificultades. “Los justos
transitarán por ellos y los perversos tropezarán en ellos…”
Caminos rectos que permiten el tránsito para unos y el obstáculo para
otros. ¿Contradicción? No… Ocurre que el profeta lo decía en su poesía
que es profecía. En la vida, los caminos de D’s –los caminos múltiples
de la Teshuvá– son rectos… El problema querido lector, reside en uno
mismo. De allí el valor del saber caminar… Tan sólo eso. Y pensar que
¡cuánto se esforzaron nuestros padres por hacernos caminar rápido y
bien…!
Quiera D’s que este año lo logremos. Individual y comunitariamente.
Porque el volver, es para todos…
IOM HAKIPURIM
Día de perdones múltiples. Tiempo cuando la tierra y los Cielos se besan
en un encuentro de bondad y de verdad. Hay un perdón que desciende
raudo desde las alturas para hallar su nido entre los haberes y los deberes
de los seres humanos. Hay otro perdón que quiere aflorar por entre
labios circuncisos y corazones atormentados, y correr presuroso por
anchas avenidas y estrechas callejuelas de personas, que quieren pero
no pueden, no se animan, a transitar por esos caminos trazados de la
generosidad, la honestidad, la humildad y la reverencia.
Iom haKipurim toca a las puertas de un calendario muy despierto ya
entre los sonidos penetrantes de un shofar que espera… De un
calendario inquieto por esos días (diez en total) que llamaron a descubrir
cuánto podemos –si lo queremos– mejorar nuestra condición humana
y judía. Iom Kipur es la corona del tiempo. Es la diadema de gloria con
que nos presentamos ante el Rey –Mélej– Quien llegó hasta nosotros
para vivir entre Su pueblo. “Va-anajnu am mar’itó ve-tzon iadó” identifica
el versículo a esos hijos. “Y nosotros somos Su pueblo donde Él habita,
y la multitud creada por Su Mano.” La figura deja entrever a un rebaño.
Dócil, compacto, encaminado y cuidado. Así lo canta la liturgia del
Unetane Tokef en este día: “Ke-bakarat roé edró, maavir tzonó tajat
shivtó…” “…tal como el pastor revisa escrupulosamente a su ganado,
haciéndolos pasar uno a uno debajo de su cayado.” Iom haKipurim
nos regala una imagen clara a los ojos. Porque el pastor jamás dejará a
nadie por contabilizar. Todos serán tenidos en cuenta. Estar en esa cuenta,
es sentir que somos alguien. Importamos a Alguien. De allí, la
trascendencia del día. De ahí que nadie puede (¡nadie quiere!) estar
ausente ese día. Las sinagogas se ven colmadas. Las almas, imagino, se
sentirán en plenitud…
Y cuando hay perdón, hay paz, shalom… Hay sentido de lo completo.
Y el final del décimo día nos devuelve la sensación del hartazgo aún
sin haber probado bocado… Una sensación paradojal, por cierto. Pero
nos sentimos “llenos”. Hemos logrado cubrir una carencia. Hemos
logrado superar un obstáculo. La plenitud viene a expresarse por otros
aspectos más allá de los materiales.
“Lej ejol besimjá et lajmeja, ki ratzá HaShem et maaseja…” decía el rey
Kohelet. Se puede ir a comer con alegría el pan del después, pues D’s
ya ha aceptado tus acciones. El reencuentro social, el abrazo familiar
después de Kipur tiene un aspecto más que el gusto de sabrosos
manjares. Hay sonidos de alegría. Hay ecos que suenan allí arriba que
demuestran que lo hecho por mí, aquí abajo, ha tenido un efecto
singular… He logrado superarme. He logrado cambiar un pequeño
aspecto de mi vida. He tomado una nueva decisión esa noche, al finalizar
el día… ¡el día! Iomá, como lo define el Tratado Talmúdico homónimo.
Iom Tov. Un día festivo es Iom Kipur. Así lo definió Rabán Shimón Ben
Gamliel en nuestra Mishná de Taanit. Porque a la salida de ese día, una
ceremonia especial ocupaba los viñedos de Jerusalén y sus alrededores.
Las doncellas con su baile nupcial, se aprestaban a edificar el hogar
judío. Edificio que nacía de la santidad y la pureza, el perdón de un día,
que coronaba –ahora a jóvenes mujeres y hombres– en la bella tarea
de unir los Cielos con la Tierra. Beit Israel.
No es casual, imagino, que estos eventos tuvieran lugar este día. En su
culminación. Porque si hay perdón, decíamos, hay paz. Y cuando cabe
el shalom –recuerde querido lector, que uno de los Nombres de D’s es
Shalom– entonces, es posible la vida.
Al culminar Iom Kipur, hemos abierto un espacio a D’s. Le hemos hecho
un lugarcito entre los hombres. Una casa. Como fue siempre Su
voluntad. Una casa abierta de par en par –“bait patuaj lirvajá” –, que
deja entrever pequeñas estrellas de un Cielo que parece más próximo.
O de una tierra que ha alcanzado mayor altura.
Iom haKipurim ha arribado para quedarse entre los hombres. El perdón
se vestirá con sus mejores ropajes: frágiles paredes y un techo precario.
La humildad de la alegría. El regocijo de la Sucá… Sucat Shalom.
LIFNÉ HASHEM TITHARU
¿Perdón o purificación? El arribo de Iom haKipurim nos conmociona.
Cada cual piensa en el tiempo del ayuno y de cómo habrá de
sobreponerse a estas veinticinco horas únicas que nos llevarán de la
mano al encuentro con nosotros mismos, con nuestros semejantes y
con D’s.
Los preparativos son múltiples. En la tierra así como en los Cielos. Entre
nosotros, el tiempo del ocaso marcará indefectiblemente el ingreso del
día. El Juicio que tiene lugar en este día, es único e irrepetible. A veces,
la preocupación por la calidad de nuestro ayuno nos aleja del sentido
que ese juicio significa para nuestro vivir futuro.
Es que los hombres imaginan a veces la vida como un proceso
meramente biológico, al menos los años del vivir que nos aprestan a
crecer, estudiar, trabajar, formar una familia. La salud del cuerpo, su
bienestar y cuidado, son tarea prioritaria. Iom Kipur, esa isla en el tiempo,
se vive por lo general como carencia, no como suficiencia…
Y eso es en tanto y en cuanto posterguemos o, más tristemente, dejemos
de considerar los procesos espirituales del vivir, que hacen también a
nuestros días en este mundo. Lo “espiritual” parece ser un compartimento
estanco, para ser vivenciado y experimentado en determinadas
ocasiones, contadas diría.
Y en ese contexto, Iom Kipur no escapa a la general de la ley, lamentablemente.
Nos preparamos para el ayuno del cuerpo pero no nos abastecemos
lo necesario para el deleite del alma.
Y es cuando asociamos el sentido del perdón que contiene el día por
excelencia con la calidad de nuestro ayuno. Por allí –pensamos– pasará
la ecuación final de este tiempo consagrado por nuestra Torá.
Otros, sin embargo, agregarán una condición más a su esmerado afán:
la plegaria, tefilá, como el vehículo transportador de mi ayuno físico
hasta la estación terminal del perdón. Y no está mal. Porque le habrán
incorporado una cuestión espiritual al esfuerzo del físico.
Para ambos, la tradición oral les advierte: “etzem ha-iom mejaper…”,
es decir, que “la esencia misma del día conduce al perdón”. O sea, la
llegada del día de Kipur, con la puesta del sol, nos acerca el tan anhelado
perdón. Por tanto… ¿Qué valor tiene el ayuno o mi plegaria? puede
preguntarse asombrado nuestro lector.
El valor inicial de ambas actitudes se encuentra en la decisión noble de
haberlas decidido. De tomar parte y ser artífice de la comunidad del
pueblo de Israel. De que el día por comenzar no es un día más, sino
que es “el” día. Allí comienza a diseñarse el perdón anhelado. “Venislaj
le-col adat Bené Israel” se escucha como eco en las inmediaciones
del “Cal Nidré”. “Y les será perdonado a toda la congregación de los
hijos de Israel.” Perdón como comunidad. Perdón plural.
Entonces es cuando debemos penetrar el último sentido del sagrado
día. Pues si el ayuno y la plegaria están incluidos en el perdón del
comienzo… ¿Qué ocurrirá entonces conmigo en la hora veinticinco?
¿Acaso el sonido del shofar me llevará nuevamente por los pasos del
satisfacer mi hambre, o su aguda teruá –sonido entrecortado que denota
dolor– me estará anunciando cómo volver a reunir mis múltiples
divisiones e intentar ser una sola criatura?
Si buscamos el perdón –más allá que el mismo nos llegue “de arriba”–
es porque lo deseamos fervientemente. Si logramos plasmar en las cinco
plegarias del día parte de nuestros fracasos y cómo superarlos, es porque
anhelamos ser otra persona. Nuestro perdón y nuestra plegaria nos
muestran cuánto nos hemos equivocado. Pero no nos condenan. No
cierran la puerta, por el contrario, la dejan entreabierta.
A veces el judío que no asiste, que no es parte por su argumento de “no
ser religioso”, nos está privando de ser una comunidad. Sin él, no somos
“adat Bené Israel” como decía el versículo.
De allí que debemos buscar un sentido más. Porque toda falta cometida,
deja sin duda un espacio vacío en nosotros. Deja una mancha, al decir de
Soloveitchik. Algo que ha modificado nuestra personalidad, que ahora debe
retornar a ser “la de antes”. Ser conmigo mismo y ser junto con el otro.
De allí que el perdón solo no sea suficiente. “K iba-iom ha-ze iejaper
alejem” nos susurra la Torá. “Porque en este día D’s os habrá de
perdonar.” Pero el versículo continúa. “Letaher etjem mi-col jatotejem.”
para purificarlos a vosotros de todos vuestros pecados.
Allí la esencia del día. Un perdón que abre las compuertas de la
purificación. Aguas puras que limpian toda mácula. Que dejan en su
frágil transparencia, un alma visible, sustentable, sostenible. Iom Kipur
propone la pureza como camino de retorno y de reencuentro con D’s y
con nuestra sociedad.
Aguas puras que descienden a lo largo de veinticinco horas,
imperceptibles a nuestra sed física, pero que deleitan las almas sedientas.
Aguas celestiales que se entremezclan con alguna lágrima que se deja
escapar cuando el recuerdo de los amados que ya no están, pero que
desde Lo Alto, escurren su emoción al vernos sucesores dignos de una
continuidad anhelada.
Aguas puras que vienen a inundar a la congregación de un manto de
bondad y generosidad para emprender el camino de regreso al hogar,
para empezar un nuevo día.
Y es entonces cuando el versículo precitado llega a su fin: “Lifné HaShem
Titharu…” “Delante de HaShem, vuestro D’s, os habréis de purificar.”
Ahí lo esencial de un día. Allí el secreto más hermoso del día más feliz
de nuestro calendario… Sabernos puros es reeditar el nacimiento. Iom
Kipur nos regala la instancia de volver a nacer.
LAS TABLAS ENTERAS
En la plenitud del día, cuando el perdón parece asomar por entre las plegarias
sentidas y sufridas de la congregación, un instante único quiere reiterar su
imagen entre los presentes. Trasladarnos en el tiempo los que permanecemos
entre las horas infinitas de la existencia, para darnos una cita con la eternidad.
Iom haKipurim es el eco de esa eternidad atesorada entre las laderas de
una montaña y la cima de una vivencia única, irrepetible y que conmueve.
Cada día, a cada instante, cuando podemos ser parte de esa vivencia.
Cuando logramos, en medio de la sensación del vacío de un día de ayuno,
rellenar cada espacio de nuestra vida, con la dosis de espiritualidad necesaria
para seguir adelante, para sentir el llamado del persistir, del no ceder jamás
ante el fracaso que significa el desamparo.
Sólo así estaremos en condiciones de volver a ser receptores,
destinatarios, domicilio final y excluyente de la Palabra, que por segunda
vez, se esculpió con fuego sobre la piedra y que descendió desde los
Cielos, una mañana o un mediodía de otoño, para alcanzar los
corazones de un pueblo.
Iom haKipurim nos permite llegar hacia algo más que el perdón. Porque es
el final de un tiempo que inauguró días de justicia. Días que nacieron
anunciando un año y que se vistieron de arrepentimiento sincero, retorno
del corazón, para llevarnos hacia las horas cuando podemos, con
sinceridad, anular compromisos del pasado y asumir responsabilidades del
presente.
Allí es cuando nace la esperanza. Cuando podemos mirar hacia el futuro.
Porque volvemos a estar “enteros”. Porque pudimos volver a armar el
rompecabezas de nuestras vidas y nos animamos a caminar nuevamente
por los estrechos cotidianos del vivir. Del aprender a vivir y a convivir.
Con nuestras limitaciones y con los demás.
Aprendimos a superar y a superarnos. Porque somos otros, muy
diferentes a los que pocos días antes nos debatíamos entre dudas y
pesares. Somos otros, porque hemos permitido nacer nuevas dudas pero
adquirimos nuevas afirmaciones.
Es entonces, cuando Iom haKipurim nos trae la montaña. Nos la muestra
y nos demuestra cómo es posible ascenderla.
Es entonces, cuando nuestra amada tradición nos dice, que este día, es
un “Iom Tov”, tiempo para celebrar. Hacer de él una fiesta. “Iom shenitnú
bó Lujot Shniim”, día, afirman los sabios, “que fueron entregadas
en él las segundas Tablas.” Las Tablas enteras.
Iom haKipurim, día para conjugar enteros. A la integridad de los hombres
es posible ahora sumar otra integridad. Entonces todo ya resulta posible.
Transitar los días del nuevo año sin más fraccionamientos. Allí la esencia
de un día que nos ha dejado vivenciar la ausencia, la falta, el desánimo,
las “no fuerzas”, para después, invitarnos a llevar, con el ímpetu de la
entereza –personas íntegras y Tablas enteras–, todo lo aprehendido hacia
nuestras casas. Allí concluye el sagrado día. Donde todo comenzó. Iom
haKipurim nos regresa a casa, enteros…
SUCOT
LA FIESTA DE LA VIDA
Es tiempo de Sucot. Tiempo para el regocijo y la alegría, al decir de
nuestras plegarias. “Zeman Simjatenu.”
Para nuestra sagrada Torá, esta festividad se configura entre dos sentidos:
“Jag” –fiesta simplemente–, y también “asif”, la festividad de la
recolección.
Sucot entonces, engloba todo el sentir y el hacer que la tradición judía
recomienda al pueblo de Israel. Siete días transcurrirán para que la alegría
vaya tomando su propia forma y color. Siete días donde cada uno tomará
para sí las cuatro especies vegetales –Arbaat ha-Minim– y lograr a través
de ellas, aquello por lo que oró horas atrás en el día más sagrado del
calendario –el Iom haKipurim– “Veieasú kulam agudá ejat”: “…Y todos
ellos –los habitantes del mundo– habrán de ser una unidad.” Pues la
unidad –de existir– será el nexo entre el hombre y su capacidad de
alegrarse, de realizarse, de alcanzar la felicidad plena.
“Ashré ioshebé beteja…” nos insinúa el salmo. “Felices son los que
residen en tu casa.” Un lugar, una presencia, un sentimiento. “Ashré”
es la expresión bíblica de felicidad. Se conjuga sólo en plural…
La felicidad, nos enseña el rey David desde sus Tehilim, no puede
sobrevenir en lo individual. Se requiere más de uno para lograrla. Una
vez alcanzada, poder dimensionarla. “Ioshebé Beteja” continúa el salmo.
Y esa casa, es en estos tiempos, la Sucá… Así al menos lo cantamos
cada noche, cuando vamos al encuentro del Shemá Israel: “U-Fros alenu
Sucat Shelomeja”, “Extiende sobre nosotros la Sucá de Tu paz…” La
felicidad es posible, cuando podemos sentirnos en paz, en quietud,
junto a D’s y permaneciendo ligados a Su Creación.
Allí está Sucot, hablándonos de asif, la recolección. Pues no importa ya

cuánto será el fruto recogido, al momento es estar seguros que hemos
sembrado…
La incertidumbre la da el hecho de no haberme esforzado siquiera en
delinear los surcos. La inseguridad, el hecho de no haber sembrado.
La insatisfacción, la realidad de saber que no podré ni tendré qué
disfrutar…
Es bien conocido aquello de: “El que siembra vientos, cosecha tempestades”
¿verdad? Sucot nos invita año tras año a recorrer el tiempo calendario
trabajado por nosotros mismos. Una mirada hacia atrás para
poder evocar lo actuado.
Aunque también me ofrece una sugestiva mirada hacia delante: sólo
quince días me separan del año recién inaugurado, y ya puedo evaluar
mi capacidad de recolección: a través de la paz y de la alegría, las dos
primeras semillas a sembrar y germinar en el campo familiar, social y
comunitario.
Claro que el surco delineado en el campo de mis acciones tiene un
solo denominador común: la unidad. Poder pensar, poder imaginar una
realidad distinta para el año que se inicia. Allí es cuando Sucot asume
su nombre bíblico de jag, simplemente una fiesta, o tal vez, la fiesta por
excelencia…
Transcurren los hermosos y únicos días de Sucot. Inconmensurables
por su riqueza. Bellos por la incomparable simpleza de nuestra Sucá;
simples por la inigualable elocuencia de las cuatro especies –Arbaat
ha-Minim– que nos hablan de nuestras diferencias por cierto, pero
remarcan por sobre todo, nuestros lugares en común: la necesidad de
estar unidos, para poder pronunciar la bendición sobre ellas.
Quiera el Todopoderoso renovar este y todos los tiempos para el bien,
la bendición, la alegría, la belleza y la quietud. Amén.
KI ITZPENENI BESUCÓ
Temor y desprotección. Sentimientos encontrados durante los frágiles
días de un celebrar, que ha buscado el tiempo del otoño –desapacible
y abandonadizo– para fijar sus metas y enclavarlas en la vivencia de la
comunidad del pueblo de Israel.
Cuando todo parece ceder ante los fríos vientos y las nubes amenazadoras
de lluvias y malestares, allí es cuando el judío debe dejar los techos seguros
para ir y habitar a la “Sombra del Altísimo”, la Sombra que atesora la fe, la
entrega total, la inspiración total del Creador del mundo.
Es una decisión vital la que enfrentamos a la hora de construir y de
habitar la Sucá. ¿Cuál será el efecto que ella producirá en nosotros, en
cada uno de nosotros y las inclemencias del tiempo físico? ¿Deberemos
acogernos a lo que nuestra sabia Halajá establece, “mitztaer patur min
haSucá” (“la persona que siempre se lamenta queda exenta de habitar
la Sucá”), o nuestra mitzvá es vivir en ella, “contra viento y marea”?
No sólo crear el espacio es el deber. Sino, crearnos el espacio. Sucot es
la confluencia –entre las celebraciones– del tiempo y del espacio.
Entonces, nosotros, seres temporales por excelencia, deberemos hallar
nuestro espacio, vivirlo, disfrutarlo y hacerlo nuestro, muy nuestro.
“Jag haSucot taasé lejá” recomienda la Torá. “Hazte para ti la fiesta de
Sucot.” Esa cabaña pintoresca, es algo más que un lugar. Es mucho más
que las cuatro paredes que edificamos a nuestra manera buscando la
mejor forma de permanecer sin embargo protegidos. Es tanto más que
diseñar un maravilloso –y para algunos, excéntrico– techo, frondoso
de verdes hojas o de esterillado amarillento que busca renovarse cada
año.
“Hazte la fiesta de Sucot para ti.” Parece un mandato particular. Como
cada celebración. Porque si no estás tú, falta todo. Aún la más hermosa
Sucá, no puede ser objeto decorativo en tu vida. Si existe, existe para
vivenciarla. Y cuando estás tú, entonces los temores y la sensación de
desprotección se disipan. Dejan de ser, para pasar a ser alegría y
protección.
Allí entonces es cuando abrimos la puerta imaginaria de esa Sucá,
enclavada en los espacios del hogar físico. Y esa puerta se abre y damos
paso a los “Ushpizín”, a esos seres únicos, maravillosos, que aguardan
desde su morada celestial, descender uno a uno y todos juntos, para
acompañarnos. Para hacer que D’s, Creador, se sienta parte de nuestra
Sucá, compartiendo la alegría y regalándonos Su protección…
“U-fros alenu Sucat Shelomeja…” ¿Hay palabras más sonoras así como
hermosamente sensibles como éstas? “Extiende sobre nosotros la Sucá
de Tu paz.” También el Creador construye pacientemente Su Sucá. La
Suya, es de paz. La nuestra, de alegría. Conjunción de sentimientos
que se embriagan de presencias inagotables, inconmensurables…
Sucot nos presenta un “ir y venir” por los circuitos de la vida. Es cuando
la unión es posible. Cuando lo que hacemos por nosotros, por los otros,
y por D’s, es plausible. Sucot es tiempo de hacer. De construir –aún con
materiales frágiles– edificios viables. Casas donde la fortaleza pase por
los seres que la habitan. Lugares donde la integridad de paredes y techos
pase por la posibilidad de reflejar los cielos y los rostros. Donde podamos
ver y ser vistos. Tiempo cuando amenazan los temores y sin embargo
permanecemos más íntegros que nunca. Porque estamos con el otro.
Somos nosotros. Y con el Creador, somos todos Uno.
El rey David cantaba en su bellísimo Salmo 27, “cuando D’s me proteja
y me oculte en Su Sucá…” “Itzpeneni.” Palabra hebrea que denota lo
oculto, lo que se mantiene en código. Así como el norte y el arte de
esconder. Todo nos habla de lo que está “por verse”. De aquello que se
debe de-velar. Descubrir. Revelar. Hacerse evidente.
“Sucó”, es la Sucá de D’s. “La Sucá de la paz.” De la integridad de la
existencia. David el rey le rogaba a su Creador que quisiera atesorarlo
en ese ámbito. El espacio donde el hombre alcanza a ser más hombre y
la vida supera la cantidad de los días. Sucot, la fiesta que supera el
tiempo, trayéndonos seguridad, estabilidad y continuidad.
ALEGRÍA DEL PRINCIPIO AL FINAL
Si intentásemos medir intensidades, con seguridad lo podríamos mirar con
ojos humanos y ver que, a medida que las horas pasan –los días transcurren–
y nos acercamos hacia el final, las sensaciones y las emociones parecen
disminuir hasta sentir que se disipan en el correr de los tiempos.
Percepciones ciertamente humanas que no se podrán contradecir
fácilmente, a partir de lo que nos hace más y más humanos: la
experiencia. Ser seres de experiencia nos hace solventes y hasta
diríamos, confiables. Con una mirada cierta y con pensamientos sostenibles
frente a cada circunstancia. No podemos, diremos en algún instante del
relato, sostener la intensidad de la vivencia más allá de nuestra propia
naturaleza.
Sucot, sus días, los festivos, los intermedios, los finales, rompen con el molde
de la monotonía de nuestras afirmaciones. Porque no sólo van “en contra”
de la naturaleza de los hechos, sino que nos obligan a sobreponernos de
manera que nosotros mismos expresemos alguna solución “supranatural”
por sobre nuestra condición humana.
“Ve-haita aj sameaj” es un llamado que sólo suena y retumba en los
días de Sucot. “Y estarás –empero– alegre…” Hay algo –parece insinuar
el versículo– que no me permite alcanzar la máxima expresión. ¿Estará
fuera de mí y por tanto es un imponderable? ¿O está, muy dentro de mí
y se transformará en el desafío de la fiesta que llama a superar los propios
antagonismos y los ajenos?
“Aj…” Existe un “pero”. Parece ser que aún viviendo la plenitud,
sentimos que algo nos falta. Sensación humana única. Rezongo del
alma que parece nunca saciarse de tanta bondad. Pero ese “empero”,
establece en el criterio rabínico la dimensión del restar, del disminuir,
del empequeñecer lo que se vive. Sentimientos humanos indescifrables
que, aún en los mejores días, no nos dejan ver sino lo parcial. Hasta lo
relativo, diríamos…
Y si los siete días de la fiesta son un llamado a celebrar, a no dejarse
vencer por cada aj que enumeremos, la última jornada del “tiempo de
nuestro regocijo” –Zeman Simjatenu– llega como una corona real
poseedora de tan solo una diadema. Una única piedra preciosa, brillante
y reflectora de todos los matices del espectro lumínico.
“Sheminí Atzéret Jag bifne atzmó” sentenciaron los rabinos. El octavo
día, es una fiesta en sí mismo. No se suma, es exclusivo. Una fiesta que
posee una única mitzvá. “Lismoaj.” Alegrarse. Regocijarse. Llenar cada
espacio vital con alegría. ¡No hay lugar para la pena! ¡No hay espacio
siquiera para dos letras (aj) que vinieron a restar los días anteriores!
“Ve-la simjá, ¿ma zo osá?” se pregunta el más sabio entre los hombres.
“Y la alegría, ¿qué viene a hacer?” Explicarnos el por qué de estar felices
parece ser una cuestión impensada. El rey no estaba en contra de la
alegría. Ama la felicidad, cuando la misma es resultado de la sinceridad
del corazón. Cuando el adentro ríe entonces el afuera sonríe… “En un
día bueno, vive intensamente lo bueno”, solía recomendar. Y tenía razón.
No buscar más motivos cuando los tenemos a mano. Cuando se nos
regala la posibilidad de experimentarlos.
“Ve-haíta aj sameaj”… ¿Se puede ordenar la alegría? Ha-Kadosh Baruj
Hú, como el mejor de los médicos, sabe bien que la alegría es el mejor
remedio para nuestras dolencias… Pero no la ordena. Sólo la
“prescribe”. Y nos la dosifica. Siete días donde la misma parece emerger
por entre los sinsabores cotidianos –presentes y pasados– que no parecen
habernos abandonado. Y un último día, donde el regocijo debe
vivenciarse a pleno; con salud y bienestar… Lo que alcanzamos hasta
ese momento. Por eso también ese último día, bendecimos –sheejeianu–
por lo que vivimos en ese momento. Día a día se construye la vida. Día
a día es menester conocer y descubrir la alegría. La alegría del vivir.
Saber vivir es –a nuestro humilde criterio– poder percibir la alegría en
todos los tiempos, aún en medio de la mayor tristeza, aún en el
quebranto. En lo fraccionado de nuestro ser que sólo escucha el vocablo
aj para restar… Para sentir que nada sirve.
Sucot es el tiempo de una revolución. Revolución en la ecuación anímica
del ser. Y es por ello tal vez que debemos salir de nuestra rutina. De
nuestras protecciones habituales. Dejar lo seguro para sentir lo inseguro.
Abandonar nuestros hogares para ingresar en la frágil Sucá. Amada por
su fragilidad. Porque amamos lo frágil. Porque amamos vivir. Nuestra
vida, nuestros afectos, nuestras construcciones.
Sucot conjuga el tiempo de salir. Salir de nuestras depresiones y acudir
a nuestras emociones reales. Aquellas que nos reclaman desde adentro
–desde siempre– como debemos ser. Como queremos ser. Y dejarle
paso a la posibilidad de decir: ¡estoy bien! ¡Me siento bien! ¡Soy feliz!
Sucot es el modelo del espejo: vernos tal cual somos y sin temer el paso del
tiempo… Porque el tiempo en Sucot, es el tiempo de nuestra alegría.
LA ALEGRÍA VERDADERA
“Sisu veSimjú beSimjat Torá” son las palabras enhebradas en una eterna
melodía que despierta en nosotros todos los recuerdos, las reminiscencias
de días pasados y de tiempos presentes.
La fiesta de la alegría que porta Sucot como estandarte llega a su fin o
tal vez, a su finalidad: reflejar nuestro sentir, aquel regocijo que impone
esta celebración en sus siete días, transportarlo hacia esa mágica
conjunción de infinitas letras y palabras que, enrolladas en un viejo
pergamino de cuero, habla por sí misma, cuenta por sí misma, vibra por
sí misma, cada día, cada semana, cada año: nuestra sagrada Torá…
”Alégrate y regocíjate en el tiempo de la alegría de la Torá” nos dice la
melodía y la letra a cada uno de nosotros. La felicidad es tenerla. Es
compartirla. Es transmitirla. Es, en última instancia, poder saberla…
Cuando el iehudí arriba a esta estación, lo esperan todas esas letras,
desde la bet del Bereshit hasta la lamed de Israel. Porque su propia letra
–su propia vida diseñada en una delicada letra de las 22 consonantes
del alfabeto hebreo– espera por su dueño… Espera a que el rey venga
a armar su corona, su diadema de gloria.
“Keter Torá” es la corona que habremos de recibir como pago, como
recompensa por nuestra alegría. ¿Fabuloso no? El judaísmo nos invita a
coronar la alegría, el regocijo, los instantes felices de la vida, con sus
protagonistas. Nosotros, nuestros hijos, nuestros nietos… Allí parece
dibujarse la sonrisa. Sólo allí, estimado lector.
Porque la canción de la infancia sigue su curso. “UTnú Cavod la
Torá”, “concédele honor, dignidad a la Torá”… ¿Quién, yo? ¿Cómo
dignificar la Torá que proviene de manos del Creador? Allí la sorpresa.
Regocijarme con la Torá no es sólo bailar con ella por algunas horas.
Ese baile, ese sentirme abrazado a la eternidad, es coronarme. Aunque
resulte imperceptible esa corona, algo ha sido puesto en mi cabeza.
Y desde allí debo bajarlo a mi corazón.
“Las palabras que te ordeno hoy, las pondrás en tu corazón, las
transmitirás a tus hijos, hablarás sobre ellas, al estar en tu hogar, al
hacer tus caminos…”, nos recomienda nuestro shemá a diario.
Debo alegrarme, a no dudarlo. Pero nuestro judaísmo nos habla siempre
de reciprocidad. Que aquello que hagamos encuentre su eco. Nuestra
alegría que se desata –felizmente– con la llegada de este día, quiera D’s
que encuentre su eco: que también nuestra sagrada Torá esté alegre,
feliz, con nosotros…
Entonces habremos de vivir los tiempos de la dignidad, del honor que
hablábamos. Que depende exclusivamente de nosotros. No lo dude.
De nuestro compromiso “a presente”. Porque cuando le rendimos
honor, el futuro está asegurado. Nada hay que temer por ese tiempo.
Nada debe pre-ocuparnos cuando nos ocupamos, ¿verdad?
Simjat Torá, tiempo de ocuparnos de nuestra esencia, de nuestra
existencia, de nuestra dignidad del vivir como judíos: ser sabedores de
la Torá para más tarde, alegrarnos con ella… Y ella, feliz de alegrarse
con nosotros.

Tiempo de Marjeshván, GOTAS DE AMOR FECUNDO
El tiempo después del tiempo. Un mes que aparece para
sorprendernos de la vorágine vivida durante Tishré, y que nos
llama a la pausa. Un mes “sin fiestas”, donde la celebración parecerá
conjugarse en cada uno de sus días.
Así lo definía con singular percepción Filón de Alejandría, cuando al
enumerar las fiestas bíblicas, mencionaba un total de diez. A las nueve
que nuestra Torá proclama, el sabio judío agregaba la del “Iom Iom”, la
del ¡día a día!
Interesante posición la de Filón, al valorar la cotidianeidad del vivir judío.
Así pensamos, humildemente, para con MarJeshván. Poder alcanzar la
plenitud de los días sin requerir para ello un llamado especial. “Iom leiom
iabía omer” cantaba el rey David en su hermoso Tehilim. “Cada
día trae consigo su palabra.” ¡Qué descripción más bella y simple! Hay
días, estimado lector –sugiere el rey– que hablan por sí mismos. Creo
que todos los días de la vida nos hablan. Nos regalan una palabra y nos
invitan a confrontar con la realidad intensa. Es entonces cuando
debemos atender y entender. Los días y las noches. Entretiempos que
entretejen el sostén anímico y espiritual –cuando no laboral– de nuestro
vivir.
Jeshván es ese mes cuando todo parece volverse hacia nosotros. Es
cuando nos prestamos atención, planificamos, tenemos perspectiva.
Resolvemos. Aspectos todos que portan una bendición especial, ya que
por fin, podemos mirar hacia adentro y salir con nuevas fuerzas hacia
el encuentro de lo esperado. De lo soñado. Del por vivir. Del porvenir.
Nuestra tradición asocia –curiosamente– el arribo de este mes con los
pedidos insistentes de lluvias y vientos. Un mes para mirar hacia los
Cielos, elevar las miradas y profundizar el corazón. Las palabras que se
elevan y las manos que suplican; los ojos que se tornan esperanza, los
cuerpos que se mecen en el ir y venir de una corriente suave a veces y
tempestuosa las otras.
MarJeshván es un signo. “Hen goim ke-mar mi-delí” reza nuestra tefilá.
He aquí que los pueblos son como una gota en las aguas de un balde.
Lo innumerable. Lo incalculable. Lo no dimensionado. Jeshván es una
gota inconmensurable en el devenir de los tiempos. Gota que revivifica.
Gota que hace renacer. Gota que trae la frescura del nuevo tiempo.
MarJeshván somos nosotros. Caminando por entre las anchuras y
larguras de océanos que se confunden en una gota diminuta, que a la
hora de saciar al sediento, se torna en oasis y manantial de vida. Un
mes donde el horizonte se hace presente para invitarnos a cruzar las
metas más soñadas. Un puente con el año calendario, donde lo
minúsculo ocupa lugar… Donde nosotros, la más excelsa creación del
Bereshit, nos volvemos hacia los cielos, aguardando una nueva
respuesta…
UN ECO QUE VIENE DE CERCA
Los días de Tishré han pasado, dejándonos con la sensación de un “por
hacer”. Los días en que el juicio celestial se hizo manifestar, han cedido
ahora el tiempo a los hombres. Para que podamos, en el transcurso del
presente mes, continuar con algo de la equidad, del reclamo permanente
por plasmar del mundo, un lugar más justo para todos. He aquí el desafío
de Jeshván, que no nos presenta celebración alguna, tal vez, esperando
por nosotros. Los que debemos hacer de cada día, una celebración.
Por la vida, por la justicia entre los hombres, por la instalación definitiva
de los valores que inspiraron al mundo de la Creación y a Su Creador.
“Sobre tres pilares el mundo está sostenido: la justicia, la verdad y la
paz…” afirmaba el sabio Rabán Simón Ben Gamliel, sobreviviente de
la hecatombe que arrastró a Jerusalén y al Santuario en tiempos de los
romanos.
Una forma de ver el mundo que estaba “del otro lado” tal vez. O el
mundo de los ideales del Bereshit que jamás dejaron de hacer oír el
eco de la Voz Divina demandando por la justicia y el hombre justo.
¿Cómo recrear la justicia plantada en los albores mismos de la Creación?
¿Cuál será la milagrosa simiente que permita germinar el delicado –sino
frágil– tallo de una actitud, de una conducta, de una forma de vivir, de
una forma por la cual vivir?
Demasiadas preguntas querido lector… Demasiadas para tan escuetas
y a veces inexistentes respuestas.
Ben Gamliel en nuestro Tratado de Avot lo esgrime. Hace un diseño si
se quiere. Un trípode sobre el cual se apoye –de manera estable– el
mundo. El suyo, el mío, el de todos. Y principia del din que abraza al
juicio y sus ejecutores; y le rodea de emet –la verdad– la cual califica
los métodos tanto como a las personas que se involucran en el juicio; lo
sella con un beso: el shalom (la paz de la integridad); ese estrecho
corredor de doble circulación (justicia y verdad) por donde deben
transcurrir la vida y los hombres.
Hay un llamado eterno desde nuestra Torá. “Justicia, justicia habrás
perseguir, a fin de que vivas y heredes la tierra que HaShem tu D´s te da
a ti…” Todo el mundo de las mitzvot (preceptos que vuelven a dibujar
los aspectos morales y éticos del hombre y la sociedad hebreos), nace,
se desarrolla y vive en el hombre justo. El hombre ávido de justicia y de
su realización en la tierra.
No es casual entonces que durante el mes de Jeshván, sea el libro del
Génesis quien ocupe el escenario de los relatos y los hechos. Y en su
transcurso, emergerán las figuras de Noaj (hombre justo e íntegro) y la
de Abraham (hombre que reclamó justicia al Hacedor del mundo a
quien definió como “Juez de toda la tierra”).
Jeshván, parece insinuarnos el calendario, es tiempo de “Jeshvón”,
cuentas. Cuentas claras que deben hacer a la amistad del hombre con
su prójimo y del hombre con su Creador. Cuentas que acerquen al
hombre por doquier hacia su meta. Hacia el ideal del cual parte el
mundo de la Creación renovado en los días de Tishré. “Ha-Iom harat
olám, ha-iom iaamid be-mishpat col ietsurei olam…” recitábamos con
estremecimiento durante los días en que el nuevo año comenzaba. “Hoy
el mundo ha sido llamado a nacer, hoy, en este día, el Creador llamará
a juicio a todos los creados.”
No hay religión sin justicia, parece decirnos el Creador. No podemos
aferrarnos a lo Eterno, perdiendo de vista lo temporal. Porque el Creador
es Él mismo, Juez de toda la tierra, como lo denominó Abraham. Y allí sí
que se impone “ser como D’s…” En eso coincidimos con la serpiente
del Paraíso… “Seréis como dioses” le dijo a Javá, “conocedores del
bien y del mal”. Pero para eso no hacía falta comer. Allí se equivocó la
serpiente. Hacía falta imitarlo. Acatar Su Voz era ya señal de justicia…
Allí la diferencia entre aquel mundo del Bereshit y este otro, el que
habitamos.
Es por ello que hablamos de la coincidencia de Jeshván con la lectura
del libro del Génesis. Porque hay una búsqueda. Y también un
desencuentro. Porque hay una creación del hombre “a imagen y
semejanza de D’s”, aunque también hay un desfigurarse de ese ser de
privilegio, hasta desmoronarse frente a la astucia de un animal muy
especial…
En nuestro mundo sigue hablando la serpiente. No ofrece frutos
tentadores, pero sí el resultado del comerlos: la muerte, física y espiritual.
Porque esa serpiente sigue abrazando a la justicia hasta asfixiarla; le
sigue inoculando su peor veneno hasta contraerla y enmudecerla; la
sigue atrayendo con la palabra seductora y unos pocos pesos –o la
moneda que fuere– para que el lenguaje se torne bífido como su lengua
y corrupto como su meta…
La víbora aparece siempre ligada al árbol… Al menos nos la han
presentado quienes con su imaginación la dibujaron hasta el cansancio.
Tal vez, pienso, porque hablaba del árbol prohibido.
Nuestra Torá al hablar de justicia y de los jueces, al referirse a los recursos
que hacen a la justicia y las personas que danzan una delicada melodía
en torno a ella, recomienda, entre otras cosas: “No habrás de plantar
para ti árbol alguno de asherá –y todo árbol– junto al altar de HaShem
tu D´s.” ¿Qué tiene que ver, se pregunta usted, “con justicia”, el recurso
de la justicia con un árbol y el altar del Santuario en Jerusalén? En
apariencia nada…
Pero sepa, mi estimado lector, que los estrados del Sanhedrín –supremo
tribunal de justicia hebreo– funcionaban en el Templo de Jerusalén. Y
el despacho del tribunal estaba al ladito del “altar de los sacrificios”. La
justicia para ser tal, debía estar inspirada de la presencia de D’s y del
hombre.
¿Por qué no plantar un árbol allí? La Torá prohíbe plantar árboles a los
cuales se les rendía en K’naán culto idolátrico. Y a partir del contexto
donde dicha prohibición fue impuesta, nuestros sabios dedujeron: “De
aquí que cuando se designa un mal juez o un juez corrupto, es como si
se estuviera plantando un árbol de idolatría…”
Jeshván llega a nosotros sin fiesta alguna. Pero con una demanda: prestar
testimonio de lo creado. Del tiempo que pasó. Y de la justicia que debe
llegar. Y no caer en levedades. No tentarnos frente al impulso simple y
letal. No perder de vista a D’s y no erigir ídolos de cualquier especie y
de ninguna índole.
Porque ser humano es por sobre todo, ser juez y eso me identifica con
D’s. Así denomina la Torá a los jueces, curiosamente: elohim. En minúscula,
pero con la grandeza de saber que, de administrar justicia verdadera,
podemos alcanzar la Dimensión Divina.
Ahora comprendo lo de la serpiente, el árbol, el juez y la justicia. ¿Usted
también? Confío que sí.
Tiempo de Kislev, OJOS QUE VEN, CORAZONES QUE SIENTEN:
CONSTRUYENDO LA MEMORIA
Es tiempo de Janucá. Una vela y otra más, se irán sumando en el
correr de las noches a fin de iluminar nuestros días, con una luz
diferente, propia, encendida a partir de cada uno…
Es tiempo de Janucá. El reflejo de pequeños fuegos ante nuestros ojos,
despierta la inquietud de nuestro mirar, de concentrar la atención y la
intención en los hechos que, cuando hechos, pasan inmediatamente a
ser milagros…
“Ve-hanerot halalu Kodesh hem…” alienta la plegaria que acompaña el
encendido.
“Estas nerot, son fuegos de santidad” afirma la regla hecha canción,
para insinuarnos que: “…Y no nos es permitido usar la luz que emana
de ellas en nuestro provecho”.
Las nerot de Janucá no son para iluminar, nos recomienda y nos
sorprende la Halajá.
“Ela lirotam bilbad…” las debemos encender con un solo propósito:
“Sólo para observarlas…” Sólo para detener nuestras miradas sobre ellas;
llenar nuestros ojos del ver y disfrutar por ello. Mirar para aprender. Ver
para transmitir. Aquí el secreto del milagro que se renueva en nosotros…
Janucá es la fiesta de las luminarias, Jag Ha-Urim. Podríamos afirmar sin
duda alguna que Janucá es la “fiesta del poder ver”, del “darse cuenta”,
gracias a la luz…
Y por eso es que Janucá la celebramos: “Ner Ish u-Beito”; una vela que
encendemos ante todo en nuestro hogar. Pero aquellos que dignifican
la mitzvá, lo harán: “Ner le-col ejad ve-ejad.” Una luz por cada
integrante de la familia.
Porque lo esencial es que todos vean. Allí la victoria real sobre el imperio
griego. Para que todos vean, decíamos. Allí el milagro del aceite. Allí
donde cabe la luz… Porque durante la epopeya que evoca nuestra
singular celebración, “la oscuridad se había apoderado del mundo: “Ve-
Joshej al penei teom: Zo maljut Iaván ha-reshaá”, asevera el Midrash.
Cuando el Génesis se refiere a la “oscuridad que se cernía sobre la faz
de los abismos”, nuestros maestros no dudaron en asociar dicho párrafo
al tiempo en la historia cuando “el reinado malvado de Grecia se
apoderó del territorio del pueblo judío.”
Allí es donde el texto del Midrash nos sorprende con una significativa
semejanza y proyección: nos enseñan que la raíz de la palabra “oscuridad”,
en hebreo posee las mismas letras que el verbo “olvidar”… J.SH.K
(oscuridad) por un lado, SH.K.J (olvidar) por otro.
Por eso es que “…cuando creían que el olvido ganaba su partida y ya a
nadie importaba mirar”, allí nació el milagro: ver, con ojos de libertad,
recordar, con los ojos abiertos de la memoria. Como Janucá, pero para
toda la vida.
Estas nerot son “sólo para mirar…”, porque en los ojos anida el tesoro
del ser; y en la mirada, la intriga de un corazón que aprende.
Y cuando los ojos pueden ver, el corazón canta. Y suma más y más
velas –ocho en total– para dejar ingresar la quietud de una noche
iluminada, y despertar abrazando la vida, que renueva el milagro del
crecer cada mañana.
ENCENDER LOS DÍAS
Una luz se enciende y abre el paso de los días. Una luz nace y la
esperanza asoma entre la oscuridad que parecía tornarse en dominante.
Y es cuando podemos apreciar la diferencia, que hacemos nosotros, a
la luz de lo encendido. De aquello que prendió el alma judía de una
historia que parecía confinada al olvido y al desarraigo; un saber
malogrado por letras ajenas que dibujaban nuevas caligrafías; un amor
al estudio –devoción le diríamos– que cambiaba sus ropas por las del
gimnasio y un nombre que encerraba todo un relato de pertenencias
dejaba su puesto al nombre de dioses y trofeos.
Llega Janucá una vez más a nosotros. Nos vuelve a iluminar ese
encuentro único, íntimo, en familia, con las luces que iluminan el alma
de cada judío, en cada hogar, en cada generación.
Vuelven las melodías y los olores a frituras con el aceite que otra vez se
vuelve milagroso; retornan los juegos viejos-nuevos del simple “dreidl”
que gira y gira –como toda la vida– y nos muestra en su andar, maravillosas
letras que hablan por sí mismas.
“Nes Gadol Haiá Po” canta el dreidl en Israel. “Un gran milagro ocurrió
aquí.” Y nuestro dreidl conjuga idénticas palabras. Sólo que miramos
–como siempre debemos hacerlo– hacia el origen del milagro: “sham”,
allí, en la amada geografía de tantas y tantas generaciones.
Israel es la cuna del milagro de la existencia judía de todos los tiempos.
Se me ocurre pensar hoy, en tiempos de Janucá, que en Israel, los
milagros juegan de “local”…
Janucá es superación. Es poder levantarse, erguirse y desafiar la
adversidad. Hoy, en días de la posmodernidad, Janucá vuelve con su
fuerza intacta. Frente a otros adversarios, que regresan –nostálgicos–
con idéntico fin. Por suerte Janucá no debe ser desmentida hoy. Porque
se vive dentro y es la que genera la fuerza de soportar hasta el quebranto
la burla sangrante que provoca el “iluminado mundo islámico” orientado
por países payasescos que a duras penas han proporcionado el
abecedario a sus habitantes y que hoy organizan “congresos”… ¡Triste
destino el de un mundo que se mofa de la desgracia del prójimo! ¡Pobre
nación iraní, pobre…! ¡Qué tristeza me produce! ¡Cuánta lástima! Y tal
vez, el dolor aumenta, cuando vemos algunos de nuestros hermanos
(¡nunca faltan los confundidos!) que alientan la imbecilidad sentándose
en las mesas de los escarnecedores y tomando un lugar entre los
pecadores. Siento que esos hermanos, han pasado por alto los primeros
y últimos versículos del libro de Tehilim…
Hoy gracias a D’s llega Janucá. Un poco de luz que alcanza (¡debe
alcanzar!) para derrotar tanta, tanta oscuridad… Tal vez el mundo todo
debería tomar un poco de aceite y encender luces de Janucá. Porque
me temo que la oscuridad vuelve a ganar la pulseada. Justo allí donde
hace un poco más de dos mil años, ejércitos numerosos y déspotas
“ilustrados”, amenazaban una vez más, la existencia de la nación
hebrea. “La historia vuelve a repetirse”, cantaba una letra popular…
Pero ¿podría reiterar lo bueno? ¿Podríamos hablar del milagro del vivir
cotidiano y no del drama del sembrar la muerte día a día?
Llega Janucá, querido lector. Una sensación de alivio, una espiración
profunda y una inspiración con fuerza, nos devuelven un ánimo
envejecido por las noticias… Sí, porque cada vez que vemos a los
progenitores del odio, de la muerte, de la oscuridad, también algo muere
en nosotros. Tal vez, la sensación de no poder amar al prójimo como a
uno mismo. Tema que algunos de nuestros hermanos que vimos en
Irán, perplejos y confundidos, parecen cumplir como el precepto
esencial… Sólo que allí, debería leerse “ama a tu enemigo –el que te
odia hasta la muerte– como a ti mismo…”
Janucá nos devuelve con su luz el orgullo de saber quiénes somos.
Cómo somos y por qué somos. Quiera D’s renovar ese milagro “allá” y
“acá”.
TODAVÍA VIVIMOS, TODAVÍA CANTAMOS
Janucá inaugura un tiempo diferente en el devenir histórico del pueblo
judío. La monotonía del helenismo en el pequeño territorio de Judea,
se vio sacudida de su letargo cuando un puñado de hombres se animó
a decir “¡no!” ante los opresores de turno.
Janucá es la fiesta del no… No renunciar, no posponer, no olvidar, no
dejar de testimoniar.
Parecía que una generación había renunciado a un modelo de vida, a
un mandato generacional. Era más atractivo “ser como las demás
naciones.” Resultaba incómodo ser diferente, conservar la particularidad
judía en tiempos donde todo cobraba formas y diseños “igualitarios”…
Allí se levantó un grupo de individuos, dispuestos a recobrar la memoria
perdida en el gimnasio griego y en la filosofía cautivante de sus
interlocutores. Le opusieron el ejercicio espiritual del volver a ser y la
palabra sentida y con sentido de un D’s viviente, jamás recluido en
biblioteca alguna.
Janucá fue para ellos acción y lección. Tomar por un lado el destino de
sus vidas en sus propias manos y transmitir por el otro que la herencia
judía jamás podría ser “tierra de nadie”. Acción y lección conjugan
elección, es decir, libertad. En el ser, en el pensar, en el vivir de cada día
y noche…
Parecía que toda una sociedad estaba dispuesta a posponer el canto de
libertad con el cual ese pueblo –Su pueblo– había nacido al mundo
despejando las cadenas de la esclavitud y la discriminación egipcias
siglos atrás. No importaba evocar el milagro cuando los hechos del
presente borraban con un esplendor precario toda la luz de un pasado
de dignidad y gloria.
Allí se erigió un puñado de hombres llamados por el eco de la eternidad
sembrada en sus conciencias cotidianas, para retomar el arte del
enhebrar las palabras del D’s Viviente en melodías vivas y significativas,
que encendiesen un fuego en estado de extinción, en medio de un
lugar, un Santuario, pisoteado por la altanería del olvido y la desgracia
de la enajenación.
Unos y otros eran hermanos, integrantes de un mismo pueblo. Am Israel.
Unos vivían pensando en cómo ser griegos habiendo nacido judíos.
Los otros pretendían vivir y sobrevivir como judíos, sin tener que pedir
permiso a los griegos.
Los antagonismos parecían estar a la orden del día. Aunque la apatía y
su socia, la indiferencia, estaban jugando su mejor partida en medio de
una sociedad judía partida al medio en esos tiempos… ¿En esos tiempos?
Janucá fue entonces la fiesta del “no”… Para poder conjugar lo posible,
lo que debe ser. Y entonces los hombres de número pequeño, se
multiplicaron, y recibieron un nombre propio: los Jashmonaím. Y
cuando se alzaron en armas –con el espíritu imbatible– el pueblo que
los ad-miró, los denominó: Macabim.
La obra por ellos erigida, no necesitaba de un nuevo nombre, pues
volver a la esencia no requiere de identidades nuevas sino de recuperar
la perdida… Janucá habla de inaugurar, insta a educar, inspira a vivir
como se debe… No a vivir como se quiere.
Y allí el milagro. Porque cuando se lucha y se sabe por qué, entonces el
milagro es posible. Y ya no importa el resultado. Importa tal vez, lo que
se enciende a partir de esa victoria. ¿Habremos encendido la chispa de
la unidad? ¿Habremos alcanzado a prender el fuego del amor y la
solidaridad? ¿Habremos inaugurado tiempos donde las fracciones se
transformen en enteros?
Allí llega Janucá. Simple y soberbia fiesta de nuestra determinación.
Donde parecían caber renuncias, hubo afirmación. Donde dejar pasar
los días, para que la mano del tiempo gane su apuesta final, sobrevino
una fiesta con días…
Cuando los griegos quisieron obstinadamente “hacernos olvidar Su
Torá”, allí se luchó para olvidarnos de ellos. Y cuando finalmente el
olvido ganaba la partida trastocando las palabras, Janucá vuelve a
nosotros devolviéndonos la Palabra del D’s Viviente, transformada en
una luz que se enciende cada noche (tiempo de oscuridad propicia
para el olvido) para iluminar el nuevo día (tiempo de claridad para
discernir y tener claro quién es quién en esta partida…).
Janucá: luz que proviene de un fuego encendido; en la menorá, símbolo
de la unidad judía. Encender la luz a tiempo, conjugando los aspectos
que nos unen y consolidan, hacen crecer en esta fiesta la más hermosa
melodía.
Janucá nos devuelve eso: el fuego de la palabra-identidad judía, vestida
de una inconfundible e inolvidable melodía…
Tiempo de Tebet, MURALLAS DE MEMORIA
Tiempo testimonial. Tebet llega en nuestro recorrido para llamarnos
a la unión. A la reunión de todos nosotros en torno a los eventos
de siempre. De todos los tiempos y de cada generación. Un día marca
y define este mes. El 10 de Tebet trae consigo la memoria intacta de un
pueblo que a veces, se siente obligado a postergar su recuerdo en aras
de los sucesos que sacuden su presente, pero los días establecidos en
su calendario son impostergables, tanto como la vida que transcurre
cada día.
No hay lugar para el olvido… Pues cuando éste gane la partida, las
columnas de fuego que se encienden en nuestros calendarios
espirituales, se disiparán como la neblina de un día húmedo de
primavera.
Un ayuno llama a estar conscientes. El recuerdo del desastre que tocaba
las puertas de Jerusalén, vuelve cada 10 de Tebet a nuestras retinas.
Vemos las inexpugnables murallas sitiadas una y otra vez por ejércitos
enemigos y a un pueblo que intenta lo imposible: sobrevivir al mandato
de sus propios hechos.
El sitio a Jerusalén se prolongó por tres penosos y difíciles años. El
enemigo supo esperar. Supo cortar y estrangular, a sus tiempos, toda
iniciativa de vida que perduraba entre los habitantes de la ciudad eterna,
la capital de la santidad, el recinto de un Santuario que comenzaba a
despedirse de sus límites terrenales para conjugarse con el otro Santuario
–“Beit HaMikdash shel maala” – la figura celestial de los contornos
sagrados de un Templo por siempre eterno, como su ciudad.
Aquel 10 de Tebet fue el comienzo del fin. La debacle. La muralla fue
penetrada. La ciudad fue profanada. Sus habitantes, perseguidos. El
hambre, la sed, la confusión, ganaron sus apuestas entre los enemigos.
La destrucción asomaba, una vez más, amenazante…
El 10 de Tebet es la herida que abre las entrañas de un cuerpo muy
herido ya, para desangrarlo definitivamente. El mes de Tebet se tornó
en tiempo de angustias y de conmoción. “Tzom ha-Asirí” lo llama el
profeta Zejariáh, “el ayuno del décimo mes”, permanecerá allí entre los
ayunos menores que delatan desgracias mayores.
Y si bien las centurias y los milenios han transcurrido, la memoria se
empaca en recordar. Obstinación es supervivencia para la memoria. Es
poder hacer de aquel día un monumento para permanecer de pie,
erguidos, aunque la mano del tiempo y los deseos del enemigo hayan
encorvado la estatura del pueblo judío a través de la historia.
El 10 de Tebet ha cobrado renovadas significancias en nuestros días.
Porque hemos regresado a Jerusalén, la soñada, y estamos “de pie frente
a sus murallas”, como canta el rey David en su Tehilim. Esa es la magia
–si se me permite el giro– que nos regala el calendario hebreo en cada
renovado recorrido.
Encontrarnos con el tiempo, mirar hacia atrás para aprender del pasado,
y poder elevar los ojos hacia el futuro, conviviendo con presentes
complejos que desafían aún, a cada uno y uno de entre los judíos, a
sobrevivir a los hechos, y a plantar su semilla de biografías personales.
Cada 10 de Tebet alguien más retorna a la vida. Todo aquel que fue
presa de la muerte anónima y de una sepultura jamás cavada para su
descanso. El renovado Tercer Estado Judío –nuestra Medinat Israel– les
ha devuelto el honor y la dignidad a ellos. Este día ha sido declarado
como el Día del Kadish Universal, un tiempo donde unirse con la
plegaria con todos aquellos, los queridos, los amados, de quienes nunca
supimos más; los “arrancados de la vida”.
Ellos y nosotros, cada 10 de Tebet, volvemos a ser uno. Ni la oscura
muerte que propuso el acérrimo enemigo, pudo con ellos. Ni con nuestro
recuerdo.
Cada 10 de Tebet, se reconstruye la muralla perforada, y se levanta una
y otra piedra en la Jerusalén reconstruida. Un aliento nuevo, de aires
puros y sagrados, recorre la esencia del día para traernos en su frescura,
los delicados contornos de un Santuario que nos “mira desde Arriba”,
extendiendo sus brazos y su alma, hacia sus hijos que rezan, que
imploran, que ruegan y que lloran en las horas de este día, porque esas
paredes vuelvan a su lugar; para que reine la armonía, para que la paz
de los vivientes sea el sello que rubrique la calidad de nuestros días…
El 10 de Tebet, decía el profeta Zejariáh, “se tornará en día de júbilo y de
alegría”. Eso esperamos. Hacia eso nos encaminamos en este único día.
ENTRE LA ETERNIDAD Y LO UNIVERSAL
Memoria y tiempo. Dos instancias que recorren la encrucijada de la
vida de los seres humanos. Dos conceptos que ocupan la centralidad
del pensamiento judío por doquier. Conjugarlos significa aspirar a ser
más sensibles, más humanos con todo cuanto nos rodea. Con el pasado
y el futuro. Pues memoria es presente, y tiempo es eternidad.
El mes de Tebet nos abre las puertas de la eternidad. Nos regala un día
que todo lo contiene. Que habla por sí mismo. Que es testimonio de
generaciones. Un día que nos sumerge en el recuerdo venerable, y nos
alienta a ser persistentes, a ser insistentes con el mandato una vez
escuchado del “elegirás ciertamente la vida”…
El 10 de Tebet asume una nueva significación con el nacimiento del
estado judío moderno. Fechas viejas con sentidos nuevos. Nada parece
quedarse entre polvos y reliquias. Nada. Y por sobre todo, los hombres.
Y sus hechos. Y sus vidas. Y lo luchado y lo truncado.
Porque para el calendario judío, todo tiempo requiere permanentemente
de una resignificación para los que vienen. De esa manera, seguirá
siendo un desafío. Un desafío que propone un enfrentamiento primario
con el drama del olvido.
Día del Kadish Universal. Un nombre que todo lo dice. Kadish… El
concepto totalizador de la santidad. Una plegaria que concentra toda
la fe de un pueblo. Un intento por hablar con D’s e introducirnos dentro
de sus dominios celestiales y sentir que la vida tiene un propósito; que
los hombres y sus sueños permanecen intactos más allá de los aspectos
oscuros de la existencia.
La tradición rabínica ha establecido un nuevo hito a ser tenido en cuenta.
Poder evocar a todos aquellos que han partido e ignoramos cuándo.
Traer a la vida del recuerdo a todos aquellos arrancados de sus días y
que no hallaron descanso entre los propios de su pueblo. Porque el
hombre pudo ensañarse con su hermano.
Porque cada generación lo trae a Caín asesinando a Hebel. Y en cada
generación se lo escucha a D’s preguntando, inquiriendo, requiriendo
por saber dónde se halla. El violentado y el violento. En cada
generación.
Y para que Hebel no muera dos veces, llega un día en el que la memoria
logra expresarse. Cuando el dolor por su ausencia inesperada cede ante
el bálsamo de una plegaria que nos acerca a D’s reclamando por su
vida, y nos torna más sensibles para percibir su falta.
Disponer de un día para aquel sobre quien dispusieron de su vida,
arrancándolo literalmente de entre los suyos y haciendo de su cuerpo y
de su alma una orgía –la orgía del placer de los malditos que derraman
la sangre cada día–, para poder elevarlo hacia lo Alto, hacia el Altísimo,
en un intento de salvar al menos, su memoria hecha trizas.
Kadish, signo de memoria. Universal, señal de humanidad. Memoria
de personas, recuerdos de seres únicos que no están, pero que a partir
de este día, cuentan con una luz diminuta que elimina tanta, pero tanta
oscuridad de años, décadas, siglos y milenios.
Día del Kadish Universal. Ningún muerto es anónimo. Ninguna muerte
será desapercibida. Los enemigos no pueden vencer jamás a la memoria.
Porque ella camina de la mano de la eternidad. Y cuando se cruzan en
el ejercicio de la vida, dan más vida, aún cuando la vida se haya
confundido con la muerte.
Contar con D’s y contar con los hombres. Un concurso que jamás ha
tenido en cuenta el asesino. Es entonces cuando Tebet nos ofrece la
alternativa. De enfrentar con la paz de las palabras, la violencia de labios
y de manos, la violencia homicida que ha surcado este mundo desde
temprano.
“Osé shalom biMromav…” concluye la plegaria sentida y doliente del
Kadish. “El que establece la paz en las alturas.” Paz arriba. Paz para los
de abajo. Paz y quietud para los arrancados y olvidados, para que
puedan descansar por fin. Por un mundo donde la vida no sea moneda
de cambio.
Por una humanidad que tenga reverencia por la vida y por los vivos. Y
cuando llegado el momento, podamos conjugarnos en la eternidad de
los días. De la memoria de los días del vivir. Con plenitud y sentido.
Con presencias inconmensurables y forjadores siempre del destino. Es
entonces cuando aquel “elegirás ciertamente la vida” dejará de ser un
mandato para pasar a ser poesía…
Tiempo de Shebat, ÁRBOLES DE VIDA
Mes que conjuga un nuevo año. Shebat trae consigo el regalo
de celebrar en comunión con la tierra y sus frutos. El hombre,
creado del polvo de la tierra, se yergue como el árbol echando profundas
raíces y anhelando abrazarse con el Cielo. Su copa ilumina la noche
con flores y frutos, y su follaje es el vestido de novia que luce galán
cada árbol al encuentro de la noche y sus encantos.
La flor, asoma tímida por entre el entramado de sus ramas, y canta una
canción de amor al Creador, elevando hacia Él sus mejores aromas y
perfumes.
“Ki haAdam etz ha-sadé” nos enseña la Torá. “Pues el hombre es como
el árbol del campo.” También nosotros echamos raíces, sólo que, como
explicaba el Maharal de Praga, esas raíces crecen en la profundidad de
los cielos. El tronco, es el asiento de la imaginación perceptiva, los brazos,
el ramificado de un cuerpo que quiere extenderse, prodigarse,
multiplicarse, ser tierra y volverse cielo a la vez. Nuestros pies, huellas
perpetuas de un andar con rumbos ciertos tanto como de caminos jamás
transitados y que se deben hacer… El árbol-hombre se presenta en
Shebat celebrando nuevos tiempos, renovados brotes, coloridas y
aromáticas flores, exquisitos frutos… Del saber, del vivir, del hacer
cotidiano.
Nuestra Mishná nos presenta el tiempo: “Rosh haShaná la-Ilanot.” “Un
año nuevo para los árboles.” Los maestros del saber discuten el día. Bet
Shamai y Bet Hillel. Para los primeros, será el comienzo del mes la
demarcatoria de ese tiempo a renovar. Para los segundos, será el quince
del mes –la luna en su plenitud y esplendor– la que marque desde los
cielos cuándo los árboles terrenales han de renovar su tiempo
productivo…
“T’u Bi-Shbat” marcará con sus sonidos, la exactitud de la celebración.
El 15 de Shebat es, en definitiva, la decisión final respecto a la fecha.
“Halajá ke-Bet Hillel” aprenderemos más tarde al saber de resoluciones.
La Halajá –la norma legal a seguir– será de acuerdo a la Escuela de
Hillel. Como en la mayoría de los casos a resolver.
Allí entonces, se producirá el encuentro, una vez más, del hombre con
el árbol. Encuentro que, como todos, tiene su historia. Tal vez, una de
las primeras confrontaciones como seres humanos, fue frente a un árbol.
O frente a dos… La prohibición de comer recaía sobre uno de ellos. La
expulsión definitiva del Gan Eden, respondió a que no comamos del
otro.
¿Existe alguna relación, nos preguntamos, entre entonces y el presente?
Tal vez, la misma inclinación a reconocernos frente al árbol. Frente a lo
perdido y de frente a la desobediencia.
Sin embargo, nuestra Torá nos alienta a salirnos del fracaso. Y nuestra
Mishná, a superarlo. Salir del fracaso, es volvernos hacia el árbol, cuidar
de él y de sus frutos así como observar las reglas atenientes al disfrutarlo…
Ser obedientes no significa ser aburridos o faltos de inquietud e iniciativa.
Ser obedientes representa la condición de ser inteligentes. Porque
entiendo, porque acepto, porque aprendo límites. Y la vida, es conocer
los límites. Y apreciarlos. No como término o final sino como camino
que abre expectativas…
La Mishná, decíamos, nos invita a superar los fracasos. ¿Cómo?
Llevándonos a celebrar. A transformar un día, en una fiesta. A intentar
ver en ese árbol, una imagen de la Creación que reproduce otra imagen
en espejo: la de un hombre que permanece enfrente, deleitado por lo
que ve, asombrado por su proximidad y parecido en lo figurativo. El
año nuevo de los árboles me vincula con ellos desde mi condición de
hombre nacido para disfrutar la obra de la Creación. Ese árbol es mío,
lo plantaron mis manos o las manos de mi padre o de mi abuelo y sus
frutos, la bendición de D’s. Compartir con el Creador la obra, es el
objetivo. Reconocerlo a Él en cada paso, los medios que conducen y
señalan el fin.
Así Shebat nos regala en la plenitud de su recorrido, un mirar renovado
a la naturaleza. Un encuentro con los árboles, señal eterna de la
Creación y presencia inconmensurable de beneficios para los hombres.
Reflejarnos en ellos, nos pemite revisar una vez más lo hecho miles de
años atrás. Disponer de sus frutos, nos regala el placer de un Jardín un
tanto lejano, al cual anhelamos volver para disfrutar. Plantarlos, nos
brinda un instante de eternidad. Cuidarlos y preservarlos, nos hace más
y más hombres. Más y más humanos. Porque el “hombre es como el
árbol del campo…”
COMO LOS DÍAS DEL ÁRBOL
SON LOS DÍAS DE MI PUEBLO
La preservación de la naturaleza ha sido un mandato explícito en el
mundo de la Creación. El ser humano creado a “imagen y semejanza
de D´s”, debe desarrollar un vínculo inteligente con cada rincón de su
mundo y con cada creatura viviente. Una particular tarea le aguarda en
el Jardín donde será transplantado Adam –en Eden hacia el oriente al
decir del texto–, el cual deberá trabajarlo y cuidarlo –leovdá ulshomrá–
al decir del Bereshit
Nada quedará librado al azar en el devenir del mundo y de la
humanidad. Vivir requerirá de esfuerzos y habitar la tierra exigirá
compromisos claros y dedicación a la tarea.
D´s, quien crea el mundo, es el Primero en plantar en él su vegetación
–amplia, bella, multicolor– así como adornar cada espacio terrenal –como
el Jardín del Edén– con “árboles frutales que dan frutos”, tal como Su
orden emanó en un principio.
Hay un mundo “plantado” ante nuestros ojos. Adam debe advertirlo y
procurar mantener ese delicado equilibrio vital entre sus congéneres y
la naturaleza.
Cuando hoy analizamos el fenómeno de la ecología –nuestra relación
con el medio ambiente– notamos con grata sorpresa, que dicha ciencia
de la modernidad tiene sus profundas raíces –como los antiquísimos
árboles– en los días primeros de la existencia.
Nuestra Torá –Torat Jaim– pasa a ser un compendio del diario vivir así
como del saber vivir. Apreciar la vida es poder contemplar la Creación
de D´s, cada día, y sumirnos en la emoción y la sorpresa. Descubrir a
cada paso, una maravilla que refleja la huella del Creador y Su presencia
inagotable en ella. “HaMejadesh beTuvó bejol iom Maasé Bereshit”,
cantamos cada mañana en el amanecer. “D’s que renueva con Su
Bondad cada día la Obra de la Creación.”
Descubrir la Creación es descubrirlo. Es hacerlo “visible” por entre cada
aspecto de una naturaleza que nos regala a diario la posibilidad de
sentirnos parte de ella y responsables por ella…
Perashat Shofetim nos regala una concepción muy difundida aunque
no del todo comprendida. Nos acerca una original definición del ser
humano, de aquel que una vez creado, se yergue sobre los creados
para gobernar, para usufructuar, para transformar en beneficio y
bendición cada aspecto que descubrirá en el recorrido del Jardín primero
y del mundo después. Ser hombre es abrazar ese mundo que se extiende
ante él, abrazarlo con sus ojos, caminarlo con su estatura, divisarlo con
sus proyectos, preservarlo con sus acciones…
“Cuando sities alguna ciudad por muchos días, peleando contra ella
para tomarla, no destruirás sus árboles, alzando contra ellos el hacha,
porque de ellos podrás comer; por tanto no los cortarás, porque el
hombre es como el árbol del campo…”
Una perspectiva a tener en cuenta aún en tiempos de guerra. Preservar
el medio ambiente –tomando como ejemplo ese árbol del campo–
resulta significativo. “Porque de él vas a comer.” Una guerra no justifica
la destrucción de los recursos naturales. Una guerra que es inevitable
debe procurar preservar el continente y sus contenidos. El hombre se
define como el mismo árbol del campo. Pues ambos se yerguen hacia
lo Alto en busca de su copa y su flor… En busca de la esencia que los
caracteriza. No hay justificación alguna cuando se trata de fines
destructivos, sugiere la Torá.
Lejos, querido lector, de alguna realidad circundante. Lejos estamos de
poder contemplar a no ser que lo hagamos en un viaje de placer…
Pero la vida cotidiana, a duras penas nos deja ver un atisbo de cielo por
entre las pesadas cortinas y altos edificios de nuestras ciudades…
“Cuando lleguéis al país, plantaréis toda clase de árboles frutales”
enseñaba el libro de Vaikrá a los hijos de Israel vinculados con el futuro
de su tierra. Recrear la obra de D´s e imitarlo, ser como Él, es posible en
los términos bíblicos. Nuestra tierra de Israel debe contener la tarea
primera de D´s en Su mundo: plantar. Porque allí se instala la vida, y
desde allí se la proyecta hacia otras existencias: la de los seres humanos,
esos “árboles de pie” que sostienen el mundo mismo y lo alientan en su
definición de habitabilidad…
A propósito de la construcción del Tabernáculo en el desierto, se nos
enseña que las maderas que sirvieron para su andamiaje, maderas de
“shittim” (acacias), debían ir de pie: “Atzé shittim omedim.” ¿Y qué
significan estas maderas de pie? “A los hombres justos que permanecen
de pie por toda la eternidad.” Válida coincidencia para nuestros sabios.
El hombre-árbol se equipara con el justo-árbol… Porque, como decía
el profeta: “Kimei haEtz, iemei Amí”, “como los días del árbol son los
días de mi pueblo.”
Cuidar del árbol, es cuidar la vida. Es estar en sintonía con D´s y Su
mandato. Es revestirnos de un follaje muy especial, de raíces eternas y
de flores y frutos imperecederos. La eternidad está plantada en nosotros.
¿Cómo? Con la Torá… Ella es el “etz jaim hi…”, “árbol de vida es ella”.
Allí nuestro deber de cuidar al árbol y trabajarlo. Todos los días, toda la
vida…
Tiempo de Adar, DESAFIANDO AL OLVIDO

“Mientras todas las festividades pueden desaparecer a la llegada
del Mashíaj, Purim jamás desaparecerá, como lo expresa la
Meguilá: ‘Estos días de Purim no caerán en desuso, ni la memoria de
ellos se acabará de entre sus descendientes.’” (Midrash Mishlé, 9.)
Interesante definición de nuestro Midrash para la celebración que ocupó
el centro de nuestra semana.
Purim emerge del calendario trascendiendo aún las fronteras mismas
de nuestro Pésaj, Shavuot y Sucot, por ejemplo…
Y esto nos llama ciertamente la atención. Ante todo porque estas últimas
marcan y delimitan un antes y un después del pueblo judío. Esclavitud
versus libertad; opresión y discriminación versus moral y ética; casas de
esclavos versus protección y amparo de D´s, si quisiéramos resolver un
primer enigma con nuestras preguntas.
¿Qué delimita Purim como para sobreponerse a la esencia de estas
festividades en el ejemplo, si bien no citamos otras de tanta o mayor
proyección?
¿Cómo una festividad que nace de una fuente de nuestro Tanaj podrá
llegar a sobrevivir a aquellas que emanan de nuestra Sagrada Torá?
Purim es la fiesta donde vencimos al olvido… El olvido de nuestras
raíces, de nuestras pertenencias, de nuestras referencias. Toda una
generación a punto de desaparecer a causa de ese olvido. Fiestas
palaciegas, derroche, opulencia, postergación del prójimo, intrigas y
más, habían hecho de aquella generación lo que definieron los sabios
como “dor jaiav”, algo así como un colectivo sobre el cual pende una
deuda…
En Purim estaba en juego la continuidad física del judío. Y los genocidas
de turno lo sabían bien. Y es por ello que ellos mismos echaron un
sorteo –“Pur” – es la raíz de la fiesta. Un macabro sorteo para elegir mes
y día…
El genocida es oportunista. Espera la ocasión para golpear. Y Hamán
sabía bien del olvido. Sabía de lo separado que estaba ese pueblo, alguna
vez unido y reunido en su tierra. La dispersión no resultó ser sólo
geográfica. Y actuaba, el genocida, en silencio. Porque el oportunista
juega siempre con la cuota de lo inesperado. Y allí asertó su golpe.
¿Cuándo? Cuando descubrió que había todavía un judío consciente
de su condición. Que no le reverenciaba. Que no lo idolatraba. Y ese
judío debía morir y con él, todos los judíos… un judío que no olvidó su
pertenecer y su ser.
En las fiestas de Pésaj, Shavuot y Sucot, la mitzvá es regocijarnos, porque
probamos del bien que HaShem nos deparó… En Purim, sin embargo,
la mitzvá previa es “recordar lo que te hizo a ti Amalek… No olvidarás.”
Porque en Purim, en los tiempos donde los acontecimientos se dieron,
olvidamos al Creador y probamos los manjares de otro rey, de carne y
hueso, y nos alegramos con su vino.
Ninguna otra fiesta nos propondrá tener tan presente a D´s como Purim
entonces. Pues así como Él se oculta a lo largo de toda la Meguilá –casi
tanto hasta el olvido–, sólo el despertar de ese aletargado continuismo
y enajenación, hizo de los judíos de entonces, el milagro de la
supervivencia.
“Shebejol dor vador omdim aleinu lejaloteinu…”, vamos a cantar dentro
de un mes a partir de esta fecha. “En cada generación y generación se
levantan enemigos para exterminarnos…” “VeHaKadosh Baruj Hu
matzilenu miiadam…”, “pero el Santo Bendito Él, nos libera y salva de
sus manos.”
Purim es la supervivencia del pueblo judío. La supervivencia al peor
enemigo del pueblo judío: el olvido… Y esta fiesta merece no concluir
jamás…
CARAS Y MÁSCARAS
Descubrir quiénes somos. Descubrir cómo somos. Una historia donde
los disfraces parecen ser el centro de la atención. O tal vez, los verdaderos
promotores de la tensión. El escenario abre su telón, y allí, un festejo
inusual. Ciento ochenta días de vinos y placeres inundan a los
embriagados habitantes de una comarca mítica, que supo siempre de
intrigas palaciegas y desbordes reales.
Allí hay un personaje, el primero en mostrar su máscara. Un rey que
asoma como popular y bienhechor. Un hombre que con todo el poder,
parece querer compartirlo. Difícil ecuación para la monarquía de todas
las épocas. Hacer que los demás se sientan “reyes”, al menos por un
día. Y así entonces, un rey que sabe compartir. Que celebra y suma a
sus festejos a su pueblo. Sin discriminar. Todos los hombres del reino,
son sus hombres. Sin proponerse un baile de disfraces original para su
época, el rey ha logrado ser el primer disfrazado.
A tal punto, que ni la propia reina parece reconocerlo –“su corazón
parece haberse puesto contento con tanto vino”– cuando requiere de
la presencia de la primera dama. Ella tenía su propia fiesta. Junto a las
mujeres. Y no está dispuesta a usar máscara alguna. Ella pretendía ser
tan real como su cargo. Y le costó caro. Diríamos que con su propia
vida. El rey ordenó traerla a su festín, para mostrar su belleza. “Beketer
maljut” –sólo debía vestir su corona real– nos dice el relato.
Demasiado precio para la locura del vino. La reina no puede reconocer
a su rey. Su cara trocó por una máscara. El es otro. Ella es
ajena. Sus consejeros –los imaginamos ahora también todos enmascarados–,
muestran rostros complacientes… De esas risas sarcásticas
y que denotan preocupación a la vez. De esas máscaras que no
podemos definir si ríen o lloran. Pero la realidad es una: la reina ha
desobedecido. Y eso se paga caro en un reinado donde la cara verdadera
de la realidad no asoma.
De todos los consejeros sentados en la primera línea de gobierno uno
tiene “doble identidad…“ Él es quien da la idea de qué hacer con la
reina Vashti. Pobre destino de aquella mujer que por lo sincera, por
intentar mostrar su verdadera cara, paga eso con su vida. Memujan es
el consejero disfrazado. “Mujan le-pur’anut be-jol shaá.” Aquel que está
siempre listo para desatar la destrucción. Más adelante, en el avance
del relato, mostrará su verdadera cara: Hamán…
“Ish iehudí haiá be-Shushán ha-birá.” Un hombre judío vivía en esa
capital. Su nombre era Mordejai. Su origen, la tribu de Biniamín. Su
pueblo, Israel. Parece no tener máscara alguna. Se muestra tal cual es.
Vive tal como fue educado en su tierra natal. Ahora, hijo del exilio,
debe pagar un alto precio por la subsistencia y la supervivencia. Su
tarea pasa por hacer crecer a su sobrina. Esther que se llamaba Hadasa.
Nombre y sobrenombre. Una cara y una máscara. Una niña que crece al
amparo de una tradición milenaria pero que en lo inmediato dejará la casa
de los afectos y será eje del escenario palaciego, junto a aquel rey que
parece no tener sólo una cara… Ni siquiera una palabra tiene ese rey.
Hadasa lleva también su máscara al palacio. “No decía su nacionalidad
ni cuál era su pueblo.” Esther no sólo gana el favoritismo del rey, sino
de todos sus consortes. Y su máscara, hecha a medida, la lleva en algún
momento a pensar que puede liberarse de la suerte de los suyos. Su tío,
en un mensaje desesperado, se lo hace ver. Y diríamos que casi le saca
esa máscara, para dejar entrever su cara verdadera.
Ajasverosh y Hamán recorren las escenas cubiertos de máscaras. A tal
punto, que no conocen sus rostros. Quiero decir, no saber ver al otro,
es no poder comprender lo que urde. Lo que maquina entre sus infinitos
pensamientos y lo que está dispuesto a llevar a cabo. En palacio, Hamán
lleva puesta la máscara de un fiel servidor real. En las calles, la máscara
de un déspota. En su casa, el disfraz de un energúmeno que ora es
regodeado por la zalamería de sus amantes, ora es condenado por su
torpeza, por los mismos que lo aman. Ellos, su entorno, también son
mascaritas… Nadie puede sostener su verdadero rostro… Nadie. Excepto
los menos contaminados.
El pueblo judío también usó un tiempo alguna máscara. Cuando
disfrutaban las comilonas del palacio, nada los hacía imaginar terrible
destino. Cuando todos se quitan las máscaras, las cosas parecen ser
más claras. Pero ya es tarde. Por fin, los judíos se desprenden de su
disfraz y “se paran sobre sus vidas”, es decir, literalmente, se defienden.
Se quitan las máscaras. Somos judíos y lucharemos por ello, por nuestra
orgullosa existencia.
“La-iehudim haitá orá ve-simjá, ve-sasón viikar” dice la Meguilá. Cabe
entonces, cuando somos los seres reales, la luz, la alegría, el deleite y la
dignidad. Y entonces, Hamán y sus hijos –todos los sostenedores de
Hamán– son colgados… De sus cabezas, para que las máscaras se caigan
y se puedan ver los rostros, que ya no pueden ver.
El rey mientras tanto, persiste en su dualidad. No puede con su ser real.
Vive una vida prestada. Él sólo está para fiestas. Y en las fiestas no siempre
podemos observar la realidad tal cual es.
Purim es la fiesta donde todo se invierte. “Ve-nahafoj-u.” Dar vuelta,
quiere decir entre otras cosas, mostrar el lado verdadero. Cuando
podemos descubrir nuestras máscaras, entonces aparecen las caras. Las
reales, las posibles, las que nos enfrentan –tal como somos– a la realidad
por vivir.
UNAS PIEDRAS PARA HAMÁN
Promedia nuestro libro de Shemot. Sus últimas cinco perashiot
(secciones), nos hablan y describen la confección de un lugar. “Hiné
makom Ití…” –he aquí un lugar junto a Mí– decía el Todopoderoso a
Moshé cuando este pedía, desde el fondo de su corazón, poder conocer
Su gloria. Un lugar de proximidad.
Nuestra Torá dedica el final del libro de la “gueulá” –redención y
liberación del pueblo judío– a la cúspide de ese inicio único y milagroso
de los principios del relato: la construcción del lugar cuyo nombre es
Mishcan. Asiento de la “Shejiná”, la mismísima y anhelada presencia
del Creador entre los hombres. ¡Cinco perashiot destinadas a un idéntico
objetivo! Curioso, así como llamativo.
Una primera aproximación es necesario aportar. Así como D’s es el
creador de los Cielos y la Tierra –espacios vitales para el desarrollo
humano– es el turno del hombre, crear con sus propias fuerzas,
imaginación, vocación y decisión, otro espacio. Un mundo posible…
Si D’s creó un mundo para los hombres, es tiempo que los hombres
edifiquen, ellos mismos, un mundo donde la presencia de D’s sea
posible… Pasar del “mundo de D’s” a la idea de un mundo “con D’s…”
De allí tal vez el detalle, lo minucioso. Porque a la hora de “hacerle un
lugar” debemos aprender cómo. Debemos comprender los por qué. Es
necesario saber. Conocer hasta el punto más insignificante, y hacerlo la
razón de lo significativo… Por ello la reiteración. Como si nuestra Torá
nos insinuara: ¡nada puede ser pasado por alto!
Y así vivimos entonces. Afincados en las cosas pequeñas, que encierran
los grandes desarrollos y proyectos de vida de una nación. Tal vez lo
hemos heredado de nuestros padres, abuelos, antecesores. ¡No perder
detalle! ¡Prestar atención a cada cosa! Pues si bien “no hay hombre
que no tenga su hora, ni cosa que no tenga su lugar”, –según
reflexionamos en Pirké Avot–, somos los promotores primeros de un
orden. Y en ese orden se refleja el mundo de la Creación: abandonar el
“tohu va-bohu” –lo desordenado y lo vacuo– para llenar de vida cada
rincón. Sin esperar que eso llegue ni que lo haga el próximo a venir…
Mi tarea es impostergable e irreemplazable.
Y entre los elementos a confeccionar en la empresa de hacerle un lugar
a D’s hay uno que nos ayudará a “ser considerados por Él siempre”. A
gozar de Su recuerdo que involucra la vida. La garantía de la
supervivencia. ¿Cómo, nos preguntamos, estar presentes, nosotros, los
pequeños seres humanos, en un espacio de tamaña envergadura –la
“casa de D’s”–, donde todo evoca Su presencia, “Meló Col haAretz
Kebodó”?
“Ve-asita Joshen Mishpat…”: “Confeccionarás un pectoral para el juicio,
obra de artífice.” Ese pectoral, deberá ser engastado con engastes de
piedras preciosas, cuatro hileras con tres piedras cada una.
“Y las piedras estarán conforme a los nombres de los hijos de Israel:
doce, según los nombres de ellos…” Así llevará Aharón los nombres de
los hijos de Israel, en el pectoral del juicio, sobre su corazón, siempre
que entre al Santuario, por memoria perpetua delante de HaShem…”
Hermosa descripción para un ropaje. Piedras preciosas. Que irradian
luz propia. Piedras sobre el corazón… Piedras como zicarón: memoria,
recuerdo, presencia incondicional. No hay lugar para el olvido aún en
la conformación de un mundo a caminar y compartir con D’s. No hay
postergación alguna. Porque recordar –el zicarón– el ejercicio de la
memoria, ennoblece al ser humano y dignifica la condición judía.
El Midrash de Pirké de Rabí Eliezer sostiene al respecto que “Cuando el
patriarca Iaacov abandonó a sus padres para ir a formar una familia,
descansó la noche en Bet El, y tomó doce piedras del lugar, símbolo de
las doce tribus que iba a erigir. Las colocó bajo su cabeza y se fundieron
en una sola unidad…”
Esta unión armoniosa de las doce piedras de las tribus de Israel, se realiza
nuevamente bajo el corazón del sumo sacerdote, en el momento en
que “entra en el Santuario para presentarlas como recuerdo permanente
delante del Eterno.”
No perdamos detalle, por favor. Asistimos a un Shabat con nombre
propio: Zajor –¡recuerda!–, como imperativo. Porque mira la llegada
de Purim, tiempo cuando lejos del Santuario destruido, las piedras no
se llevaban en el corazón sino que se arrojaron contra el pueblo judío.
Alguien pretendió una vez más, llevar a nuestra nación al olvido. Olvido
de la muerte. Olvido del odio. Olvido que se enfrenta a la memoria
para combatirla y abatirla en cuanto pueda.
Nuestra Torá propone una justicia llevada sobre el corazón. Racional,
sensible, justa, firme, constante, viva. Las piedras que la adornan, irradian
luz, como el hombre que se decide a crear un lugar para su prójimo y
para D’s. No es casual que el nombre de D’s no esté en la Meguilá.
En las tierras y en la mente de Hamán –el genocida– no hay lugar para
D’s. Ni siquiera para los diferentes. Como nosotros. Porque cada tribu
tenía su propia piedra preciosa. Su propio fulgor. Su íntimo “recuerdo”
delante de D’s.
Curiosa coincidencia, querido lector. Piedras que hablan de armonía
en la unidad. Todo lo opuesto a lo que vio Hamán entre los judíos de su
reinado.
Llega Purim y arriba el tiempo de detenernos en las cosas chicas… En
lo insignificante. Para Hamán, era la vida de los judíos lo que carecía
de sentido. Para nosotros, milenios después, es poder descubrir el brillo,
el fulgor de nuestra propia piedra. Es decir, cuánto refulge nuestro
recuerdo. Entre nosotros, y delante de D’s…