Rabino Dr. Y.D Soloveitchik, la soledad del hombre de fe
Estas páginas no tienen por objeto discutir acerca del milenario problema de la razón y la fe. En estos momentos no deseo ocuparme de teorías. Lo que quiero es centrar la atención en la situación específica de la vida en que el hombre de fe, como ser concreto e individual, con sus problemas y esperanzas, preocupaciones y necesidades, con sus momentos de alegría y de tristeza, se encuentra completamente desorientado. Por consiguiente, todo lo que aquí pueda yo decir no proviene de la dialéctica filosófica, de la especulación abstracta o de frívolas reflexiones impersonales, sino de situaciones y experiencias reales que yo mismo he experimentado. En honor a la verdad voy a narrar un dilema personal. No voy a emplear teología, en un sentido didáctico, con elocuencia y con frases equilibradas; sólo quiero confiar a los lectores y compartir con ellos, aunque con dudas y con tanteos, ciertas preocupaciones que pesan en mi mente, y que con marcada frecuencia alcanzan las proporciones de una sensación de crisis. No se trata de ideas que resuelven problemas. No pretendo sugerir nuevos métodos para remediar la situación humana que voy a describir; además, no considero que pueda ser remediada.
El rol del hombre de fe, cuya experiencia religiosa se ha forjado a través de problemáticas e incongruencias internas, que vacila al sentirse abandonado por Dios, y se siente desgarrado por el contraste entre la auto-estima y la abnegación, ha sido muy difícil de resolver desde los tiempos de Abraham y Moisés. Sería una presunción de mi parte intentar convertir la experiencia antinómica y pasional de la fe en una eudemónico-armoniosa, tomando en cuenta que los caballeros bíblicos de la fe vivieron esta experiencia tan trágica y paradójica en una forma heroica.
Mi humilde intención marcha tras el consejo de Elihu, hijo de Berajel, cuando dijo: “Tengo que hablar para encontrar alivio”; ya que la mente agitada encuentra redención en la pronunciación de la palabra, y el alma atormentada se calma ante la confesión.
La esencia del dilema puede expresarse en una frase de sólo tres palabras: Me siento solitario. Debo recalcar, sin embargo, que cuando digo “Me siento solitario” no pretendo indicar que estoy solo. Tengo el cariño y la amistad de muchos, gracias a Dios. Me contacto con gente, converso, predico, discuto, razono; estoy rodeado de amigos y conocidos. Sin embargo, las compañías y las amistades no consiguen aliviar la sensación de apasionada soledad que constantemente me acecha. Me siento solitario porque a veces me siento rechazado y aislado de todos, sin excluir mis amistades más íntimas, y con frecuencia las palabras del salmista, “Mi padre y mi madre me han abandonado”, resuenan en mis oídos como un arrullo quejumbroso. Se trata de una experiencia extraña, absurda, que produce un dolor agudo y enervante, a la vez que una sensación catártica, estimulante. En mi soledad, mi desesperación se torna en frustración. Por otra parte, esta dura experiencia de soledad me fortalece y me lleva en mi totalidad al servicio de Dios. En mi aislamiento comienzo a percibir que, parafraseando el apotegma de Platino sobre la plegaria, este servicio al cual yo, individuo solitario y aislado, estoy comprometido, Dios lo quiere y lo acepta con naturalidad en Su soledad trascendental.
Debo elevar, entonces, la pregunta obvia: ¿Por qué me acosa esta sensación de soledad y de rechazo? ¿Se trata acaso de la angustia de Kierkegaard – miedo ontológico, basado en la sospecha que la nada amenaza nuestra existencia – o es que
esta sensación de soledad se debe nada más que a mis propios problemas, tensiones y frustraciones? ¿O quizás será el resultado de ese sutil estado de ánimo que ha hecho que el hombre occidental se aleje de sí mismo, condición con la que estamos familiarizados los mismos occidentales?
Aunque las tres explicaciones puedan ser en parte correctas, considero que el motivo central y genuino de la sensación de soledad, de la cual no logro librarme, se encuentra en una dimensión diferente: la experiencia de la fe. Expresado en una forma humilde, inadecuada, soy un ser solitario porque soy hombre de fe para el cual existir significa creer, y quien substituyó el “cogito” de la añeja frase cartesiana por “credo”.
Aparentemente, en este papel como hombre de fe, debo experimentar una sensación de soledad que posee naturaleza compuesta. Es una mezcla de aquello que está inseparablemente entretejido en la propia textura del acto de fe, que caracteriza el destino metafísico invariable del hombre de fe, y de aquello que es ajeno al acto de creer y que proviene de la siempre cambiante situación humano-histórica, llena de facetas caprichosas. Por una parte, el hombre de fe ha sido una figura solitaria en todas las edades, a través de los milenios, y nadie ha sido capaz de escapar a este destino inalterable que se percibe más como sensación “objetiva” que como sentimiento subjetivo. Por otra parte, es verdaderamente innegable que esta sensación básica se manifiesta en variadas formas, usando toda aquella gama de nuestra vida emocional y afectiva que es extremadamente sensitiva a los retos externos y que se mueve juntamente con la marea del cambio histórico-cultural. Es mi intención, por consiguiente, analizar esta experiencia en dos niveles: en el ontológico, en el cual es una sensación arraigada, y en el histórico, en el cual un corazón altamente sensibilizado y agitado, presionado por el impacto de las fuerzas sociales y culturales, filtra esta sensación a través de dolorosas y frustrantes emociones.
Ciertamente, ocuparme e investigar el segundo nivel es lo que más me preocupa ya que estoy interesado principalmente en el hombre de fe contemporáneo, el cual, debido a su posición peculiar en nuestra sociedad secular, se halla solitario de una manera especial. A pesar de que la interpenetración entre la fe y la soledad es muy antigua y está rodeada por la aureola de los siglos, apareciendo ya desde la aurora del pacto judaico, el hombre de fe contemporáneo vive en una crisis particularmente
difícil y agónica.
Permítanme describir esta experiencia pasional del hombre de fe contemporáneo.
Observándose a sí mismo, este hombre se considera un extraño dentro de la sociedad moderna, inclinada a la técnica, centrada en sí misma y amante de ella misma, casi de una enfermiza manera narcisista; una sociedad que monopoliza honores, apila victoria tras victoria, trata de llegar a alejadas galaxias, y que ve en el mundo tangible de aquí y de ahora la única manifestación de la existencia. Un hombre de fe como yo, que vive con una doctrina que no tiene ningún potencial técnico, con leyes que no puede probar en el laboratorio, firme en su lealtad a una visión escatológica cuyo cumplimiento no puede ser predicho con algún grado de probabilidad, y menos con certeza, aun con el cálculo matemático más avanzado y complejo ¿qué le puede decir este hombre a una sociedad utilitaria y funcional cuya orientación es secular y en la cual las razones prácticas de la mente han suplantado desde hace tiempo las razones sensitivas del corazón? Valdría la pena añadir lo siguiente a fin de que se pueda enfocar adecuadamente el dilema. Nunca me ha preocupado realmente el problema del enfrentamiento entre la doctrina bíblica de la creación y la narración científica de la evolución, tanto en el nivel cósmico como en el orgánico, ni tampoco me ha perturbado la confrontación entre la interpretación mecanística de la mente humana y el concepto bíblico espiritual del hombre. La imposibilidad de encajar el misterio de la revelación dentro de la estructura del empirismo histórico no me deja perplejo. Más aún, ni siquiera me han inquietado las teorías de la crítica bíblica que contradicen los propios fundamentos sobre los cuales descansan la santidad y la integridad de las Escrituras. No obstante, a pesar de que las oposiciones teóricas y las dicotomías nunca han atormentado mi pensamiento, no he podido desalojar esa sensación inquietante de que el papel práctico del hombre de fe dentro de la sociedad moderna es realmente difícil y, más aún, paradójico.
Por consiguiente, mi objetivo en estas páginas es definir el gran dilema que confronta el hombre de fe contemporáneo. Por supuesto, como ya lo he indicado, el hecho de definir el dilema no nos permitirá encontrar su solución ya que este dilema es insoluble. El acto mismo de definir, sin embargo, es un gesto cognitivo de importancia que redundará, espero, en un mejor entendimiento de nosotros mismos y de nuestras obligaciones. El conocimiento en general y el conocimiento de uno mismo, en particular, provienen no solamente del hallazgo de respuestas lógicas, sino también de la formulación de preguntas lógicas, aunque no tengan respuesta. El pensamiento humano se interesa no solamente por la verdadera y desprejuiciada solución a un problema complejo, acto que produce un goce y que hace resaltar nuestra determinación y nuestro atrevimiento intelectual, sino que también se preocupa por el análisis franco de una antinomia insoluble que nos conduce a una posición de humildad y de frustración intelectual.
Es preciso, antes de comenzar el análisis, ocupamos en determinar el marco de referencia, empírico-psicológico o bíblico-teológico, dentro del cual deberíamos describir nuestro dilema. Creo que se estará de acuerdo en que no tenemos mucha posibilidad de elección; ya que, para el hombre de fe, el conocimiento de sí mismo tiene una sola connotación, – entender nuestro puesto y nuestro papel en el orden de eventos y cosas deseadas y aprobadas por Dios, cuando mandó que de la infinitud emergiera la finitud, y que el Universo, incluyendo el hombre, hiciera acto de manifestación. Esta clase de conocimiento de uno mismo puede que no siempre sea placentera o reconfortante. Por el contrario, de tiempo en tiempo podría expresarse en una dolorosa evaluación de las dificultades que el hombre de fe, atrapado en su paradójico destino, debe encontrar, ya que el conocimiento en ambos planos, el natural-objetivo y el personal-subjetivo, no siempre es una experiencia eudemónica. No obstante, esta posibilidad desagradable no debería frenamos en nuestra empresa.
Antes de continuar desearía expresar la siguiente reserva. Lo que pueda decir ahora debe interpretarse solamente como un modesto intento de parte de un hombre de fe en comprender sus emociones y percepciones espirituales dentro de categorías filosófico-teológicas modernas.
Mi acción interpretativa es completamente subjetiva y no intenta representar filosofía halájica alguna. Si el lector siente que estas interpretaciones son también relevantes para sus percepciones y emociones, me sentiré ampliamente recompensado. Por otra parte no me sentiré molesto si mis pensamientos no evocan respuesta alguna en el corazón de mis lectores.
[/div]Conocido es el hecho que la Biblia presenta dos concepciones de la creación del hombre. Sabemos también que existe la teoría sugerida por los críticos de la Biblia, que atribuye las dos concepciones a dos tradiciones y fuentes diferentes. Es claro que, ya que aceptamos sin reservas la unidad e integridad de las Escrituras y su carácter divino, rechazamos a la vez esa hipótesis que está basada, como muchas otras teorías críticas de la Biblia, en categorías literarias inventadas por el hombre moderno, y que ignoran completamente el contenido eidético- noético de la narración bíblica. Realmente es cierto que las dos concepciones de la creación del hombre difieren considerablemente. Esta incongruencia no fue descubierta por los críticos de la Bíblia. Nuestros antiguos sabios estaban conscientes de ella. No obstante, la solución no se encuentra en una supuesta tradición dual sino en el concepto del Hombre Dual, no en una contradicción imaginaria entre dos versiones sino en una verdadera contradicción propia de la naturaleza del hombre. Las dos concepciones se relacionan con dos Adam, dos hombres, dos padres de la humanidad, y no es de extrañar entonces que no sean idénticas. Veamos las dos narraciones.
En Génesis 1 leemos: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.”
En Génesis 11 la narración difiere substancialmente de la que acabamos de leer: “Entonces Dios el Eterno formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. Y Dios el Eterno plantó un huerto en Edén, al oriente … Tomó Dios el Eterno al hombre, y lo puso en el huerto de Edén para que lo labrase y lo guardase. ”
Deseo señalar cuatro discrepancias importantes entre estas dos narraciones.
1. En la narración de la creación del primer Adam se cuenta que éste fue creado a la imagen de Dios mientras que nada se dice acerca de cómo se formó su cuerpo. En la narración de la creación del segundo Adam se expresa que él fue hecho del polvo de la tierra y que Dios sopló en su nariz el aliento de la vida.
2. El primer Adam recibió de Dios el mandato de llenar y dominar la tierra. El segundo Adam fue encargado con el deber de cultivar y mantener el jardín.
3. En la narración del primer Adam, ambos, el varón y la hembra, fueron creados conjuntamente, mientras que el segundo Adam surgió solo, y subsecuente mente hizo su aparición Eve en calidad de ayudante y complemento.
4. Finalmente, y en esta discrepancia la crítica bíblica ha hecho hincapié, mientras que en la primera narración sólo aparece el nombre E-Iohim, en la segunda E-Iohim se usa conjuntamente con el tetragrama.
Conformemos un retrato de estos dos hombres, el primer Adam y el segundo Adam, en categorías tipológicas.
No caben dudas de que el término “imagen de Dios” en la primera narración se refiere a la capacidad interior carismática del hombre como ente creador. La semejanza del hombre a Dios se expresa en su capacidad y tendencia de convertirse en creador. El primer Adam, hecho a la imagen de Dios, fue dotado de un gran impulso para la actividad creativa y de recursos inmensurables para la realización de esta meta; el más importante de estos recursos es la inteligencia, la mente humana, capaz de confrontar el mundo exterior y de investigar su complejo mecanismo.
A pesar de generosidad divina, ilimitada y que provee al hombre de muchas capacidades intelectuales y de perspectivas interpretativas en su búsqueda de la realidad, Dios, cuando impartió la bendición al primer Adam y le dio el mandato de dominar la naturaleza, dirigió la atención de Adam a aquellos aspectos funcionales y prácticos de su intelecto mediante los cuales el hombre podía obtener control sobre la, naturaleza.
Otros caminos intelectuales, como los de tipo metafísico o axiológico-cualitativo, nunca le han permitido al hombre el dominio del mundo que lo rodea, por más incisivos y penetrantes que sean esos caminos. Los griegos, que dominaron el campo de la noesis filosófica, no tuvieron tanta pericia en los logros tecnológicos. De su encuentro con la naturaleza, la ciencia moderna ha resultado victoriosa porque ha sacrificado la especulación cualitativo-metafísica en aras de duplicación funcional de la realidad, y ha substituido el problema cualitativo por el cuantitativo. Por consiguiente el primer Adam está interesado en un solo aspecto de la realidad y hace un solo tipo de pregunta, “¿Cómo funciona el cosmos?” No le fascina la pregunta, “¿Por qué es que el cosmos funciona?”, y tampoco le interesa la pregunta, “¿Cuál es su esencia?”. Sólo tiene curiosidad por saber el cómo de su funcionamiento. De hecho, aún esta pregunta del “cómo”, que preocupa al primer Adam, tiene un objetivo limitado. Su interés no es por la pregunta en sí, sino por sus implicaciones prácticas. No expone una interrogación metafísica, sino una de tipo práctico, un “cómo” técnico. Para ser precisos, su pregunta se relaciona no con el funcionamiento genuino del propio cosmos, sino con la posibilidad de reproducir la dinámica del cosmos utilizando medios cuantificados y matemáticos que el hombre desarrolla a través de postulados y de pensamientos creativo. El movimiento conativo de atracción hacia el mundo, que el primer Adam experimenta, no es de naturaleza exploratoria-cognitiva. Se nutre en cambio del deseo egoísta que siente Adam por mejorar su propia posición en relación con su medio ambiente. El primer Adam está poseído por una búsqueda, que es la de manejar y dominar las fuerzas elementales de la naturaleza y ponerlas a su servicio. Este interés práctico excita su deseo de conocer los secretos de la naturaleza. Es completamente utilitario en cuanto se refiere a motivación, teleología, designio y metodología.
A
¿Qué pretende el primer Adam? ¿Cuál es la meta hacia la cual dirige permanentemente sus pasos a gran velocidad? La meta, evidente en sí misma, sólo puede ser una, aquélla que Dios le encomendó: ser “hombre”, ser él mismo. El primer Adam quiere ser humano, descubrir su identidad, que está ligada a su humanidad. ¿Cómo se encuentra Adam a sí mismo? Trabaja con una sencilla ecuación que introdujo el Salmista, que proclamó la posición única y la singularidad del hombre en la naturaleza:
“Lo has hecho poco menos que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra (dignidad)”. El hombre es un ente honorable.
En otras palabras, el hombre es un ente dignificado, y para ser humano se requiere vivir con dignidad. Sin embargo, esta ecuación con dos cualidades desconocidas requiere mayor elaboración. Debemos aprontamos para contestar la pregunta: ¿qué es la dignidad y cómo podemos alcanzarla? La respuesta la encontramos también en palabras del mismo Salmista que se planteó esta pregunta obvia, y que llamó al hombre un ente no sólo honorable sino también glorioso, aclarando la esencia de la gloria en términos inconfundibles: “Lo hiciste señorear sobre las obras de tus manos. Todo lo pusiste debajo de sus pies”.
En otras palabras, el Salmista igualó la dignidad a la capacidad del hombre para dominar su medio y ejercer control sobre él. El hombre adquiere dignidad mediante la gloria, a través de su postura majestuosa frente al medio que lo rodea.
Por tratarse de una existencia carente de recursos, la existencia del animal carece completamente de dignidad. La existencia humana se dignifica, porque es gloriosa, majestuosa y poderosa.
Se concluye que la dignidad es inalcanzable mientras el hombre no se eleve a sí mismo de la co-existencia con la naturaleza y no ascienda desde la vida intuitiva e irreflexiva, desprovista hasta la degradación, a un plano de inteligencia, motivación y majestuosidad. A fin de aclarar la doble ecuación humanidad 1 dignidad y dignidad 1 gloria, majestad, es necesario añadir otro pensamiento. No hay dignidad sin responsabilidad; no podemos asumir responsabilidades mientras no seamos capaces de cumplir con nuestros compromisos. Sólo cuando el hombre se eleva a las alturas de la libertad de acción y de la creatividad de la mente es cuando comienza a implementar el mandato de la responsabilidad dignificada que le confió su Hacedor. La dignidad del hombre, que se manifiesta en el conocimiento de ser responsable y de ser capaz de descargar su responsabilidad, no puede ser concretada hasta tanto no alcance la dominación del mundo que lo rodea. Evidentemente, la vida sometida a fuerzas elementales insensatas es un proceso irresponsable y por lo tanto indigno.
En la antigüedad, el hombre que no podía luchar contra las enfermedades y sucumbía en multitudes a la fiebre amarilla o a cualquier otra plaga en medio de una falta degradante de recursos, no podía pretender la dignidad. Sólo el hombre que construye hospitales, descubre técnicas terapéuticas y salva vidas está dotado de dignidad. El hombre de los siglos 17 y 18 que necesitaba varios días para viajar de Boston a New York tenía menos dignidad que el hombre moderno que intenta la conquista del espacio, que sube a un avión en el aeropuerto de New York a medianoche y pocas horas después pasea descansadamente por las calles de Londres. (Es obvio que nos referimos al primer Adam como representación del genio tecnológico colectivo de la humanidad, y no como prototipo de miembros individuales de la raza humana). El animal carece de recursos y, por lo tanto, no tiene dignidad. El hombre civilizado ha obtenido un limitado control sobre la naturaleza y se ha convertido, en ciertos aspectos, en su dominador, y con su dominio ha conseguido la dignidad también. Gracias a su dominación le ha sido posible actuar en proporción a su responsabilidad.
Entonces, el primer Adam es agresivo, atrevido, confía en la victoria. Su lema es el éxito, el triunfo sobre las fuerzas cósmicas. Se ocupa en el trabajo creativo, tratando de imitar a su Hacedor (imitatio Dei). El representante más característico del primer Adam es el científico matemático que nos traslada del conjunto de cosas tangibles, del color y del sonido, del calor, el tacto y el olor, que son los únicos fenómenos accesibles a nuestros sentidos, a un mundo de esquemas de pensamientos y de relaciones formales, que es un producto de sus postulaciones “arbitrarias” y de suposiciones y deducciones espontáneas. Este mundo, tejido de pensamientos humanos en proceso, opera con sorprendente precisión y corre paralelamente con el funcionamiento del mundo multifacético y real de nuestros sentidos. El científico moderno no trata de explicar la naturaleza. Sólo busca duplicarla. En su plena y resplandeciente gloria como agente creativo de Dios, construye su propio mundo y de manera misteriosa logra controlar el medio ambiente mediante la manipulación de sus propios esquemas y engendros matemáticos.
El primer Adam no es sólo un teórico creativo. Es un esteta creativo también. Modela ideas con su mente, y belleza con su corazón. Goza a la vez de su creatividad intelectual y estética y se enorgullece de ello. También demuestra creatividad en el mundo de las normas: legisla para sí normas y leyes porque el orden es propio de una existencia digna. La anarquía y la dignidad se excluyen mutuamente. Tiene su mente en este mundo, está orientado hacia lo finito y centrado en la belleza. El primer Adam es antes que todo un esteta, ya se ocupe de una obra intelectual o ética. Su conciencia está energizada no por la idea de lo bueno, sino de lo hermoso. Su mente anhela no lo verdadero, sino lo placentero y lo funcional, lo que está enraizado en la esfera estética, y no en la noético-ética. Al hacer todo esto el primer Adam está tratando de llevar a cabo el mandato que le confió su Hacedor, el cual en la aurora del misterioso día sexto de la creación, habló al hombre y le ordenó “llenar la tierra y sojuzgarla”. Fue Dios quien estableció que la historia del primer Adam fuera la gran saga de la libertad del hombre-esclavo, que gradualmente se transforma en el hombre- dominador. Mientras persigue esta meta azuzado por una fuerza que no puede sino obedecer, el primer Adam trasciende los límites de lo razonable y de lo probable y se aventura por los espacios abiertos de un universo ilimitado. Aún este anhelo de la inmensidad, con toda su aventura y fantasía, es legítimo. La exploración de las distantes estrellas es un acto del hombre en armonía con su naturaleza, la cual fue creada, ordenada y dirigida por su Hacedor. Es una manifestación de obediencia a Dios y no de rebelión. Hemos obtenido así, finalmente, la siguiente triple ecuación: humanidad = dignidad = responsabilidad = majestad.
B
Al igual que el primero, el segundo Adam se siente intrigado por el cosmos. La curiosidad intelectual los conduce a ambos a confrontar con coraje el misterio magno del Ser. Sin embargo, mientras que al primer Adam el cosmos le provoca la búsqueda del poder y del control, haciendo así que se plantee la pregunta funcional del “cómo”, el segundo Adam responde a la llamada del cosmos ocupándose en una clase diferente de conocimientos. No hace ni una sola pregunta funcional. En cambio su indagación tiene una naturaleza metafísica y de contenido triple. Anhela saber: “¿Por qué es?” “¿Qué es?” “¿Quién es?” 1 – El se pregunta: “¿Por qué el mundo en su totalidad comenzó a existir? ¿Por qué confronta el hombre este orden estupendo e ‘indiferente de cosas y eventos?” 2 – Pregunta además: “¿Cuál es la finalidad de todo esto? ¿Cuál es el mensaje que está engastado tanto en la materia orgánica como en la inorgánica, y qué significa ese gran desafío que siento provenir de los confines del universo así como de las profundidades de mi espíritu atormentado?” 3-EI segundo Adam continúa preguntándose: “¿Quién es Aquél que me sigue continuamente, sin invitarlo y sin quererlo, como una sombra perenne, y se desvanece en lo recóndito de la trascendencia, cada vez que me vuelvo para enfrentarlo, terrible, misterioso, numinoso? ¿Quién es Aquél que llena de temor y dicha a Adam, a la vez que de humildad y un sentido de grandeza? ¿Quién es Aquél a quien Adam se abraza en apasionado y fogoso amor y del cual huye de espanto y de miedo mortal? ¿Quién es Aquél que fascina irresistible mente a Adam y al mismo tiempo lo rechaza irrevocablemente? ¿Quién es Aquél a quien Adam experimenta simultáneamente como misterio terrible y como la más elemental, más obvia y más clara verdad? ¿Quién es Aquél que es a la vez deus reveJatus y deus absconditus? ¿Quién es Aquél cuyo aliento de vida y de vitalidad Adam siente constantemente y que al mismo tiempo permanece distante y remoto de todo?
El segundo Adam no aplica el método funcional inventado por el primer Adam a fin de contestar esta triple pregunta. No crea un mundo propio para él. Por el contrario, quiere entender este mundo “dado”, viviente, al cual ha sido arrojado. Por consiguiente no materializa los fenómenos o conceptualiza las cosas. Contempla el universo con todo su colorido, esplendor y grandeza, y lo estudia con la inocencia, temor y admiración del niño que busca lo extraordinario y lo maravilloso en cada cosa y en cada evento común. Mientras que el primer Adam es dinámico y creativo, y transforma los datos sensoriales en estructuras del pensamiento, el segundo Adam es receptivo y mira el mundo en sus dimensiones originales. No busca la imagen de Dios en las fórmulas matemáticas o en las leyes naturales de relación, sino la busca en cada haz luminoso, en cada capullo de flor, en la brisa matutina y en la quietud de la noche estrellada. En una palabra, el segundo Adam no explora el abstracto universo científico sino el fascinante e irresistible mundo cualitativo en el cual establece una relación íntima con Dios. La metáfora bíblica que se refiere al aliento vital que Adam recibe de Dios alude a la preocupación real del primero respecto a Dios, y a su genuina y vívida experiencia de Dios, y no a algún potencial divino o rasgo de Adam, simbolizado por “la imagen de Dios”. El segundo Adam vive en unión estrecha con Dios. Su experiencia existencial del “Yo” está entretejida en la sensación de hacer comunión con el Supremo Ser cuyas huellas descubre a lo largo de los innumerables y tortuosos caminos de la creación.
C
Destaqué anteriormente que ambos Adam se interesan igualmente por el misterio de la existencia, aún cuando los métodos que emplean en su heroico intento de aclararlo y de lograr un modus vivendi con el magno misterio son incongruentes. Añadiré ahora que no solo el impulso etiológico sino también los objetivos y, por consiguiente, las motivaciones son idénticas. Ambos Adam quieren ser humanos. Ambos tienden a su esencia, a ser lo que Dios les ordenó ser, hombres.
Ciertamente no podrían alcanzar algún otro objetivo ya que esta ansiedad se manifiesta, como ya lo mencioné, en concordancia con el esquema divino de la creación, y tiene sus raíces en todos los esfuerzos humanos; cualquier intento rebelde por parte del hombre, de substituir otra cosa en lugar de esta ansiedad, estaría en clara oposición a la voluntad divina que está engastada en la naturaleza del hombre. La incongruencia de los métodos es entonces un resultado, no de objetivos diferentes sino de métodos interpretativos diferentes para lograr el objetivo común que ambos persiguen. Los dos Adam no concuerdan en sus interpretaciones de este objetivo. El concepto de humanidad, el gran reto que obliga al hombre a actuar y a moverse, se les presenta en dos perspectivas inconmensuradas. Mientras que el primer Adam quiere salvarse de una existencia natural, irreflexiva, limitada, mediante la asunción de una majestad digna capaz de dominar el medio, el segundo Adam ve su separación de la naturaleza y su unicidad existencial, no a través de la dignidad o de la majestad, sino bajo otra forma. En su opinión, hay otro modo de existencia, el redentivo, mediante el cual el hombre puede encontrarse a sí mismo; este modo no se identifica necesariamente con la dignidad. Muchas veces ocurre que una existencia puede estar plena de dignidad y dominio, y sin embargo no conoce la redención. Un cosmonauta ateo que orbita la tierra, y notifica a los científicos que lo pusieron en órbita que no encontró ángeles, podría ser sujeto de dignidad, ya que dominó con coraje el espacio; y sin embargo está muy lejos de experimentar una existencia redimida.
Agregamos la siguiente observación a fin de delinear más claramente los contornos del segundo Adam, que rechazó la dignidad como objetivo único de la búsqueda humana. La dignidad es una categoría social y behavioral, que no expresa una cualidad existencial intrínseca, sino una técnica de la vida, una manera de impresionar la sociedad, el saber cómo atraer el respeto y la atención de otros, una capacidad para hacer sentir nuestra presencia. El sustantivo kavod, dignidad en hebreo, y el sustantivo koved, peso, gravedad, provienen de la misma raíz.
Un hombre digno es un hombre de peso. La gente que lo rodea siente su impacto. Por consiguiente, la dignidad se mide no por el valor interior en lo profundo de la personalidad, sino por los logros de la personalidad en lo superficial. No importa cuán fino, noble y dotado sea uno, no podrá lograr el respeto o el aprecio de otros si no consigue demostrar sus talentos y comunicar su mensaje a la sociedad a través del medio del gesto creativo majestuoso. En vista de lo mencionado, la dignidad como categoría behavorial puede realizarse solamente mediante el gesto externo, que permite que la personalidad interna se objetive, se explique y se interprete ante el mundo externo. Se observa entonces que la dignidad es un predicado sólo del hombre que tiene la habilidad y capacidad de establecer líneas de comunicación con sus vecinos, conocidos y amigos, y de llevarlos a un diálogo, no de palabras, sino de acción. La dignidad está unida a la fama. No hay dignidad en el anonimato.
Para conseguir la dignidad es condición necesaria lograr trasmitir nuestro mensaje. El mudo, cuyo mensaje permanece escondido y suprimido en el silencio de la personalidad interior, no puede ser considerado digno.
El primer Adam, por lo tanto, no fue creado solo, sino junto con Eva – el varón y la hembra emergieron simultáneamente. El primer Adam existe en sociedad, en comunidad con otros. Es un ente social, gregario, comunicativo, que da énfasis al aspecto artístico de la vida, y que le da prioridad a la forma sobre el contenido, a la expresión literaria por encima del eidos, a los logros prácticos por encima de la motivación interior. Está dotado del don de la retórica, de la facultad de comunicarse, ya se trate de la palabra hermosa, de la etiqueta socialmente aceptable, de la máquina rendidora, o de la quietud de una solemne asamblea conmemorativa. la imagen visible, perceptible y pública de la personalidad está armada de majestad y dignidad. El primer Adam nunca está solo. El hombre no tiene oportunidad de mostrar su dignidad y su majestad en la soledad, ya que ambos son característicos del comportamiento social. Ni siquiera en el día de la creación estuvo solo el primer Adam. Emergió al mundo con Eva, y a ambos se dirigió Dios como miembros inseparables de una comunidad.
[/div]La comunidad a la que pertenece el primer Adam, el hombre majestuoso, es de orden natural, producto de los actos sociales creativos en los que Adam se ocupa cada vez que piensa que la vida y la acción colectiva van en pro de su interés. Llamo natural a esta comunidad, ya que la obligación de actividad organizada a este nivel no se nutre de las experiencias y necesidades singulares del hombre espiritual creado a la imagen de Dios, sino de las presiones biológicas instintivas. Es una reacción natural de parte del hombre, como ente biológico en pos de la supervivencia, contra el reto amenazador del mundo exterior.
De hecho, la raíz del instinto gregario que es el verdadero fundamento de la comunidad natural se encuentra ya en el reino animal. El ganado que apacienta tranquilamente en un terreno de verdes pastos, y que de repente siente que el peligro acecha en alguna parte, comenzará, dominado por un pánico instintivo, a reunirse, acercarse y juntarse como si la mera contigüidad física pudiera evitar la catástrofe amenazante. La diferencia entre el hombre que se asocia con otros y los animales que se congregan en rebaños consiste en el hecho, por supuesto, de que las criaturas mudas ofrecen una reacción en una manera mecánica, espúria e inútil, mientras que el hombre elocuente y sabio ejerce una acción en una forma inteligente y teleológica. Sin embargo, esta discrepancia no contradice nuestras premisas de que el impulso primordial de reunirse frente a la amenaza es compartido tanto por el animal como por el hombre biológico.
El primer Adam es desafiado por un medio hostil que lo obliga a ejecutar trabajos que por sí solo no puede emprender. En consecuencia es impelido a realizar una acción conjunta.
Individuos sin recursos, conocedores de las dificultades que encuentran cuando actúan separadamente, se congregan, hacen arreglos, participan en tratados de mutua asistencia, firman contratos, establecen sociedades, etc. La comunidad natural nace de un sentimiento de desamparo individual. Cada vez que el primer Adam quiere trabajar, producir y triunfar en una empresa, debe reunirse con otros. Toda la teoría del contrato social, llevada a la perfección por los filósofos de la Edad de la Razón, refleja el pensamiento del primer Adam, e identifica al hombre con su naturaleza intelectual y con su impulso tecnológico creativo, encontrando en la existencia humana solamente lo coherente, lo legítimo y lo razonable. Para los pensadores de la Edad de la Razón el hombre no ofrecía problemas. Era algo simple, comprensible. Su admiración, quizás adoración, de la mente humana los inhibió de comprender el problema metafísico y los aspectos paradójicos, o mejor dicho, absurdos de la existencia, encerrados en la percepción humana del “Yo”. Vieron al hombre en su gloria, pero no alcanzaron a verlo en su trágico proceso. Consideraron al individuo perfecto desde el punto de vista ontológico, y adecuado desde el punto de vista existencial. Sólo admitieron que, funcionalmente, tenía defectos, aún cuando, como Robinson Crusoe, podía vencer también esta dificultad. Si el individuo es ontológicamente completo, o perfecto, debe ser ajeno a la experiencia de la soledad, ya que la soledad no es sino el acto de cuestionar la propia legitimidad ontológica así como nuestros méritos y nuestra razón. En realidad, de acuerdo con la narración bíblica, Dios no se ocupó con la soledad del primer Adam. Y ni siquiera Adam tenía conciencia del dictamen “No es bueno que el hombre esté solo”. Más aún, la connotación de esta frase desde el punto de vista del primer Adam, aún en el caso de que estuviera dirigida a él, no se relacionaría con la soledad, que es una experiencia existencial recóndita, sino con el aislamiento, que es una experiencia superficial de carácter práctico. El primer Adam, representando la comunidad natural, traduciría este dictum en categorías pragmáticas, relacionadas no con la existencia en sí, sino con el trabajo productivo. Si se le presiona para que dé su interpretación del dictum, él lo parafrasearía así: “No es bueno que el hombre trabaje (no esté) en aislamiento”.
La frase “Le haré una ayuda para él” se referiría, de acuerdo con su filosofía social, a un socio funcional que estaría destinado a colaborar con el primer Adam y a ayudarlo en sus empresas, esquemas y proyectos. Frente al primer Adam, Eva sería como un socio industrial, no un copartícipe existencial. El hombre aislado no puede tener éxito, dice el primer Adam, ya que sólo dentro de una comunidad estructurada es posible llevar una vida de logros. Robinson Crusoe puede ser auto-suficiente sólo en cuanto se refiere a la mera sobrevivencia, pero no podrá tener éxito en la vida. La distribuición del trabajo, los esfuerzos coordinados de muchos, la experiencia acumulada de una multitud, el espíritu de cooperación de un sinnúmero de individuos, elevan al hombre sobre el nivel primitivo de una existencia natural y le dan un dominio limitado sobre el medio.
Lo que llamamos civilización es el total sumado del esfuerzo de una comunidad durante milenios. De modo que la comunidad natural creada por el primer Adam es una comunidad de trabajo, entregada a una exitosa producción, distribución y consumo de bienes, tanto materiales como culturales.
En categorías inconfundibles el Eclesiastés ha retratado la acción de agrupamiento y unión, característica del primer Adam:
“Mejores son dos que uno; porque tienen mejor paga de su trabajo. Porque si cayeren, el uno levantaría a su compañero; pero ¡ay del solo! que cuando cayere, no habrá segundo que lo levante”. La comunidad natural del primer Adam aumenta las oportunidades del hombre para sobrevivir con éxito, y sin embargo no eleva o aumenta su experiencia existencial, puesto que no tiene necesidad de redención o catarsis. El primer Adam se siente más seguro y confortable en compañía de Eva de una manera práctica, no ontológica. Nunca admitirá que no puede, ontológicamente, pasarse sin Eva. Ellos, Adam y Eva, actúan y trabajan juntos, persiguen juntos objetivos comunes; pero no existen juntos. Ontológicamente, no se pertenecen el uno al otro; cada uno está provisto de una presunción del “Yo”, no del “Nosotros”. Se comunican entre si, por supuesto. Pero las líneas de comunicación operan entre dos personalidades superficiales dedicadas al trabajo, pendientes del éxito, y que hablan clichés y estereotipos, y no entre dos espíritus reunidos en una relación indisoluble, hablando cada uno en los mismos Ioqoi. Lo profundo de las personalidades no logra establecer intercomunicación y menos una comunión. “Y los bendijo Dios y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra”.
Fue orden del creador que el varón y la hembra actuaran al unísono a fin de alcanzar sus logros. No fueron encargados con la tarea de existir al unísono, a fin de purificar, redimir y santificar su existencia.
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Una vez descrito el Adam majestuoso tanto en su calidad de individuo así como en la de miembro de una comunidad de trabajo, regresamos al segundo Adam en su doble papel de solitario y de individuo dedicado a un concepto peculiar de la comunidad.
Existen dos distinciones básicas entre la dignidad y la redención catártica:
1. Redimirse, a diferencia de dignificarse, es una noción de carácter ontológico. No es un atributo accidental, extraño, de la existencia – entre otros atributos – sino un modo definitivo de ser uno. Una existencia redimida es intrínsecamente diferente de
una no redimida. La cualidad de la redención no es necesario ejercerla frente al mundo exterior. Hasta un ermitaño, aunque no tiene la oportunidad de manifestar dignidad, puede vivir una vida redimida. La acción redentora catártica se experimenta en lo íntimo de nuestra personalidad, opera por debajo de las relaciones entre el “yo” y el “tú” (para usar un término existencialista) y alcanza los más escondidos estratos del “yo” aislado que se conoce a sí mismo como ente singular. Cuando se concreta en categorías personales de tipo afectivo-emocional, la acción catártica de redención se manifiesta en el sentimiento de seguridad axiológica. El individuo intuye que vale la pena su existencia, que es legítima y adecuada, anclada en algo estable e incambiable.
2. La redención catártica, en contraste con la dignidad, no puede ser alcanzada por el hombre mediante su control sobre el medio ambiente, sino mediante su facultad de controlarse a sí mismo. Una vida redimida es ipso facto una vida disciplinada.
Mientras que la existencia dignificada puede lograrla el hombre majestuoso que se abre paso con coraje y enfrenta la naturaleza muda – una forma de existencia inferior – en actitud desafiante, la redención se alcanza cuando el hombre humilde hace un movimiento de retroceso, y se deja confrontar y dominar por un Ser Superior Real. Dios ordenó al primer Adam que avanzara sin cesar, al segundo que retrocediera. Al primer Adam le ordenó ejercer la dominación, y “llenar la tierra y sojuzgarla”; al segundo Adam le ordenó servir; fue colocado en el Jardín del Edén para que “lo labrara y lo guardase”. El hombre adquiere dignidad cada vez que triunfa sobre la naturaleza. La dignidad se descubre en la cumbre del éxito; la redención en la profundidad de la crisis y del fracaso. “Desde las profundidades he clamado por ti, oh Dios”. La Biblia ha indicado explícitamente que el segundo Adam fue formado del polvo de la tierra puesto que el conocimiento del humilde origen del hombre es parte integral de la experiencia de Adam, de su “yo”. El segundo Adam jamás ha olvidado que no es sino un puñado de tierra.
B
En el propio momento en que alcanza su mayor éxito, el segundo Adam tiene que sentirse derrotado: el descubrimiento de su humanidad, de la identidad de su “yo”. Como resultado de su búsqueda incesante de una existencia segura y redimida, llega a obtener una conciencia del “yo” que hace aparecer su propia antítesis en el escenario: el sentimiento de su exclusividad y de su incompatibilidad ontológica con cualquier otro ser. El segundo Adam encuentra inesperadamente que está solo, que se ha alienado del mundo irracional y del estado mecánico, instintivo, de una existencia extrovertida, a la vez que ha fracasado en aliarse con los seres inteligentes, determinados e introvertidos que habitan ese nuevo mundo en el cual ha entrado. Cada paso de redención que adelanta el hombre en la búsqueda de la
humanidad conlleva un sentimiento cada vez más trágico de su soledad e inseguridad, es decir, de que está aislado y de que es un ente íngrimo. Lucha por descubrir su identidad porque sufre debido a la inseguridad que proviene de mirar la oscuridad helada de una uniformidad que no le responde, de contemplar ese algo inimaginable sin que sienta que a su vez es contemplado, de ser siempre un observador silencioso que no es recíprocamente observado. Con la aurora redentora de una nueva identidad del “yo”, el segundo Adam es conducido a un mundo de diversidad y cambio donde la sensación de inseguridad se expresa en el hecho de que la palabra “hombre” implica una realidad enigmática, única e incomunicable, en dar un vistazo a alguien que a su vez nos mira con sospecha, en observar y ser observado con perplejidad. ¿Quién sabe qué clase de soledad es más dolorosa: aquélla que recae en el hombre cuando dirige su mirada al cosmos silencioso, a sus espacios oscuros y a su drama monótono, o aquélla que acosa al hombre que en silencio intercambia ojeadas con su prójimo?
¿Quién sabe si el primer astronauta que pise la luna, confrontado con un panorama extraño, misterioso y terrible, sentirá una soledad mayor que el Sr. X, que camina jubilosamente con la multitud e intercambia saludos en un sitio público durante la noche de año nuevo?
Todavía está solo el segundo Adam. Se separó del medio ambiente, reducido a objeto de su contemplación intelectual. “Y el hombre dio nombres a todas las bestias, y a las aves del cielo y a cada animal del campo”. Es un ciudadano de un mundo nuevo, el mundo del hombre, pero no tiene compañero con el cual comunicarse y por lo tanto está existencialmente inseguro. Ni siquiera la disponibilidad de la hembra, que fue creada con el primer Adam, habría cambiado esta situación humana a no ser por la aparición de una nueva clase de compañía. En este punto crucial, a fin de que Adam lleve a plena realización su búsqueda de redención, debe comenzar a actuar para descubrir un compañero que, aún siendo tan único y singular como él, domine el arte de la comunicación y, junto con él, forme una comunidad. Esta acción, sin embargo, debe constituir también un sacrificio, ya que es parte de la actitud redentora. El camino para lograr la plena redención es, nuevamente, la derrota. Esta nueva compañía no se logra mediante una conquista, sino a través de la capitulación y el retiro. “Y el Dios eterno hizo caer profundo sueño sobre el hombre”. Adam fue dominado y derrotado – y en la derrota halló su compañía.
De nuevo el contraste entre los dos Adam se revela en forma nítida. El primer Adam no fue llamado a un sacrificio con el fin de que su femenina compañera hiciera su aparición, mientras que para el segundo Adam fue indispensable que entregara parte de sí mismo a fin de encontrar compañía. La actitud del primer Adam al crear una comunidad es, como ya lo he indicado, puramente utilitaria e intrínsecamente egoísta, y por lo tanto excluye el sacrificio. Para el segundo Adam, la comunicación y la comunión son actos de sacrificio y redención. De esta forma se sembró, en medio de la crisis y del dolor, el germen de un nuevo tipo de comunidad – la comunidad de la fe, que alcanzó su realización plena con el pacto entre Dios y Abraham.
C
En contraposición a la comunidad natural del trabajo, la comunidad de la fe y del pacto interpreta el dictum divino “No es bueno que el hombre esté solo”, no en términos utilitario s sino ontológicos: no es bueno par el hombre ser solitario (no estar solo), con énfasis en el verbo “ser”. A nivel de la comunidad de la fe, existir no se presta a ecuación alguna. “Ser” no puede ser equivalente a “trabajar y producir bienes” (como pretende hacemos creer el materialismo histórico). “Ser” no se identifica con “Pensar” (como trató de convencemos la tradición clásica del racionalismo filosófico a través de los siglos que culminaron en Descartes y luego en Kant). “Ser” no se expresa totalmente ni con el sufrimiento (como predicó Schopenhauer) ni con el goce del mundo sensorial (de acuerdo al hedonismo ético). “Ser” es una experiencia honda, única, de la cual sólo puede tomar conciencia el segundo Adam y que no se relaciona con ninguna función o actuación. “Ser” significa existir uno solo, singular y diferente, y en consecuencia solitario. Va que lo que conduce al hombre a sentirse solitario e inseguro no es sino la conciencia de su unicidad y exclusividad. El “yo” es solitario y experimenta una sensación ontológica de deficiencia y de intrascendencia, porque no hay nadie que exista como el “yo” y porque el modo de existencia del “yo” no puede ser repetido, imitado o experimentado por otros. Va que la soledad refleja el verdadero núcleo de la experiencia del “yo” y no es un modo accidental, ninguna actividad accidental o logro externo – tal como pertenecer a una comunidad natural de trabajo y alcanzar un éxito cooperativo – puede librar al segundo Adam de este estado. Por lo tanto, repito, el segundo Adam debe ir tras una comunidad de diferente clase. La compañía que el segundo Adam anhela no puede hallarse en la regimentación impersonal del ejército, en la coordinación automática de la línea de ensamblaje, o en la actividad de la comunidad política, institucionalizada y vacía de espíritu. Busca un nuevo tipo de asociación, como la que se encuentra en la comunidad existencia!. Allí, no sólo se juntan manos, sino también experiencias; allí se oye no solamente el sonido rítmico de la lIíne de montaje, sino también la pulsación rítmica de corazones anhelantes de compañía existencial y de simpatía que lo envuelva todo, y que experimentan lo grandioso del compromiso de la fe; allí, un espíritu solitario encuentra otro espíritu atormentado por el aislamiento y la soledad, y sin embargo comprometido sin reservas.
[/div]La principal diferencia entre la comunidad natural del primer Adam y la comunidad del segundo Adam, basada en la fe y en el pacto, queda aclarada en este punto. La primera es una comunidad de intereses, forjada por el deseo inextinguible de
éxitos y de triunfos, y que consta siempre de dos personas gramaticales, el “yo” y el “tú”, que colaboran a fin de beneficiar sus intereses. Un recién llegado, al unirse a la comunidad, deja de ser un “él” anónimo y se convierte en un “tú” comunicativo e inteligible. La segunda es una comunidad de compromisos nacidos en el dolor y la derrota y que comprende tres participantes: “Yo, tú y Aquél”, el Aquél del cual provienen todos los seres y en el cual todo encuentra su rehabilitación y, en consecuencia, la redención. El primer Adam encontró la hembra por sí mismo, mientras que el segundo Adam recibió a Eva de Dios, quien ordenó que Adam se uniera a Eva en una comunidad existencial moldeada por los actos de sacrificio y de sufrimiento, y de la cual también Aquél se hizo socio. Dios nunca está fuera de la comunidad del pacto. Dios se une al hombre y comparte su existencia dentro del pacto. Lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno, la criatura y el creador integran una misma comunidad. Se unen entre sí y juntos participan de una existencia aunada. La idea del acercamiento de Dios y el hombre es indispensable para la comunidad del pacto, ya que la propia validez del pacto se basa sobre el principio halájico-jurídico de libre consentimiento, asunción mutua de deberes, y reconocimiento pleno de iguales derechos a las dos partes implicadas en el pacto. Ambas partes, al entrar en una relación de pacto, poseen derechos inalienables que sólo pueden ser cedidos por consentimiento mutuo. La experiencia paradójica de la libertad, la reciprocidad, y la “igualdad” en nuestra confrontación personal con Dios, son conceptos básicos para entender la comunidad de la fe y del pacto. Encontramos a Dios en la comunidad del pacto como un camarada y un asociado. Por supuesto, dentro de la estructura de esta comunidad también Dios aparece como guía, maestro y pastor. El guía es parte integral de la comunidad, el maestro es inseparable de sus alumnos, y el pastor nunca abandona su rebaño. Todos ellos pertenecen al mismo grupo. El pacto coloca a Dios dentro de la sociedad de hombres de fe. “El Dios delante del cual mis padres anduvieron – el Dios que ha sido mi pastor toda mi vida”. Dios fue el pastor y compañero de Jacob. La comunidad de la fe y del pacto se manifiesta en una unión personal triple: Yo, tú y Aquél.
Tal como antes lo mencionamos, aun cuando el hombre de fe es atraído por el cosmos, al igual que el primer Adam, la respuesta a las interrogaciones que se plantea procede del pacto, no del cosmos. La confrontación con el pacto es indispensable para el hombre de fe. En su anhelo de Dios, muchas veces queda desencantado con la revelación cósmica y vive momentos de desesperación. Naturalmente, está inspirado por la gran alegría que experimenta cuando vislumbra algo de la Realidad Cierta que se esconde tras la maravillosa fachada cósmica. Sin embargo, también es atormentado por la tensión y la exasperación que siente cuando la Realidad Cierta parece desaparecer de la escena cósmica. Por supuesto, Dios habla a través de sus obras: “Los cielos declaran la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos”. No obstante, permítanme preguntar, ¿qué clase de relato narran los cielos? ¿Es un relato personal dirigido a alguien, o es un relato que no está dirigido a ninguna audiencia? ¿Cantan los cielos la gloria del Creador sin importarles si hay o no alguien que esté escuchando esta gran melodía, o realmente están interesados en el hombre, el oyente? Me parece que la respuesta a esta pregunta es obvia. Si el relato de los cielos fuera personal, dirigido al hombre, no haría falta entonces otro encuentro con Dios. Considerando que Dios, en su sabiduría infinita, dispuso el encuentro apocalíptico con el hombre, basado en el pacto, podemos concluir que el mensaje de los cielos es, cuando más, equívoco.
Es un hecho que, al nivel de su confrontación cósmica con Dios, el hombre encara una paradoja exasperante. Por una parte, contempla a Dios en cada rendija y rincón de la creación, en el florecer de la planta, en el murmullo de la marea, y en el movimiento de sus propios músculos, como si Dios estuviera a la mano, cercano al lado del hombre, manteniendo un diálogo amigable con él. Pero en el mismo momento en que el hombre vuelve su cara a Dios, lo encuentra remoto, inalcanzable, envuelto en el misterio y la trascendencia. ¿Acaso no contempló Isaías a Dios, exaltado y entronizado sobre la creación, al mismo tiempo que sus faldas llenaban el templo, el gran universo, desde la lejana nebulosa hasta nuestro más íntimo latido? ¿No cantaron los ángeles santo, santo, santo, exaltado, exaltado, exaltado, y sin embargo es el Señor de los ejércitos y reside en cada partícula infinitesimal de la creación, estando todo el universo pleno de su gloria? En resumen, la experiencia cósmica es antitética y recuerda el suplicio de Tántalo. Se reduce a la pavorosa dicotomía de la implicación de Dios en el drama de la creación, y de su exaltación por encima de este mismo drama, del cual parece tan lejano. Esta dicotomía anula lo íntimo y lo cercano en nuestra relación personal con Dios y hace complicada y difícil la actitud personal ante Dios. Dios, el gobernante cósmico, es contemplado en su majestad ilimitada reinando sobre la creación, su voluntad cristalizada en las leyes naturales, su palabra determinando el esquema dinámico de la naturaleza. Está en todas partes, pero al mismo tiempo por encima y fuera de todo. Cuando el hombre que acaba de percibir la presencia de Dios intenta dirigirse al Señor de la creación en la forma íntima del “tú”, halla que el Señor y Creador se ha ido, envuelto en la nube del misterio, y lo mira desde la imponente trascendencia. Por lo tanto, a fin de redimirse de su soledad y de su miseria, el hombre de fe debe encontrar a Dios a un nivel de pacto personal, en el cual pueda estar cerca de Dios y sentirse libre en su presencia. Abraham, el caballero de la fe de acuerdo con nuestra tradición, buscó y descubrió a Dios en los cielos estrellados de Mesopotamia. Sin embargo, sentía una intensa soledad y no hallaba solaz en la silenciosa compañía de Dios, cuya imagen estaba reflejada en las ilimitadas distancias del cosmos. Sólo cuando encontró en la tierra a Dios, como Padre, Hermano y Amigo – no solamente sobre las misteriosas rutas astral es – pudo sentirse redimido. Nuestros sabios dijeron que antes de la llegada de Abraham, la majestad divina sólo se reflejaba en los cielos distantes y era una naturaleza muda la que “hablaba” de la gloria de Dios. Fue Abraham quien lo “coronó” Dios de la tierra, o sea, el Dios de los hombres.
Aun cuando pertenezca al grupo de aquéllos que sienten la religiosidad y sienta una necesidad clara de experiencias trascendentales, el hombre majestuoso se satisface al encontrar a Dios dentro de la estructura del drama cósmico. En vista de
que el hombre majestuoso es incapaz de separarse del ciclo cósmico, no podrá interpretar su aventura trascendental sino en categorías cósmicas. Por consiguiente, E-lohim, el nombre divino que denota a Dios como la fuente de la dinámica cósmica, fue suficiente para caracterizar la relación existente entre el hombre majestuoso y su Creador percibido a través del escenario cósmico.
Sin embargo, el hombre de la fe y del pacto, ansioso de una relación personal e íntima con Dios, no podía encontrarla en el E-lohim cósmico y tuvo que cambiar su experiencia trascendental a un nivel diferente en el cual el “Yo” finito enfrentara al infinito Aquél “cara a cara”. Esta extraña relación de comunión entre el hombre y Dios está simbolizada por el tetragrama, que por esta razón aparece en la narración bíblica del segundo Adam.
A
Destaqué anteriormente que sólo la comunidad del pacto que comprende las tres personas gramaticales – yo, tú y El – puede aliviar y alivia la experiencia pasional del segundo Adam ofreciéndole la oportunidad de comunicarse o, más aún, de hacer comunicación con Eva y de gozar de su amistad genuina.
Dijimos que dentro de la comunidad del pacto Adam y Eva participan conjuntamente de la experiencia existencial del ser y no solamente del trabajo. El cambio de una asociación técnica utilitaria a una de tipo existencial mediante el pacto, ocurre en la forma siguiente. Cuando Dios se une a la comunidad del hombre el milagro de la revelación se lleva a cabo en dos dimensiones: en la trascendental – Deus absconditus emerge repentinamente como Deus revela tus – y en el humano – homo absconditus arroja su máscara y se vuelve homo revela tus. Con el sonido de la voz divina que llama al hombre por su nombre, sea Abraham, Moisés, o Samuel, Dios, a quien el hombre ha buscado a lo largo de las rutas infinitas del universo, es hallado repentinamente cercano al hombre y en su intimidad, estando justamente enfrente o al lado de él. En este encuentro – iniciado por Dios de Dios y el hombre, se establece la comunidad del pacto y de la profecía. Cuando el hombre se dirige a Dios, llamándolo con el acento informal, amistoso de “Tú”, el mismo milagro se renueva: Dios se reúne con el hombre y en este encuentro, iniciado por el hombre, nace una nueva comunidad dentro del pacto, la comunidad de la oración.
Por una triple razón he designado a ambas, la de la profecía y la de la oración como comunidades del pacto: 1. -En ambas comunidades ocurre una confrontación de Dios y del hombre. Es muy obvio que la visión profética, que es diferente de la experiencia mística bajo todo punto de vista, sólo puede ser interpretada dentro de las categorías únicas del evento del pacto.
Todo el concepto de profecía estaría pleno de una contradicción interna si el acercamiento del hombre a Dios permaneciera dentro de lo indirecto y lo impersonal, esperando que la naturaleza mediara entre él y su Creador. Sólo dentro de la comunidad del pacto que se forma cuando Dios desciende sobre el monte, y el hombre, a la llamada del Señor, asciende al monte, hay una ligazón personal y directa que se manifiesta en el coloquio profético realizado “cara a cara”. “Y el Señor habló a Moisés cara a cara igual que un hombre habla a su amigo”.
De igual modo, tampoco cabe imaginar la oración si no consideramos al hombre delante de Dios, llamándolo de una manera reminiscente del diálogo del profeta con Dios. El drama cósmico, aparte de su grandeza y esplendor, independientemente de que refleja claramente la imagen del Creador y de que manifiesta en forma sublime su gloria, no puede inducir al hombre a la oración. Por supuesto, puede provocar un estado de éxtasis y de adoración en el hombre; hasta puede inspirar al hombre a levantar su voz en un canto de alabanzas y de agradecimiento. Sin embargo, la adoración en el éxtasis, aun si se expresa con un himno, no es oración. Esto último trasciende los límites de la adoración litúrgica y no debe ser reducido a sus aspectos técnicos externos, tales como la loa, el agradecimiento o hasta el ruego. La oración es básicamente la conciencia que el hombre tiene de hallarse en presencia de su Hacedor y de hablarle; orar tiene solamente una connotación: estar ante Dios.
En realidad, esta conciencia ha sido objetivada y cristalizada en textos normalizados y definitivos cuya recitación es obligatoria. El compromiso total de la fe tiende siempre a trascender las fronteras de una subjetividad efímera y amorfa, y a aventurarse en el mundo exterior del acto objetivo y bien formado. Sin embargo, a pesar de la importancia de esta tendencia dentro del compromiso de la fe – y es de gran significación en la Halajá que constantemente exige del hombre traducir su vida interior en acciones externas – la verdad inalterable es que la esencia misma de la oración es la experiencia de estar junto con Dios y hablarle y que el acto concreto de recitar textos representa la técnica de implementación de la oración y no la oración misma.
En resumen, la oración y la profecía son dos designaciones sinónimas para el coloquio de la alianza Dios-hombre. En realidad, la comunidad de la oración nació en el mismo instante en que expiró la comunidad de la profecía y, cuando llego al mundo espiritual del antiguo judaísmo, no in validó la comunidad de la profecía sino que más bien la perpetuó. La oración es la continuación de la profecía y la sociedad de los hombres que oran es ipso facto la sociedad de los profetas. La diferencia entre la oración y la profecía, como ya lo he mencionado, no depende de la substancia del diálogo sino del orden dentro del cual se conduce. Mientras que dentro de la comunidad profética Dios toma la iniciativa – El habla y el hombre escucha – en la comunidad de la oración la iniciativa pertenece al hombre: el que habla es él, el que escucha es Dios. La palabra de la profecía pertenece a Dios y es aceptada por el hombre. La palabra de la oración es del hombre y Dios la acepta. Las dos tradiciones halájicas que sitúan el origen de la oración en Abraham y los otros patriarcas y que atribuyen el rezo reglamentado a los hombres de la Gran Asamblea, revelan el punto de vista judaico sobre la igualdad de las comunicaciones de la profecía y de la oración. La profecía y la oración dentro de la alianza florecieron en el propio instante en que Abraham encontró a Dios y fue envuelto en un extraño coloquio. Más tarde, cuando los misteriosos hombres de esta maravillosa asamblea presenciaban el brillante día estival de la comunidad profética, lleno de color y sonido, tornarse en una helada noche otoñal de tenebroso silencio, desasistida de la iluminación de la visión de Dios o de su palabra, rehusaron aceptar esta cruel realidad histórica y no permitieron que el antiguo diálogo entre Dios y los hombres
finalizara. Los hombres de la Gran Asamblea sabían que con la desaparición del coloquio en la conciencia de la comunidad judaica, ésta perdería la compañía íntima de Dios y consecuentemente la condición implicada por la alianza. En la oración encontraron la salvación del coloquio, el cual, insistieron, debe continuar para siempre. Si Dios dejó de llamar al hombre, que el hombre llame a Dios. Y así el coloquio de la alianza fue desplazado del nivel de la profecía al de la oración.
2. Tanto la comunidad de la profecía como la de la oración son estructuras ternarias, consistentes de las tres personas gramaticales – yo, tú y El. El profeta a quien Dios confía y entrega su palabra eterna debe recordar siempre que él es un representante de los muchos “ellos” anónimos para los cuales está dirigido el mensaje. Ningún hombre, con todo lo noble y grande que pueda ser, merece la palabra de Dios si cree que esa palabra es de su propiedad privada y que no debe ser compartida con otros.
En forma análoga, la comunidad de la oración no puede ser reducida a un asunto binario: un “yo” transitorio llamado al eterno “El”. Es indispensable la inclusión de los otros. El hombre debería evitar rezar sólo para si. La forma plural de la oración tiene un significado central halájico. Cuando arriba el desastre, uno no debe encerrarse completamente en su propio destino pasional, pensando exclusivamente en sí mismo, preocupándose sólo de sí mismo, y rogando a Dios únicamente para sí. El fundamento de la oración eficaz y noble es la solidaridad y simpatía humanas, o la conciencia de estar juntos existencialmente, a través del pacto, de compartir y experimentar los trabajos y los sufrimientos de aquéllos por los cuales el majestuoso primer Adam no siente preocupación alguna. Sólo el segundo Adam conoce el arte de la oración ya que confronta a Dios con el ruego de los muchos. El primer Adam, cercado dentro de sí, egocéntrico, es inelegible para formar parte de la comunidad de la oración, de la cual Dios es miembro integrante a través del pacto. Si Dios abandona su soledad numinosa y trascendental, es porque quiere que el hombre haga lo mismo y salga de su aislamiento y desamparo. Job no entendía este simple postulado. “Y acontecía que habiendo pasado en turno los días del convite, Job enviaba y los santificaba, y se levantaba de mañana y ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos”. El oraba, ofrecía sacrificios, pero sólo por su familia.
Job no entendía el significado del pacto dentro de la comunidad de la oración, dentro de la cual los destinos se complementan, los sufrimientos y las alegrías se comparten y las oraciones se funden en un solo ruego por parte de todos. Como todos sabemos, los sacrificios de Job no fueron aceptados, sus sacrificios permane cieron inescuchados y Job – el pragmático primer Adam -llegó a la catástrofe y la tormenta los arrastró a él y a su familia. Solamente entonces descubrió la gran experiencia del estar juntos, orar juntos por todos. “Y el Señor quitó la aflicción de Job, cuando él hubo orado por sus amigos; y aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job”. No solamente fue Job recompensado con un doble cantidad de bienes materiales, sino que también alcanzó una nueva dimensión de existencia – la relacionada con el pacto.
3. No sólo debido a la singular experiencia de haber hallado a Dios ambas comunidades hicieron su aparición, sino que también y quizás principalmente, debido al descubrimiento del kerygma normativo, implicado en esta misma experiencia. Cualquier encuentro con Dios, y a fin de que pueda redimir al hombre, debe cristalizarse y objetivarse en un mensaje normativo ético- moral. Sin embargo, si el encuentro se reduce a sus aspectos no-kerygmáticos y no-imperativos, aun cuando la experiencia sea grandiosa y magnífica, no podrá ser clasificado como un encuentro dentro del pacto, ya que la misma semántica de la palabra pacto implica obligaciones y compromisos asumidos libremente. En contradistinción a las experiencias místicas de la intuición, la iluminación, o la unión, que raramente resultan en la formulación de un mensaje práctico, la profecía tiene poco en común con la experiencia mística, como ya lo indiqué antes, y es inseparable de su contenido normativo. Isaías, Ezequiel o los otros profetas, no fueron llevados a las habitaciones celestiales, a través de ángeles y serafim, a los recónditos lugares donde Dios está entronizado por encima y más allá de todo, a fin de lograr una ojeada clarificadora de lo Absoluto, Cierto y Real, y de conducir sus vidas individuales a una completa plenitud. La peregrinación profética a Dios persigue un objetivo práctico en cuya realización toma parte toda la comunidad del pacto. Al estar frente a Dios, el profeta recibe un mensaje ético-moral que debe ser comunicado y que debe ser ejecutado por los miembros de la comunidad del pacto que es principalmente una comunidad en acción. ¿Qué oyó Isaías cuando contempló a Dios sentado en el trono, elevado y exaltado? “Después oí la voz del Señor, que decía: ‘A quién enviaré, y quién irá por nosotros?'” Qué oyó Ezequiel cuando completó su viaje a través de la jerarquía celestial al misterioso santuario de Dios? “Y El me dijo: Hijo de hombre, yo te envío a los hijos de Israel, a gentes rebeldes que se rebelaron contra mí… ” El profeta es un mensajero que lleva un gran imperativo divino dirigido a la comunidad del pacto. “Y volví y descendí del monte … con la tablas del pacto en mis dos manos”. Esta tersa descripción por Moisés acerca de su noble papel como el portador de las dos tablas de piedra en las cuales estaba grabada la regla divina tiene una significación universal aplicable a todos los profetas. “Profeta les levantaré … y pondré mis palabras en su boca… A cualquiera que no oyere mis palabras que él hablare en mi nombre, yo le pediré cuenta”.
Lo destacado anteriormente, aplicable en general a la comunidad universal de la fe, tiene una validez particular para la comunidad halá¡ica. El propósito principal de la revelación, de acuerdo con la Halajá, se relaciona con el otorgamiento de la Ley. La confrontación Dios-hombre ofrece una meta didáctica. Dios mismo se incorpora a la comunidad del pacto mediante la enseñanza y la instrucción. Desde tiempo inmemorial la Halajá ha considerado a Dios como el maestro por excelencia. Esta tarea educativa fue a su vez confiada al profeta, cuya mayor ambición es enseñar a la comunidad del pacto. En resumen, la palabra de Dios es ipso facto la ley y la norma de Dios.
Permítanme añadir que para el judaísmo 10 opuesto sería no solamente inimaginable sino también inmoral. Si llegamos a eliminar la norma del encuentro profético Dios-hombre, confiando este último a sus aspectos apocalípticos, entonces todo el drama profético estaría interpretado por un reducido número de individuos privilegiados con exclusión del resto de la población. Esta perspectiva, que convertiría el coloquio profético en un proceso esotérico-egotístico, sería inmoral desde el punto de vista del judaísmo halájico el cual tiene una base exotérica y es democrático hasta la propia médula. La democratización de la confrontación Dios-hombre se hizo posible por el carácter central del elemento normativo en la profecía. Sólo la norma grabada sobre las dos tablas de piedra, visibles y accesibles a todos, conduce al pueblo a esta confrontación: “Vosotros todos estáis hoy en presencia del Eterno, vuestro Dios; los cabezas de vuestras tribus, vuestros ancianos y vuestros oficiales, con todos los varones de Israel. .. desde el que corta tu leña hasta el que saca tu agua”. ¿Y cómo pueden el leñador y el aguador participar en este encuentro atrevido de Dios y el hombre, si no es ayudando de manera humilde a realizar la norma proveniente del pacto?
Del mismo modo la oración consiste no solamente en un conocer de la presencia de Dios, sino en un acto de comprometerse uno mismo con Dios y aceptar su autoridad ético-moral. ¿Quién tiene condiciones para dirigirse a Dios en el coloquio de la oración? Naturalmente, la persona que está preparada para limpiarse de imperfección y de maldad. Cualquier clase de injusticia, corrupción, crueldad, etc. , profana la esencia misma del acto de la oración, ya que encierra al hombre en un mundo pequeño y feo dentro del cual Dios no querrá entrar. Si el hombre anhela encontrar a Dios en la oración, debe entonces purgarse de todo aquello que 10 separa de Dios. La Halajá nunca ha considerado la oración como una acción mágica aparte que se puede realizar sin integrarla dentro del cuadro total de la vida.
Dios acepta la oración si ella se eleva desde un corazón contrito por una vida confusa y deficiente y desde una mente resuelta, dispuesta a redimir esta vida. En breve, solamente la persona comprometida está calificada para orar y encontrar a Dios. La oración es siempre precursora de la reforma moral.
Es esta la razón por la cual la oración en sí no ocupa un sitio tan prominente dentro de la comunidad halájica como 10 tiene en otras comunidades de fe, y por la cual la oración no es esa gran actividad religiosa que exige, si no exclusividad, al menos centralidad. La oración debe estar siempre relacionada con el sentimiento religioso de una vida que está consagrada a la realización del imperativo divino y, como tal, no es una entidad aparte, sino el prólogo sublime a la acción halá¡lca.
B
Si el coloquio de la profecía y de la oración se basa sobre la amistad y la solidaridad, alimentadas por la conciencia del”nosotros” tanto en el nivel experiencial como en el normativo, una conciencia de las preocupaciones y simpatías mutuas y de compromiso y la determinación común de llevar el imperativo divino a su realización plena, lo opuesto también es verdad – el horno absconditus no puede revelarse a su prójimo si no se une a él en la acción moral y en la oración basada en el pacto. En la comunidad natural, que no conoce la oración, el majestuoso Adam puede ofrecer únicamente sus logros, no a sí mismo. En realidad, aún dentro de la estructura de la comunidad natural hay,
como 10 repiten los existencialistas, un diálogo entre el “yo” y el “tú”. Sin embargo, este diálogo sólo sirve para satisfacer la necesidad de comunicación que obliga al primer Adam a relacionarse con otros, ya que para él la comunicación significa información acerca de la actividad superficial del hombre práctico. Un diálogo como éste realmente no puede calmar la sed quemante que el segundo Adam siente por la comunicación profunda; el segundo Adam continuará siendo un homo absconditus si el verbo majestuoso del primer Adam es el único medio de expresión. ¿Qué puede revelar realmente este diálogo acerca de la personalidad espiritual profunda? ¡Nada! Sí, se pronuncian palabras, pero estas palabras reflejan no lo único e íntimo, sino lo universal y público en el hombre. Como homo absconditus, el segundo Adam no es capaz de contar su narración personal experiencial en términos formales y majestuosos. Su vida emocional es inseparable de su modus existentiae único y por lo tanto, es ininteligible si se comunica al “tú” sólo como un trozo de información superficial. Pertenecen exclusivamente al segundo Adam, son de él y sólo de él, y no tendrían sentido si se expusieran a otros. ¿Puede una persona afligida con una enfermedad fatal decirle al “tú”, que puede ser un amigo muy querido e íntimo, todo lo que confronta una mente dominada por el horror ante el terrible vislumbrar de la muerte? ¿Puede un padre explicarle a un hijo rebelde, que rechaza todo lo que el padre quiere, su profundo amor por él?
Desesperación y dicha, alegrías y frustraciones son incomunicables dentro de la estructura del diálogo natural hecho de palabras comunes. Cuando el homo absconditus llega finalmente a trasmitir el mensaje, el contenido personal e íntimo ya se ha refundido en la matriz del lenguaje, que uniformiza lo único y universaliza al individuo. Si Dios no se hubiera unido a la comunidad de Adam y Eva, ellos nunca hubieran podido y nunca les hubiera interesado ejecutar el paradójico salto sobre el abismo que separa a dos individuos cuyos mensajes personales, marcados por la experiencia, están escritos en un código privado indescifrable para cualquiera otro.
Sin la experiencia del coloquio de la profecía o de la oración, Adam absconditus hubiera persistido en su papel de él y Eva abscondita en el de e/la, desconocidos y distantes el uno del otro. Sólo cuando Dios emergió de la oscuridad trascendente de su anonimidad, al espacio iluminado de la comunidad consciente y le encomendó al hombre una misión ético-moral, pudieron Adam absconditus y Eva abscondita, a la vez que revelarse a Dios en la oración y en la entrega incondicional – también revelarse el uno al otro en simpatía y amor por una parte, y en una acción común por la otra. Así se alcanzó el objetivo final de la búsqueda humana de la redención; el individuo se sintió aliviado de la soledad y el aislamiento. La comunidad de los comprometidos se convirtió, ipso facto, en una comunidad de amigos – no de vecinos o conocidos. La amistad – no como una relación social superficial sino como una relación profunda existencial entre dos individuos – es realizable solamente dentro de la estructura de la comunidad del pacto en la cual lo profundo de las personalidades entabla relaciones ontológicamente y la entrega total a Dios y al prójimo está en el orden del día. En la comunidad majestuosa, en la cual se encuentran personalidades superficiales y los compromisos nunca exceden los límites de lo utilitario, podemos hallar afabilidad, cortesía, sociabilidad, camaradería – pero no amistad, que es la experiencia exclusiva dada por Dios al hombre que acepta el pacto, que de esta manera se redime de su soledad agónica.
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Más aún: La inseguridad existencial del segundo Adam proviene, en gran parte, de su papel trágico como ente temporal. Simplemente no puede fijar su posición dentro de la corriente impetuosa del tiempo. Tiene conciencia de un pasado sin fin que se desarrolló sin él. Tiene también conciencia de un futuro sin fin que continuará con ímpetu no menor después que él cese de existir. El eslabón entre el “antes” en el cual no tomó parte y el “después” del cual quedará excluido es el momento presente que se desvanece antes de que sea experimentado. De hecho, todo el carácter accidental de su ser está atado a esta pavorosa conciencia del tiempo. El comenzó a existir en un cierto punto – cuyo significado no puede comprender – y su existencia terminará en otro punto igualmente arbitrario. El segundo Adam experimenta lo transitorio y evanescente del existir “ahora”, que no se justifica ni con el “antes” ni con el “después”. El hombre majestuoso no confronta este dilema del tiempo. El tiempo con el cual opera y que conoce está cuantificado especializado, y medido; pertenece a un sistema cósmico de coordenadas. El pasado y el futuro no son dos realidades basadas en la experiencia. Representan nada más que dos direcciones horizontales. “Antes” y “después” se comprenden sólo dentro de la estructura de la secuencia causal de eventos. El hombre majestuoso vive en micro-unidades del tiempo que marca un reloj y se mueve con soltura de un “ahora” a otro “ahora”, completamente desapercibido de un “antes” o de un “después”. Sólo el segundo Adam, para el cual el tiempo es una experiencia personal que todo lo abarca, tiene que enfrentarse a lo trágico y a lo paradójico implicado en ello. En la comunidad del pacto el hombre de fe encuentra que se libera de su aislamiento en el “ahora”, ya que este último contiene tanto el “antes” como al “después”. Dentro del pacto cada experiencia del tiempo es a la vez retrospectiva, ya que reconstruye y revive lo pasado, así como prospectiva, ya que anticipa lo que “va a ser”. En retrospectivo, el hombre del pacto re-experimenta aquella cita con Dios en la cual se originó el pacto, como promesa, esperanza y visión. Como prospecto se le ofrece la plena realización escatológica de este pacto, hecho promesa, esperanza y visión. No olvidemos que la comunidad del pacto incluye a Aquél que se dirige al hombre desde la dimensión del “ahora” y también desde un pasado supuestamente ya desvanecido, desde las cenizas de una actualidad “anterior” así como de un futuro que está por nacer, ya que todas aquellas fronteras que determinan el “antes”, el “ahora” y el “después” desaparecen cuando Dios el Eterno habla. Dentro de la comunidad del pacto no sólo los individuos contemporáneos sino también generaciones están tomando parte en un coloquio; cada experiencia temporal es tridimensional: se manifiesta en memoria, actualidad y tensión anticipadora. Esta triada experiencial, traducida a categorías morales, trae como consecuencia una tremenda sensación de responsabilidad hacia un gran pasado que legó el imperativo divino a la generación presente, legado de confianza y esperanza, y hacia un futuro mudo que espera que esta generación cumpla con su deber dentro del pacto, consciente y honorablemente. El mejor ejemplo de esta visión paradójica del tiempo, que relaciona al individuo con los acontecimientos del pasado histórico y lo hace participar también en el dramático acontecer de un futuro desconocido, lo constituye la comunidad judaica de la masorá. Esta última representa no sólo una sucesión formal a lo largo de la cronología sino también la unión de los tres tiempos gramaticales en una grandiosa experiencia temporal. La comunidad de la masorá se extiende a través de siglos, de milenios de cronología y reúne aquéllos que ya cumplieron su función, entregaron su mensaje, adquirieron fama, y se retiraron quieta y humildemente del escenario del pacto, con otros a quienes todavía no se les ha dado la oportunidad de aparecer en el escenario del pacto y que esperan su turno en la anonimidad de los que “van a ser”. De este modo el miembro individual de la comunidad del pacto se siente enraizado en el pasado y relacionado con el futuro. El “antes” y el “después” están entretejidos en su experiencia temporal. El individuo no es un espectador a quien de repente se invita a entrar a un veloz vehículo que no viene de ninguna parte y del cual se le hará descender al abismo de la eternidad mientras que el vehículo prosigue rápidamente a destinos desconocidos, tomando siempre nuevos pasajeros y haciendo bajar los viejos. El hombre del pacto comienza a hallar la redención de la inseguridad y a sentirse dentro de su ambiente, en ese flujo de tiempo y de responsabilidad que puede experimentar en su interminable totalidad – de eternidad a eternidad. Ya no es un ente evanescente. Se encuentra enraizado en la perdurabilidad del tiempo, en la propia eternidad. De esta manera el hombre del pacto confronta no sólo a un “tú” contemporáneo y transitorio sino a un sinnúmero de generaciones de “tú” que avanza hacia él de todos lados y que toma parte con él en el gran coloquio en el cual Dios mismo participa con amor y alegría. El acto de la revelación no se aprovecha del lenguaje universal, de símbolos objetivos lógicos, o de metáforas. El mensaje que Adam comunica a Eva consiste ciertamente de palabras. Sin embargo, no siempre las palabras deben identificarse con sonidos. Se trata más bien de una revelación realizada en el silencio y en la quietud de la comunidad del pacto, aquélla en la cual Dios responde a la plegaria conque clama el hombre solitario y se dispone a acercarse como hermano y amigo, mientras que el hombre, a su vez, asume ese gran peso que es el precio que debe pagar por su encuentro con Dios.
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Habiendo llegado a este punto, comenzamos a notar que las líneas del destino del hombre de fe convergen. Como previamente se explicó, el hombre de fe se siente solitario porque es exclusivamente su ser y no dispone de un camarada, un “duplicado del yo”. Explicamos además que el hombre de fe encuentra la redención en la comunidad de la fe mediante la inter-relación entre su existencia accidental, y la existencia infinita y necesaria de la Gran Realidad. Es aquí, señalamos, que el homo abscondifus se torna en homo revelafus frente a Dios y frente al hombre también. Sin embargo, el elemento trágico no queda eliminado completamente del destino del hombre de fe aún después de unirse a la comunidad del pacto. Dijimos en el propio comienzo de este escrito que la soledad del hombre de fe es una parte integral de su destino del cual no puede ser nunca completamente liberado. La conciencia dialéctica, la constante oscilación entre la comunidad majestuosa natural y la comunidad de la fe y del pacto hace irrealizable el acto de la completa redención. En su continuo movimiento entre el polo de la majestad natural y el de la humildad del pacto, el hombre de fe nu puede introducirse totalmente en el conocimiento de la presencia redentora y de la incorporación de Dios en la comunidad del hombre. De vez en cuando el hombre de fe es arrojado a la comunidad majestuosa en la cual desaparecen tanto el coloquio como la conciencia del pacto. De repente se halla dando vueltas en torno al centro cósmico, captando una que otra vez una ojeada del Creador que se halla escondido tras el ilimitado drama de la creación. En realidad, esta alternabilidad entre la visión del cosmos y la del pacto no corresponde a un efecto de “luz y sombra”, de actividad y fatiga, como acostumbran los místicos llamar a la alternabilidad de sus experiencias, sino que representa dos clases de actividad creativa y espontánea, sancionadas y deseadas ambas por Dios. No olvidemos que la comunidad majestuosa ha sido dispuesta por Dios, tanto como la comunidad de la fe. Dios desea que el hombre se ocupe de buscar la majestad y la dignidad, así como también la redención. El ordenó al hombre que se retirara desde las difícilmente logradas posiciones periféricas de dominación y poder al centro de la experiencia de la fe. El también ordenó al hombre que avanzara desde el centro del pacto a la periferia cósmica y re capturara las posiciones que apenas había dejado. El autorizó al hombre a luchar por la “soberanía”; también ordenó al hombre que se sometiera y que se entregara totalmente. El capacitó al hombre para que pudiera interpretar el mundo en categorías funcionales, empíricas, relacionadas con el “cómo”, a fin de que pudiera explicar, por ejemplo, la secuencia de fenómenos en términos de una causalidad mecánica, circunstancial, y de un tiempo básicamente reversible (salvo por la ley de la entropía), cuantificando y especializado, adecuado al papel majestuoso del hombre. Simultáneamente exige también que el hombre olvide su perspectiva atrevida y funcional, que permanezca en humildad y terror ante el gran misterio que lo rodea, que interprete el mundo en categorías de acción finalista y no de actividad mecánica, y que en vez del tiempo uniforme, medido a reloj, substituya aquel tiempo asociado a la eternidad y que se extiende desde arké hasta eskafos.
Por una parte, la Biblia ordena al hombre “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza”, una acción que sólo el hombre del pacto es capaz de realizar ya que sólo él posee el talento para una completa concentración e inmersión en el foco y no es distraído por problemas, ansiedades e intereses periféricos. Por otra parte, la misma Biblia que recién ordenó al hombre que se retirara de la periferia hacia el centro le manda regresar a la comunidad majestuosa, la cual, preocupada con intereses, ansiedades y problemas periféricos, construye, planta, cosecha, regula ríos, sana al enfermo, participa en asuntos estatales, es imaginativa en los sueños, atrevida en la planificación, desafiante en sus empresas e intenta “conquistar” el mundo. ¡Con qué simplicidad, sin prestar la menor atención a la tambaleante dialéctica implicada en este planteamiento, habla la Biblia de una existencia mundanal – “Cuando te construyas una nueva casa; cuando siegues tu cosecha; cuando entres al viñedo de tu vecino: – y sin embargo teo-orientada y comprometida incondicionalmente a una meta eterna! Si alguien me preguntara acerca de la teleología de la Halajá, yo le contestaría que ella se manifiesta exactamente en la dialéctica, paradójica pero magnífica, que subyace bajo el acto halájico. Cuando el hombre se entrega a la comunidad del pacto la Halajá le recuerda que él es también necesario y deseado en otra comunidad, la cósmica y majestuosa, y cuando se cruza con el hombre mientras está ocupado en la empresa creativa de la comunidad majestuosa, no le permite olvidar que él es un ente asociado a un pacto, y que nunca encontrará su propia realización fuera del pacto y que Dios espera su regreso a la comunidad de la alianza. Añadiría también, en respuesta a tal pregunta, que muchas veces he tenido la clara impresión de que la Halajá considerada esta oscilación permanente del hombre de fe entre la majestad y el pacto, no como un movimiento dialéctico sino más de tipo complementario. La acción majestuosa del hombre de fe, me inclino a creer, es vista por la Halajá no como contradictoria al encuentro en la alianza, sino más bien como una acción refleja causada por este encuentro al sentir el hombre la mano de Dios tocando suavemente su hombro y recibir la invitación de unirse a Dios en el pacto. Me conduce a esta notable inferencia el hecho de que la Halajá trata la realidad en forma monista y ha rechazado sin reservas cualquier clase de dualismo. La Halajá cree que hay un solo mundo – no divisible en un sector secular y otro sagrado – que puede caer en el odio y en la fealdad, o levantarse a una actividad redentora, plena de metas, juntando todas las fuerzas latentes en un estado de santidad. De acuerdo con esto, la tarea del hombre del pacto es la de ocuparse no en adelantos y retrocesos dialécticos, sino la de unir las dos comunidades en una comunidad en la cual el hombre es a la vez creativo, un agente libre, y el siervo obediente de Dios. A pesar de la gran disparidad entre estas dos comunidades, que queda expresada en las oposiciones y conflictos tipológicos previamente descritos, la Halajá ve en las normas ético-morales una fuerza de unión. Las normas que se originan en la comunidad del pacto están dirigidas casi exclusivamente a la comunidad majestuosa en la cual se lleva a cabo su realización. Diría, para emplear una metáfora, que en opinión de la Halajá las normas son como uñas mediante las cuales el pacto, como la hiedra, se adhiere y se extiende sobre el mundo de la majestad.
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La dialéctica bíblica proviene del hecho de que el primer Adam, hombre majestuoso que domina y triunfa, y el segundo Adam, el solitario hombre de fe, obediencia y frustración, no son dos personas diferentes en confrontación externa tal como un “yo” se opone a un “tú”, sino una sola persona que se encuentra en auto-confrontación. “Vo”, el primer Adam, confronta a “yo”, el segundo Adam. En cada uno de nosotros residen dos personas – el creativo y majestuoso primer Adam, y el sumiso y humilde segundo Adam. De acuerdo con el retrato tipológico que hicimos, sus puntos de vista no son conmensurables; sus métodos son diferentes, sus modos de pensamiento, distintos, las categorías mediante las cuales se interpretan a sí y a su medio, incongruentes. Sin embargo, a pesar de esta separación tan marcada, cada uno de nosotros debe identificarse, quiéralo o no, con el total de una personalidad humana que todo lo incluye, dotada de responsabilidad como ser majestuosos y a la vez como parte del pacto. Dios creó dos Adam, y a ambos los sancionó. El rechazo de cualquiera de los aspectos de la humanidad sería equivalente a un acto de desaprobación del esquema divino de la creación, que fue aceptado por Dios como muy bueno. En realidad, hace mucho tiempo que los hombres de fe han aceptado al primer Adam. A pesar de que el segundo Adam es el portador de un singular compromiso, permanece siendo también un hombre de majestad que está inspirado por el gozoso espíritu de la creatividad y de la aventura constructiva. En vista de que el papel dialéctico le ha sido asignado al hombre por Dios, es Dios quien quiere que el hombre de fe oscile entre la comunidad de la fe y la comunidad de la majestad, entre la confrontación con Dios en el cosmos y la aprehensión íntima, inmediata de Dios a través del pacto, y quien por lo tanto hizo que la completa redención humana fuera inalcanzable. Si Dios hubiera puesto a Adam sólo en la comunidad majestuosa, entonces, como se indicó previamente, nunca hubiera estado Adam consciente de la soledad existencia. El único problema sería entonces el del aislamiento, que es uno que Adam el majestuoso puede resolver. Viceversa, si Dios hubiera lanzado a Adam a la comunidad del pacto exclusivamente, entonces estaría acosado por la experiencia pasional de la soledad existencial pero también estaría provisto con los medios de encontrar la redención a partir de esta experiencia a través de la relación del pacto con Dios y con su prójimo. Sin embargo Dios, en su inescrutable sabiduría, dispuso de modo diferente. El hombre descubre su soledad en la comunidad del pacto y antes de que tenga oportunidad de ascender a la altura de una existencia revelada, completamente dentro del pacto, dedicada a Dios en la fe y al hombre en la simpatía, el hombre de fe es empujado a una nueva comunidad donde se le manda seguir una existencia superficial expansiva en vez de una existencia profunda, concentrada en el pacto. Debido a este movimiento constante de centro a centro, el hombre no encuentra su lugar en ninguna comunidad. Se le ordena mudarse antes de que tenga tiempo de echar raíces en cualquiera de estas comunidades y de esta manera la soledad ontológica del hombre de fe persiste. En verdad, “mi padre fue un arameo errante”.
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Mientras que la soledad ontológica del hombre de fe es debida a una situación ordenada y hecha por Dios y es, como parte de su destino, una experiencia saludable e integradora, la clase especial de soledad en el hombre de fe contemporáneo, a la cual nos referimos al comienzo de este trabajo, es de una naturaleza social debida a la situación histórica creada por el hombre y, por consiguiente, es una experiencia frustrante y nociva. Voy a diagnosticar la situación en pocas y escuetas frases. El primer Adam contemporáneo, extremadamente exitoso en su empresa cósmico-majestuosa, rehúsa prestar cuidadosa atención a la dualidad del hombre y trata de negar lo innegable, que hay otro Adam al lado de él, o mejor dicho, en é. Al rechazar al segundo Adam, el hombre contemporáneo, eo ipso, desprecia la comunidad de la fe como algo superfluo y obsoleto. Para evitar cualquier mala interpretación por parte del lector deseo notar que, en esta exposición, no me refiero al ateísmo vulgar e iliterato profesado y propagado con los métodos más repugnantes por una comunidad político-natural que niega el singular valor trascendental de la personalidad humana. Lo que me interesa es el hombre occidental que está afiliado a la religión organizada y que colabora generosamente con sus instituciones. Este hombre, hoy está en peligro de perder su conciencia dialéctica y de abandonar completamente la polaridad metafísica implantada en el hombre como miembro de ambas comunidades, la de la majestad y la del pacto. En alguna forma, el hombre majestuoso considera que la conciencia dialéctica es una carga demasiado pesada, que interfiere con su búsqueda de la felicidad y del éxito y está dispuesto, por lo tanto, a arrojarla fuera de sí.
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Intentaremos describir brevemente la filosofía que guía al victorioso hombre occidental en la apreciación de su trascendental compromiso. Aclaré hace poco que estoy hablando del hombre occidental que pertenece y da ayuda a algún establecimiento religioso. No obstante, a pesar de lo consciente y devoto que pueda ser, no pertenece a una comunidad de fe dentro del pacto sino a una comunidad religiosa. Las dos comunidades están tan aparte como los dos Adam. Mientras que la comunidad de la fe está gobernada, tal como lo hice notar, por el deseo de una existencia redimida, la comunidad religiosa está dedicada al logro de la dignidad y del éxito y es, juntamente con toda la gama de comunidades como la política, la científica, la artística, una creación del primer Adam, todas ellas conformadas a unos mismos rasgos estructurales sociológicos. Por lo tanto, la comunidad religiosa es también una comunidad de trabajo que consiste de dos personas gramaticales sin incluir la Tercera Persona. La finalidad principal es la prolongación exitosa de los intereses, no la intensificación de los compromisos, del hombre que aprecia la religión en términos de la utilidad que le presta y que considera el acto religioso como un medio a través del cual puede incrementar su felicidad. Esta posición de parte del hombre majestuoso con respecto al papel de la religión no sería completamente errada si él pudiera también reconocer los aspectos no pragmáticos de la religión. Realmente la fe es importante para el hombre no sólo metafísicamente sino también de una manera práctica. Le da a su vida, aún al nivel mundano, una nueva dimensión existencial. Ciertos aspectos doctrinales y normativos del kerygma de la fe son de la mayor importancia para el hombre majestuoso y pueden, en una forma paradójica, traducirse al lenguaje vernáculo de este hombre. Es muy cierto y evidente que el primer Adam no puede triunfar completamente en sus esfuerzos por alcanzar la majestad-dignidad si el hombre de fe no contribuye con su parte. El edificio cultural cuyo gran arquitecto es el primer Adam estaría construido sobre arena movediza si él intentara esconder de sí mismo y de otros el hecho de que por sí solo es incapaz de implementar el mandato de majestad-dignidad que le confió Dios y de que debe solicitar la ayuda del segundo Adam. En realidad, podemos construir naves espaciales capaces de llegar a otros planetas sin dedicarnos a considerar el misterio de la fe y sin necesidad de despertar a una vida de inspiración exaltada que refleje la verdad del pacto. Ciertamente podemos triunfar hasta un grado limitado sobre las fuerzas elementales de la naturaleza sin cruzar las fronteras de lo factible en el sentido de aquí y ahora. La torre de Babel puede ser construida alta y poderosa sin necesidad de contemplar y reconocer la certeza de que el Cielo está a mayor altura aún. Sin embargo, la idea de la majestad que el primer Adam está tratando de concretar abarca mucho más que la mera construcción de máquinas por más complejas y eficientes que sean. El hombre que triunfa quiere ser un soberano no sólo del mundo físico sino también del espiritual. Persigue no sólo el éxito material sino también los logros ideológicos y axiológicos. Se ocupa de una filosofía de la naturaleza y del hombre, de la materia y de la mente, de las cosas y de las ideas. El primer Adam no es solamente una mente creadora, que busca y se mueve hacia adelante incesantemente, sino también una mente que medita, que echa un vistazo hacia atrás y evalúa la obra de sus manos, imitando con ello al Creador quien, al término de cada etapa de creación, la inspeccionaba y la evaluaba. Con frecuencia Adam interrumpe su caminar hacia adelante y mira atrás, observa y considera los resultados de su creación, haciendo un esfuerzo para ubicarlos en alguna perspectiva filosófico-axiológica. Además, como ya lo he comentado, Adam se distingue no sólo en el campo de la teoría científica sino también en el de los actos ético-morales y estéticos. Legisla normas a las que confiere validez y grandes méritos. Produce formas hermosas y considera que el encuentro con ellas ennoblece y limpia, enriquece y estimula. El primer Adam busca todo esto pero no siempre tiene suerte de encontrarlo. Ya que la evaluación y apreciación retrospectiva del drama cognitivo así como el funcionamiento satisfactorio en los niveles ético-moral y estético son inalcanzables mientras el hombre se mueva continuamente dentro del círculo cerrado, vicioso, del fenómeno natural insensato y no trate de alcanzar el “allende”. A manera de ilustración, el paralelismo entre cogitativo y existencial, entre las construcciones puramente lógicas de la mente y la dinámica real de la naturaleza, sobre el cual se basa la ciencia moderna y que perturba la mente meditativa del primer Adam, continuará siendo un misterio hasta tanto admita que estas dos líneas paralelas del pensamiento y de los hechos convergen en el infinito dentro de la Única Realidad Cierta. En igual forma, el mérito y la validez de la forma ética no pueden ser sostenidos si ésta nace del acto finito creativo-social del primer Adam. Sólo la sanción proveniente de una voluntad moral superior es capaz de prestarle a la norma estabilidad, permanencia y mérito. Así mismo, muchas veces el hombre majestuoso tiene necesidad de los poderes redentivos y terapéuticos, inherentes al acto de creer y los cuales, en períodos de crisis, pueden ayudar y reconfortar a las mentes angustiadas. De manera similar, la experiencia estética en la cual el hombre contemporáneo se abandona con un éxtasis casi místico, es incompleta y carece de cualidades redentoras mientras la belleza no se eleve a lo sublime. Justamente, la redención es una categoría relacionada con el pacto, y lo sublime es inseparable de lo exaltado. ¿Y cómo podrá el hombre majestuoso confrontar la belleza redentora en la cual se refleja lo exaltado si está encerrado en un monótono mundo mecánico, del cual no tiene ni la fuerza ni el coraje de liberarse? En breve, el mensaje de la fe, si se traduce a categorías culturales, encaja en el marco de referencia axiológico-filosófico de la conciencia cultural creadora y le compete también al hombre secular. Buenas razones han tenido los pensadores a través de los siglos para hablar de aquella religión filosófica que emana de las profundidades recónditas de la personalidad humana. Sabían muy bien que la acción cultural, creadora, humana, es incompleta si no está relacionada con un modo de existencia más elevado. No es sorprendente que las filosofías kantiana y eo-kantiana, con todo su carácter científico y empírico, consideren que la conciencia cultural creadora selecciona del flujo de impresiones transitorias, de estructuras abstractas y de ideas, aquellas partes que señalan hacia lo infinito y lo eterno. A partir de estos elementos trataron de construir un conocimiento religioso puramente racional a fin de dotar al acto creador en su conjunto con un mérito intrínseco y con una validez final e incondicional. En vista de que el hombre majestuoso requiere de la experiencia trascendental a fin de fortalecer su edificio cultural, el hombre de fe tiene el deber de suministrarle algunas partes constitutivas de esta experiencia. Dios no hubiera implantado en el hombre majestuoso la necesidad de estas percepciones e ideas espirituales si no hubiera dotado al mismo tiempo al hombre de fe con la habilidad de convertir algunas de sus experiencias apocalípticas – que son metalógicas y no- hedónicas – en un sistema de valores y verdades comprensibles para el hombre majestuoso, el experimentador, el esteta y, por cima de todo, la mente creadora.
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Sin embargo, en este punto comienza a desarrollarse la crisis en las relaciones entre el hombre de fe y el majestuoso. Si el trabajo de traducir los misterios de la fe en aspectos culturales pudiera ser realizado a plenitud, entonces el hombre de fem contemporáneo podría liberarse, ya que no de la conciencia ontológica que es perenne, al menos del sentimiento peculiar de soledad y angustia psicológicas que se debe a la confrontación histórica con el hombre de la cultura. Si esta ilusión se hiciera realidad, el hombre de fe estaría en paz con el hombre de la cultura y de este modo el último entendería completamente el significado de la dialéctica humana, prevaleciendo entonces una relación armoniosa y perfecta entre ambos Adam. Sin embargo, esta armonía nunca puede ser lograda ya que el hombre de fe no es de los que hacen concesiones y sus propósitos en relación al pacto eluden un análisis cognitivo por el logos por lo cual no se prestan completamente al acto de la traducción cultural. Simplemente no hay categorías cognitivas mediante las cuales se pudiera expresar el compromiso total del hombre de fe. La totalidad del ser humano, los aspectos racionales así como los no racionales, están comprometidos a Dios. Por consiguiente, la magnitud del compromiso está más allá de la comprensión del lagos o del ethos. El acto de fe es aboriginal, explota con fuerza elemental como una experiencia que todo lo consume y que todo lo invade en una forma eudemónico-pasional, de tal forma que quedan manifiestos nuestros más secretos deseos, aspiraciones, temores y pasiones, a veces desconocidos para nosotros mismos. El compromiso del hombre de fe es vertido en el molde de la personalidad íntima e inmediatamente aceptado antes de que la mente haya tenido tiempo de investigar las razones de este compromiso incondicional. El intelecto no traza el rumbo del hombre de fe; su trabajo es a posteriori. Intenta, después de los hechos, repasar las pisadas del hombre de fe, y aún en esta modesta incursión el intelecto no logra un éxito completo. Por supuesto, en tanto que la ruta del hombre de fe pasa por el territorio de lo razonable, el intelecto puede seguirlo e identificar sus huellas. Sin embargo, justo en el instante en que el hombre de fe trasciende las fronteras de lo razonable y entra en el terreno de lo irrazonable, el intelecto es dejado atrás y debe abandonar la búsqueda de la comprensión. El hombre de fe, animado por su gran experiencia, es capaz de alcanzar un punto en el cual no sólo su lógica de lamente sino aún su lógica del corazón y de la voluntad, todo – aún su propia conciencia del “yo” – tiene que rendirse a un compromiso “absurdo”. El hombre de fe está comprometido a Dios con “locura” y ama “locamente” a Dios. “Confortadme con pasas, recreadme con manzanas, que desfallezco de amor”.
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No a la debilidad se debe la imposibilidad de traducir completamente la experiencia de la fe, sino a la grandeza de esta última. Si fuera posible una traducción que abarque la totalidad del gran misterio de la revelación y de su kerygma, se perdería entonces la singularidad de la experiencia de la fe y de sus propósitos. Solamente los elementos periféricos del acto de fe pueden ser proyectados sobre una perspectiva cognitiva pragmática. La oración, por ejemplo, podría atraer al hombre majestuoso como acto de lo más elevado, integrador y purificador, que provoca las más finas y nobles emociones, y sin embargo estas características, tan esenciales para el primer Adam, son de interés marginal para el segundo Adam, que experimenta la oración como la confrontación imponente de Dios y el hombre, como la gran paradoja del hombre que dialoga con Dios en calidad de miembro de la misma asociación, estando al mismo tiempo consciente de que pertenece íntegramente a Dios y de que Dios exige sumisión completa y autosacrificio.
Hay, por supuesto, un paralelismo sorprendente entre la experiencia cultural y la apocalíptica. Sin embargo, repito, a pesar de lo impresionante que son las similitudes, el acto de fe es único y no puede ser completamente traducido a categorías culturales. En una palabra, el mensaje de la religión traducida no es el único que el hombre de fe debe dirigir al majestuoso hombre de cultura. Además de este mensaje, el hombre de fe debe mostrar al hombre de cultura el kerygma de la fe original en toda su singularidad y prístina pureza, a pesar de la incompatibilidad! Este mensaje único habla de derrota en vez de triunfo, de aceptar una voluntad superior en vez de dominar, de dar en vez de conquistar, de retroceder en vez de avanzar, de actuar “irracional mente” en vez de ser siempre razonable. El evento trágico se presenta aquí. El majestuoso hombre contemporáneo rechaza el ofrecimiento dialéctico y, con ello, al hombre de fe. La situación se ha deteriorado considerablemente en este siglo que ha presenciado los mayores triunfos del hombre majestuoso en su proceso de conquista. El majestuoso Adam ha desarrollado una cualidad demoníaca; sostener que tiene un poder ilimitado – inclusive hasta lo infinito. Su orgullo casi no tiene límites, su imaginación es arrogante, y él aspira a un control completo y absoluto de todo. Parece que, al igual que los hombres de la antigüedad, está dedicado a construir una torre cuya cima debería perforar el Cielo. Está intoxicado con sus propias victorias y aventuras y piensa en la dominación irrestricta. A fin de evitar que se me interprete mal, debo decir que no me estoy refiriendo aquí a los atrevidos experimentos del hombre en el espacio. Desde un punto de vista religioso, como lo mencioné antes, son completamente legítimos y acordes con el testamento divino dirigido al primer Adam relacionado con su dominación sobre la naturaleza. Al decir que el hombre moderno está proyectando una imagen demoníaca, estoy pensando en el intento del hombre por dominarse a sí mismo o, para ser más preciso, en el deseo que el primer Adam manifiesta de identificarse con el total de la personalidad humana, considerando en forma superlativa sus talentos creadores, ignorando completamente al segundo Adam y su preocupación con la extraña experiencia trascendental y única que resiste la subordinación a los intereses culturales del hombre majestuoso. A pesar del hecho de que el hombre occidental se está sintiendo nostálgico, está decidido a no aceptar la carga dialéctica de la humanidad. Es cierto que se siente espiritualmente vacío, emocionalmente desilusionado, y como el viejo rey del Eclesiastes, se da cuenta de su propia tragedia. Sin embargo, este ánimo pensativo no lo excita a la acción heroica. El, por supuesto, asiste a los lugares de oración. Escucha charlas sobre la religión y aprecia el ceremonial, mas lo que busca no es una fe con todo su carácter singular y exclusivo sino una cultura religiosa. No busca la grandeza que se encuentra en el acto de sacrificio sino la conveniencia asociada a un estado de ánimo confortable y sereno. Anhela una experiencia estética en vez de una que corresponda al pacto, un ethos social en vez de un imperativo divino. En una frase, quiere buscar en la fe aquello que no puede encontrar en su laboratorio, o en la intimidad de su elegante hogar. Sus esfuerzos son nobles, pero no está preparado para una experiencia de fe genuina que requiere que nos demos sin reservas a Dios, el cual demanda un compromiso incondicional, actos de sacrificio y retraimiento. Diabólicamente, el hombre occidental insiste en el triunfo. Más aún, quiere triunfar también en su aventura con Dios. Si da de sí mismo a Dios, espera reciprocidad. Llega a fijar un pacto con Dios, pero este pacto es de tipo mercantil. En una forma primitiva, quiere negociar con “favores” e intercambiar bienes. Para él, el acto de fe es un asunto de toma y dame y refleja aquella filosofía de Job que lo condujo a la catástrofe – una filosofía que ve en la fe un arreglo quid pro quo y que espera compensación por los sacrificios que se ofrecen. Por consiguiente, el hombre moderno exige que la fe se adapte al ánimo y al temperamento de los tiempos modernos. No discrimina entre la religión traducida, formulada en categorías culturales – que realmente son fluidas ya que han sido desarrolladas por la conciencia creadora humana – y el compromiso de la fe pura que es tan invariable como la misma eternidad. Realmente, cuando el hombre de fe interpreta en categorías culturales su visión trascendental, se aprovecha de los métodos modernos de interpretación y se hace selectivo al escoger sus categorías. El mensaje cultural de la fe cambia, constantemente, con el fluir del tiempo, las modalidades del clima espiritual, las fluctuaciones de la concepción axiológica, y el ascenso de las necesidades sociales. Sin embargo, el acto de fe mismo es incambiable, ya que trasciende los límites del espacio y del tiempo. La fe nace de la intrusión de la eternidad en la temporalidad. Su esencia se caracteriza por la permanencia y por su identidad perdurable. Se experimenta la fe no como un producto de algún proceso evolucionario que está emergiendo, o como algo que ha llegado a existir debido a la acción creadora cultural del hombre, sino como algo que fue dado al hombre cuando éste se sintió dominado por Dios. Su meta principal es la redención de las deficiencias de la finitud y, fundamentalmente, del fluir de la temporalidad. Desafortunadamente, el primer Adam de estos días rehusa aceptar este mensaje único que lo conduciría a actuar dentro del movimiento dialéctico y, en cambio, se aferra celosamente y de manera exclusiva a su papel de hombre majestuoso, exigiendo la subordinación de la fe a sus intereses circunstanciales. En su demoníaca búsqueda de la dominación, olvida que la relativización de la fe, de la doctrina y de las normas infligirán un daño impredecible a él y a sus majestuosos intereses. No puede darse cuenta de que la realidad del poder de la fe, mediante la cual podrá liberarse al hombre de la ansiedad y de los complejos neuróticos y ayudarlo a planificar la estrategia de una vida majestuosa e invencible, sólo puede ser sentida si el acto de fe se mantiene en aislamiento, fuera de la efímera corriente de metamorfosis socio-cultural, y tolerado como algo estable e inmutable. Si el acto de fe llegara a soltarse de su anclaje absolutamente propio y se permitiera que flotara sobre las turbulentas aguas del cambio histórico, ello anularía entonces su calidad redentora y terapéutica. Aquí llega a su fin el diálogo entre el hombre de fe y el hombre de cultura. El segundo Adam de hoy, tan pronto como termina de traducir la religión al lenguaje de la cultura vernácula y comienza a hablar en el “extraño” lenguaje de la fe, se encuentra aislado, desamparado, incomprendido, y hasta ridiculizado a veces por el primer Adam, que es él mismo. Al sonar la hora de la separación comienza la dura prueba del hombre de fe, quien comienza a apartarse de la sociedad, del primer Adam – sea éste un extraño, o él mismo. como el viejo Moisés, regresa a su escondite solitario y a la morada del aislamiento. Sí, la soledad del hombre de fe contemporáneo es de una clase especial. El experimenta no solamente la soledad ontológica sino también el aislamiento social, cada vez que se atreve a entregar el mensaje de la fe genuina. Es este a la vez el destino y la situación histórica humana del hombre que guarda una cita con la eternidad y quien, a pesar de todo, con tenacidad continúa trayendo al hombre majestuoso el llamado de la fe.
“Partió él de allí y encontró a Eliseo hijo de Shafat, que araba con doce yuntas de bueyes delante de sí, y él tenía la última. y pasando Elías por delante de él, echó sobre él su manto. Entonces dejó él los bueyes, vino corriendo en pos de Elías, y dijo: Te ruego que me dejes besar a mi padre y a mi madre, y luego te seguiré. Y él le dijo: Vé y vuelve, pues ya ves lo que h hecho contigo. Y se volvió, tomó un par de bueyes y los mató, y con el arado de los bueyes coció la carne, y la dio al pueblo para que comiesen. Después se levantó y fue tras Elías, y le servía”. (Reyes 1, 19: 19-21). Eliseo era un representante típico de la comunidad majestuosa. Era el hijo de un próspero hacendado, un hombre con bienes, cuyos intereses se centraban en las cosas materiales y mundanas, tales como cosechas, ganado, compra y venta. Su objetivo era el éxito económico, su aspiración – riqueza material. La Biblia lo muestra eficiente, capaz, práctico, parecido a un moderno ejecutivo de negocios. La narración dice que cuando Elías lo encontró, él estaba supervisando el trabajo que los esclavos hacían. Estaba con él último yugo a fin de no perder de vista a los trabajadores-esclavos. ¿Qué podía tener en común este hombre majestuoso con Elías, el solitario profeta del pacto, el defensor de Dios, el adversario de reyes, que caminaba como forastero entre las bulliciosas ciudades de Shomrón, a lo largo de la grandeza y la pompa real, negando la importancia de todos aquellos dioses a los cuales se dedicaban sus contemporáneos, censurando a los pecadores, predicando la ley de Dios y anunciando su ira? ¿Qué lazos podían existir entre un complaciente hacendado que gozaba de su hogar y el hombre envuelto en pieles que venía de una procedencia desconocida y que finalmente desapareció bajo un velo de misterio? Pero inesperadamente le llegó el mensaje a este hacendado rústico y centrado en si mismo. De repente el manto de Elías lo cubrió. Mientras se ocupaba de la actividad más ordinaria y rutinaria, labrar la tierra, encontró a Dios y sintió el toque transformativo de la mano de Dios. Ocurrió la metamorfosis más extraña. En segundos desapareció el viejo Eliseo y surgió un nuevo Eliseo. El hombre majestuoso fue reemplazado por el hombre del pacto. Fue iniciado en un nuevo universo espiritual en el cual tenían poco sentido las necias diferencias de clase social, donde la riqueza no tenía uso y donde una conciencia universal del “nosotros”, iluminada con serenidad, había suplantado aquella conciencia del “yo”, egoísta, pequeña y limitada. Cambiaron las viejas preocupaciones, se desvanecieron los compromisos pasados, se esfumaron las esperanzas acariciadas, y fue llamado por una nueva visión de una realidad redentora, incompatible con la vieja visión de una realidad majestuosa-agradable. Ya no se ocupó más el “hacendado” de los bueyes, ese medio de lograr que el suelo rindiera su abundancia, y que le eran tan preciosos hasta ese momento. Ni se interesó por nada de aquello que antes quería. Mató los bueyes y dio la carne a los esclavos que, víctimas del hambre, trabajaban la tierra para él y a quienes él, hasta ese encuentro con Elías, había tratado con desprecio. aún más, el hombre del pacto renunció a sus relaciones familiares. Se despidió de su padre y de su madre y abandonó su hogar para siempre. Al igual que su superior, quedó sin casa y sin hogar. Al igual que su antepasado Jacob se tornó en un “arameo errante” que aceptó la derrota y la humillación con caridad y gratitud. Sin embargo, el acto de Eliseo al retirarse de lo majestuoso no fue el final. El siguió el camino dialéctico de todos nuestros profetas. Más tarde, cuando alcanzó el pináculo de la fe y arribó a las fronteras externas del compromiso humano, volvió a la sociedad como participante en los asuntos de Estado, como consejero de reyes y maestro de la comunidad majestuosa. Dios le ordenó retornar al pueblo, para ofrecerle una participación en el drama del pacto y para incorporarlo al gran y solemne coloquio. Como Moisés, fue el mensajero de Dios que llevaba dos tablas de piedra con el kerygma del pacto. Muchas veces se sintió desencantado y frustrado porque sus palabras eran rechazadas con escarnio. Sin embargo, Eliseo nunca se desesperó o resignó. La desesperación y la resignación eran desconocidas para el hombre del pacto que encontró el triunfo en la derrota, la esperanza en el fracaso, y que no podía ocultar la Palabra de Dios que estaba, al decir de Jeremías, profundamente incrustada en sus huesos y ardiendo en su corazón como un fuego devorador. Realmente Eliseo fue un solitario pero en su soledad encontró al Único Solitario y descubrió a través del pacto la singular confrontación entre el hombre solitario y el Dios que reside en lo recóndito de la soledad trascendental. ¿Acaso corresponde al moderno hombre de fe una posición más privilegiada y una tarea menos exigente y sacrificada?
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