Publicado por la Organización Sionista Mundial, Departamento de Educación y Cultura Religiosa para la Diáspora
El hombre de la Halajá
Dos figuras contradictorias se perciben en el hombre de la Halajá, dos reflejos diferentes se imprimen en su alma y en su espíritu. Por un lado, está tan lejos del hombre religioso en general como oriente de occidente, pareciéndose de muchos modos al hombre del conocimiento prosaico. Por el otro, es un hombre de Di-s, poseedor de una actitud ontológica consagrada a los Cielos y una visión del mundo impregnada de la gloria divina. Por eso, resulta difícil analizar la conciencia religiosa del hombre de la Halajá con los criterios claros y precisos que la psicología teórica y la filosofía moderna le imprimieron a la personalidad religiosa. El hombre de la Halajá representa una imagen original y un “extraño” carácter independiente, cualidades que los especialistas en religión no despreciaron. Y si el hombre religioso en general aparece ahora, a la luz de la filosofía moderna, como un tipo antitético lleno de contradicción y antagonismo, quien lucha duramente con su conciencia y se debate en el dolor de la dualidad de la existencia y la repulsa, la confirmación y la negación, pues, entonces, con mucha más razón el hombre de la Halajá. En él conviven el hombre religioso y el hombre del conocimiento aunque a su vez su personalidad permanezca separada y discriminada. El hombre de la Halajá representa un tipo antinómico por dos motivos: 1) por el alma de hombre religioso que impregna su personalidad, que como hemos dicho, sufre los dolores de la contradicción y la autonegación 2) por el alma del hombre del conocimiento que en su interior rehusa toda inclinación o empeño del alma religiosa.
Sin embargo, las contradicciones que se agitan en la conciencia religiosa del hombre de la Halajá no lo llevan a una síntesis híbrida y heterogénea, cuyo fin es la degeneración y el marchitamiento. Por el contrario, desde el antagonismo y la ¿antinomia emerge una personalidad magnificada por lo sagrado, cuya alma se purificó en los tormentos y los debates interiores, templándose en el fuego de los sufrimientos del conflicto espiritual a un nivel aun mayor que el del hombre religioso en general. La ruptura espiritual, antes de cicatrizar, eleva a veces al hombre a un nivel de plenitud que supera en brillo y esplendor a las personalidades simples y cándidas, las que nunca jamás soportaron el padecimiento de la lucha espiritual. ¡La recompensa es proporcional al dolor y la unidad de la persona a la fisura del alma!’ La síntesis espiritual del hombre de la Halajá se destaca por su magnificencia y perfección pues la ruptura ha tocado los rincones más íntimos de su existencia y su personalidad. Grandes porciones de verdad se encuentran en los principios dialécticos de la filosofía de Heráclito y Hegel en lo concerniente-al proceso general de la existencia, lo mismo que en las concepciones de Kierkegaard, Karl Barth y Rudolph Otto en lo que respecta a la conciencia religiosa y a la materialización de la vivencia del creyente en general. Estos sostienen que una gran fuerza de creación se encierra en la antítesis: la contradicción refuerza la existencia, la oposición renueva la obra de creación, la negación engendra universos y la refutación profundiza y extiende la convicción.
En esta exposición nos proponemos penetrar dentro del misterio de la conciencia del hombre de la Halajá, y precisar la esencia de este tipo “raro y extraño” que se revela al mundo desde los cuatro codos de su reducido espacio, con sus manos sucias por el contacto con la realidad. Pero, a fin de cumplir nuestro propósito debemos trazar claramente las líneas características de la concepción ontológica del hombre religioso en comparación con el hombre del conocimiento -y a través de la diferencia y disparidad entre ambos, comprenderemos la discusión entre Abbaye y Rava.
B
¡Cuán distinta es la actitud del hombre religioso de la del hombre de ciencias y conocimiento -el tipo cognitivo-frente al mundo de Di-s!. Cuando el hombre de ciencia contempla al universo y todo lo que contiene, y examina la grandiosa y sublime existencia, desea conocerla a fin de cultivarse y entender. Anhela revelar el secreto del universo y explicar la problemática del ser. Cuando el hombre de ciencia espía dentro de esta fortaleza, está cargado de un único y poderoso deseo: la búsqueda de la aclaración y la dilucidación, la descomposición y la explicación. Desea entender la problemática del conocimiento de la realidad, y ansía disipar la nube de misterio que oscurece el orden de los fenómenos y los acontecimientos. Aspira a establecer normas, formular leyes y principios, esclarecer la oscuridad de lo misterioso y lo accidental, suprimir lo inesperado y lo inentendible, la sorpresa y el milagro de la existencia. El hombre de ciencia establece el orden del universo, colmado del determinismo y la rigurosidad. Lo que no se somete al dominio de la ley y la generalización, desconociendo su autoridad, pertenece a la categoría del me on, la inexistencia y la nada de la escuela de Platón, o por lo menos al dominio de la “materia prima” o el “hyle”, de acuerdo a la terminología de Aristóteles. Lo común a estas dos concepciones es que lo accidental y lo particular no pueden ser unidos a la realidad y a la existencia, permaneciendo en el dominio del caos.
Sólo lo estable, lo claro y lo preciso, se inserta en el orden de la realidad y se amerita el nombre y la calificación de ontos on, existencia según la realidad, o de energía en la que participa el eidos, la forma. El sentimiento de desprecio y supresión frente a lo accidental, lo inesperado y lo desordenado, tan difundido en la filosofía griega y la que encontró su más clara expresión en las doctrinas de Platón y de Aristóteles, fue transmitida como herencia eterna a todos los hombres de conocimiento y ciencia.
El determinismo marca el principio y fin de la existencia. Por supuesto que el concepto de determinismo se viste y reviste de formas diversas de acuerdo al espíritu de la época y de las posibilidades de investigación: determinismo teológico interno del eidos o el morfhe aristotélico, causalidad mecánica de Galilei y Newton, determinismo esencial (neo-aristotelísmo)de la metafísica moderna, la que se ocupa de lo absoluto. Mas estas variaciones y metamorfosis en el concepto del determinismo, revelan tan sólo una tendencia general en el hombre de ciencia: la búsqueda de lo ordenado y lo estable en la existencia. Este profundiza en los arcanos del universo y lo inserta dentro de un plan específico de una realidad delimitada por el orden y la ley, fuera del cual nada existe. La esencia del conocimiento del hombre de ciencia es el descubrir el secreto y la solución al dilema que se oculta en la realidad, a través del comportamiento y la naturaleza del mundo. Su tarea consiste en descubrir y revelar. —
Por el contrario, cuando el hombre religioso se enfrenta al mundo de Di-s y lo observa, no aspira a convertir el misterio de la creación en un fenómeno simple, comprensible hasta para un niño. Su deseo es realzar el misterio de la existencia – mysterium tremendum- y acentuar el secreto de la Creación. El contempla lo maravilloso, aunque no para comprenderlo; se preocupa por lo oculto, más sin la intención de clarificarlo. La relación dinámica que se establece entre el sujeto cognitivo y el objeto cognoscible, no se revela al hombre religioso por medio de la posibilidad de conocer, oculta en esta comunicación, sino, por el contrario, por la fascinación de la eternidad del enigma que cubre al objeto. Esto no significa que el hombre religioso prefiera el caos a un universo organizado, o que elija el desbarajuste e introduzca confusión a la realidad. ¡No es así!. También él busca lo determinado y el orden, lo estable y lo necesario, pero el descubrir la ley, la concepción del orden y el encadenamiento de la existencia, refuerzan y profundizan en el hombre religioso la pregunta y el problema. Mientras el hombre de ciencia se contenta estableciendo en la existencia el dominio del determinismo causal, el hombre religioso no se conforma con fijar el dominio de una ley, puesto que la esencia del determinismo es un enigma secreto y un profundo misterio. Para el hombre de Di-s, el conocimiento es aprehensión de la maravilla y el milagro que subyace en las leyes mismas de la existencia. La comprensión de las relaciones funcionales que marcan los fenómenos de este mundo, representa lo más inentendible, asombroso y enigmático. De todo fenómeno dilucidado, surgen nuevos dilemas. En el acto de revelarse una cara, se encubre muchas otras. El hombre religioso considera al mundo ordenado y a toda la creación reglada y determinada por leyes como a un ensamble misterioso imposible de descifrar. La esencia misma de la ley constituye el enigma de los enigmas. El acto cognitivo del hombre religioso consiste en recubrir y en ocultar.
C
Y en honor a la verdad estas dos aproximaciones paralelas corresponden a la dualidad misma de la existencia. La dualidad óntica se refleja en la dualidad ontológica.
La realidad posee dos caras. Por un lado, se nos presenta alegre, sonriente, Iluminada, nos recibe con buen talante y nos revela algo de su esencia. Nos autoriza a contemplarla y a observarla.
Nos descubre una o dos medidas de su conformación y de su organización interna. En estos momentos de gracia, el objeto se somete al sujeto, la realidad se abandona al hombre que conforma una parte integral de ella, la existencia se deja aprehender por la razón y al saber. Aquí brota y surge la relación maravillosa entre el sujeto y el objeto, del que conoce y lo conocido, del que aprehende y lo aprehendido. El proceso del conocimiento -el problema de los problemas y el misterio de los misterios del hombre- se revela en todo su esplendor. Y es de esta gracia por medio de la cual la realidad nos descubre un poco de su escencia, deriva toda la cultura humana. Sin embargo, por otro lado, la existencia está dotada de una gran reserva; ella se oculta de tanto en tanto en los rincones y se escabulle de toda prueba e inquisición. Se encubre tras su velo, se cubre con su manta, y se zambulle dentro mismo de su esencia misteriosa. Ella es todo secreto y arcanidad, milagro y maravilla. Una extraña conducta sella la naturaleza, pues al mismo tiempo que se manifiesta generosa y nos descubre una cara, nos encubre otras dos.Y el problema crece a medida que aumenta el conocimiento. Bellamente formularon los filósofos de la escuela neo-kantiana esta vieja idea al afirmar que la función entre una solución y un problema es similar a la función que existe entre el radio y la circunferencia de un círculo y su superficie. Cuando el radio y la circunferencia aumentan en progresión aritmética, la superficie aumenta en progresión geométrica. La naturaleza se conduce pícaramente con nosotros, como si intentara tan solo irritar y molestar. A través del saber se infiltra el misterio; la investigación es traspasada por el enigma y apoyado en el conocimiento espía el misterio. De la benevolencia y generosidad de la naturaleza derivan, como lo hemos dicho anteriormente, todos los logros de la ciencia, y de su pudor y reserva nacen todas las contradicciones de nuestro saber, todas las antinomias que la realidad nos refleja, los problemas irresolutos, lo mismo que la irracionalidad y la extranjería que envuelve a veces la realidad que nos rodea.
Como lo acentuamos anteriormente, la dualidad óntica se transforma en ontológica. La diversidad existente entre el hombre de ciencia y el hombre religioso se descubre en la realidad misma. El hombre de ciencia precisa de una naturaleza simple y franca. No se consagra a lo oculto del universo sino a lo revelado. iY cuán distinto es el hombre religioso!. Este se liga a la naturaleza como si ésta se separara del sujeto cognitivo y expulsara a la razón. Se entrega totalmente a una naturaleza plena de secretos y de misterios eternos. La esencia misma de la ley y del conocimiento presentan un punto explícito para el hombre de ciencia, y un punto oscuro para el hombre religioso.
Cuando Di-s se revela a Job desde la tempestad, lo interroga diciendo: “Dónde estabas tu cuando fundaba yo la tierra? ¡Indícalo si sabes la verdad! Quién fijó sus medidas? ¿quién tiró sobre ella el cordel? ¿sobre qué se afirmaron sus bases? ¿quién asentó su piedra angular. .. ? ¿Se te han mostrado las puertos de la Muerte … ?¿Has llegado a los depósitos de nieve … ?¿sabes cuándo hacen las rebecas sus crías?¿acaso por tu acuerdo el halcón emprende el vuelo, despliega sus alas hacia el sur?”. La conciencia del hombre religioso está repleta y colmada de preguntas y dilemas, de cuestionamientos e interrogantes que jamás serán revelados. El examina la realidad y se maravilla, clava su mirada en el mundo y se sorprende, y el asombro y la estupefacción que lo asaltan no son sólo fuerzas que lo conducen hacia un conocimiento metafísico -tal cual lo describe la doctrina de Aristóteles en referencia al hombre del conocimiento- sino que constituyen la meta principal y lo más elevado en el proceso del conocimiento del hombre religioso. Job, que blasfema contra los cielos por pensar un orden errado del mundo, se resigna al rigor de la ley: “Era yo el que empañaba el consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro”.
Pecó por esforzarse arrogantemente y por pretender aprehender y alcanzar el secreto de la creación, mas reconoce su error y se arrepiente ante Di-s aceptando su imposibilidad de comprender la formación del mundo: “Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza”. El puerto de arribo del hombre religioso es la pregunta: ¿acaso sabes? El camino que lo conduce hacia su meta es el conocimiento perfecto de la naturaleza. Una extraña polarización del descubrir y el ocultar, del revelar y el retener, surge en la conciencia del hombre de Di-s, Este descubre a fin de encubrir, devela a fin de ocultar.
Por lo tanto, esta concepción está muy lejos del pensamiento agnóstico que niega el objetivismo del conocimiento y borra el sello de la verdad que marca el acto cognitivo. De ningún modo la doctrina citada anteriormente conduce al hombre religioso a revelarse contra el poder del conocimiento y del saber, ni a pronunciar la afirmación contradictoria credo quia absurdum es! -lo creo porque es absurdo- fruto de la amarga desesperación y la terrible decepción del hombre que intenta con su razón traspasar las puertas herméticamente cerradas del universo. Tal el caso de Tertuliano en su época. Por el contrario, el hombre religioso aspira conocer y comprender, pero el conocimiento mismo constituye el mas grande y el más grave dilema. El saber y la maravilla, el conocimiento y el misterio, la comprensión y el secreto, el orden y lo incierto, constituyen un sólo fenómeno que se revela ante nosotros como una dualidad, y todo acorde a la perspectiva. Sin embargo, la incertidumbre no quita al saber su valor e importancia; por el contrario, el dilema embellece y ornamenta al conocimiento, confiriéndole un halo de eternidad.
La doctrina de nuestro gran maestro, Maimónides, es particularmente característica para nuestro propósito. Por un lado estableció una ley inmutable que señala que el conocimiento de Di-s es el primero de los 613 preceptos: “El principio de los principios y el pilar de toda sabiduría es saber que existe un Ser primero … y el conocer esta verdad es un precepto positivo … “. Por otro lado, Maimónides es partidario de la teología negativa, la que niega toda posibilidad de conocer a Di-s. Por un lado, fijó Maimónides el conocimiento de Di-s como criterio de la existencia, del valor y del destino del hombre, mientras que por el otro estableció la ley que afirma categóricamente que tal conocimiento no representa una posibilidad cognitiva. ¿Acaso existe una contradicción más manifiesta? Y sin embargo, el mismo Maimónides se interroga sobre esta antinomia, le dedica dos capítulos de su “Guía de los perplejos”, y el contenido de su respuesta es que inclusive el conocimiento negativo es considerado conocimiento. Mas sabemos que toda esencia del conocimiento negativo sólo es posible bajo la idea de un conocimiento positivo. Negamos de las cualidades del Creador (*). Así, a fin de llegar a la negación debemos crear la afirmación.
El acto de negación es una reconstrucción a partir de la afirmación. Y qué es el conocimiento positivo si no el conocimiento de la existencia -los atributos de la acción por los que rezó Moisés y fue respondido, y todos fuimos ordenados a ocupamos de ellos, y por los que alcanzamos el amor y el temor, tal como Maimónides lo afirma en “Los principios fundamentales de la Ley”?
Ante todo conocemos el mundo de Di-s, la realidad grandiosa y admirable, y recién después negamos los atributos de la acción en el Creador.
Esta solución es idéntica a la actitud ontológica del hombre de Di-s: conocer a fin captar el eterno enigma, revelar a fin de encubrir, comprender a fin de descubrir lo incomprensible en todo su misterio y esplendor. La teología negativa es el gran ideal del hombre religioso, el “fin” de su proceso óntico (que jamás será logrado totalmente) y su pensamiento “último” -el conocer el enigma infinito (conocimiento negativo) por medio de un conocimiento positivo. Para conseguir la infinita realización de esta idea el hombre religioso fue ordenado a escrutar el universo, interesarse en “las ciencias de la naturaleza” y en “las ciencias de Di-s”, y todo este conocimiento no es negativo sino positivo. Tal vez la negatividad se transparenta por la claraboya del saber como el fin y el objetivo último, aunque el proceso de conocimiento en sí, de principio a fin, se entreteje en toda su variedad sobre una trama positiva. La negatividad no es sino la concreción del proceso cognitivo y la realización del acto del conocimiento positivo en su totalidad. El antiguo adagio de la teología positiva -el fin del conocimiento es no llegar a conocer- se refiere, como se desprende del contenido del refrán, sólo al fin y a la meta, mas no al proceso del conocimiento. El conocer a Di-s, el cual conduce al amor y al temor, con el que fuimos ordenados en “Los principios fundamentales de la Ley”, es el conocimiento de los atributos de la acción -la existencia- y este conocimiento es totalmente positivo.
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Una conclusión directa surge de esta relación característica del hombre religioso con la realidad: no reconoce el monismo de la naturaleza. Para él, la realidad no es uniforme e invariable, sino pluralista, compuesta por varias capas, etapas y niveles. El pluralismo de la naturaleza es la base de la visión del mundo del hombre religioso. Cuando se dirige al mundo con el propósito de conocerlo y evaluarlo, busca en la realidad concreta y material, rastros de mundos superiores, perfectos, extensos y eternos.
Busca la plenitud de la naturaleza, la abundancia de la existencia y el saciamiento proveniente de esferas superiores, límpidas y puras. Esta aprehensión trascendental de la realidad constituye el bosquejo principal de la imagen del hombre de Di-s. No está feliz ni satisfecho en este mundo. Aspira a una realidad más elevada que lo sensorial y lo concreto. Este mundo es tan solo el reflejo de otro diferente.
El hombre de ciencia no se interesa por nada de la naturaleza que trascienda al determinismo; no se relaciona con nada del ser que no sea sensorial o aprehendido científicamente ya que su meta es establecer leyes, y el determinismo no existe fuera de la realidad concreta. Kant en su “Crítica de la Razón Pura” estableció al espacio y al tiempo como límites del objeto del conocimiento. Aquello que trasciende el dominio de lo concreto no llama la atención del hombre de ciencia y no es objeto de sus reflexiones. Su objeto está rodeado y coronado de las formas de la realidad física y psíquica.
Mas el hombre religioso se escapa del dominio de lo concreto yde la realidad de la experiencia científica para penetrar en una esfera superior.
El eco de la aspiración religiosa de una realidad superior resuena de tiempo en tiempo en el mundo del pensamiento y el saber. El mundo de las ideas de Platón, en tanto formas ideales de la realidad -paradeigmata- y la consideración de los fenómenos como reflejos de este ideal -homoiomete-; la evolución de la materia primera (imposible de ser representada) a la primera forma pura, en la doctrina ontológica de Aristóteles; el cosmos noético dentro del sistema de Filón de Alejandría; el concepto de emanación y multiplicidad de los mundos en evolución según la escuela neo-platónica; la substancia infinita y la multiplicidad de su atributos, por un lado, y los dos atributos de extensión y conciencia por el otro, en la filosofía de Spinoza; el fenómeno -pbenomene- y el nóumeno -noumene- en la doctrina kantiana; la resurrección de la dualidad de la esencia -essentie- y la existencia -existen tia- tan difundida en la filosofía árabe y en la escolática cristiana y en el pensamiento fenomenológico de Husserl y Scheler; la metafísica moderna que se esfuerza por penetrar en el ser absoluto; el sistema del idealismo epistemológico que somete la realidad al pensamiento y a la conciencia en sus diversas expresiones, desde Berkeley a Hermann Cohen; el concepto de los valores absolutos impuesto dentro de las teorías modernas de la ética y el conocimiento; todas estas doctrinas representan chispas de pensamiento religioso que anhela al Creador y rechaza la realidad inmediata que nos rodea. Un alma impregnada de nostalgia religiosa erra de vez en cuando por los senderos de la conciencia laica.
Esta actitud no se limita sólo a posiciones teóricas y a visiones abstractas; irrumpe desde el dominio de lo especulativo al campo de lo práctico y lo concreto. La búsqueda de lo trascendental deviene en un principio morar, en la-Zolumna-de fuego que orienta la vida práctica del hombre religioso. La escalera del perfeccionamiento moral está plantada en tierra, en el terreno de la realidad concreta, mas su extremo superior llega hasta los cielos, al firmamento del mundo espiritual. El ideal moral y espiritual del hombre re ligo so es la liberación de la realidad de los grillos de este mundo, de las cadenas de hierro de lo concreto, de las leyes y las reglas, a fin de elevarla al nivel de la realidad de un hombre superior dentro de un mundo enteramente consagrado a lo bueno y a lo eterno. El fin de la religiosidad es liberar los prisioneros de la dura miseria, los habitantes de la oscuridad y las tinieblas, liberar al rey encadenado con el propósito de coronar a todos con la corona de una existencia superior, trascendente, inspirada en las esferas de lo sagrado y eterno.
Este principio serpentea como un hilo conductor dentro de toda la concepción del hombre religioso. El mismo puede, obviamente, manifestarse de diversos modos, revestirse de formulaciones diferentes, las que de vez en cuando se niegan mutuamente. El anhelo de trascendencia se reviste a veces de una actitud ascética, negando la vida y negando éste mundo, eliminando la realidad y el ser. La aspiración del hombre religioso por un mundo superior propagado fuera de los límites de la realidad concreta, se manifiesta en numerosas doctrinas de abstinencia y ascetismo, prohibición e interdicción del placer, privaciones y ayunos. A veces el hombre religioso estima que la mortificación y los sufrimientos, el aislamiento y el ayuno, son los medios para alcanzar la felicidad eterna, y los que ubican al hombre bajo las alas de la felicidad espiritual. Según esta concepción, el hombre que renuncia a este mundo y a sus bienes, y rechaza los placeres y las satisfacciones efímeras, alcanza la vida eterna y una existencia superior y sublime.
De vez en cuando esta aspiración aparece enunciada en forma extrema proclamando la confirmación del mundo y de la realidad concreta. Pero, también de acuerdo a esta postura, la realidad física concreta no es más que una etapa y un puente hacia una existencia más pura y límpida, que solo hacia ella eleva sus ojos y dirige su pensamiento el hombre religioso. Claro que entre estos dos extremos -la ideología del ascetismo y la de la afirmación de lo real- existen doctrinas que concilian los elementos de ambas posiciones y crean complejos sistemas religiosos y morales.
Desde el punto de vista filosófico, no existe entre la postura asceta y la que afirma lo concreto sino tan solo una diferencia en la moral práctica, establecida en el acto de apreciación de la vida terrenal como medio para la realización de un fin. Desde el punto de vista ontológico, lo mismo que desde la perspectiva del ideal moral, las concepciones se parecen. Ambas se refieren desde el mismo punto de vista teórico a una realidad compuesta por numerosas etapas(?); ambas afirman un pluralismo óntico y ontológico, y ambas encuentran en la esfera superior de la existencia el símbolo de la perfección moral. La oposición entre las teorías de la abstinencia y la que rechaza el placer de la vida gira en derredor de un problema práctico concreto y en los medios que conducen a la realización del ideal moral. La primera afirma que la negación de la vida eleva al hombre a un grado superior y a la cima de una existencia verdadera, mientras que la segunda piensa, por el contrario, que tan solo por el sometimiento al yugo de la ley de la realidad concreta se alcanza un nivel de elevación.
Estas diversas posturas frente a la realidad son difundidas tanto en las doctrinas panteístas como en las visiones teístas. Cada una influye de modo específico sobre las conclusiones morales que derivan de la postura de la trascendencia del hombre religioso. El punto común es la aspiración a una existencia clarificada y pura. El enigma de la existencia y el problema eterno que planea sobre la existencia, lo conducen más allá de las fronteras de lo real.
E
La concepción del mundo del !hombre de la Halajá difiere de la del religioso en general. La chispa del hombre teórico ha sido sembrada en él, aunque se distingue del hombre de ciencia en muchos aspectos.
En su modo de comunicarse con la realidad, el hombre de la Halajá no establece desde un principio ninguna relación con la trascendencia. También, en esencia, su comunicación con el mundo se caracteriza por su originalidad y singularidad. Ninguna de las proposiciones presentadas por la psicología y la filosofía de la religión, en lo que concierne a la forma de la vivencia religiosa, su estructura y su esencia, un molde que permita entender la relación del hombre de la Halajá con el mundo. El hombre de la Halajá necesita del mundo no motivado por el temor a la naturaleza o el miedo a la nada que irrumpen contra él; no por . un vago sentimiento de dependencia que pulula en su conciencia, ni por la nostalgia de la redención; no por la envoltura del grandioso ideal de la moral que se revela ante nosotros, ni por la simple curiosidad del hombre intelectual. Este necesita del mundo a causa de la imagen de un mundo a priori con el que carga en las profundidades de su alma y de su espíritu. Estamos en todo nuestro derecho de llamar a esta relación cognitiva- normativa, aunque no es la relación cognitiva y moral a la que se refieren los filósofos, hombres del conocimiento.
Sabemos que el hombre de ciencia entabla una relación dual con la realidad -tanto una aproximación a posteriori empírica como una a priori. Y esto no precisa de una mayor profundización, ya que toda la discusión entre los racionalistas y los empiristas gira alrededor de este problema. En honor a la verdad, esta controversia señala las dos direcciones que posee el hombre de relacionarse con el mundo. Cuando el hombre de ciencia contempla el-mundo- de Di-s e intenta comprenderlo (no me refiero en este caso al origen del impulso por conocer), debe tomar dos grandes decisiones: a) penetrar dentro mismo de la’¡”realidad, observar sus secretos y escrutar su fisonomía a fin de captar su estructura y su esencia. El hombre de ciencia se aproxima al mundo, entonces, sin un programa preconcebido, sin ninguna preparación previa. Camina en la sombra, se– asombra y se maravilla ante la multiplicidad de los fenómenos y del “caos” que pueblan la naturaleza, hasta taparse con la repetición regular de ciertos sucesos tal cual lo presintiera, y así llega a establecer principios y a fijar leyes que le aclaran los caminos de la existencia. b) A fin de vencer los misterios de la existencia, él se construye un mundo ideal, ordenado y estable, ().. preciso y perfectamente claro; se forja una creación ideal, a priori, con la que su espíritu se encuentra satisfecho. Esta creación no le provoca ningún disgusto. Ella no intenta ni escabullirse ni ocultar su rostro. El la comprende perfectamente y le causa placer. Y cuando precisa de la realidad y desea utilizar su teoría a priori e ideal en el terreno del ser concreto, lo hace presentándose con la teoría a priori en sus manos. No desea conocer la realidad tal cual es, en situación receptiva, sino que forja una figura a priori y una estructura ideal y las compara con el mundo real. No hay en su aprehensión de la realidad sino el establecimiento de las relaciones existentes entre su creación ideal y a priori y la realidad inmediata. Cuando el que crea mundos a priori se convierte en un ser práctico, entonces es cuando desea revelar el paralelismo entre su mundo ideal, y el concreto y sensible. Y al conseguirlo, él completa su vocación. No se interesa por la esencia de los fenómenos sensibles sino por la relación existente entre ellos y su grandiosa creación.
Esta concepción es la de las matemáticas y la de las ciencias matemáticas de la física, orgullo de la cultura. Esta aproximación es empírica y también ideal, es decir, el conocimiento es una construcción formal cuya necesidad proviene de su misma esencia y naturaleza, y no se precisa, a fin de confirmar su veracidad, de una correlación precisa dentro del dominio de lo concreto. Por el contrario, la confirmación se lleva a cabo por aproximación. El triángulo sensible y concreto no es comparable exáctamente con el triángulo ideal de la geometría, lo mismo que con el resto de las creaciones de la matemática. Hay una mundo ideal y otro concreto, y el paralelismo es sólo aproximado. En verdad, no sólo desde un punto de vista teórico e ideal la matemática se desinteresa absolutamente de una correlación concreta, sino que también lo hace desde su aspecto práctico. Ella no aspira a conocer el mundo físico sino a establecer relaciones de correspondencia e igualdad.
F
Cuando el hombre de la Halajá se aproxima a la realidad, se presenta con la Torá que le fue entregada en el monte Sinaí. Necesita siempre de leyes estables y de normas sólidas. Una suma de reglas y de principios le muestran el camino que lo acerca al universo. El hombre de la Halajá se aproxima al mundo de un modo a priori, armado con su bolso y su bastón, con sus leyes, sus reglas, sus principios y sus juicios. Su aproximación comienza con una creación ideal y culmina con una creación real. ¿A qué se parece esto? A un matemático que se forja un mundo ideal y lo utiliza para establecer relaciones con el mundo real, como lo explicamos anteriormente. La esencia de la Halajá recibida de Di-s es la creación de un mundo ideal y el conocimiento de la relación existente con la realidad en todos sus aspectos, raíces y principios. No existe fenómeno, producto o creación que la Halaiá, de un modo a priori, no aprehenda con un criterio ideal. Cuando el hombre de la Halajá se encuentra con una vertiente que corre silenciosamente, mantiene una relación a priori estable con este fenómeno físico: las reglas concernientes a la fuente en la que debe sumergirse el blenorrágico, la purificación debido al contacto con reptiles o de otros casos de impurezas, etc. El hombre de la Halajá contempla la vertiente, examina su naturaleza, su origen y su esencia. Tiene en sus manos normas y leyes a priori, ideales, que establecen el género de la vertiente, y él utiliza estas leyes para establecer, de acuerdo a las normas halájicas, si la vertiente real concuerda o no con las exigencias de la Halajá ideal. El hombre de la Halajá no es curioso por demás, y no aspira a conocer la vertiente tal cual es, sino que anhela establecer una concordancia entre su concepto a priori y el fenómeno a posteriori. Cuando el hombre de la Halajá eleva sus ojos en dirección al oriente o al occidente, y observa cuando el sol se recuesta sobre el horizonte o las primeras luces resplandecientes del amanecer, sabe que tanto el atardecer como el amanecer le implican nuevas leyes, obligaciones y preceptos. Tanto el alba como la salida del solo comprometen ante los preceptos que se aplican durante el día: la lectura del Shemá de la mañana, los tzitzit, los tefilin, la plegaria matutina, el etrog, el shofar, el halel y demás, lo mismo que habilitan al pueblo para la ejecución de ciertos actos: recepción de testimonio, conversión, jalitzá, etc. La puesta del solo obliga a cumplir con las obligaciones y los preceptos que se aplican durante la noche: la lectura del Shemá nocturno, la matzá, la cuenta del omer, etc. La puesta del sol en víspera de los sábados o días festivos establece el comienzo de la santificación del día: lo sagrado y lo profano dependen de fenómenos cósmicos naturales -la puesta del sol. No es lo trascendente lo que forja lo sagrado sino la simple realidad: el orden natural de la creación.
El hombre de la Halajá escruta el alba y el crepúsculo, el amanecer y la aparición de las estrellas; contempla el horizonte, observa si se ha plateado la línea superior y la compara con la inferior, examina los colores del sol para determinar si el crepúsculo ha llegado. Cuando sale a caminar durante una noche de luna clara (antes del plenilunio), pronuncia la bendición de la luna. El sabe que esta luna marca los meses, las solemnidades y las fiestas de Israel, y que esta determinación debe estar fundada sobre cálculos astronómicos. Cuando el hombre de la Halajá se topa con una montaña, utiliza como medidas los límites del dominio privado: (*). Al contemplar los árboles, la flora y la fauna, los agrupa según sus géneros y especies. Muchos preceptos dependen de la clasificación de las especies. Cuando brota un fruto, el hombre de la Halajá lo evalúa de acuerdo a las medidas de crecimiento y germinación con los que cuenta: cierne, fruta no madura, maduración, tercio de maduración. Contempla los colores y distingue entre verde y verdoso, entre blanco y celeste, etc; sabe marcar la diferencia entre plagas y entre los distintos tipos de sangre. Examina el espacio existencial con un criterio a priori, con leyes y normas establecidas y a su vez reveladas a Moisés en el Sinaí: (*). Observa al espacio por medio de estas leyes como el matemático que examina al espacio existencial por medio del espacio geométrico ideal.
El hombre de la Halajá examina todo rincón y cada ángulo del terreno físico- biológico. Establece las características de todas las funciones animales del hombre alimentación, relaciones sexuales y demás necesidades corporales- bajo los principios de la Halajá y por intermedio de sus medidas: del tamaño de una aceituna o de un dátil seco, un cuarto de litro, el tiempo que lleva tragar una medida de pan (ver), el de beber un cuarto litro, utilizado como alimento y desechado como tal, principio o final del acto sexual, unión sexual natural y antinatural, etc. La Halajá se ocupa de las leyes concernientes al ciclo de la menstruación, la blenorragia, los signos de la virginidad, el embarazo y la gestación, los signos que habilitan o prohíben a los animales, las aves y peces, etc. No existe ningún fenómeno real con que el hombre de la Halajá no establezca de antemano una relación a priori, perfecta y explícita.
El se interesa por las creaciones sociológicas: el estado, las sociedad, y la relación entre el medio y los individuos. La Halajá abarca los problemas comerciales, de daños y perjuicios, vecindad, del proceso de demanda y defensa, del deudor y el acreedor, sociedades, enviados, trabajadores, artesanos, depositarios, etc. La vida de la familia – casamiento, divorcio, jalitzá, suposición de adulterio, los derechos del hombre y la mujer, sus obligaciones y compromisos- también es estudiada y precisada por la Halajá. La guerra, el sanhedrín, los tribunales y las sanciones también llaman su atención. El hombre de la Halajá se ocupa a su vez de problemas psicológicos tales como la locura y la clarividencia, la cohabitación de los esposos bajo un mismo techo, la consideración de un individuo como sospechoso, etc. Es extensa como el mundo, ancha como el mar. La Halajá entabla un contacto a priori preciso con cada punto y detalle de la realidad. El hombre de la Halajá centra toda su atención en la creación y la examina a partir del mundo ideal que carga en su conciencia halájica. Todos los conceptos de la Halajá son a priori, y a través de ellos el hombre de la Halajá contempla al mundo. Su visión es similar a la del matemático: a priori, e ideal. Tanto la matemática como la Halajá observan al mundo real desde una perspectiva a priori e ideal, valiéndose de fórmulas y principios a priori que establecen de antemano la relación con los fenómenos estudiados. Ellas examinan lo real desde un punto de vista ideal a fin de averiguar si acaso el fenómeno real corresponde a la creación ideal.
Cuando varios de los conceptos halájicos no concuerdan con los fenómenos reales, el hombre de la Halajá ni se angustia ni se inquieta. Su objetivo no es la aplicación práctica de la Halajá sino la construcción ideal que le fuera entregada en el Sinaí, la cual es eternamente válida. “Una ciudad apóstata no existió ni existirá, y entonces, ¿para qué fue escrito? ¡Para que lo estudies y le saques provecho!. Una casa contagiada de lepra no existió ni existirá, y entonces, ¿para qué fue escrito? [Para que lo estudies y saques provecho!. Un hijo rebelde y sin vergüenza no existió ni existirá, y entonces, ¿para qué fue escrito? [Para que lo estudies y saques provecho!”. El hombre de la Halajá no se aflige al comprobar que muchas de las creaciones ideales no existen en la realidad. Porque qué importa, en efecto, si la ciudad apóstata, la casa contagiada y el hijo rebelde existieron o existirán. El principio fundamental y la base del pensamiento halájico no es la aplicación práctica, sino el establecimiento de una ley teórica. Esta es la razón por la que grandes maestros de la Halajá rechazaron y rechazan ejercer como rabinos de comunidad(*). Y a veces resulta necesario y las circunstancias los obligan a pasar por alto sus opiniones y enseñar la Halajá práctica, no lo hacen sino de modo extremadamente cuidadoso y nuestros maestros se entregan a esta tarea de muy poca gana. La Halajá (no en su faz práctica) y la creación ideal (y no la real) representan el anhelo del hombre de la Halajá. El hombre de la Halajá debate sobre los sacrificios y sobre las leyes de pureza, profundiza en sus conceptos, normas, y principios con la misma seriedad con la que busca e investiga las leyes sobre la mujer abandonada, el demandante y el demandado, y las leyes alimenticias. La Yeshivá de Wollozhin instituyó el estudio del Talmud según el orden de sus tratados -desde Brajot a Nidah- sin omitir tratado alguno, aunque los mismos no trataran a cerca de temas actuales. Rabi Jayim de Brisk, quien enseñaba en Wollozhin, acostumbraba también, fuera de su curso regular, a enseñar los tratados de Zebajim y Menajot, los que tratan sobre los sacrificios. Cuando enseñaba Erubim, simultáneamente daba un curso sobre Ohalot -leyes sobre la impurificación que provoca el contacto con los muertos. Cuando enseñaba Brajot, necesitaba también las leyes concernientes a las semillas, a pesar de que estas tuviesen aplicación tan sólo en la Tierra de Israel y no fuera de ésta. Una gran parte de sus publicaciones están consagradas a los las leyes de los sacrificios y la purificación ritual. Tal fue la actitud de Netzib, que en paz descanse, y la de muchos grandes maestros.
Esta era la concepción desde siempre de los maestros de la Halajá. Rashi, los maestros de la Tosefta y los sabios de Francia y España, consagraron una gran parte de sus gigantescos esfuerzos a la dilucidación de cuestiones intrascendentes en la actualidad. En su obra monumental “Yad Jazaká”, Maimónides clasificó todas las ordenanzas de la Torá, desde la primera mishná del Tratado de Berajot hasta la última de Ouktzin. Y lo hace con la misma precisión y los mismos criterios que emplea para fijar la Halajá por generaciones en lo concerniente a leyes relacionadas a la vida diaria del pueblo; de la misma manera se refiere al orden del ritual del Gran Sacerdote durante el Yom Kipur, las leyes del sacrifico pascual, el nazareno, la vaca roja, la impurificación de un muerto y de la lepra, etc.
¿Acaso se preocupa el matemático por qué el número irracional ideal no corresponda con la cantidad real? Tanto el hombre de la Halajá como el matemático viven dentro del dominio de lo ideal y gozan del brillo de sus creaciones. “Cuando un hombre entiende o deduce alguna Halajá de la Mishná o del Talmud correctamente etc, esta Halajá es la expresión del saber y de la voluntad divina, es decir, Di-s quería que cuando Ruben argumentara de tal manera y Simón de tal otra, entonces, tal fuera la decisión, y si tal cosa no existiera ni hubiese existido, jamás ellos hubiesen llegado a tal discusión. De todos modos, una vez que fue decretada la voluntad divina de que si se llegara a tal discusión, tal fuera la decisión, en tal caso, cuando el hombre entiende o deduce esta decisión conforme a la Mishná o al Talmud o a los legalistas, este ya comprende e incluye en su mente la voluntad y el saber del Santo Bendito Sea(*) “El concepto de Yom Kipur o de la noche de Pesaj, por ejemplo, es un concepto ideal: el hombre de la Halajá ve al Yom Kipur en su aspecto radiante de la gloria del Servicio del Día, o la noche de Pesaj, en todo su esplendor en relación a los días en los que aún el Templo existía. El Yom Kipur en la actualidad, cuando ya no contamos ni con sacerdotes, ni con el fuego, ni el altar; o la actual fiesta pascual. Ambas carecen de toda aquella santidad y gloria de las que estaban revestidas anteriormente; no son sino un reflejo del reflejo de la creación ideal entregada en el Sinaí, Cuando Maimónides describe el orden del ritual de la noche del quince de Nisan, se olvida por un instante que vive unos mil años después de la destrucción del Templo, y relata el aspecto de esta noche sagrada con lujo de detalles, los que reflejan el concepto del Pesaj por venir o el de la vieja Jerusalén. Así escribió Maimónides en el octavo capítulo, primera halajá de las leyes de Jametz y Matzá: “El orden del cumplimiento de los mandamientos de la noche del quince es el siguiente: al comienzo se llena una copa de vino a cada uno, se bendice sobre el vino, se recita el Kidush y se bebe”.
Esta fórmula nos es conocida del “Oraj Jayim”, del “Jayé Adam”, del Sidur de R. Jacob Emden, del Sidur “Derej Hajayim” de R. Jacob de Lissa, del resumen del Shuljan Aruj, etc, y suena a nuestros oídos como la melodía de “Kadesh Urejatz” entonada habitualmente por los niños. Nos parece que fuera de la redacción y del estilo, no existe ninguna diferencia aparente entre el octavo capítulo de las leyes de Jametz y Matzá de Maimónides y la Hagadá ilustrada, la que se adquiere por tan sólo unas monedas. Sin embargo, cuando seguimos leyendo, nos topamos con un orden “diferente”: “y luego se bendice, etc, y luego se trae en una mesita hierbas amargas y otra verdura, matzá, jarozet, el cordero pascual y la carne del sacrificio festivo correspondiente al catorce de Nisán”.
Maimónides no pretende indicar el procedimiento del ritual de Pesaj para sus contemporáneos sino para los peregrinos que ascendían a Jerusalén, los que asaban sus corderos pascuales y los comían entre himnos y cantos de alabanzas. De igual modo, cuando continúa describiendo “y se sirve la segunda copa, y es aquí cuando el hijo pregunta y dice: ¿en qué se distingue esta noche a las demás noches… Que durante todas las noches nosotros comemos carne asada, hervida o cocinada, mientras que en esta noche sólo asada, etc”, Maimónides no se refiere al cándido niño que se sentaba, en su tiempo, en la mesa paternal en el Cairo o en Córdoba, sino al hijo que se sentaba a la mesa de su padre en Jerusalén, en esta noche sagrada, en momentos en que el ambiente se hallaba recargado de los cánticos de alabanza de la comida pascual. De igual modo prosigue: “y retornan la mesa hasta él y dice: este sacrificio pascual que nosotros comemos, ¿qué viene a significar? .. y luego bendice: Bendito seas Tú, oh Eterno, nuestro Di-s, Rey del Universo, que nos santificaste con Tus preceptos y nos prescribiste comer el sacrificio, y se come primero de la carne del cordero del sacrificio festivo y se bendice … por la comida del sacrificio y se come del sacrificio pascua!… y por último se come de la carne del sacrificio pascual, inclusive la cantidad equivalente al tamaño de una aceituna, y no debe probarse nada más”.
El Seder descripto por Maimónides es el concepto ideal de la noche de Pesaj y sus preceptos, y nuestro gran maestro no presta atención a la realidad que le toca vivir, dura y cruel. Coloca delante de sus ojos la Jerusalén reconstruída, el Templo restaurado, los sacerdotes en pleno servicio, y los hijos de Israel, que libres, se ocupan de los preceptos de esta noche. Sin embargo por un instante se sacude de su sueño ideal y de su visión romántica, y se enfrenta con la pesadilla del exilio, el sometimiento del cuerpo y la decadencia espiritual, y comienza entonces a decir: ” Y en nuestro tiempo no se dice “tan solo carne asada”, ya que no existe el sacrificio pascua!… y en su lugar se dice: “el sacrificio del Pesaj que nuestros padres comían cuando existía el Templo … “; y en nuestro tiempo se agrega también “El Eterno, nuestro Di-s” … y en nuestro tiempo se come matzá según la medida de una aceituna y tras esto no se prueba nada más … “. Es decir, nuestro tiempo no es más que una anomalía histórica en el proceso de materialización de la Halajá ideal en el mundo real, y por lo tanto, no hay necesidad de extenderse en palabras sobre un tiempo de descarriamiento pasajero que marca nuestra realidad histórica contemporánea.
La Halajá permanece con todo su vigor, y nosotros aguardamos y deseamos el día de la redención de Israel, cuando el mundo ideal deponga a la realidad profana. Y cuando el hombre de la Halajá afirma en su plegaria: “Sea Tu voluntad que se complete íntegramente la mengua lunar y que no cuente con ningún defecto”, él se refiere a la corrección de la carencia en la creación real, la que no concuerda con la imagen ideal de la realidad. La nostalgia de la redención, la llegada del Mesías y la reconstrucción definitiva del Templo, se nutre de los anhelos elevados y ocultos del hombre de la Halajá por la realización total y completa de un mundo ideal sobre la realidad concreta.
En este mundo sensible la Halajá se reflejará en toda su belleza y esplendor y la vida será un reflejo de la creación maravillosa, producto de Di-s. El ideal del hombre de la Halajá es someter la realidad a la autoridad de la Halajá. Mas, todo el tiempo que este anhelo no se convierta en un hecho preciso y definitivo, el hombre de la Halajá no se desespera y no critica jamás el enfrentamiento entre lo real y lo ideal, entre lo que separa la Halajá de los hechos, entre la ley y la vida. El prosigue su camino y no reniega de su suerte.
[Similar camino recorre el matemático! Cuando Riemann y Lubatchevsky descubrieron la posibilidad de un espacio no euclidiano, distrajeron su atención del espacio existencial en el que vivimos y el cual captamos con nuestros sentidos, espacio euclidiano de principio a fin. Ellos se ocuparon de una construcción matemática ideal, y en ella descubrieron elementos del espacio geométrico, distinto al nuestro. Tras ellos vinieron los físicos, como Einstein y su equipo, los que se sirvieron del espacio no euclidiano a fin de dilucidar fenómenos físicos. El espacio geométrico-ideal encontró, entonces, su aplicación en el universo real. (Sin embargo, según las teorías epistemológicas modernas, y según la declaración de los grandes maestros de las ciencias matemáticas de la naturaleza como Herz, Einstein, Planck y Eddigton, también el físico no obtiene una fotografía de la realidad sino que construye un mundo, el cual concuerda de modo correlativo con el mundo sensible y concreto).
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En el hombre de la Halajá no se encuentra el mismo apego a la trascendencia que en el religioso en general. El hombre de la Halajá no aspira a un mundo trascendente, niveles “superiores” de una existencia pura y etérea; pues en verdad el ideal y la aspiración del hombre de la halajá fueron creados para ser aplicados en el mundo real. Este mundo representa la plataforma de la Halajá y la base del hombre apegado a ella. Aquí puede concretase en mayor o menor medida; aquí puede realizarse pasando de la potencia al acto. [Aquí, en éste mundo, puede el hombre alcanzar la eternidad!. “Mejor es una hora de Torá y Mitzvot en éste mundo que toda la vida futura”, afirma uno de los autores de la Mishná, siendo éste el lema del hombre de Halajá. El hombre religioso en general no comprenderá la significación de éste principio, y lo considerará con un vago sentimiento de rencor y desdén, como si viniera a negar, Di-s libre y guarde, la vida sublime que sigue a la muerte.
Relatan sobre el Gaón de Vilna, que antes de morir tomó entre sus manos los tzitzit de sus ropas y llorando exclamó: “[Cuan hermoso es éste mundo -por tan sólo una moneda puede el hombre alcanzar la eternidad!”. Y cuando una dama de la nobleza polaca se encaprichó y exigió por los mirtos frescos que crecían en su jardín la recompensa prometida al Gaón por el cumplimiento de la Mitzvá de las cuatro especies, con gusto el sabio accedió a su demanda. En aquella festividad de Sucot, el Gaón se alegró enormemente y dijo a sus alumnos: “Todos los días de mi vida aguardé el momento de poder cumplir un precepto divino sin alcanzar por ello alguna recompensa a fin de cumplir el consejo de Antignos de Soco que afirmaba: Sirvan al rabino sin la intención de recibir a cambio un premio, y, ¿ahora que tengo la oportunidad, no voy acaso a cumplirla con alegría y regocijo?”.
El judaísmo tiene una actitud negativa ante la muerte y los difuntos; un muerto impurifica, una tumba impurifica, un hombre impurificado por un muerto está impuro por el término de siete días, estándole prohibido comer de los sacrificios e ingresar al Santuario; un nazareno impurificado por un muerto anula sus días anteriores debiendo rasurarse y presentar un sacrificio; los sacerdotes tienen prohibido impurificarse a causa de un difunto.
La gravedad de la impurificación es proporcional al grado de santidad: un sacerdote ordinario puede impurificarse ante sus siete parientes más cercanos, mientras que el Gran Sacerdote (al igual que el nazareno) ni siquiera por ellos puede hacerlo.
Numerosas religiones asignan al fenómeno de la muerte un valor positivo, el que afirma y refuerza el sentimiento y la conciencia religiosos, razón por la cual santifican la muerte, al difunto y a la tumba, pues constituyen el umbral de la trascendencia, la entrada al mundo venidero, la ventana luminosa que desemboca en dominio de lo grandioso y lo elevado. El judaísmo, por el contrario, declara a la muerte impura y la rechaza, lo mismo que a la desaparición y la agonía, optando por la vida y su santificación. El judaísmo fidedigno, voz de la Halajá, concibe a la muerte como la oposición y la contradicción total de toda vida religiosa. La muerte se opone a la esencia misma de la experiencia sublime del hombre religioso. El Talmud declara que el muerto está libre del cumplimiento de todos los preceptos. La costumbre aceptada en Israel de hacer como los habitantes de Lotaire, que ordenaron quitar los tzitzit de las mortajas o anularlos, se tornó en un verdadero precepto. La Halajá no tiene ningún contacto positivo ni con la muerte ni con el rito del entierro. Por el contrario, ella considera a estos fenómenos desde una perspectiva negativa. “Quien tiene la obligación de ocuparse de un muerto, está exento de la lectura del Shemá, de la plegaria, de los tefilín, y de todos los mandamientos de la Torá”. Los maestros de la Tosefta citan las palabras de Rabi Bon del Talmud de Jerusalén: “Está escrito ‘Para que te acuerdes todos los días de tu vida del día en que saliste de Egipto’, los días que te ocupas de la vida, no los que te ocupas de la muerte” (Rashi y Maimónides explican esta ley a partir del hecho que, quien se ocupa de una mitzvá, está exento de cumplir simultáneamente otra mitzvá). La muerte es el símbolo de la concretización de la impureza, y quien se ha consagrado a su Di-s debe alejarse y distanciarse de ella. “Ni por su padre, ni por su madre, ni por su hermano ni por su hermana se impurificará ante su muerte, pues lleva sobre sí la aureola de Di-s”. La Halajá no se interesa en absoluto en mundo trascendente. El mundo venidero es un mundo calmo y silencioso, todo bondad, todo extensión, todo eternidad, en el cual el hombre recibe la recompensa por las mitzvot cumplidas en este mundo. Sin embargo, recibir una recompensa no es una actividad religiosa, razón por la cual prefiere el hombre de la halajá el mundo real a la realidad trascendente: aquí puede el hombre crear, hacer, producir, mientras que allí, en el mundo venidero, no puede ya modificar absolutamente nada. “Todo el que se ocupa en la víspera del Shabat, comerá en Shabat”. También la noción de la expiación y el perdón se limita al dominio de la vida real de los hombres de carne y hueso, sin que penetre en la esfera de lo trascendental. La vocación del hombre religioso está ligada al cumplimiento de las mitzvot, y este cumplimiento es posible tan sólo en éste mundo, en la realidad corporal y concreta. La santidad debe alejarse de la muerte y concentrarse en el fuego de una vida trepidante, animada de goce y energía. El sacerdote, el nazareno, el atrio del Templo, los sacrificios, están separados del ámbito de la muerte. Una pared de hierro los separa. La santidad es la santidad de la vida presente, de la vida terrenal. “Dijo Rabi Yehoshua, hijo de Levy: A la hora en que Moisés subió al cielo, los ángeles dijeron delante de Di-s: Señor del Universo, ¿qué hace un hijo de hombre entre nosotros? Le dijo Di-s a Moisés: ¡dáles una respuesta!. Dijo entonces Moisés: Señor del Universo, la Torá que me entregas, ¿acaso no dice en ella “Yo soy el Eterno, tu Di-s, quien te sacó de la tierra de Egipto? Les dijo Moisés a los ángeles: ¿a Egipto ustedes bajaron, ante el Faraón los esclavizaron? No dice acaso en la Torá “Recuerda el Shabat para santificarlo”, ¿qué trabajo realizan ustedes para tener que descansar? No dice también: “Respeta a tu padre y a tu madre”; ¿ustedes tienen padre y madre? Acaso no está escrito en ella: “no matarás, no cometerás adulterio, no robarás”, ¿acaso hay envidia entre ustedes, acaso poseen malos instintos? Entonces, los ángeles lo alabaron”.
Di-s no desea entregar la Torá a los ángeles celestiales, criaturas del mundo trascendente. El entregó la Torá a Moisés, quien la bajó hacia la tierra y la instaló entre los hombres, habitantes de un mundo sombrío y obscuro. La tierra y la vida corporal son la base de la realidad halájica. Sólo sobre lo concreto y lo sensible de la vida en este mundo puede realizarse la Halajá: los ángeles, que no comen ni beben, no emulan ni envidian, no son aptos ni apropiados para recibir la Torá.
“El salvar una vida humana desplaza a la Torá entera; vivirás por las mitzvót y no morirás por ellas; es preferible violar un shabat para observar muchos otros”. Esta leyes la divisa del judaísmo. Maimónides, precavido al máximo en no extenderse en palabras, se explaya al respecto: “Está prohibido demorarse en violar el shabat por causa de un enfermo que se halla en peligro … pues las reglas de la Torá no instauran la severidad en el mundo, sino la bondad, la gracia, y de paz. Y en cuanto a los incrédulos que afirman que esto es una violación del shabat y que está prohibido, es sobre ellos que dice el versículo: [E incluso llegué a dar les preceptos que no eran buenos y normas con las que no podrían vivir. Las palabras de la Torá no se oponen a las normas de la vida y de la realidad, puesto que si así fuera, y estas negaran el valor de la existencia concreta, psicológica y bilógica, ellas no vendrían a cubrir de bondad, gracia y paz al mundo sino de cólera y venganza. En el caso de salvar una vida humana, no se debe actuar con severidad.
Rabi Jayim de Brisk jamás estuvo de acuerdo con la ley que enseña que los enfermos en peligro deben ser alimentados durante el Día del Perdón con una determinada y mínima cantidad de comida. Ordenaba a quienes los cuidaban que los alimentaran con una comida liviana, tal como lo hacían los demás días. Cuando mi padre y mi maestro estaba a punto de viajar a Ressin, en la provincia de Kovna, para desempeñar una función rabínica, Rabi Jayim le dijo: “Te ordeno enseñar según mi decisión en lo referente al enfermo en peligro el Día del Perdón, ya que ésta refleja la verdadera esencia de la ley”. De normas semejantes surge el valor de la vida terrenal en la concepción judía, y por ellas aprehendemos el énfasis y la constante insistencia de la visión judía. La vida pasajera se transforma en vida eterna, ella se eleva y se santifica con la santidad de la eternidad.
De acuerdo a esta concepción del mundo podemos comprender el extraño carácter de los grandes de Israel y de los gigantes en la Halajá: el miedo a la muerte. El hombre de la Halajá teme a veces a la muerte; el pánico a la desaparición lo asalta de tiempo en tiempo. Un hombre debe romper sus vestimentas y hacer duelo ante la muerte de un pariente cercano. La Halajá determina etapas en la gravedad del duelo: el primer día (que según muchos de los primeros exégetas legales está prescrito en la Torá misma), el séptimo, los treinta días y los doce meses. Le está prohibido a un Onen ofrecer sacrificios sagrados; al deudo no eleva sacrificios durante siete días; el Gran Sacerdote está exento de la ruptura de sus ropas ante un muerto cercano. El recordar a un muerto y el meditar en él, atentan contra la santidad del Templo y el Sacerdocio Mayor. Muchos de los primeros exégetas legales eximieron al Gran Sacerdote de la observancia del duelo. La santidad está enraizada y ligada a la alegría. “Y se alegrarán delante del Eterno, vuestro Di-s, durante siete días”; “Te regocijarás por todo lo bueno”; “Estarás completamente alegre”. La alegría es el símbolo de la vida real, en la cual la Halajá se realiza. El duelo y la desolación están íntimamente ligados a la muerte, la que se opone a la santidad.
La muerte y la santidad son dos términos que se contradicen mutuamente. El Gaón de Vilna, Rabi Joseph Ber de Brisk, su hijo Rabi Jayim, su nieto Rabi Moshé, Rabi Elihau de Projina, no visitaron jamás un cementerio ni se postraron ante las tumbas de sus ancestros. El ocuparse de la muerte los hubiera distraido del estudio de la Torá. Mi tío, Rav Meir Berlin, me contó que en cierta oportunidad le tocó alojarse junto con R. Jayim en un hotel de Libao, sobre la costa del mar báltico.
Durante una mañana clara, habiéndose levantado a la salida del sol y aproximado al balcón, encontró al R. Jayim sentado con la cabeza entre sus manos, la mirada clavada en los primeros rayos de sol, absolutamente inmerso en la experiencia estética de tal magnífica visión cósmica. Se hallaba entregado a una melancolía penetrante y envuelto en una profunda tristeza. El Rab Berlín lo tomó del brazo y sacudiéndolo le dijo: “¿Maestro, por qué se angustia y se preocupa? ¿acaso hay algo que le aflige?”. “Sí”, le respondió R. Hayim, hombre de la Halajá, “medito sobre el fin de todo hombre, sobre la muerte”. El hombre de la Halajá goza del esplendor del amanecer en el oriente y del pleamar en el occidente, sin embargo, esta experiencia cargada de la beatitud de la naturaleza y lo maravilloso de la existencia, lo colma de pena y melancolía. Por un lado, la belleza imponente del universo, y por el otro, el destino del hombre, el cual goza de un misterioso esplendor por un corto período que se esfuma como un sueño, golpea las cuerdas de su corazón sensible que siente la inmensidad de la tragedia oculta en este fenómeno: un universo inmenso y espléndido, y un hombre de vida efímera. El temor a la muerte se convierte en sorda tristeza, en angustia muda y en dulce y blanda aflicción, todo coronado por el encanto de tal experiencia estética, profunda y sublime. Sin embargo, el hombre que se somete a una experiencia tan sublime, no es el tipo de individuo que aspira a lo trascendente y pretende trasponer los límites de la realidad concreta. Porque si así fuera, para qué afligir su alma y angustiarse por la belleza de un mundo que no es más que un pálido reflejo de una existencia superior indefinida. El hombre de la Halajá que observa los primeros rayos de sol y medita acerca de la belleza del mundo y la vanidad del hombre, a partir de un sentimiento de éxtasis mezclado de tristeza, es irremedia- blemente un hombre de este mundo, un ser perteneciente a la realidad inmediata. Tal hombre no se une a su Creador más allá de los lejanos horizontes, envueltos de secreto y de misterio, cubiertos por los encantos de la santidad y la trascendencia, sino aquí, dentro mismo del mundo.
“Dije: no veré a Di-s en la tierra de los vivos … Que el Sheol no te alaba, ni la muerte te glorifica, ni los que bajan al pozo esperan en tu fidelidad. El que vive, el que vive, ése te alaba como yo ahora. El padre enseña a los hijos tu fidelidad”, cantó Ezequías, rey de Judá, cuando se incorporó de su enfermedad. “No he de morir, viviré y contaré las obras de Di-s”, suplicó David, rey de Israel, ante el Creador. Y el eco de estos cánticos aún resuenan en el mundo de la Halajá.
El ideal del hombre de la Halajá no es la redención del mundo por intermedio de un mundo superior, sino por sí mismo, gracias a la adecuación de la realidad concreta a la existencia ideal halájika. Si el hombre de Israel vive de acuerdo a la Halajá (vivir acorde a la Halajá significa el conocimiento de la Halajá en sí, y su adaptación al mundo real – la realización de la Halajá) entonces en él se concreta la redención. Un mundo vil puede elevarse al nivel de un mundo sublime. Si el hombre de Israel conoce, por ejemplo, las leyes del shabat y las normas de santificación de este día en todos sus detalles, y si comprende profundamente las leyes mismas de la Torá que se refieren a la abstención del trabajo creador, entonces puede observar en la puesta del sol en víspera del sábado no tan solo un fenómeno natural, cósmico, sino una visión admirable, sagrada, sublime, altamente superior a cualquier otra -la santidad del mundo suspendida en la caída del sol.
Recuerdo que en una oportunidad salí con mi padre al patio de la sinagoga, antes del rezo de Neilá del Día del Perdón. Era un día claro y límpido, repleto de luz; comenzaba a atardecer y un sol otoñal se sumergía en el extremo oeste, tras los árboles del cementerio, dentro de un mar de púrpura y dorado. Fue entonces que murmuró R. Moshé, hombre de la Halajá: “esta puesta del sol no se parece a ninguna otra puesta del año: ésta viene a expiar todos los pecados” (el fin del Día del Perdón es el momento del perdón). El Día del Perdón, el perdón de los pecados, la expiación de las faltas, y la redención de los delitos se amalgaman al esplendor y a la majestad del universo, al orden secreto de la creación, convirtiendo tal fenómeno cósmico en algo sagrado y vivo. Cuando los justos se establecen en el mundo venidero, en el que no existe el comer ni el beber, coronados, y gozando del esplendor de la Gloria divina, se ocupan del estudio de la Torá, la cual se ocupa de la vida física del mundo “inferior”. “Discuten en la Escuela Celestial: si la mancha (pústula) precede al vello blanco, es impuro, mas si el vello blanco precede a la mancha, caben dudas que sea puro. Entonces, el Santo Bendita Sea dice: puro, mientras toda la Escuela Celestial dice: impuro”(se refiere a los signos del leproso expuestos en Levítico 13). “A la hora en que Moisés subió hasta el cielo encontró a Di-s ocupado en los problemas de la vaca roja. El decía: Eliézer, mi hijo, afirma que la vaca debe ser de dos años, la becerra desnucada de un año, etc”. El Creador del Universo, sus servidores celestiales, las almas de los justos, todos se ocupan de problemas legales relacionados al mundo sensible -de la vaca roja, la becerra desnucada, el leproso, y de asuntos similares. No tratan problemáticas trascendentes ni cuestiones que van más allá del tiempo y del espacio, sino de temas ligados a la vida terrenal en todos sus detalles, buscando alcanzar la precisión. Cuando los sabios talmúdicos dijeron: “Doce horas componen el día: durante las tres primeras Di-s se sienta a estudiar la Torá … “, se refirieron a la Torá entregada a nosotros, la que trata de asuntos de dinero, de prohibiciones sexuales, de alimentos prohibidos, casamiento y divorcio, del pan con levadura y el ázimo, del shofar, del lulab, la sucá, y demás temas. La visión del hombre religioso en general es que el mundo inferior aspira al superior. El hombre de la Halajá establece: el mundo superior se siente atraído y nostálgico por el inferior.
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No obstante aquí aparece la principal contradicción que atraviesa la conciencia del hombre de la Halajá. En este punto se revela la antinomia en su cosmovisión del mundo. Por un lado, como lo aclaramos anteriormente, su imagen y las facciones de su rostro se parecen a las del hombre del conocimiento quien se ocupa de construir por el placer mismo de crear y por la felicidad de inventar, aplicando sus principios ideales al mundo real, tal como lo hace el matemático. Sin embargo, por el otro lado, el hombre de la Halajá no se amolda al tipo cognitivo laico cuyo saber no está dirigido en absoluto hacia lo trascendente, preocupándose solamente de las necesidades del momento. La Torá implanta en la conciencia del hombre de la Halajá la idea de una vida eterna y la aspiración a la eternidad, tal como lo expresa la bendición que se recita en referencia a la Torá: “Tú has implantado en nosotros vida eterna”. El hombre de la Halajá posee lo elevado y lo sublime del religioso en general, cuya alma se halla sedienta de el Di-s Viviente; una corriente nostálgica corre y fluye rumbo al mar de la trascendencia, en dirección a un Di-s que se oculta en su escondite misterioso. Podemos afirmar: el hombre de la Halajá se aferra con toda su esencia a la existencia concreta y al mundo sensible, aunque también cabe proclamar: el hombre de la Halajá se apoya en su Creador y se entrega a El. ¿Cómo podemos reconciliar estas afirmaciones contradictorias?
Una tercera afirmación aclara esta antinomia: no existe entre el hombre religioso y el hombre de la Halajá sino una diferencia de orientación; sus direcciones son opuestas. El religioso en general parte de este mundo y termina en el mundo superior, mientras que el hombre de la Halajá parte del mundo superior en dirección al “inferior”. El hombre religioso desea elevarse desde el valle de lágrimas de lo concreto hasta el monte de Di-s; busca arrancarse del límite estrecho de lo sensible hacia el amplio espacio de la existencia trascendente, límpida y pura. El hombre de la Halajá anhela hacer descender lo trascendente al valle de los mortales y transformarlo en el pais de la vida. Mientras en el interior del hombre religioso late el anhelo de escaparse y evadirse de la realidad, el hombre de la Halajá se confina dentro de los límites de este mundo y no se mueve de el. Pretende purificar este mundo y no escaparse de el. “La huída es el comienzo de la caída”. La obstinación y la terquedad conforman su personalidad. Lucha contra el mal y la destrucción maligna de la vida, debatiéndose duramente contra el gobierno de la infamia y los agentes de la maldad. Su conciencia no lo lleva a escapar hacia un mundo todo bueno sino a hacer descender el mundo eterno hasta depositarIo dentro mismo de este, nuestro mundo. El hombre religioso, cuya mirada se hunde en las alturas, olvida de vez en cuando al mundo inferior, recayendo en dualidades morales e hipocrecía. Reflexionemos: ¿qué hicieron numerosas religiones debido a sus aspiraciones por traspasar las barreras de la realidad y la existencia concreta, a fin de refugiarse en las esferas eternas? A causa de la suave melodía de una existencia sublime que sonaba a sus alrededores, sus oídos no captaron la voz afligida de los residentes del mundo material, el quejido de los pobres, el clamor de los desgraciados. Tal vez, si no hubiesen aspirado a unirse a lo infinito y a unificarse con lo trascendente, hubiesen podido salvar a la viuda y al huérfano y rescatar al oprimido de manos de su opresor. No hay nada más dañino para el alma y para el cuerpo que el desentenderse de este mundo. Buena es la convicción del hombre de la Halajá de no moverse de este mundo, de no escapar rumbo al terreno de lo abstracto.
Este desea hacer descender la gloria divina y la santidad al espacio y al tiempo, dentro de su existencia finita y terrenal. El hombre de la Halajá no se parece al hombre religioso, el cual se revela al dominio de la realidad y busca para sí un refugio en el mundo superior. Tampoco se parece al hombre del conocimiento que directamente no enfrenta al mundo trascendente. El hombre de la Halajá conoce un mundo trascendente mas no se eleva hasta él sino que lo desciende hasta si mismo. En lugar de elevar lo inferior, hace descender lo superior al mundo inferior.
El hombre de la Halajá sabe que el camino verdadero lo conduce hasta el dominio de lo trascendente. El hombre se halla totalmente ligado a lo material, a lo sensible, a lo concreto, por consiguiente, ¿cómo puede escaparse de ellos? Si alcanza una existencia celestial, allí estarán; si se eleva con las alas de la abstracción y lo sublime, también hasta allí lo alcanzarán. El hombre de la Halajá desconfía que el hombre atrapado en la prisión de lo corporal pueda arrancarse a sí mismo de la vida material, romper las ataduras del cuerpo y del instinto, y montarse en su orgullo en dirección al cielo. Además, en su visión religiosa, el hombre de la Halajá es por demás esotérico. Se halla orientado en dirección al pueblo. Tanto en teoría como en la práctica, la Torá es propiedad de toda la comunidad de Israel. Todos, los jueces del pueblo como sus dirigentes, los hachadores como los aguateros, deben vivir de acuerdo a la Torá. “Aquí estais hoy todos vosotros en presencia del Eterno, vuestro Di-s: vuestros jefes de tribu, vuestros ancianos y vuestros escribas … desde tu leñador hasta tu aguador”. El ideal de una vida eterna no es exclusivo de una elite, o destinado a los poseedores de un saber enciclopédico: pertenece a todo Israel. “Con tres coronas fue coronado Israel… la corona de la Torá se halla a disposición de todo Israel, pues está dicho: “una ley nos señaló Moisés, herencia de la asamblea de Jacob” -es decir, todo el que lo desee, pues que venga y la tome”.
Sin embargo, el anhelar lo trascendente y el centrar la mirada en un mundo superior, conduce hacia un marcado esoterísmo, contrario a los principios de la cosmovisión halájica. Los hombres de nuestra generación no se encuentran preparados aún para servir a Di-s renunciando a lo concreto y desprendiéndose del yugo de lo sensible y lo material. Por consiguiente, toda visión religiosa que se ubique al nivel de los serafines y los ángeles, despreciando a los mortales de carne y hueso, terminará al fin engañándose a sí misma y recayendo en mentiras religiosas; como lo dijimos anteriormente, confinándose a un dominio reservado, negándose a pertenecer al dominio público y creando conceptos de esoterísmo religioso. Una religiosidad que gira únicamente en derredor del reino de los cielos y no en el de la tierra – reflejo, al fin y al cabo, del celestial- origina sectas eclesiásticas, favorece la formación de una aristocracia religiosa y el surgimiento de personalidades carismáticas. No hay nada que repugne más a la Halajá que la idea de intermediarios del culto y la elección de ciertas personalidades debido a causas sobrenaturales. La finalidad de la Halajá es democrática de principio al fin. La Halajá afirma que toda religión que se restrinja dentro de los límites de un grupo, secta o fracción, y se convierta en posesión tan sólo de una elite, es más dañina que provechosa. La ideología religiosa que establece dominios reservados y fronteras entre los hombres en su relación con Di-s, atenta contra su esencia. Si la religión mantiene que Di-s está más cerca de fulano (a causa de su estirpe, su fe o su función) y más lejo de mengano, es necesariamente culpable. El hombre no precisa absolutamente de nadie para dirigirse a Di-s: no de intermediarios ni defensores, no de enviados ni abogados.
Cada vez que golpeé a las puertas del cielo, será respondido. Y no sólo que los hombres no necesitan unos de otros para relacionarse con Di-s, sino que tampoco precisan de la ayuda de ángeles o serafines. Uno de los trece principios de fe de nuestra religión declara: “Sólo a El es conveniente dirigir las plegarias y a ningún otro”. y cuando el sol se encuentra a la altura de las copas de los árboles, y la comunidad de Israel embebida en nostalgia y perdida de amor se apoya en su Amado y derrama su alma en cánticos y alabanzas en “los trece atributos divinos (*), muchos de los grandes maestros de Israel solían saltear el bello verso:”(*). La Halajá ve en esta plegaria una desviación en su pensar. Por consiguiente, el pensamiento de los maestros de la Halajá no se encontraba cómodo con el sacrificio del justo dentro del Jasidismo, pues contradice la esencia misma de la actitud halájica. Si deseas una religiosidad esotérica, democrática, confínate al dominio de la vida sensible, terrenal, a la vida del cuerpo provisto de sus 248 órganos y sus 365 tendones, y no orientes tu mente hacia una vida espiritualmente sublime, enraizada en el terreno de lo abstracto. Según el hombre de la Halajá el sujeto del acto religioso no es el modelo espiritual sino el hombre dentro de una realidad físico-biológica, el hombre que desea, escucha el consejo de su instinto y marcha tras el goce y el placer.
Por lo tanto modificó la Halajá el rumbo espiritual del hombre religioso. En lugar de una aspiración de abajo hacia arriba, de la tierra al cielo, del reflejo y de la sombras a la coronación de una existencia intensa, del desbordamiento óntico puro, (como la tensión de los platónicos por el mundo de las Ideas o de los neo-platónicos por los mundos superiores que emanan del Uno absolutamente trascendente) la Halajá centra su atención en el mundo inferior. Cuando el hombre de la Halajá aspira alcanzar a Di-s, en realidad no se esfuerza por elevarse hasta El sino por hacer descender Su gloria al terreno de lo real. “Rabi Akiva comenta: Un versículo dice: [Di-s bajó … 1, lo que enseña que Di-s inclina los cielos sobre la cima del monte. Rabi dice: Enseña que inclinó los cielos inferiores y los cielos superiores sobre la cima del monte”. El hombre religioso sediento del Di-s Viviente derrumba las fronteras de lo real y conquista la realidad que lo circunda bajo un espíritu absolutamente abstracto y puro que se precipita hacia los cielos. Para el hombre religioso aproximarse a Di-s es saltar de lo sensible y lo concreto hacia lo trascendente y misterioso. [No así el hombre de la Halajá!. Cuando su alma tiende a Di-s, se sumerge en la realidad, hunde todo su ser dentro de la existencia concreta y ruega a Di-s que descienda sobre el monte y more dentro de la realidad en toda la acepción de este concepto. El hombre religioso sube a Di-s, mientras que es Di-s quien desciende en dirección al hombre de la Halajá. Este último no aspira a trasformar lo finito en infinito sino a convertir lo infinito en finito. Hace descender la gloria divina a un Santuario limitado por una veintena de planchas, la santidad a un mundo cernido dentro del dominio de lo real, y lo absoluto a actos establecidos por las leyes del determinismo físico. Para la concepción de la comunidad de Israel, la idea de santidad no representa la trascendencia más separada y más aislada de la realidad. Tampoco señala la plena realización del ideal ético, del bien supremo, el cual no está ligado para nada con la trascendencia sino en el dominio de los valores y las normas. De acuerdo a la concepción de la Halajá, la santidad representa el reflejo de la trascendencia más cerrada y secreta en nuestro mundo concreto, “el descenso” de Di-s, inaprehensible para toda mente humana, sobre el Monte Sinaí, la inclinación sobre el universo del mundo secreto y misterioso. La santidad no titila ante nuestros ojos como la luz de un misterioso planeta sobre el fondo de un cielo celeste, distante y aislado, sino que se refleja en nuestra vida concreta.
“Y proclamaba uno al otro: santo, santo, santo, es El Eterno Tzvaot, Su gloria llena totalmente la tierra. Y se autorizaban el uno al otro y decían: El es santo desde las alturas, residencia de Su majestad; El es santo sobre la tierra, obra de su poder; El es santo por siempre jamás”. El comienzo de la santidad se halla enclavado en los cielos elevados, extendiéndose en la visión escatológica hasta “los días venideros” -Di-s es santo por siempre jamás. Pero la mano que unifica estas dos visiones es la concepción halájica de la santidad: El es santo sobre la tierra, obra de su poder – santidad concreta. El hombre no se santifica ni por la comunión metafísica con lo supremo, por la misteriosa comunión con lo infinito, ni tampoco por medio del éxtasis que lo protege fuera de sus límites; alcanza la santidad sólo a través de una vida corporal, por intermedio de sus obras sensibles, y debido a la inserción de la Halajá dentro de la vida concreta.
“Habló Di-s a Moisés y dijo: santificaos y seis santos, porque Yo soy El Eterno, vuestro Di-s. Guardad mis preceptos y cumplidlos. Yo soy El Eterno, el que os santificó … Respete cada uno de vosotros a su madre y a su padre. Guardad mis sábados ……………….. Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo …………….. Habeis de separar entre animales puros e impuros y entre aves impuras y puras … Sed, pues, santos para mi, porque yo, El Eterno, soy santo”. La santidad representa una vida organizada y establecida de acuerdo a la Halajá, y se completa por intermedio de prohibiciones sexuales, alimentos prohibidos y demás ordenanzas. Y no gratuitamente incluyó Maimónides estas prohibiciones en su tratado sobre la santidad. La santidad es creada por el propio hombre, por un ser de carne y hueso. (Con la santidad de la boca nosotros creamos la santidad del altar y la santidad de la manutención del santuario?). La tierra de Israel se santifica a través de la conquista del país; Jerusalén y el patio del Templo: por dos sacrificios de acción de gracia (Jerusalén) o por medio de los cánticos que acompañan a las oblaciones (el patio del Templo), etc. El hombre consagra un lugar del espacio y construye un santuario para el Creador. “A la hora en que El Santo Bendito Sea le ordenó a Moisés construirle un Santuario, comenzó éste a vacilar y a decir: ¿la gloria de Di-s llena los espacios superiores y los inferiores, y ahora El me dice] hazme un santuario!? Además, Moisés vio como Salomón le construía un Templo, mayor aun que el Santuario, y decía delante de Di-s: ¿acaso Di-s morará en la tierra? Entonces El Santo Bendito Sea le respondió: ]No como tu piensas Yo pienso, ya que me basta una veintena de planchas en el norte y una veintena en el oeste, y no sólo esto sino que he de descender y me limitaré a un codo por un codo”. Moisés vaciló y dijo: ¿cómo es posible hacer descender lo infinito dentro de lo finito, cómo es posible establecer la trascendencia absoluta, el supremo secreto, y la sombra del Todo Poderoso dentro de un Santuario pequeño y estrecho, dentro de un mundo limitado por las estrictas reglas de la realidad y sus principios? Esta problemática encuentra su expresión en el planteo de Salomón: ¿acaso Di-s ha de morar en la tierra? Es decir, si el hombre añora a Di-s, si su alma se enciende de amor y languidece por su Creador, entonces está en él el romper las ataduras de su existencia concreta y ascender al Monte Divino, abstracto y trascendente; pues ¿cómo podrá vivir el hombre dentro de su realidad físico-biológica en el sitio de Su Santidad? Aquí los criterios se invierten, y somos nosotros los que hacemos descender la Gloria divina al mundo inferior, hasta el mismo dominio de lo sensible, hasta el territorio del tiempo y el espacio, al campo de las medidas, la cantidad y lo concreto.
“Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, [cuánto menos esta Casa que yo te he construido! – ¿cómo contendrá lo finito a lo infinito? Sin embargo, la respuesta de Di-s es: “No como tu piensas yo pienso, pues me basta una veintena de planchas en el norte y una veintena en el oeste, y no sólo esto, sino que he de descender y me limitaré a un codo por un codo”. La infinitud se autolimita; la eternidad se concentra en lo efímero y lo pasajero, la presencia de Di-s se reduce a límites, y la Gloria divina a lo mensurable. El judaísmo aportó al mundo el secreto de la contracción de lo infinito en finito, la trascendencia en lo concreto, el mundo superior en lo sensible y la divinidad en el dominio de lo real. Cuando descendió Di s sobre el Monte Sinaí, estableció una ley válida para todas las generaciones: Di-s es el que desciende al hombre y no el hombre el que asciende a Di-s. Cuando le dijo a Moises: “Y me harán un Santuario y yo moraré entre ustedes”, le reveló el terrible misterio: Di-s contrae su presencia en éste mundo. El secreto de la contracción divina en la Halajá no se ocupa de cuestionamientos cosmogónicos ni tampoco de misterios metafísicos. La halajá tampoco investiga la creación de la existencia, tal como lo hicieron los cabalistas o al igual que se comportaron (¡salvando toda diferencia!) Filón de Alejandría, Plotino y sus alumnos, o los sabios del Renacimiento. La ley de la Halajá es práctica y utilitaria, y por consiguiente no cabe comparar la noción de la contracción divina de la Halajá con la de la concepción mística. Allí, ésta idea expresa un sistema metafísico, el cual penetra en los secretos de la creación, examina los fundamentos, el ser y la nada, el principio y el fin. En la Halajá la contracción divina no se ocupa de la creación ni de lo metafísico sino de la regla y de la ley. Vemos, entonces, cuán distinta es la concepción ontológica del hombre de la Halajá de la del hombre místico. La comprensión divergente de la contracción divina en la Halajá y en la mística, los ubica en posiciones radicalmente opuestas. El místico ve en el mundo real una suerte de “atentado” contra el honor del Santo Bendito Sea. La existencia rechaza, supuestamente, al Creador. La Cábala siente y participa en la desgracia que constituye el exilio de la Presencia divina -la gloria de Di-s que se descubre a partir de lo infinito, se encarna en la creación y se limita dentro de ella. Vemos en la creación del mundo, en el acto de generarlo, una suerte de “renunciamiento” por parte de Di-s, el cual es “sagrado y separado del universo, y ningún pensamiento puede aprehenderlo”. La creación revela la bondad del Eterno cuya Gloria toma la forma del mundo, lo mantiene vivo y le da existencia. Aquí se revela una terrible antinomia, misteriosa y secreta.
Por un lado, la Gloria divina, la más impenetrable de todos los misterios, la más eterna, peculiar, sublime y suprema, niega cualquier otra realidad independiente de ella, contradice y arrasa a todo mundo visible o invisible que reclame una existencia autónoma; niega mundos aún antes que el pensamiento lIegue a considerar crearlos. Por otro lado, la Gloria divina, infinita, se contrajo en el secreto de su unicidad y creó el mundo “tomando su forma”; y de esta misma manera mantiene la existencia y así, “todo lo que existe depende irremediablemente de ella”. La creación del mundo se realiza gracias a la bondad del Santo Bendito Sea que descendió, supuestamente, de la trascendencia absoluta al dominio de la existencia concreta y “atentó” contra su Honor elevado y supremo el cual rechaza toda posibilidad de cualquier realidad aún antes de ser creada. La creación, entonces, es un “descenso” de la Gloria divina; el “atributo” mismo de Di-s “atenta” contra la idea de lo infinito pues ciertamente no hay otra existencia diferente fuera de ella. La forma gramatical posesiva, Di-s del Universo, se contradice a sí misma; ella reune dentro de una misma fórmula dos elementos opuestos. En una relación directa con Di-s, el mundo deja de existir. Cuando el esplendor divino aparece y se revela, todo retorna al abismo original. Por consiguiente la mística observa al mundo desde una perspectiva pesimista en lo referente a la existencia, y el ideal ontológico no constituye para ella el objetivo supremo. Ella siente y participa de la angustia de la Gloria divina y añora salir con ella de la estrechez de este mundo a fin de apegarse al Di-s supremo el cual es “santo, elevado, supremo, aislado desde todo punto de vista y fuera de toda influencia”.
Según la mística, ésta es la sublime visión escatológica de “en esa día Di-s será Uno y Uno su Nombre”. A fin de apresurar tal advenimiento, es que el místico reza día a día, antes de cumplir con la voluntad del Santo Bendito Sea “a fin de alcanzar la unificación de Di-s y de su Gloria en nombre de todo Israel”. Di-s quiso favorecer por intermedio de Su Gracia, razón por la cual creó el mundo. Sin embargo, el mundo no existe sino desde un sólo punto de vista -un Di-s que repleta todo el universo o inclusive envuelve a todo el universo, mas no desde el punto de vista de un “Di-s supremo, excelso, elevado y supremo” frente al cual “todos los mundos resultan inexistentes y es como si jamás hubiesen existido retornando a lo nulo y la nada”. La existencia y la inexistencia, el ser y la nada no representan dos ideas que se excluyen mutuamente tal como la ontología metafísica las aprehende; son tan sólo una moneda que de un lado lleva impresa la existencia y del otro la destrucción y la nada. Di-s, desde la perspectiva que lo aprehende “colmando” y “envolviendo” todo el universo, mantiene al mundo; desde la perspectiva que lo considera el misterio de todos los misterios, anula al mundo y lo devuelve al abismo y a la nada. La antinomia entre el ser y la nada no es más que un retrato dual que se revela en la relación de Di-s con sus criaturas. La mística aspira a liberar al hombre y a la Gloria divina del mundo por intermedio del descubrimiento del sello de un mundo superior.
El hombre de la Halajá no rechaza ni la existencia ni la realidad; él lee con simpleza e inocencia las palabras del Génesis “y vio Di-s lo que había hecho y he aquí que era muy bueno”. El hombre de la Halajá no desea libere rase del mundo y desconoce absolutamente todo lo referente a la idea del exilio de la Gloria divina, del significado de la Gloria divina cautiva por las cadenas de lo real, presa por las redes de la existencia. Este se halla completamente inmerso en el optimismo ontológico y en la existencia misma. Por el contrario, la tarea del hombre es hacer descender la Gloria al mundo inferior. El secreto de la contracción no debe conducir al hombre a una angustia metafísica sino al goce y la alegría. El hombre y su Creador conviven en este mundo lo que permite al primero llegar a merecer el mundo futuro. La creación del mundo no se ve afectada por la idea de la divinidad; por el contrario, es la voluntad de Di-s que su Gloria se contraiga a sí misma dentro de los límites del mundo sensible. El grandioso ideal de “en ese día Di-s será Uno y Su Nombre Uno” se refiere a la completa realización de la Halajá en éste mundo y no a la conquista y a la ruina de la realidad. La creación del mundo revela esencialmente la voluntad divina y no el mero resultado de Su gracia y Su bondad.
Rabi Simhah Selig, dicípulo y amigo del Rabi Jayim, me contó que en cierta oportunidad entró junto a Rabi Jayim a una casa en la ciudad de Vilna. Mientras esperaban al dueño de casa, Rabi Jayim hojeó unos libros de jasidísmo de Jabad que se encontraban sobre la mesa, y dirigiéndose a Rabi Simhah reflexion6 en tono grave: “Ambas opiniones son falsas: el mundo no fue creado ni por Su bondad ni por Su gracia sino por su voluntad”. El libro trataba, aparentemente, sobre esta problemática y presentaba las dos opiniones: por Su bondad y por Su gracia. Esta visión es la que Maimónides establece como base sólida de su “Guía de los Perplejos” y reaparece de modos variados en las teorías voluntaristas, metafísicas y religiosas como en la de Ibn Gabirol en su “Mekor Jayim” y dentro del sistema de Duns Scotus, influenciado por el primero. Esta es la marca específica del hombre de la Halajá. El mundo fue creado por voluntad del Santo Bendito Sea quien deseaba contraer su Gloria dentro del mismo, razón por la cual nosotros debemos adaptamos a esta idea y ordenar nuestra vida de acuerdo a ella. y mientras el místico sufre el exilio de la Gloria divina, y se lamenta por la presencia divina elevada y suprema, obligada a descender de las alturas, hombre de la Halajá declara que el lugar de la Gloria es este mundo. Para el hombre de la Halajá la Gloria se exilia cuando abandona este mundo rumbo al ámbito de la trascendencia, terrible y misteriosa. “La Gloria divina atraviesa por diez etapas: de la cobertura del Arca de la Alianza a los querubines, de los querubines … y del desierto se elevó y retornó a su residencia, como está dicho: “Voy a volver a mi lugar. .. “.
Cuando la Gloria divina asciende a su lugar, a las alturas del cielo, a ocultarse a la sombra del aislamiento absoluto y el desinterés por el mundo, el Santuario se destruye y comienza el exilio de Di-s. El ideal del hombre de la Halajá es que la Gloria divina resida en este mundo: “Allí me encontraré contigo: ; desde encima del propiciatorio, de en medio de los querubines … “. Este pasaje bíblico representa el mensaje último de la Halajá.
“Dijo R. Abba hijo de Cahana: no está escrito aquí que “se pasea” (holej) sino “andaba” (mithalej) -salta y se eleva. La Gloria divina se hallaba en el mundo inferior, mas una vez que el primer hombre pecó se retiró al primer cielo; tras el pecado de Caín se retiró al segundo cielo; tras la generación de Enoj al tercero; tras la generación del diluvio, al cuarto; luego de la Torre de Babel, al quinto; tras Sodoma, al sexto; tras el descenso a Egipto en tiempos de Abraham, al séptimo, etc. Abraham la hizo descender al sexto, etc, llegó Moisés y la trajo de los cielos superiores al mundo inferior. Dijo R. Itzjak: está escrito, “los justos heredarán la tierra … “, ¿y los malvados qué harán? ¿planearán en el aire? No, sino que los malvados no asentarán la Gloria divina sobre la tierra”. “R. Azariah dice en nombre de R. Yehuda hijo de Simon: lo mismo que un rey que se enoja con una dama… cuando salió Israel de Egipto intentó Di-s hacer volver a Israel junto a la ley y les dijo que le hicieran un Santuario para que morara entre ellos, tal cual está dicho: “y me harán un santuario”. Respondió Israel: ¡que Di-s nos de un signo para que sepamos que realmente nos quiere conducir junto a si!. ¿Cuál es el signo? En el pasado El Santo Bendito Sea recibía los sacrificios desde las alturas -“Y aspiró Di-s el calmante aroma” -y en cambio ahora los aceptará desde abajo, como está escrito:
“Vendrá el Amado a su huerto -éste es la Gloria divina- “y comerá de sus frutos exquisitos” -éstos son los sacrificios, etc”. “Dijo R. Ishmael, hijo de R. Yossi: no está escrito “ya he entrado en el huerto” sino “ya he entrado en mi huerto” -a refugiarme dentro del sitio que fuera originariamente mi residencia, pues la residencia principal de la Gloria era el mundo inferior”. A causa del pecado, la Gloria divina se retiró rumbo a las alturas, siendo Moisés, excepcional entre las criaturas humanas, quien logró retornarla nuevamente al huerto de Di-s – a éste mundo y no a las esferas superiores. El hombre de la Halajá se asemeja en parte al matemático que domina el infinito sólo con el propósito de crear lo finito en los confines de los números y las medidas matemáticas. La Halajá, bajo el sentido de la contracción, también hace uso del método de cuantificación; ella traduce la cantidad en cualidad, la subjetividad religiosa en manifestaciones objetivas y concretas, regladas y precisas. “Las medidas, las divisiones y las separaciones las recibió Moisés en el Sinaí” (Erubin 4a). La Halajá establece normas, leyes y medidas fijas y determinadas para cada uno de los preceptos -a qué se considera comer y cuál es su medida, a qué se considera beber y cuál es su medida, qué es un fruto y cuál es su medida y sus signos distintivos; los treinta y nueve principales trabajos prohibidos en shabat y sus disposiciones, las dimensiones de la tienda de la impurificación, las divisiones, pesos y medidas, etc. “Ya que los preceptos nos fueron ordenados por medio de el recubrimiento de los atributos divinos del rigor, y la restricción de Su luz, etc, por lo tanto la mayoría de los preceptos poseen una medida estricta, como por ejemplo el largo de los tzitzit fue fijado en doce pulgadas, las filacterias deben ser de dos dedos por dos dedos y de forma cuadrada; el lulab es de cuatro tefajim, la suká de siete, el shofar de uno; el baño ritual debe poseer cuarenta seah; los sacrificios -las ovejas, por ejemplo, no pueden ser ofrendadas antes de cumplir un año, los carneros dos, etc.
Del mismo modo la caridad y las contribuciones materiales, a pesar de constituir uno de los pilares sobre los que el mundo se apoya (tal cual está escrito “el mundo está construido sobre la gracia”) poseen una medida determinada: veinte por ciento para cumplir con el mandamiento de modo destacado, de diez por ciento para cumplir de modo regular, etc. Porque el mundo está limitado y medido es que también se estableció medida al precepto de la, caridad y la piedad como al resto de los preceptos” (HaTania, Igeret Hakodesh). El fundador del jasidismo de Jabad, iluminado en mística y Halajá, percibió que el método básico de la Halajá es la actividad cuantificadora incluída en el principio de la contracción. Esta ley asombrosa se manifiesta en dos direcciones paralelas: dentro del mundo real -en la realidad sensible, y dentro del mundo ideal -en las creaciones de la halajá. La voluntad suprema se reviste de estas creaciones y se encarna a través de ellas en los atributos del rigor y de la contracción del cual surge el método de cuantificación. Di-s las dispuso de modo paralelo: así como la realidad cualitativa que se nos revela por medio de los sentidos se halla sometida al principio cuantitativo y a los criterios de verdad fijados por el hombre del conocimiento, así también se halla entregada y sometida la luz superior “la cual es aprehendida por las numerosas restricciones dentro del orden de las emanaciones” a la restricción cuantitativa. El “movimiento” de lo cuantitativo a lo cualitativo, existente en el mundo real, se manifiesta también en el terreno ideal de la Halajá. La sentencia de Galileo que enseña que el libro de la naturaleza está escrito con letras de triángulos, rectángulos, circunferencias, círculos y demás formas matemáticas, también es aplicable a la Halajá. Y no gratuitamente dijo el Gaón de Vilna a quien tradujo la Geometría de Euclides al hebreo, que cuando le falta al hombre una medida de conocimiento en matemática le faltan diez medidas de conocimiento en la Torá. No se trata sólo de una bella alegoría que viene a ejemplificar la amplitud de la sabiduría del Gaón, sino una verdad admitida dentro de la teoría del conocimiento de la Halajá.
La tendencia fundamental de la Halajá es devolver la calidad de la subjetividad religiosa, el contenido de la conciencia del hombre religioso el cual se propaga con la rapidez de las olas en la mar, chocando y rompiendo contra la costa de la realidad, en cantidades y medidas establecidas, en reglas profundamente enraizadas que no pueden ser arrancadas por viento alguno. La voluntad suprema se refleja tanto en el espejo de la realidad, como en el de la Halajá ideal por intermedio de magnitudes y medidas. No existe la subjetivización religiosa, y toda aspiración tendiente a subjetivizar el acto religioso -negando realidad y concretización a la vida religiosa e introduciendo al hombre en un mundo puramente abstracto en el que no existe el comer y el beber sino criaturas religiosas sentadas, con aureolas sobre sus cabezas disfrutando de la experiencia interna, con el espíritu agitado y dirigido a las alturas, hombres repletos de deseos místicos, de nostalgias sublimes y de misteriosas aspiraciones -al fin desaparecerá. La fuerza religiosa caótica que empuja al hombre, sometiéndolo y conquistándolo, se impone sólo cuando la religión se manifiesta de modo concreto; religión sensible en la que existe la vista, el olfato y el tacto; religión en la que el hombre de carne y hueso experimenta todos sus sentidos, sus víceras y sus miembros, con toda su esencia y su personalidad; religión sensual en la que el hombre desea a cada paso. La religiosidad subjetiva de posturas espirituales, de emociones y reacciones, de concepciones y aspiraciones, no dura largo tiempo.
El hombre de la halajá no recibió las instrucciones de La Guía de los Perplejos en lo referente a poesías, cánticos y oraciones. [Examina lo que La Guía de los Perplejos recomienda a estos sujetos!: “Pero no al modo como han procedido esos auténticos ignorantes, que tanto han prodigado sus alabanzas, ampliando y multiplicando las expresiones eucológicas por ellos compuestas …
Tal abuso es frecuente entre poetas y oradores o quienes pretenden poetizar … habiendo entre ellos quienes denuncian flaqueza mental y perversión imaginativa”. A pesar de esto la comunidad de Israel expresa su nostalgia por su Amado en el Cántico de la Unidad y de la Gloria. Y cuando la Gloria divina nos guiña un ojo en medio de una sonrisa de perdón y absolución, nosotros fijamos la “Corona del Reino” sobre la cabeza del Eterno. Y en horas de benevolencia y gracia, en instantes de elevación del alma, cuando nuestra existencia está sedienta del Di-s viviente y toda nuestro ser Lo anhela y desea, entonces multiplicamos los cánticos y las oraciones sin prestar atención a los consejos filosóficos referentes al problema de los atributos negativos. La Halajá no teme al pensamiento especulativo ni a las más finas abstracciones, por un lado, ni a los oscuros sentimientos, ni a las experiencias confusas, ni a las emociones oscuras, ni a la subjetivización escurridiza, por el otro. Ella establece para Israel la ley y el derecho. La Halajá que nos fue entregada en el Sinaí es la objetivización de la religión a través de formas fijas y precisas, leyes definidas, estables y principios específicos. Ella tranforma el subjetivismo en objetivismo y en leyes fijas. ¿A qué se parece esto? A un físico que transforma la luz y el sonido, lo mismo que todo el contenido sensible cualitativo, en relaciones cuantitativas, en funciones matemáticas y en relaciones objetivas. Así como muchas de las escuelas filosóficas aceptaron de Platón y de Aristóteles que el significado de la existencia es “orden permanente”, así tambiéen mantiene la Halajá que toda religiosidad que no se traduce en la realización de actos precisos y determinados como en estables actitudes, leyes y juicios definidas, es una religión que no dará frutos. La noción de “me on” o de “hyle” también existe en el mundo religioso. La experiencia demuestra que las teorías que se refieren al caracter subjetivo de la religión, de Schleiermacher y Kierkegaard hasta Natorp, perdieron la mayor parte de su valor. La Halajá se propone objetivizar la religiosidad, no sólo a través de la inclusión al mundo religioso de actos exteriores y actividades psico-físicas, sino también por medio de la ordenación de los factores internos en el dominio de lo espiritual.
La Halajá establece leyes y fija los límites que constituyen un dique ante la corriente subjetiva del hombre religioso en general que arrastra en su torbellino toda la existencia del hombre a regiones brumosas. De acuerdo a una opinión, los preceptos no precisan ser llevados a cabo con intención (y sólo la intención específica de no cumplir con el precepto puede invalidarlo); e inclusive aquellos que consideran que los preceptos deben ser realizados con intención, no se refieren a intenciones misteriosas dirigidas a un mundo superior sino a un pensamiento simple y claro que refleje la voluntad de cumplir con tal precepto.
Mientras los místicos acumulan intenciones destinadas a dirigir la conciencia del hombre hacia un mundo no revelado, el hombre de la Halajá ignora todos los misterios. La intención de los preceptos figura en la Halajá a la luz del objetivismo y de la ley; tanto la intención como el acto forman parte del proceso de objetivización. Los grandes maestros de la halajá adoptaron esta regla de conducta.
Se cuenta que mi padre, mi maestro, se paró sobre el estrado durante Rosh Hashaná, preparado y listo para ordenar el sonido del Shofar. Quien estaba por soplarlo, un jasid de la escuela de Jabad, hombre temeroso de Di-s y amplio conocedor de los escritos del fundador del movimiento, rompió a llorar. Le preguntó entonces mi padre: ¿acaso lloras al cumplir el precepto del lulab? ¿entonces por qué lo haces al ejecutar el shofar? ¿acaso ambos preceptos no son divinos? Nuestro místico sabía el caracter simbólico del sonido del shofar – un simple sonido-con el que el hombre se propone trasponer la existencia natural y alcanzar al Trono Celestial, Misterio de todos los Misterios. De acuerdo con la concepción de Tania, el sonido del shofar pone de manifiesto el violento deseo del hombre religioso que aspira a salir de la estrechez del atributo de la contracción -atributo del rigor- rumbo al espacio extenso -atributo de la gracia- y de allí elevarse sobre las esferas de las “piedras del edificio” en dirección a un mundo sublime ensalzado por el infinito. El llanto de aquel hombre durante Rosh Hashaná es el del alma que anhela su origen, que aspira a reencontrarse con su Amado no secretamente sino al descubierto.
El sonido del shofar representa una protesta contra la realidad y una negación de la existencia. Todo el pesimismo ontológico de la mística gime y se agita dentro del shofar. Cuando el hombre toma el shofar y lo sopla, protesta contra la realidad que lo separa del infinito. Gime profundamente y se lamenta por su incapacidad de elevarse por encima de la realidad que lo aleja de su Creador. El shofar anuncia el terrible Día del Juicio en el que vendrá el Santo Bendio Sea a aterrar al universo: “Los ángeles se darán prisa repletos de miedo y de pavor; dirán: he aquí el Día del Juicio, oh Di-s, en el que ordenarás al ejército celestial hacer juicio sobre los que no hallan resultado inocentes ante Tus ojos”. El Juicio implica la estimación ontológica y la apreciación de la existencia finita en función de un criterio infinito. El atributo de justicia viene a inclinar el platillo ontológico hacia el lado de la culpabilidad y a retornar la existencia al abismo. Por consiguiente, en Rosh Hashaná tiende el individuo a elevarse de la esfera del Rigor -atributo de justicia- en dirección a la esfera de la Gracia, y de allí rumbo al Di-s venerado por el secreto de la santidad, fuera de los límites de la realidad concreta.
No así el precepto del lulab y del etrog, el cual simboliza la atracción del hombre hacia el Di-s que ilumina todos los senderos y reside dentro de la naturaleza misma; un Di-s que, aparentemente, limita su luz a la existencia concreta en cada uno de sus variados aspectos y fenómenos. El sonido del shofar representa nuestra aspiración por alcanzar el misterio de los misterios, inaprehensible para todo pensamiento, aislado y separado, terrible y santo. El shofar llora, gime y se lamenta por la distancia infinita que separa la existencia del infinito. Por lo tanto, niega al mundo y transporta al hombre rumbo al Ente de los entes, absolutamente trascendente. El lulab y el etrog -fruto de un árbol hermoso- son la confirmación de una creación bella y espléndida que Di-s, desde su perspectiva inmanente, espía desde su escondrijo. Por consiguiente el precepto de alegrarse fue ordenado precisamente en Sucot: “y te alegrarás delante de tu Di-s durante siete días”. Sin embargo Rosh Hashaná es llamado por el Targum como “día del llanto”.
El hombre de la Halajá no distingue entre un día y el otro; él se halla completamente sumergido en la existencia tanto en Rosh Hashaná como en Sucot. Los místicos dividen en partes al caracter objetivo y al caracter concreto de los preceptos. Dentro de un barco maravilloso vagan sobre las olas del subjetivismo más cerrado, más desbordante, revistiéndose de formas diversas y mutando constantemente de aspecto, conformación disparatada y variada de figuras; y esta ola lo sumerge y lo arrastra hasta las puertas mismas del Jardín del Edén de la religión. [Totalmente distinta es la actitud del hombre de la Halajá! El no desea desentenderse de la forma objetiva o arrancar los cerrojos del determinismo. La Gloria divina no padece debido a la contracción, y por consiguiente el hombre de la Halajá no desea librarla ni librarse de su dominio.
I
La relación del hombre de la Halajá con la existencia es no sólo ontológica, sino también normativa. En realidad, la aproximación ontológica le sirve de “corredor” por el que ingresa hasta el palacio de la concepción normativa. El conoce el mundo a fin de someterlo como un objeto para el acto religioso y para el cumplimiento de preceptos. Conoce el espacio por intermedio de leyes religiosas a priori a fin de poder cumplimentar las normas del shabat, el precepto de la Suca, la purificación. El calcula tal cual lo hacen los astrológos a fin de establecer fiestas y años. Se ocupa del mundo vegetal para ordenar sus especies en relación con el precepto de kilahim y a fin de establecer medidas de crecimiento en lo que respecta a las leyes de las semillas y demás. Desde un punto de vista teleológico, el sistema normativo antecede al ontológico. El conocimiento sirve para llevar a cabo la enseñanza que dicta que “el estudio es superior pues conduce a la acción”. Ciertamente también la norma es ideal y no real. El hombre de la Halajá no centra su interés sobre la posibilidad inmediata de la realización de la norma en la realidad concreta. El busca establecer una fórmula normativa, ideal. También en referencia a los preceptos que no rigen en nuestro tiempo, se ocupa desde una perspectiva normativa aunque no esté en sus manos cumplir actualmente con la órden. El principio de nuestros sabios: “el estudio es superior pues conduce a la acción” aparece bajo dos aspectos: a) el acto como fijador de la ley o de la norma ideal b) la realización de la Halajá en el mundo concreto, real. El hombre de la Halajá enfatiza al acto en su primera acepción. Pero la esencia del conocimiento está orientada en dirección al Ethos y no al Logos. En este aspecto el hombre de la Halajá se parece al religioso en general y no al hombre del conocimiento. No considera la norma y tampoco busca imperativos en la existencia.
El hombre religioso en general cree en el eco de la norma que resuena en el universo – “Los cielos celebran la gloria de Di-s y el firmamento anuncia la obra de sus manos”. ¿Y qué anuncian los cielos sino la proclamación de una norma? ¿qué declara el firmamento sino el imperativo de los preceptos? La existencia toda celebra la gloria de Di-s – la obligación del hombre de adaptarse a la voluntad divina. El principio de “marcharás por Sus caminos” (imitatio dei) surge de la relación del hombre de la Halajá normativa con el mundo. Ignoramos los caminos de Di-s si evitamos relacionamos con la existencia en la que se revelan los atributos de acción en toda su belleza y esplendor. Ya lo señala Maimónides en su Guía de los Perplejos que el conocimiento de los atributos de acción son la fuente de una vida moral. Para alcanzar el ideal moral, estamos obligados a adaptamos a la realidad y a conocerla. Este conocimiento es principalmente teleológico -aspira a revelar el imperativo oculto en la realidad. Sin embargo, a la hora en que el hombre religioso recibe la norma contra su voluntad, forzado, el hombre de la Halajá no percibe en su conciencia el caracter coercitivo u obligatorio que acompaña a la norma; siente como si la hubiera hallado en su propio ser y como si no se tratara de un mandamiento que le fuera impuesto sino de una ley existencial de la naturaleza. El hombre de la Halajá no lucha contra sus instintos y no combate al Satán que intenta llevarlo por su camino. El hombre de la Halajá no se encuentra sometido a la seducción del instinto y del deseo y no libra contra ellos batalla alguna. El hombre de la Halajá se halla enraizado en este mundo y no sufre de dualidades espirituales o materiales, del alma que aspira a ascender a las alturas y del cuerpo a descender a las profundidades. No estamos frente a un hombre que desprecia las imposiciones morales y el reino de la norma, aceptándolas contra su voluntad, sino ante una relación armoniosa con la obligación y con intervención de su conciencia personal; la unión de la norma con el individuo, del imperativo con su conciencia y voluntad.
Los más grandes maestros de Israel desconocen todo acerca del Combate del hombre contra su mal instinto a la manera de los santos de la Iglesia cristiana cuyas vidas constituyen una lucha ininterrumpida contra las fuerzas vitales, los deseos de la carne, las relaciones prohibidas y los placeres de este mundo. Los padres de la Iglesia se ofrecieron a la vida religiosa por sometimiento y compulsión; los sabios de Israel por placer y libertad. David que dijo: “el día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche trasmite la noticia” continúa en otro salmo: “Y me deleitaré en tus mandamientos que amo… éste es mi consuelo en mi miseria: que Tu promesa me de vida”. No existe aquí una orden, una imposición de obligaciones sobre las que el hombre se revela, sino una ordenanza placentera anhelada por su alma. Cuando el hombre de la Halajá ingresa al mundo real, ya posee un retrato ideal, a priori, iluminado por el resplandor de la norma. El mundo real, concreto, no lo somete a nada nuevo y no lo obliga a cumplir ninguna nueva actividad que no era conocida anteriormente en su mundo ideal. Este mundo le pertenece, es de su entera posesión; es libre de crear, renovar, mejorar y perfeccionar. La libertad espiritual y mental dominan sin límite alguno, de suerte que el mundo ideal le parece que es producto de su creación. Por lo tanto es libre en su concepción normativa. “No hay libre, sino quien se ocupa de la Torá” (Abot, 6). Quien se ocupa de la Torá e innova es un hombre independiente, un hombre libre.
J
Esta oposición básica de concepciones ontológicas entre el religioso en general y el hombre de la Halajá, también se refleja en el alma de ambos, en la psicología y en el carácter de cada uno. Esta contradicción imprime su marca en la personalidad espiritual.
La tendencia a la subjetividad, al borrado de las formas y los límites lo mismo que a la mezcla de los géneros -superior e inferior, material y espiritual, revelado y oculto- por parte del religioso en general, y la inclinación a la objetivación y al determinismo lo mismo que a la creación estable, poseedora de formas, límites, reglas y ordenanzas del hombre de la Halajá, traza los rasgos principales del retrato de cada uno de estos hombres de Di-s. El hombre religioso es esencialmente subjetivo. Difiere del científico, el cual se destaca por su objetividad, su impasibilidad y su extraña indiferencia. Cuando el hombre del saber se dirige al mundo(*). No se interesa por las consecuencias de sus estudios e investigaciones; él tan solo mira, observa, anota, cuenta y hace inventarios. Lo que no sucede con el hombre religioso. Cuando éste se enfrenta a la creación, arde en el fuego sagrado del asombro, temeroso y tembloroso frente a lo incomprensible, lo incógnito y misterioso.
Su alma se agita y arde como un mar ante una tempestad. Lo secreto le provoca aprensión y zozobra. Oculta su rostro pues teme observarlo de frente; se escapa, y a la misma hora -contra su voluntad- se aproxima; es atraído por el hechizo del misterio, por su nostalgia, y por anhelo que lo lleva a unirse a el. El hombre religioso oscila entre dos gigantes fuerzas magnéticas, entre el amor y el temor, el deseo y el miedo, el anhelo y el pavor. Pende por completo de dos fuerzas contradictorias; atracción por un lado, repulsión por el otro. Las palabras de Otto incluyen mucho de verdad al afirmar que el Fascinatio et repulsio (fascinación y repulsión) constituyen las dos tendencias básicas del hombre religioso. He aquí que padece de dolores del alma y sufrimientos del espíritu; se debate entre dos extremos de extensa amplitud. Al pretender conocer, experimenta un terrible dolor ante el misterio que oscurece aún más lo real, que profundiza y agiganta la maravilla, aunque al mismo tiempo goza debido a estos sufrimientos. El hombre religioso resulta ser de vez en cuando un tanto masoquista, hurga sus heridas y mutila su carne. En estos sufrimientos hay algo también de la dulzura de lo eterno y el sabor del mundo venidero. El placer por el dolor y el goce de los sufrimientos lo conducen al éxtasis religioso. “Los sufrimientos me resultan agradables”, susurra el hombre religioso al interior de su alma y a sus debates interiores. Y a través de estos sufrimientos, de estas contradicciones del alma y de esta aflicción espiritual, la aspiración por lo trascendente logra expresarse.
De este modo se explica la profunda contradicción del alma del hombre religioso en lo concerniente a la apreciación de su propia persona. Por un lado experimenta su bajeza y pequeñez, su Ahora empieza a decir: “Tu separaste al hombre desde los orígenes y lo reconociste permitiéndole ocupar un sitio ante Ti”. ¡En un instante su estatura crece hasta los cielos! En un abrir y cerrar de ojos se transforma del más bajo de las criaturas en el elegido, el cual Di-s separó desde los orígenes y le permitió presentarse ante El. ¡Estar parado frente a Di-s! [Cuánta autovaloración reside en esta idea! ¡Con cuánta fuerza y orgullo se reviste el hombre de la Halajá al expresar tales conceptos!
[Cuánta energía y valentía se oculta en la noción de estar parado ante el creador! El hombre se presenta ante Di-s, y el Eterno confirma y mantiene la existencia del hombre.
Los místicos sostienen que la relación “delante de Di-s” significa el retorno de todo al abismo; toda la realidad se impregna del secreto de la contracción de la divinidad – “tzimtzum” – la cual implica la velación y el oscurecimiento de la gloria y la luz divinas. El hombre de la Halajá el “tzimtzum” no implica el eclipse de Di-s sino la revelación de la Gloria divina. El hombre de la halajá considera que la contracción divina – “tzimzum”- no implica el eclipse de Di-s sino la revelación y el descubrimiento de Su Gloria. También frente a lo Infinito, Bendito Sea, la realidad humana se afirma plenamente, totalmente, dentro de la santidad; el misterio de todos los misterios no la niega ni la anula. ¡Y la misma Halajá lo prueba! Di-s dio iinstrucciones al hombre y estos mandatos constituyen en sí la confirmación de su valor. Si el hombre retorna a la nada, los imperativos, esencia de la Halajá, pierden todo su sentido. [Di-s no puede infligir su propia Ley! El hecho que Di-s se relacionó con el hombre y le ordenó normas y leyes, preceptos y ordenanzas, prueba que El no anula ni borra la existencia humana. Y el hombre de la Halajá prosigue ante la puesta del sol: “Otórganos por amor en este Día del Perdón la absolución a todas nuestras transgresiones, para que nos abstengamos de la explotación de nuestras manos y retornemos a Tí con todo el corazón en cumplimiento de Tu voluntad”. El Día del Perdón, el cual nos fuera dado por amor – promesa de perdón, obligación de arrepentimiento y expresión legal de la voluntad divina-prueba más que cien testigos la importancia del hombre y el lugar central que ocupa. La segunda cita niega a la primera: “Lo creaste poco menos que divino, lo coronaste de gloria y esplendor”. La Halajá viene a decidir entre las dos citas precedentes. El hombre que no vive de acuerdo a la Halajá y no participa de la realización de un mundo ideal, es un ente inútil. “Hasta que no fui creado no era nada, y ahora que he sido creado es como si no lo hubiera sido; soy nada más que polvo cuando vivo, y mucho más cuando me muera”. Sin embargo, el hombre que conoce su obligación -tomar una parte activa en la creación de mundos por medio de la elaboración del universo de la Halajá y su aplicación a la realidad- es distinguido por Di-s desde su origen y llamado a presentase ante El. “Convenía más al hombre no ser creado que serIo. Mas ahora que ha sido creado debe vigilar cada uno de sus actos” (Erubin, 136). Esta es la decisión halájica de los sabios del Talmud, cuyo significado enseña que el arrepentimiento es la tercera proposición que decide entre las dos que la preceden.
La conciencia de éste hecho -si bien que a veces perjudica al hombre de la Halajá quien también tiene una medida del religioso en general- conforma ciertamente su carácter e imprime los trazos fundamentales de su rostro. El hombre de la Halajá no conoce el miedo ni el temor en todo el sentido de estas palabras.
Cuando se aproxima al mundo se encuentra armado de leyes y principios, y la conciencia del orden y el determinismo aparece como una coraza que lo protege del miedo que acomete sobre él. El hombre de la Halajá no ingresa a un mundo extraño y desconocido, a un dominio oculto y misterioso, sino a un mundo conocido a priori por medio de los elementos que porta su conciencia. Penetra al mundo real a partir de la creación ideal que se concretará -totalmente o parcialmente- en la realidad sensible. Y si entre estos dos universos existe un paralelismo, ¿cuál es la razón de temer? Ignora absolutamente todo acerca de la nada, del tohu-bohu, del abismo y las tinieblas. El mundo está construido de una manera perfecta, como una fortaleza: plano sobre plano, capa sobre capa. Y el hombre de la Halajá se asemeja al guardia del palacio del Rey. La nada no le tiende emboscadas ni lo espía a través de las mallas de lo real. Todo está a punto, reglado hasta en los mínimos detalles. No reflexiona acerca del Satán o el diablo, ya que estos poseen una existencia irreal. Ignora los pasadizos oscuros de la impureza, y no vacila en absoluto por los callejones cerrados y angostos de la nada. El hombre de la Halajá es el hombre de la ley y del principio, del juicio y de la regla, y es por esto que dispone siempre, e inclusive en horas de aflicción, de una referencia precisa, exterior a la turbación de su persona y más allá del torbellino de la vida real, referencia que le procura calma y tranquilidad. También el miedo a la muerte, el cual se halla enraizado en su visión del mundo, es vencido gracias a las reglas de la Halajá y transformado en objeto de conocimiento. Y cuando la sombra de la muerte se reviste de la forma objetiva de un objeto sometido a un sujeto, de una cosa que se somete a un hombre, el temor de desvanece como un sueño.
Mi padre, mi maestro, me contó que cuando el miedo a la muerte asaltaba al R. Jayim, se entregaba con todas sus fuerzas al estudio de las leyes de propagación de la impureza del muerto, leyes que giran alrededor de difíciles y complejos cuestionamientos acerca de la impureza de las tumbas, la impureza de las tiendas, la impureza interrumpida, el establecimiento de una separación ante la impureza, el problema de un recipiente cubierto que se encuentra en la tienda de un muerto, etc, etc. Estas reflexiones calmaban el temor de su alma y la recubrían con un espíritu de alegría y gozo. Cuando el hombre de la Halajá teme a la muerte, la única arma con la que cuenta para comatir el pánico es la ley eterna de la Halajá. El acto de objetivizar conquista lo subjetivo del miedo a la muerte.
La misteriosa relación que se establece entre el sujeto cognocente y el objeto conocido, a pesar de ser de orden lógico y no psíquico, conduce al individuo a considerarse el soberano del objeto a conocer. El sujeto gobierna al objeto, lo humano a la cosa. Conocer significa: el sometimiento del objeto y el gobierno del sujeto. Por consiguiente, cuando el hombre teme a alguna cosa o fenómeno, debe abordarlos con los principios del conocimiento, y así logrará salvarse del pavor y el miedo. Por medio del conocimiento adquiere el objeto que le provocaba temor; él lo introduce en su dominio y en su posesión. El terrible abismo se esfuma, la extrañeza desaparece, la alienación concluye. Surge una relación amigable. El enemigo se transforma en amigo; el adversario en camarada, en conocido. y me parece que esta concepción fue la causa principal de la oposición de los representantes de la Halajá, tales como R. Hayim de Brisk, R. NZY Berlin (Neziv) de Wollozhin y otros tantos, a introducir en sus escuelas talmudicas (Yeshivot) el sistema de Musar de R. Israel de Salant. Este movimiento representó en sus orígenes la concepción del hombre religioso en general, orientada hacia la trascendencia y a una realidad situada más allá del mundo concreto. El sentimiento de miedo, de humillación, la melancolía típica del hombre religioso, la negación de sí mismo, un examen de conciencia permanente, la conciencia del pecado, un constante retorno sobre los problemas, etc, fueron las líneas características y los signos distintivos de la tendencia original del movimiento Musar. Era habitual en Kovno y en Slobodka, los centros del Musar, ingresar ante el crepúsculo del shabat en una atmósfera cargada de tristeza y de nostalgia donde la personalidad del hombre se desprendía de sus armas intelectuales, de su fuerza y de su audacia, tornándose particularmente sensible y emotiva. Entonces era costumbre entablar conversaciones acerca de la muerte, sobre la vanidad del mundo, su insignificancia y fealdad. Los hombres de la Halajá sintieron una actitud contradictoria que atentaba contra el honor de la Halajá. El hombre de la Halajá no teme y no se asusta de nada. ¡El nada en las aguas del mar talmúdico el cual otorga vida a todo lo viviente! Si alguno ha incurrido en una falta, entonces las reglas de la teshuba, del arrepentimiento, acuden en su ayuda. Está prohibido desperdiciar el tiempo en exámenes de conciencia, en la observación del alma y el retorno incesante al sentimiento de culpabilidad. Tal análisis psíquico no conduce ni a la creencia ni al amor a Di-s, y lo principal, tampoco nos lleva al conocimiento ni a la comprensión de la Torá. La Torá no se adquiere en un marco de tristeza y melancolía. El ser espiritual debe someterse enteramente al conocimiento de la Halajá y este esfuerzo salva al hombre de la degradación. La creencia y el pavor, el miedo y el estremecimiento que no están enraizados en la Halajá, finalmente resultan inútiles.
Conocida es la respuesta dada por R. Jayim de Brisk a R. Y shaq de Petersbourg, cuando el segundo propuso introducir el estudio de Musar dentro de la Yeshivah de Wollozhin. R. Yzhaq Blaser se apoyó en un pasaje talmúdico: “R. Levy hijo de Jama en nombre de R. Shimon hijo de Laquish: se debe estimular siempre al instinto bueno contra el instinto malo, como está dicho: ‘temblad y no pequeis’. Si lo logran, muy bien, si no, ocúpense del estudio de la Torá. Si lo logran, muy bien, si no, que se le recuerde el día de la muerte … “. Aparentemente, acentuó R. Yzhaq que los sabios talmúdicos prefirieron el recuerdo del día de la muerte al del estudio de la Torá, ya que a veces el estudio no vence al instinto del mal mientras siempre lo logra el recuerdo de la muerte. R. Jayim respondió: “A un hombre que sufre de los intestinos se le aconseja tomar aceite de ricino aunque si se diera de beber de este aceite a un hombre sano, enfermaría. Si el villano del mal instinto atenta contra tí, si te encuentras sano de espíritu, íntegro de caracter y conciencia, estudia la Torá y arrastra a tu adversario hasta la Casa de Estudio. Mas si estás enfermo de espíritu, la idiotez ha caído sobre tí y alguna anomalía psíquica te afecta, entonces puedes recurrir al medicamento más severo -el recuerdo del día de la muerte.
Nosotros, en Wollozhin, Gracias a Di-s, estamos sanos de espíritu, íntegros con nuestro estudio, y no tenemos necesidad de utilizar el aceite de ricino. Si los sabios de Kovno y de Kelm deben recurrir a medicamentos tan amargos -que lo beban con todas sus ganas mas que no inviten a otros a beber con ellos”.
En honor a la verdad se debe destacar que cuando el movimiento Musar alcanzó signos de madurez en la Yeshiba “Kneset Israel” bajo la influencia de R. Neta Hirsch Finkel, y en la Yeshiba de Mir bajo la dirección espiritual de R. Yeroujam Leibowitz, asumió un modo diferente y se aproximó a la concepción de los grandes maestros de la Halajá. El miedo, el temor y la melancolía cedieron paso a un estable sentimiento de santificación y de alegría de vivir. El acto del conocimiento de acuerdo a la Halajá, la búsqueda y la creación espiritual, reemplazaron al sentimentalismo, la flojedad espiritual y la mirada triste de los comienzos del movimiento Musar.
Por otro lado, el hombre de la Halajá demostró algunas veces una alegría exagerada, un júbilo desprovisto de todo buen sentido, una suerte de ebriedad espiritual y de regocijo vital desbordante. Hay en el hombre de la Halajá un carácter solemne (para utilizar el término de William James) que le impide ceder extremadamente a una vida emocional y constituye un freno para su espíritu, el que tiende a veces a derribar la barrera de la reserva y la reticencia. Cuando el hombre de la Halajá se encuentra alegre, sabe que la vida terrenal no es motivo de regocijo exagerado. Es fiel al versículo que dice: “Alégrense con temblor”. Mas también en horas de duelo y desaliento, en momentos de dolor y de aflicción, no se doblega ante su desgracia y no se entrega a la depresión ni a la desesperación. Existe en su vida un equilibrio que recuerda la serenidad estoica, la idea del camino medio de Aristóteles, la filosofía de Maimónides y de la conciencia de lo necesario afirmado por las reglas de la Halaiá.
“Quien no se comporta durante el duelo (de un muerto) como lo indicaron nuestros sabios es un hombre cruel… y quien se lamenta exageradamente (mucho más que el común de los hombres) no es mas que un insensato” (Maimónides, Hiljot Abelut 13: 11). Tal es el criterio del hombre de la Halajá en lo concerniente a lo afectivo. Por esta razón no estaban de acuerdo los grandes maestros de la Halajá con las rondas y las danzas, el libertinaje y la ebriedad (aunque fueran en nombre de los Cielos).
Cuentan sobre el Gaón de Vilna que estaba particularmente alegre en la noche de Simjat Tora, a la hora de las akafot. Bailaba, aplaudía, y cantaba jubilosa y entusiastamente. Sin embargo, hacia el fin de las akafot, es decir, hacia el fin de las danzas, regresaba progresivamente a su estado de calma y tranquilidad. Cuando murió el hermano del Gaón, éste recibió la noticia del fallecimiento durante el día sábado: no se inmutó ni esbozó ningun signo de tristeza. Una vez pronunciada la havdalá, la cual señala la finalización del sábado, rompió a llorar.
Relatan también que la tan amada hija del R. Elihau de Projinas enfermó un mes antes de contraer matrimonio y pocos días más tarde entró en estado de coma. Ante este hecho, el hijo del R. Elihau entró a la sinagoga en el momento en que su padre rezaba en público envuelto en el talit y en sus tefilín, y le comunicó la amarga noticia que su hija agonizaba. Entonces, R. Elihau entró al cuarto de su hija y preguntó al médico cuánto tiempo demorarían los dolores de la agonía. Una vez obtenida la respuesta regresó, se quitó los tefilín (de Rashi) y se envolvió rápidamente con los tefilín de Rabenu Tam ya que una vez que su hija muriera recaerían sobre él las leyes del deudo (“onen”) y estaría exento de todos los preceptos. Una vez que se quitó los tefilín, los guardó en sus estuches, e ingresó al cuarto de su amada hija para acompañarla en su último momento. Hay aquí una gran firmeza espiritual, la aceptación de la decisión divina con amor, la conciencia plena de la regla y de la ley, del poder y la fuerza de la Halajá, y una fe sólida como la roca.
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Ciertamente que tales disposiciones ejercen influencia sobre la evolución de la individualidad del hombre de la Halajá. Su carácter revela un aspecto peculiar, su independencia crece y se afirma, y toda la esencia de su alma se marca de los signos distintivos de una personalidad perfeccionada. La voluntad del religioso en general de deshace paso a paso, su individualidad parece apagarse ante su aspiración de integrarse a la realidad y unirse al infinito; el hombre de la Halajá, por el contrario, protege su personalidad, su particularidad y el dominio íntimo de su alma. También la personalidad forma parte de la realidad concreta que la Halajá purifica y santifica. Por lo general, donde domina la ley moral, la individualidad se refuerza y desenvuelve.
Ya aclaramos más arriba que el hombre religioso oscila entre dos polos opuestos -la anulación de su ser, por un lado, y por el otro la elevación de su alma hasta un nivel trascendental. Pero inclusive cuando se eleva hacia las alturas trascendentes, no existe en esta elevación o en este encumbramiento ningún trazo de individualidad sino, por el contrario, la identificación con lo infinito y la comunión con las esferas superiores. El hombre de laHalajá, contrariamente al hombre religioso, establece una personalidad concreta con los pies asentados en tierra. Conocido es lo dicho por Kant que la ley moral es lo que da al hombre la fuerza de enfrentar a la gigantesca realidad sin perder su personalidad. La ley a priori conforma el caracter estable del hombre e imprime su marca sobre su rostro. Los trazos del rostro de un sabio atestiguan acerca de la dureza de su espíritu y de su extraordinaria elevación. Todo su ser habla del honor de su especificidad y su unicidad.
El hombre de la Halajá participa de una aristocracia y de una nobleza de espiritual. El IJO es del tipo receptivo del religioso en general, el cual aguarda la revelación de la verdad y la inspiración. No busca una irrupción de lo trascendente, del espíritu divino, o de excitantes experiencias que lo conecten con otro mundo. No precisa de ningún milagro ni maravilla para entender la Torá. El se aproxima al mundo de la Halajá con su mente y su inteligencia, como el hombre del conocimiento; y desde el momento en que se apoya en su mente confía y se apoya en ella, no intenta dominar su fuerza psíquica a fin de unirse a una existencia superior(*). Su mente decide acerca de los grandes problemas, los más duros y dificultosos. No presta atención a las sugerencias de su intuición y a las demás alusiones misteriosas.
El hombre de la Halajá es espontaneo y creativo. No pertenece al grupo de los abatidos, ni al de los sumisos o humillados. Ni la humildad ni la modestia lo caracterizan especialmente. Por el contrario, lo distingue su espíritu resuelto. Combate por cada ínfimo detalle de la Halajá, no sólo por temor al pecado sino por amor a la verdad. No conoce otra autoridad ni magisterio fuera de la razón (naturalmente, sobre la base de los principios de la tradición). Desprecia la complacencia y el oportunismo, la flaqueza de espíritu, la blandeza racional y el renunciamiento en materia de leyes y religión.
La independencia espiritual suele alcanzar una altura inimaginable para cualquier otra religión. El Talmud, en su tratado de Baba Metzía, cuenta que debido a la duda en el caso en que la mancha precede a la aparición del cabello blanco (en un leproso) o viceversa, discutieron El Santo Bendito Sea y la Escuela Talmúdica celestial Di-s dijo: tal hombre es puro, mientras que la Escuela dijo: tal hombre es impuro. ¿Y quién decidió en tal disputa?: Rabba, hijo de Najmani. Un mortal de carne y hueso decidió entre Di-s y la Escuela Talmúdica celestiaL Cuando R. Eliezer y los sabios discutieron acerca del proceder ante un horno de Aknaí, una voz celestial exclamó: “¿Por qué discuten ustedes con R. Eliézer? ¿Acaso no saben que la Ley concuerda siempre con su posición>, Entonces se paró R. Yehoshua y exclamó: “La Torá no está en los cielos pues fue entregada en el Monte Sinaí, por lo tanto no prestamos atención a las voces celestiales”. Entonces Di-s sonrió y proclamó: “me han vencido, hijos, me han vencido”. Un profeta que afirma “sobre alguna de las leyes de la Torá que Di-s le ordenó que la leyes de tal manera y que la Halajá concuerda con tal posición Viviente? ¿Acaso late dentro de su alma la exaltación y la pasión por Di-s?
El hombre de la Halajá es capaz y apto para entregarse a experiencias religiosas absolutamente maravillosas. Sin embargo. el más profundo entusiasmo religioso lo atrapa tras lograr el conocimiento, una vez adquirida cierta sabiduría sobre el mundo ideal de la Halajá y de su reflejo en el mundo real. Y como esta experiencia es dable sólo tras una fina crítica y una penetrante observación, su intensidad es formidable. ¿A qué se parece esto? A un físico que se ocupa de fórmulas matemáticas, de leyes de mecánica, de fenómenos electromagnéticos, de las leyes de la luz, etc; ata cabos, paso a paso, número a número, hace cálculos complejos y difíciles expuestos en cantidades matemáticas, ideales, que aparentemente nada tienen de la riqueza del mundo animado y del esplendor de la magnífica naturaleza.
Aparentemente nos resulta que todas estas cantidades no tienen relación alguna con la realidad. Números ideales y abstractos, imperceptibles ante los sentidos; números que sólo adquieren significado dentro del mismo sistema, y que simbolizan la imagen de lo real.
¿Y acaso el físico no se entusiasma ante el acto del conocimiento aplicado al mundo? ¿Acaso no se maravilló Newton ante el esplendor del universo al descubrir la ley de la gravedad o, junto a Leibniz, el calculo diferencial e integral? Progresivamente y gradualmente, paso a paso, número a número, de cantidad en cantidad, de función en función, de ley física en ley física, y gracias a la creatividad del científico, surge un mundo ordenado, preciso y claro, marcado por el sello del espíritu creador, de la pura razón y del conocimiento límpido. A través de este orden determinado escuchamos un canto nuevo, el canto de la creación al Creador, de lo creado al Hacedor. No solamente la sensación cualitativa de la luz -con la riqueza de sus colores y el abanico de sus tonalidades- eleva su cántico a Di-s sino también las ondas cuantitativas, producto del conocimiento científico. No sólo el universo cualitativo eleva una canción sino también el cuantitativo. A través de las fórmulas y leyes se descubre una creación más elevada y perfecta que las de Leonardo de Vinci o Miguel Angel. Tal vez la vivencia del hombre del conocimiento carece de la dinámica de la emoción y el estremecimiento de la estética; probablemente esté desprovista de las arrogantes marcas del éxtasis y de la agitación del entusiasmo -sin embargo es más profunda y lúcida. Esta vivencia no florece y se marchita como las experiencias basadas sólo en el sentimiento oscuro de un alma perturbada. Tampoco se trata de una vivencia efírmera, mutante y pasajera sino de un sentimiento enraizado, fijo, y de naturaleza constante. Así también es el hombre de la Halajá; su vivencia religiosa es completa y madura cuando llega a conocer al mundo a través de la Halajá. No participa de las danzas que marcan el comienzo de una festividad ni grita en sus plegarias durante los días solemnes; lo cual no indica que no se apasiona ante la santidad del día ni que no experimenta una intensa emoción religiosa. El hombre de la Halajá, quien conoce a fondo la santidad del día y la esencia del Día del Perdón, conoce los detalles de las leyes de Pesaj y las múltiples ordenanzas de la noche del Seder -cánticos, pan ázimo, hierbas amargas, recitación de la salida de Egipto, etc-no está al margen de una poderosa vivencia religiosa. Esta vivencia acude, sin embargo, tras una observación contemplativa sin por esto ser menos significativa que la del religioso en general. La suya es una vivencia discreta, reservada y noble, aunque fuerte como la roca.
Y en general es posible establecer que toda experiencia religiosa basada en un amplio y profundo conocimiento es siempre más coherente, intensa y perdurable. Solemos despreciar la religiosidad que se alcanza tras el conocimiento considerándola un tanto pálida, delicada y secreta. Sin embargo, estos signos sólo son señal de bendición. También el hombre de la Halajá tras perfeccionar su mundo ideal por medio de leyes, reglas, preceptos, ordenanzas y decretos, y estableciendo restricciones y rigurosas reglamentaciones, precisiones y detalles, no se detiene ni se enclava en lo particular sino que se eleva hacia una actitud global, rumbo a la idea de la perfección. También el hombre de la Halajá con sus manos inmersas en un número incalculable de leyes y de reglas, construye un sistema de pensamiento que abarca la realidad toda. “Quien va por el camino … e interrumpe su estudio para afirmar: ¡qué bello es ese árbol! o ¡cuán hermoso aquel campo labrado!, compromete su existencia”. El conocimiento precede a la admiración. Quien se entusiasma antes de conocer a fondo y antes de concluir su estudio, compromete gravemente su alma. El eco del amor intelectual resuena y se deja oir, y cuán hermoso es éste eco cuando el hombre aspira al Di-s Viviente y no a una substancia infinita marcada por el determinismo. La aproximación a Di-s también se logra a través de la Halajá. En primera instancia el hombre de la Halajá conoce a Di-s por intermedio de Su Ley, gracias a la verdad del conocimiento de la Halajá. Hay una verdad dentro de la Halajá, una teoría del conocimiento halájico y un pensamiento halájico extremada- mente evolucionado. Existen en la Halajá principios epistemológicos; hay una ciencia de la Torá muy diversificada. Y todos estos principios se encuentran enraizados en la voluntad divina, quien dispensa la Torá. No se trata de una aproximación practica-moral como las de Kant y Hermann Cohen sino una actitud teorética normativa. Desde el mundo ideal, dentro del cual la creación y la norma se funden, el hombre se eleva en dirección a Di-s. No precisamos de pruebas ni milagros que aseguren la existencia de Di-s, pues la esencia de la Halajá es testimonio suficiente de su creador. Sin embargo existe también en la Halajá una aproximación practica a Di-s a través del cumplimiento concreto de los preceptos, aunque esta postura es desplazada por la primera. La relación principal con Di-s es la teórica normativa ideal que gobierna la relación entre Di-s y el hombre de la Halajá.
El hombre de la Halajá no se extiende en palabras. El pensamiento y la palabra, la reflexión expresada y el pensamiento interno, el logos como pensamiento y el logos como verbo: antiguos problemas en la historia de la filosofía. La lógica y la gramática, la enunciación lógica y la enunciación gramatical, constituyen un dificultad sobre la que mucho se escribió. El hombre del conocimiento prefiere el pensamiento a la palabra, la lógica a la frase. No se extiende en fórmulas ni expresiones. El idioma no constituye una meta en si misma sino un instrumento para analizar el pensamiento. Cuando el hombre del conocimiento emplea el lenguaje se esfuerza por no multiplicar los términos. Por el contrario, el pensamiento supera al idioma, las ideas al lenguaje. Si un pensamiento puede ser expresado en tres palabras no es necesario hacerlo utilizar cuatro. Las explicaciones complementarias no contribuyen a la clarificación sino sirven para oscurecer el contenido. El hombre del conocimiento verifica que a cada término corresponda exactamente un contenido cognitivo ‘oculto. Los nombres y las fórmulas no remplazan ni al pensamiento ni a la reflexión. Un pensamiento madura y se completa -y entonces viene el discurso. El logos pensante antecede al logos de la palabra.
En este punto el hombre de la Halajá se asemeja al hombre del conocimiento. Dueños de tales cualidades son Rashi, Maimónides, el Gaón de Vilna y R. Jayim de Brisk. Ellos se restringieron en palabras para extenderse en pensamientos. Cada detalle de los comentarios de Rashi comprende un sinnúmero de reglas; lo mismo sucede con el Mishné Torá de Maimónides. La indicación “[reflexiona!” utilizada por el Gaón de Vilna en sus comentarios comprende innumerables pensamientos. En los escritos de R. Jayim, cada frase constituye unmanantial ininterrumpido de novedades y conocimiento. El hombre religioso, cuando es asaltado por el éxtasis, eleva canciones y poemas sin prestar atención a las expresiones ni a las formas del lenguaje. El hombre de la Halajá no exagera en la expresión de poemas. No porque desconfíe de tal modo sino porque rinde culto a su Creador con el pensamiento halájico puro, el conocimiento preciso y por intermedio de una lógica clara. No desperdicia su tiempo pronunciando cánticos y alabanzas. El conocer la Torá -éste es el culto más sagrado y elevado. Rinde culto a su Di-s descubriendo la verdad de la Halajá, hallando soluciones a los interrogantes, y eliminando dificultades. Sucedió que en una oportunidad entró mi padre a la sinagoga durante Rosh Hashaná y me encontró recitando salmos junto a la comunidad. Tomó de mis manos el libro de los salmos y me entregó el tratado talmúdico de Rosh Hashaná. Luego me dijo:
“Si tu intención en éste momento es servir al Creador, estudia las leyes concernientes a la santidad del día”. R. Jayim de Brisk estudiaba Torá en el momento de la recitación de poemas durante los días del Juicio: durante Rosh Hashaná profundizaba en las leyes del shofar, y en el Día del Perdón en las leyes concernientes al ritual del día. El Santo Bendito Sea está sentado y estudia Torá “y no tiene Di-s en Su mundo sino los cuatro codos de la Halajá”. El estudio de la Torá no es un medio para alcanzar otra meta sino la aspiración de las aspiraciones y el fundamento de todos los fundamentos.
“El principio de servir a Di-s por el acto mismo de hacerlo (“lishmá”) se aplica sobre todo al amor de la Torá y al esfuerzo por profundizar en su contenido. Sin embargo, si alguien piensa que la exigencia de “lishrná” se aplica a la comunión con Di-s, y se considera segun su idea y su imaginación piensa que .. (*). Mas nada tiene que ver con esto. El Midrash precisa que David solicitó que quien recite sus salmos sea considerado como aquel que estudia ciertos pasajes difíciles del Talmud concernientes aproblemas de impurezas. Se infiere de aquí que es estudio de dichos pasajes talmúdicos son de mayor valor, y en ningun lado vemos que Di-s halla aceptado tal demanda. Lo escencial del estudio no consiste en preocuparse tan solo en la comunión sino alcanzar a través de la Torá los mandamientos y las ordenanzas; conocer cada uno de los elementos a fondo, generalidades y detalles. E inclusive el hablar sobre todo esto es en función del estudio mismo: para comprender y agregar significado y cuestionamientos, como en lo concerniente a las leyes sobre los daños y no sólo por la comunión como ciertos individuos afirman. Por lo tanto resulta necesario a veces discutir los argumentos susceptibles de ser usados por los tramposos, y aunque en tal momento el estudio no está dirigido directamente a la creencia en Di-s, todo el estudio se efectúa en honor a El. Y cuando un hombre se vuelca al estudio de la Halajá, la presencia divina lo acompaña en esta hora, tal cual lo dicho por los Sabios del Talmud: “Di-s no posee nada en éste mundo mas que los cuatro codos de la Halajá”. Todo lo expresado anteriormente pertenece al libro del R. Jayim, discípulo del Gaón del Vilna y fundador de la Yeshivá de Wollozhin, y me parece que no precisan de mayores comentarios.
El hombre de la Halajá no se acobarda ante nadie, no precisa de cumplidos ni de la aprobación de la masa. Si observa que la gente de calidad disminuye, se reviste con su capa, se envuelve dentro de su shall y se retira dentro de los cuatro codos de la Halajá. El sabe que la verdad dirige su camino y que la Halajá ilumina su senda. Su alma se horroriza ante el ocioso, el holgazán y el que desperdicia su tiempo. El temor a Di-s que no está basado en el conocimiento de la Torá no es importante ante sus ojos. No hay creencia sin conocimiento, y no hay culto a Di-s sin conocer la verdad de la Halajá. “Un inculto no teme al pecado ni un ignorante puede ser justo” (Pirke Abot). La tan antigua máxima socrática según la cual la moralidad reposa sobre el conocimiento, concuerda con la postura del hombre de la Halajá.
En cuanto a la verdad, es única, total y absoluta, y ni siquiera puede ser sacrificada por una causa elevada. El no comprende los caminos de la política ni tampoco está prevenido ante la realidad de este mundo. No renuncia a tan sólo un detalle de la Halajá inclusive en aras de un importante proyecto. Aquí no se descubre el fanatismo religioso del religioso en general sino el fanatismo particular del hombre de la Halajá -fanatismo en favor de la verdad transmitida por Di-s. El hombre de la Halajá no sólo que no es permisivo en lo referente a la ley sino que tampoco es más riguroso que la exigencia de la misma. La verdad reclama justicia tanto del permisivo como del exageradamente severo.
Sucedió que R. Jayim de Brisk se encontró con otros grandes maestros en un hotel de la ciudad de Petesburgo. Surgió allí una discusión sobre los niños incircuncisos -si sus nombres debían ser contados en los registros civiles de la comunidad judía.
Todos los rabinos dijeron: “Por supuesto que está prohibido inscribirlos en los libros comunitarios pues no están circuncidados” (por este medio pretendían obligar a los asimilados a circuncidar a sus hijos). Opinó entonces R. Jayim: “Maestros, enséñenme la ley que enseña que un incircunciso no forma parte de la comunidad de Israel. Se que un incircunciso tiene prohibido comer de los sacrificios y de las ofrendas mas jamás he aprendido que no posee la santidad de un miembro de Israel. Si alcanza la edad adulta sin circuncidarse a si mismo es considerado culpable, mas también los son quienes ingieren la grasa, la sangre o violan el Shabat. ¿Por qué entonces la aplicación de tal severidad para el incircunciso y no para quien viola la santidad del sábado? Por el contrario: un niño recién nacido es libre de todo pecado y es su padre quién no ha cumplido con su obligación”. Desde un punto de vista político y táctico, y debido a las necesidades del momento, no caben dudas que los rabinos contaban con la razón; estrictamente de acuerdo a la ley, R. Jayim no estaba equivocado. Y el no sacrificó la verdad de la Halajá inclusive por atender una idea eminente. El hombre de la Halajá realiza la Torá en la práctica sin renunciamientos, concesiones, ni rodeos pues su realización es su sueño y su ideal más elevado. Cuando logra materializar la Halajá ideal dentro de su propia vida real, se aproxima al nivel del “hombre de Di-s”, profeta del Eterno -creador de mundos.
Por lo tanto los ideales de justicia que descendieron al mundo con la Torá se realizan íntegramente por el hombre de la Halajá. El hombre de la Halajá no teme ante nadie ni se atemoriza frente a un hombre de carne y hueso puesto que es creador de nuevos mundos y socio en la creación divina. Al no temblar ante nadie, no es infiel a su misión ni profana lo sagrado. Se ubica en el mundo concreto, con sus pies asentados sobre la realidad; mira y observa, escucha y atiende, y protesta públicamente contra la explotación del pobre, el robo al indigente y el agravio causado a los desamparados. Los ricos no son tomados en cuenta: es el padre de los huérfanos y el juez de las viudas. El rabino Meir Berlin me contó que una vez consultó al R. Jayim de Brisk acerca del rol del rabino. Este le respondió: “Intervenir en favor de los desamparados y los desposeídos, defender el honor de los menesterosos y salvar a los oprimidos de las manos del tirano”. No se refirió a la enseñanza ni a la actividad política sino a la realización de los ideales de justicia. Este es el rol de un rabino y de un maestro de Israel. La concreción de los ideales de justicia es cumplimentar el deber de la creación impuesto al hombre, la transformación del universo y la transfiguración de lo creado de acuerdo al modelo de la Halajá. Ningún rito religioso posee valor alguno si las leyes de justicia y sus principios son violados y pisoteados por el orgullo. “Un precepto cumplido gracias a una transgresión” no tiene significado alguno. “Pues Yo, el Eterno … aborrezco la rapiña y el crimen” (Isaías 61: 8). La opresión provoca que la plegaria del ejecutante no sea aceptada en los cielos. El sufrimiento de los pobres, la aflicción de los necesitados, de los humillados, toman la recompensa de numerosos preceptos. “Quien avergüenza a su prójimo en público no es acreedor de ingresar al mundo venidero” (Talmud, Tratado de Baba Metzía): quien ha pecado contra su prójimo ni el arrepentimiento ni el Día del Perdón pueden limpiar su culpa hasta que acepte las disculpas su semejante. No encontramos en la Halajá la dualidad característica en otras religiones que distinguen entre el devoto que ruega a Di-s en un ambiente de solemne santidad y quien comercia junto a sus semejantes en el mercado. Acentuamos anteriormente que el rostro del judaísmo no se encuentra orientado hacia arriba sino hacia abajo. La Halajá no persigue una trascendencia celestial o una elevación abstracta y misteriosa.
Esta observa la realidad concreta e inmediata sin distraerse de la misma. El hombre de la Halajá no establece dominios especiales -dominio de eternidad por una parte, dominio de presente por otra- sino, por el contrario, se esfuerza por hacer descender la eternidad al tiempo. No ingresa a terrenos de pura y secreta trascendencia inclusive al presentarse ante su Creador con ruegos y plegarias. Cuando el hombre de la Halajá ingresa a la sinagoga o a la casa de estudio, no se enajena de la vida cotidiana. Sus ruegos están repletos y colmados de pedidos relacionados con las necesidades corporales: salud, prosperidad, libertad política, buen pasar y paz. La extraña dualidad perceptible en otras religiones proviene de la separación de dominios y la delimitación de distintos sectores de la actividad humana. El religioso común establece límites estrictos e intangibles: hasta aquí el dominio de lo celestial-divino-trascendental, de aquí en adelante el dominio de lo terrenal y lo material. Cuando este reza en la casa de oración, prosternado, con sus manos y piernas extendidas sobre los mármoles helados, y pronuncia: “non mea voluntas sed tua fiat” (que Tu voluntad se cumpla y no la mía), en ese preciso momento no pertenece a este mundo, rico en propiedades y fábricas, el mismo que impone trabajo forzado a humildes trabajadores y cuyas manos se encuentran muchas veces sucias de la sangre de indigentes. Por un lado la plegaria y por el otro la vida concreta. A la iglesia asiste con espíritu decaído y con el corazón quebrantado, humilde y sumiso. En medio de una atmósfera religiosa, colmada de los humos del inciencio, de los ecos de cánticos de serafines y ángeles, él se desprende de su orgullo y su caparazón para revestirse de humildad; pos terna sus rodillas y su espíritu. Sin embargo, al salir nuevamente de la iglesia, a la calle ruidosa y asediante, retorna a su estado primitivo, a su egoísmo anterior y a su orgullo, y el reino de los cielos pierde todo contacto con el reino de la tierra. No se trata de hipocrecía e impostura religiosa sino de un extraño y oscuro dualismo del alma, completamente insondable.
El hombre de la iglesia y el hombre de la calle constituyen dos personalidades diferentes sin absolutamente nada en común. Muchos tiranos se postraron devotos y sumisos ante la cruz, anulando su personalidad, confesaron llorando sus pecados, y casi al tiempo, al salir de entre las cuatro paredes sombrías del templo, ordenaron la muerte de inocentes. Una supresión de la identidad psíquica resulta aquí aparente. Mas la Halajá no sabe de diferencias esquizofrenias ni de fragmentaciones espirituales; tampoco distingue entre un hombre rindiendo culto en la sinagoga y uno inmerso en la dura lucha cotidiana. La Halajá es de la opinión que el hombre se encuentra ante Di-s no sólo dentro de la sinagoga sino también en medio de la calle, en su casa, al andar por su camino, al acostarse y al levantarse. “Las leyes que te prescribo hoy … meditarás en ellas en tu casa y en tu camino, al acostarte y al levantarte”. La diferencia esencial entre el hombre de la Halajá y el religioso en general reside en que, en su religiosidad, el segundo otorga preferencia al espíritu sobre el cuerpo, al alma sobre la materia, mientras que el primero desea consagrar al hombre fisiológico-biológico como héroe y representante de la religión. Debido a esto toda noción de culto en el judaísmo se reviste de un significado totalmente diferente.
El judaísmo no conoce el culto común entre los hombres religiosos -actividad religiosa no racional destinada a elevar al hombre de la realidad concreta. El culto a Di-s, de acuerdo a la concepción de la Halaiá, (exceptuando el estudio de la Torá) existe a través de la concreción de los principios halájicos dentro de la realidad. Los ideales de justicia son las líneas directrices de esta concepción. La aspiración del hombre de la Halajá es transformar el universo en un reino de bondad y justicia – la aplicación de la creación ideal a priori, cuyo nombre es Torá (o Halaiá), en los dominios de la vida concreta. La Halajá no se reduce a los confines sinagogales sino que penetra en cada rincón de la vida. El mercado, la calle, las fábricas, los negocios, el hogar, los salones de reunión y de fiestas, etc, son también el marco para el desarrollo de una vida religiosa.
La sinagoga no ocupa un lugar central en la religión israelí. El judaísmo liberal, al expulsar la presencia divina de la vida diaria, la confinó exclusivamente al ámbito sinagoga. La Halajá (la judaicamente fiel a sus raíces), al incluír la presencia divina al mundo concreto, no gira alrededor de las sinagogas y las casas de estudio. Consituye en si misma un pequeño santuario; el santuario verdadero es la vida diaria en la que la Halajá se realiza. Los grandes de Israel, maestros de la Halajá, advierten a través de su esplendor moral y su majestad acerca de 10 antes dicho. No tendría fin el comenzar a relatar, por ejemplo, el comportamiento de Rabi Jaym destinado a concretar las ideas de justicia y rectitud. Sólo quisiera cerrar este capítulo con un breve relato.
Sucedió que dos hombres murieron en Brisk el mismo día. Durante la mañana falleció un humilde zapatero que su vida entera trabajó en una oscura callejuela, y cerca de mediodía falleció un notable millonario. De acuerdo a la Halajá debe enterrarse en primer término a quien fallece primero. Sin embargo, los miembros de la Jevra Kadisha, quienes recibieron una importante suma de dinero de los herederos del rico, decidieron ocuparse en primer lugar del segundo fallecido, pues ¿ quién intervendría por el pobre zapatero? Cuando esto llegó a los oídos de Rabi Jaym, los advirtió, por medio de un enviado del tribunal rabínico, que no se atrevieran a ejecutar tan vergonzoso acto. Los miembros de la Jevra Kadisha hicieron caso omiso a las advertencias y continuaron ocupándose del millonario. Tomó entonces Rabi Jaym su bastón, se encaminó hasta la casa del fallecido y echó de allí a los que se ocupaban del entierro. Rabi Jaym triunfó, y el pobre zapatero fue enterrado en primer término. Los enemigos de Rabi Jaym crecieron y aumentaron.
Sin embargo, así se comportaron los verdaderos hombres de la Halaiá, cuyos actos y enseñanzas fueron una misma y única cosa.
11. Su poder creativo
A El hombre de la Halajá aspira a crear y a renovar el estudio de la Torá a través de nuevos descubrimientos en el campo de la exégesis bíblica. “El Santo Bendito Sea … en las discusiones de la Torá”, y no debe entenderse lo anterior como discusiones sino como descubrimientos. Los descubrimientos no deben limitarse a lo teórico sino que puede también extenderse al campo práctico, al mundo real. El anhelo del hombre de la Halajá es reparar las carencias de la cración al adaptarse a un plan ideal y materializar en su interior una cración más elevada y hermosa. El sueño de una transfiguración es la idea central en la conciencia halájica – conformada a su vez por la importancia concedida al hombre como socio de Di-s en la creación, y como creador de mundos. En todas las tendencias judías se descubre una profunda aspiración por la creación y la transformación de la faz del universo. Y si analizamos la máxima finalidad del judaísmo, el te los de la Halajá en la diversidad de todos sus aspectos, nos está prohibido olvidar que la visión maravillosa de la creación de nuevos mundos es la visión escatológica y la realización última de todas las esperanzas judías.
De acuerdo a la Halajá, la Torá constituye un cuerpo de leyes y de principios legales. También los relatos bíblicos vienen a enseñamos leyes para el porvenir. “Las palabras de los sirvientes de los patriarcas son más importantes que las leyes de sus descendientes. El relato de Eliezer ocupa un lugar considerable, es contado y repetido; las leyes de impurificaciones de reptiles son aprendidas por alusión” (Génesis Raba, 60). No existe en nuestra Torá ni tan solo una letra superflua ni un solo término inutil. De cada punto penden enseñanzas fundamentales de la Torá, y de cada letra se desprenden leyes prácticas para las generaciones venideras. Desde el principio al fin la Torá está repleta y colmada de leyes, ordenanzas y preceptos. Los sabios cabalístas disciernen en nuestra Torá sugerencias, secretos y enigmas concernientes a todo lo viviente; misterios, revelaciones metafísicas y físicas. Los sabios de la Halajá descubren cuerpos de leyes, principios prácticos, ordenanzas y decretos. “Los actos de los ancestros sirven por señales para sus descendientes” (Talmud, Tratado de Sotá 34a). Tales señales, visiones del futuro, constituyen leyes precisas. El hombre de la Halajá considera cada misión un deber a cumplir, en cada promesa una norma específica y en cada visión escatológica un imperativo por generaciones (el precepto de participar en la realización de la profecía). Tanto los diálogos de los esclavos, las pruebas impuestas a nuestros patriarcas y la suerte corrida por las tribus, enseñan a sus descendientes la sabiduría de la Torá y sus reglas. Las conversaciones de los sirvientes constituyen enseñanzas para los descendientes de los patriarcas.
Cuando la Torá se extiende en el relato de la creación del universo y nos cuenta sobre el modo en que cielo y tierra fueron creados, no pretende descubrimos secretos cosmogónicos y misterios metafísicos sino que busca enseñamos leyes prácticas.
El relato de la creación establece leyes equivalentes a las leyes de santidad del Levítico o las reglas sociales del Exodo. Si la Torá relata los actos de creación que anteceden a la aparición del hombre, una ley evidente surge de este hecho: recae sobre el hombre la obligación de ocuparse de la obra de creación y renovarla.
No gratuitamente pertenece al judaísmo el “Libro de la Creación” -Sefer Haietzirá- , donde quien estudia y profundiza permanentemente en él puede crear y destruir mundos. “Dijo Rava: Si los justos lo desean pueden crear mundos, como está escrito “porque vuestras transgresiones separaban entre ustedes y vuestro Di-s” (Isaías LIX, 2) (Rashi explica que en el caso de no existir transgresiones no existe diferencia alguna).
El apogeo de la perfección moral y religiosa a la que aspira el judaísmo es la del hombre como creador.
Cuando el Santo Bendito Sea creó el Universo reservó un sitio para su criatura -el hombre- a fin de asociarlo a Su obra. Es como si Di-s voluntariamente hubiese atentado contra la perfección de la creación a fin de permitir al hombre mejorarla y corregirla. Al transmitir al hombre los misterios de la creación a través del Libro de la Creación, no lo hizo sólo para que este lo estudiara sino para que prosiguiera con la obra de creación.
“Cuando Abraham comprendió, y formó, moldeó, purificó, creó, indagó y pensó, y finalmente todo le resultó, entonces se le reveló el Eterno supremo, lo llamó amado y concertó con él un pacto” (Fin del Libro de la Creación). La misión del hombre es “formar, moldear, purificar y crear” transformando el vacío de la existencia en vivencia acabadas y santificadas en la que se encuentren grabados los nombres divinos.
“Pero la tierra estaba desolada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo … Y dijo Di-s: “Haya luz” y hubo luz … e hizo separar la luz de la oscuridad. Y llamó Di-s a la luz Día y a la oscuridad la llamó Noche … y dijo Di-s: “Haya una expansión en medio de las aguas que separe unas de otras … Y dijo Di-s: “Reúnanse las aguas que están debajo del cielo en un lugar y aparezca lo seco”… y llamó Di-s a lo seco Tierra y a la acumulación de aguas la llamó Mares … “(Génesis 1).
Cuando Di-s dio forma al universo no anuló por completo la desolación y el vado, el abismo y la oscuridad, sino que distinguió entre la realidad completa, plena, y las fuerzas negativas, el caos y la confusión, imprimiendo fronteras definitivas y leyes eternas. Fue el judaísmo quien proclamó el principio absoluto de la creación ex-nihilo y, por lo tanto, la desolación y el vado, el abismo y la oscuridad, y también la nada relativa fueron creados por Di-s antes de la créación del mundo ordenado y hermoso.
“Un filósofo preguntó a Raban Gamliel: Un gran creador es vuestro Di-s, solo que encontró buena materia preparada para su ayuda: desolación, vado, oscuridad, viento, agua y abismos.
A lo que respondió: [Maldito seas! La Torá enseña explícitamente que todo fue creado por Di-s: “Desolación y vado”: “hace la paz y crea el mal” (lsafas 7); “oscuridad”: “hace la luz y crea la oscuridad” (idem); “viento” “quien da forma a las montañas y crea el viento” (Amos 4); “abismos” “cuando no existían los abismos fui creada” (Proverbios 8) (Génesis Raba 1, 12). Todos estos elementos “preexistentes” fueron creados con el fin de darles existencia y mantenerlos dentro del mundo. Su creación no es vana; tienen una función en la creación.
La fuerza de la “nada” relativa se sobrepasa a veces de sus límites pretendiendo revelarse al significado impuesto por Di-s e intentando devolver al mundo al caos original; sólo la ley restringe esta fuerza y se interpone ante ella. La palabra ley -en hebreo de raíz j. o. q- es de la misma raíz que la palabra gravar: gravar un límite, establecer designaciones y delimitar los dominios que separan la realidad de la “nada”, la formación del abismo y la creación del vado. “Cuando estableció los cielos… cuando El puso un círculo sobre la faz del abismo” (Jaguigá 12a).
Hasta el límite establecido por el Creador, se extiende la naturaleza ordenada y armoniosa; más: allá, el abismo, el desierto, la oscuridad, y la nada informe y desordenada.
Sin embargo la fuerza de la “nada” relativa suscita el mal; el abismo fomenta el dolor y el desorden, y el desierto y el vado acechan sobre la oscura realidad e intentan infiltrarse a fin de deteriorar la imagen de la creación. “Tú la cubriste con el mar profundo como una vestidura. Las aguas desbordaron las montañas. Ante Tú reprensión huyeron. A la voz de Túu trueno se apresuraron en irse. Levantáronse las montañas y hundieron los valles, hasta el lugar que Tú esbleciste para ellos. Pusiste un Iímite para que no pasaran de allí y no volvieran a cubrir la tierra” (Salmos 104, 6-9); “Cuando dio al mar su decreto para que las aguas no transgredieran su mandamiento, cuando colocó los basamentos de la tierra” (Proverbio 8: 29). El abismo pretende inundar al mundo, anhela escaparse del yugo de la ley, transgredirla y romper el Iímite que le estableciera y gravara el Creador. Sin embargo ante la amenaza divina retrocede y reposa en su madriguera -en la madriguera de la nada.
La visión de un mar agitado, la precipitación vibrante de olas sucesivas que suben y se elevan para luego romperse y calmarse sobre la arena, evoca en la conciencia judfa la lucha del vado con la creación, el combate del abismo contra el orden, de la confusión contra la ley.
Las fuerzas misteriosas del orden y la mesura que Di-s implantara sobre la realidad de la existencia, son captadas en su terrible esplendor por el autor de los salmos en el fenómeno natural de las mareas (causada por la gravitación del sol y la luna sobre la rotación de la tierra). Las olas del mar y las calmas aguas aparecen como visión de la eterna lucha cósmica. Es como si el mar pretendiera transgredir los límites de la costa y anhelara destruír las fronteras y la ley, y como si el caos de las fuerzas primitivas de la confusión y el caos anhelaran atentar contra la naturaleza, reglada y ordenada, a fin de aniquilarla. Tan solo la poderosa fuerza de la ley divina se interpone en su camino y la detiene. “Tú riges la soberbia del mar. Cuando se levantan sus olas Tú las aquietas” (Salmo 89,10).
“Dijo Rabi Yojanan: cuando David cavó los canales de evacuación del Templo, se levantó el abismo y pretendió inundar al mundo … entonces escribió el Nombre divino sobre una arcilla, la arrojó al abismo y este retrocedió … “. (Talmud, Tratado de Suca). El abismo busca romper el límite de la ley y penetrar en el terreno de la creación ordenada; interrumpir el proceso cósmico y el orden del universo a fin de hacerlo retornar al vacío y a la nada, al desierto y al vacío óntico. Mas el abismo es detenido por las pinzas de la ley y sus principios.
La literatura cabalista está impregnada de esta concepción. El Satán, las “klipot”, el Gran Abismo, el Desierto, los Angeles de la destrucción, etc, son nociones que designan al vacío; el dominio de la nada, informe y desmesurado, combatiendo la belleza de la existencia sobre la que se agita plena de esplendor la presencia divina.
Esta concepción que envuelve completamente el pensamiento judío no se reduce a un postura teórica-mística sino a un principio práctico, un fundamento moral halájico.
Cuando el hombre, apogeo de la creación, entra al mundo, carga con la misión creativa. Debe vigilar la realidad pura y límpida, reparar los defectos de la creación, corregir lo “faltante” y lo “ausente” .. La criatura es ordenada a participar junto al Creador en la renovación de la obra de creación. Una creación plena y perfecta es la aspiración suprema del judaísmo. El versículo del Génesis: “Y fueron concluídos los cielos y la tierra y todo sus ejércitos” (de acuerdo a la traducción de Onkelos: “fueron perfeccionados”)es la voz secreta del alma de la nación y la aspiración del hombre de Di-s. Esta idea ontológica, elevada y sublime, ilumina la ruta del pueblo eterno.
Y cuando un miembro del pueblo de Israel recita el kidush durante la víspera de un shabat sobre una copa repleta de vino, atestigua no sólo acerca de la existencia de un Creador sino también sobre la obligación del hombre de asociarse al proceso de creación y perfeccionamiento. Tal como Di-s perfeccionó Su obra dentro de los primeros seis días de creación, el hombre está obligado a completarla y convertir el desierto en una realidad perfecta y bella.
Cuando un hombre de Israel sale y observa una luna pálida proyectando tenues rayos de luz sobre el espacio, pronuncia una bendición. Tal fenómeno cósmico, natural y perfectamente reglado, despierta en su conciencia religiosa pensamientos tristes y al mismo tiempo colmados de creciente esperanza. Al observar el nacimiento de la luna distingue en su evolución natural una suerte de “imperfección” y de “renovación” -la “imperfección” de la luna y su “renovación”, la “imperfección” de la creación y su “reparación”. “Quien por medio de Su palabra creó los cielos … y les acordó un tiempo fijo para que no modificaran sus funciones”. Esto nada tiene que ver con una concepción mito lógica sino con el reconocimiento de la ley natural en su despliegue celestial y un conocimiento astrológico preciso. Mas la ley misma y el movimiento regular, representan en sí un grandísimo misterio. El tribunal que procedía a calcular “de acuerdo al método de la ciencia astronómica que conoce la marcha de los astros y su situación”, era el mismo tribunal que ordenaba bendecir la renovación de la luna. El judaísmo ve en los movimientos regulares y establecidos de la luna en su proceso de “imperfección” y “renovación”, la “imperfección” de la creación y su “reparación”. La comunidad judía se refiere de modo alegórico en su plegaria al perfeccionamiento de la creación y a la reparación de sus defectos ante la simbólica y gigantesca visión escatológica del profeta que anhela “que la luz de la luna sea como la luz del sol”.
Es a partir de esta visión mística que el judaísmo comprende su propia suerte retratada en la suerte de toda la existencia, imperfecta y rasgada por las fuerzas negativas y el poderío de la “nada”. La realidad física y la existencia histórico espiritual fueron castigadas en igual medida por el gobierno del abismo y del caos. Cuando el proceso histórico de Israel se materialice y alcance su cima, la imperfección de la creación será completamente reparada. “El también ordenó a la luna que sea renovada todos los meses; asimismo concedió una corona de gloria para los que se apoyan en el Eterno, porque también serán renovados como la luna a fin de glorificar a su creador por el Nombre glorioso de su reino”. El hombre tiene la obligación de reparar lo que fue “alterado” por su Creador. “Dijo Resh Lakish: ¿qué tiene de particular el sacrificio de comienzo de mes -rosh jodesh-sobre el que dice la Torá “expiación para Di-s”? (Exodo 28: 15). Di-s dice: este sacrificio sirve de expiación (para Di-s) porque yo empequeñecí la luna “(Shebuot 9a). Es como si la comunidad de Israel, aparentemente ofreciera expiación a Di-s por no haber completado la creación. El Creador del Universo restringió la perfección de la creación a fin de hacer generar un sitio de acción al hombre y coronarlo con la corona de la creación.
Para el hombre de la Halajá el perfeccionamiento del mundo se efectúa a través de la concreción ideal de la Halajá en el mundo real. Y una vez más vuelve a manifestarse la dualidad existente entre la Halajá y la mística. Mientras que la mística se propone reparar los defectos de la creación por medio de “la elevación hasta los cielos”, hasta el origen de la existencia pura, la Halajá completa lo carente haciendo descender a la presencia divina al mundo inferior a través de la contracción de lo transcendente dentro de un mundo alterado.
Nos encontramos, entonces, con una nueva formulación de la idea de santidad. Anteriormente remarcamos que mientras el religioso en general considera al concepto de santidad como un símbolo de rebelión contra el mundo existente y una tentativa audaz de elevarse hasta la cima de la trascendencia, el judaísmo explica el mismo concepto a partir del misterio de la contracción -tzimtzum. La santidad implica el descenso de la divinidad al mundo concreto -“porque el Eterno, tu Di-s, anda entre tus campamentos… por eso tu campamento será santo” (Deuteronomio 23). La contracción de lo infinito dentro de una realidad finita, limitada por leyes, reglas y medidas; el reflejo de lo trascendente en lo concreto, y la objetivización y la cuantificación del subjetivismo religioso proveniente de misteriosos orígenes. Esta concepción se comprenderá bajo la idea de creación que anima los variados aspectos de la Halajá. El anhelo de creación se revela gracias a la realización de los principios de santidad. La creación es la realización del ideal de santidad. El vado y la nada, la carencia y el abismo, se alimentan a partir de lo profano; la existencia plena y perfecta se nutre del dominio de lo santo. Cuando un hombre aspira alcanzar el escalón de la santidad, está obligado a transformarse en creador de mundos. Si este no crea ni renueva, no se consagra a Di-s, El modelo de individuo pasivo que desganadamente se niega a cumplir su rol creativo, no se consagra a Di-s. La creación es identificada con el descenso de lo trascendente a un mundo opaco y material, y el mismo se logra a través de la concreción de la Halajá ideal dentro de la misma realidad (realización de la Halajá = tzimtzum (contracción) = santidad = creación).
Por un lado, el hombre simboliza el ser más perfecto y completo, la imagen de Di-s, y por el otro el caos más terrible que gobierna sobre el mundo. La antagonía manifiesta en el macrocosmos entre el esplendor y la perfección óntica y el monstruo de la nada, se refleja también en el microcosmos, en el hombre. Este conlleva en su persona la creación más perfecta y el caos más enorme, la luz y las oscuridad, el abismo y el límite, la bestia y la imágen divina, una naturaleza grosera y opaca y una existencia luminosa. Todo el pensamiento humano pende de esta extraña dualidad que envuelve enteramente al hombre e intenta vencerlo y someterlo. Desde Platón y Aristóteles, que distinguieron entre el alma vegetativa, biológica y racional, hasta el psicoanálisis freudiano que descubrió el abismo del inconsciente, el problema de la dualidad humana no cesa de animar las discusiones que pretenden hallarle solución. El judaísmo considera que el hombre se encuentra en una encrucijada y vasija sobre sus pasos a seguir. Ante sí se abren dos caminos: la imágen divina o una fiera salvaje, la gloria de la creación o el monstruo, una criatura elevada o corrupta, un hombre de Di-s o un “superhombre” de Nietzsche. Aquí se afirma la ambiguedad de la misión creativa y la obligación de participar en la obra de renovación. El principio esencial es el compromiso del hombre de crearse a sí mismo. Fue el judaísmo quien aportó al mundo esta idea fundamental.
B
La Halajá desarrolló la idea de la creación en todos de su análisis de la obligación de arrepentirse, la idea de la providencia, la profecía y el libre albedrío.
De acuerdo a la concepción de la Halajá, el arrepentimiento constituye un acto de creación, de auto creación. Desprenderse de la anterior identidad psíquica del “yo” y crear un nuevo “yo” animado de una renovada vocación, de un corazón y de un espíritu nuevo, de orientaciones y aspiraciones renovadas, nostalgias y deseos diferentes, todo esto conforma el arrepentimiento, compuesto por la concientización de los errores del pasado y la rectificación del porvenir.
” … ” (BBB hiljot tshuvá). Por un lado Maimónides considera que la ausencia de la confesión impide el perdón: “no expía hasta que se confiese y se arrepienta”; por otro lado la Baraita expresa: “( quien establece que desea contraer matrimonio con tal mujer) … con la condición que yo sea un perfecto justo, aunque sea un malvado perfecto, se considera que la mujer está consagrada, porque tal vez se arrepintió en su interior”. La ley en relación al matrimonio se estableció de acuerdo a la postura que mantiene que la carencia de confesión no impide el perdón ya que basta que en su interior se haya arrepentido. Esta aparente contradicción requiere de un detallado análisis. En efecto, dos reglas independientes y dos principios diferentes se formulan a cerca del arrepentimiento y su aplicación: 1) el arrepentimiento tiene la capacidad de suspender el calificativo de malvado. 2) el arrepentimiento tiene la capacidad de merecer el perdón, tal como la tienen los sacrificios, el Día del Perdón, el sufrimiento, la muerte, etc. La ausencia de la confesión verbal impide la expiación del acto de arrepentimiento más no la suspensión del calificativo de malvado. Si un hombre comete una falta que merece la flagelación, o la exterminación, o la misma muerte por el tribunal, y es imposibilitado a actuar como testigo, no se le exige la confesión verbal a los efectos de retornarle su aptitud de testigo; tan solo se le solicita arrepentirse y comprometerse a rectificar sus actos futuros (Sanhedrín 25; Maimónides, Hiljot Edut 12, 4·10). La capacidad de testimoniar no está ligada a la confesión verbal debido a que la suspensión del calificativo de malvado no depende en absoluto de la noción de expiación sino del acto de arrepentimiento; la esencia del arrepentimiento no precisa de la confesión verbal de los hechos.
Sólo el segundo aspecto de la confesión, dirigido a la obtención del perdón, depende de la confesión verbal; en efecto la Torá denomina a la confesión como el “perdón de palabras”. La fuerza de la confesión está limitada al terreno del arrepentimiento que otorga el perdón, y no interfiere en el dominio del arrepentimiento que suspende el calificativo de malvado.
La suspensión del calificativo de malvado, primero objetivo del arrepentimiento, constituye un acto de mutación de la personalidad -la creación de una nueva individualidad. Este acto deviene por medio de un firme determinación de la voluntad y de una clara decisión del juicio. ‘Hiljot Tshuva). .. “El abandono del pecado (aceptando la rectificación futura) y el arrepentimiento sobre los actos del pasado, suspenden el calificativo de malvado que recae sobre un hombre; interrumpen la continuidad espiritual y transforman su identidad. La confesión verbal, por su lado, viene únicamente a confirmar el perdón. Mas el perdón es secundario ante lo esencial del arrepentimiento que suspende el calificativo de malvado. “Hiljot Tshuva) … “. La “transformación” espiritual y la “mutación” personal provocadas por el arrepentimiento, constituyen su esencia Y su contenido. El arrepentimiento conquista la ley de identidad y la continuidad que gobierna la existencia psíquica por medio de la fuerza misteriosa de la creatividad dispuesta al hombre. Cuando un hombre se arrepiente se convierte en creador de mundos, recreando su nueva personalidad. Aquí aparece la principal diferencia en la noción del arrepentimiento entre la concepción de la Halajá y la del religioso en general. Este último aprehende la noción del arrepentimiento desde la perspectiva del perdón, como una cortina que lo separa del castigo, como un remordimiento estéril que no crea ni renueva absolutamente nada. Está triste y se lamenta por el pasado, por el tiempo irremediablemente perdido, por los actos que se perdieron en la tiniebla, es decir, se lamenta por aquello que ya es imposible modificar o trasformar. y debido a esto es que precisa de una inmensa gracia, de milagros y maravillas, de infinita misericordia, etc. ¡No así el hombre de la Halajá!. Este no se abandona al llanto y a la amargura; no muerde su carne ni se auto flagela; no se entrega a mortificaciones corporales ni espirituales. El hombre de la Halajá se vuelca enteramente a la tarea de recrearse a sí mismo y a formar un nuevo “yo”. No se arrepiente sobre un pasado desvanecido sino sobre los actos que aún perduran y que aún se infiltran en el presente y en el futuro.
No lucha contra sombras provenientes de un pasado muerto y ni combate actos que ya perdieron su vitalidad y fenecieron. Sus decisiones tampoco se refieren a un futuro abstracto, lejano y obscuro. El hombre de la Halajá sólo se interesa en los reflejos del pasado que se proyectan en la vida presente, vibrante y temblorosa como un mar embravecido, y sobre un porvenir efervescente que ya ha sido “creado”.
Existe un pasado muerto y existe un pasado vivo. Existe un futuro que aún no ha nacido y un futuro que ya pertenece a la realidad. Hay un pasado y un futuro que no se relacionan mutuamente, y su contacto con el presente surge a través de la ley de causalidad – una causa situada en un punto de tiempo A se ajusta a un efecto producido por un punto B, y así en adelante. Mas el tiempo en sí, como pasado, aparece como “fue” -“y ya no está”, y, como futuro, como “será” -“todavía no está”. y desde esta perspectiva el arrepentimiento pierde todo su significado; es imposible arrepentirse sobre un pasado definitivamente muerto y terminado, y no cabe tomar decisiones acerca de un futuro que aún no ha “nacido”. Y con justicia se burlan Spinoza y Nietzche sobre esta idea del arrepentimiento. Mas existe un pasado permanente y firme que no transcurre sino que se suspende y se detiene. Este pasado se infiltra dentro del presente y se une al futuro. Por el otro lado, existe un futuro que no permanece oculto en la tiniebla sino que se revela ahora en todo su esplendor y maravilla. Ambos -el pasado y el futuro- existen, actúan y crean dentro mismo del presente y conforman la imagen de la realidad actual. Desde esta perspectiva no aprehendemos el pasado como que “fue” -“y ya no está”, al futuro como un “será” -“todavía no está”, y al presente como un “instante”. Todos los puntos se ensamblan, se entrelazan, y este tiempo triple genera una maravillosa unidad. El pasado se haya unido al futuro y ambos se reflejan en el presente. El principio de la “sucesión” deja de ser considerado el signo distintivo del tiempo. El hombre puede establecerse conjuntamente en las sombras del pasado, del futuro y del presente. También el principio de causalidad se reviste entonces de un nuevo significado. No existe más un orden estable del proceso causal ni tampoco la relación causa-activa y efecto-pasivo aceptado por el principio de causalidad. La causa y el efecto son considerados como activos o pasivos, como generadores o generados, como influyentes o influídos. El futuro imprime su marca al presente y le establece su imagen. Existe una influencia y una acción recíproca. La causa es explicada por el efecto, el punto A por el punto B.
El pasado en si mismo es un recorte cerrado y sellado. El futuro y el presente lo explican y lo colman de sentido. Desde esta perspectiva existen diversos modos de explicar una causa. El futuro establece la orientación y marca el camino. Hay casos en los que el comienzo está marcado por la falta y el pecado mientras que el final se destaca por preceptos y buenas acciones; o viceverza. El futuro modifica la dirección y la tendencia del pasado. Esta es la causalidad que rige el dominio del espíritu. Sin embargo cuando un hombre prefiere un tiempo simple, unidimensional, lineal, de acuerdo a la descripción de Kant, entonces queda sometido a las leyes de causalidad que rigen el mundo físico. Este principio impone el señorío de la causa sobre el efecto, el dominio del primer punto temporal sobre el segundo.
La Halajá afirma que el hombre que regresa a su Creador se recrea a partir de un pasado vivo y existente, orientándose hacia un futuro que le sonríe. Arrepentirse significa: 1) un examen retrospectivo del pasado, distinguiendo en él lo vivo de lo muerto. 2) una visión del futuro que permite distinguir entre lo que ya se manifiesta sobre el mundo y lo que aún no ha nacido.
3) el exámen de la causa situada en el pasado, bajo la luz del futuro -determinación de su dirección y orientación. El principio fundamental de la esencia del arrepentimiento es el gobierno del futuro sobre el pasado de un modo absoluto. La falta, causa y comienzo de un larga serie causal de actos negativos, se transforma bajo el dominio del futuro en fuente de actos positivos, de amor y fe en Di-s. La causa se sitúa en el pasado mas la orientación de su evolución queda determinada por el futuro.
“Grande es el arrepentimiento que transforma las faltas intencionales en méritos” (Yorna 86b; Rosh Hashaná 17b). El pecado es capaz de generar méritos; las faltas, buenas acciones.
En esta concepción está la base del libre albedrío y la libre voluntad humana. La elección constituye la base de la creación.
La causalidad y la creación se contradicen mutuamente. Si la ley causal fija la imagen espiritual del hombre y dicta su evolusión, ¿qué significa entonces la libre elección? Nos referimos al caso en que la ley general de causalidad, engendrada por la naturaleza, es aplicada al dominio del espíritu -la causa ordena y el efecto cumple, el fenómeno A gobierna al fenómeno B, el pasado es todopoderoso y el futuro marcha a sus piés, El problema de la esencia de la causalidad -mecánica como la de las ciencias matemáticas fundadas por Galilei y Newton o te leo lógica como la voluntad artistotélica- no modifica la cuestión.
No existe entre Aristóteles y Galilei-Newton, en lo concerniente al fundamento de la causalidad, sino una diferencia de dirección.
Mientras que la doctrina mecanista considera a la causa como el comienzo de un proceso y la busca fuera del efecto, la concepción teleológica establece la causa al final de la progresión, del lado del efecto. Mas ambas concepciones reconocen de manera irreversible que el efecto es determinado por una causa preexistente. La creación no marcha de la mano de causalidad general, ya sea prospectiva o retrospectiva. Esto no sucede con el principio de causalidad en la concepción del tiempo explicada anteriormente. Cuando el futuro participa de la explicación y la clarificación del pasado -indica su ruta, define sus tendecias, precisa la dirección y la orientación de su progresión- al hombre se le posibilita crear nuevos mundos. Este modifica el rostro del pasado por medio de la proyección del futuro, gracias a la sumisión del “fue” al “será”.
Aunque la causa engendra una nueva serie causal, esta es susceptible de tomar tal o cual dirección. Ante un cruce de caminos siempre cabe la pregunta: ¿hacia dónde? Si el hombre lo desea ésta se dirigirá hacia la eternidad; el pasado lo escucha y se somete. Las causas se someten a las órdenes.
En la idea del gobierno del futuro sobre el pasado reside algo evidentemente paradoxal, aunque se revele al mismo tiempo una profunda verdad. La vida individual y la social confirman este hecho. Un gran hombre es capaz de aprovechar las faltas del pasado y utilizarlas para objetivos elevados. “Donde logran pararse los arrepentidos, no logran hacerlo los completamente justos” (Brajot, 34b). Las faltas históricas, las desviaciones del pasado, caen muchas veces sobre los huesos secos cual rocío de vida. La historia universal está repleta de buenos ejemplos.
La experiencia del hombre de la Halajá no está limitada al terreno de su pasado individual sino que sale del mismo y se adentra en la esfera de la eternidad. La conciencia colectiva del tiempo judío abraza la eternidad: los sabios de la Mesorá, la época del segundo Templo, el período profético, la revelación del Sinaí, la salida de Egipto, la vida de los patriarcas, la creación del mundo y los secretos de la obra de la creación -todo esto constituye la experiencia del hombre de la Halajá. Su tiempo es medido en proporción a la Torá que comienza con la misma creación del cielo y la tierra. Así, el hombre de la Halajá no está limitado a su futuro particular, el cual concluirá a la hora de su muerte, sino que se extiende al porvenir de la toda la nación que aspira a la vendia del Mesías y al reino de Di-s. La majestad de los comienzos y el esplendor del fin de los tiempos recubren la conciencia del tiempo halájico. Las fronteras entre el tiempo y la eternidad, entre lo eterno y lo efímero se borran. Spinoza, a fin de introducir la noción de eternidad (sub quadam aeternitatis specie) dentro del escalón más elevado de la conciencia, extrajo el concepto de tiempo de la existencia colocándolo solamente sobre el concepto del espacio. Por su parte, el judaísmo considera que no hay eternidad sin tiempo; por el contrario, debido a la experiencia del tiempo se devela la eternidad -la hora se convierte en infinito, el instante en eternidad. La esencia de los mandamientos de la Torá que nos instan a recordar -la obligación de recordar la salida de Egipto, la revelación del Sinaí(de acuerdo a Najmánides), el shabat a fin de santificarlo (el kidush), el recuerdo de Amalek- viene a introducir estos antiguos conceptos dentro de la conciencia del hombre judío. La redención de Egipto, la revelación de la divinidad, la creación del mundo, se convierten en parte integral de la conciencia del presente, en una experiencia inmediata, impresionante y poderosa.
Una ley particular ilustra el recitado de la salida de Egipto, la noche del 15 de Nisan: “en cada generación cada hombre debe considerarse a sí mismo como si él mismo hubiera salido de Egipto”. Y cómo puede un hombre considerarse a sí mismo saliendo de Egipto, compañero de Moshé y Aharón en los comienzos de nuestra historia, sin introducirse en el antiguo pasado y en el proceso de redención allí acaecido. Estos recuerdos se relacionan no sólo con el pasado sino que señalan el camino hacia un futuro infinito. La redención de Egipto se relaciona con la redención futura -tal como lo expresan las bendiciones Emet-Emunah o Emet Veyaziv, o la recitación del Hallel y del Nishmat la noche de Pesaj, cuyos contenidos se encuentran íntimamente relacionados con los pasajes bíblicos escatológicos.
La revelación del Sinaí anuncia la reparación del universo y la instauración del reino de Di-s a través de una revelación universal. La fórmula de las bendiciones “shofarot” y del musaf de Rosh Hashaná, dan testimonio de tal relación. Comenzamos con versfculos relacionados con la entrega de la Torá para terminar con pasajes que tratan sobre el Mesías y la redención de Israel. El recuerdo de Amalek simboliza la lucha de Israel contra los ejércitos del mal y el reino del orgullo hasta la venida de la redención. “Ese día, comienzo de Tu obra, recuerdo del día primero”, es la plegaria de la comunidad judía en Rosh Hashaná, Ella festeja el día de la creación del mundo. Tal acto metafísico aún existe perfectamente vivo en la conciencia de la nación que ruega en este día por la renovación del mundo. El pasado infinito rueda y acude hasta el interior del presente. El instante pasajero se transforma en eternidad. El futuro infinito en el que se refleja la eternidad, el esplendor escatológico y la visión del fin del tiempo, afluyen hacia el centro del presente que se evanece como un sueño. El instante presente se corona de eternidad.
Ahora la filosofía utiliza un concepto dual del tiempo: a) tiempo físico-matemático b) tiempo histórico. El primero se cuantifica más y más (en especial se acentúa el carácter cuántico por medio de la unificación del tiempo y el espacio en las teorías de Minkowsky y de Einstein), y el segundo tiende a profundizar lo cualitativo. Todos los estudios de la escuela fenomenológica sobre la esencia del tiempo son en todos sus aspectos de caracter cualitativos. También la imagen particular de la causalidad en la realidad espiritual (causalidad físico-histórica) ocupa un sitio respetable en la filosofía moderna.
Sin embargo la Halajá no se interesa tanto por la metafísica del tiempo y no tiende a transformarla en cualitativa pura. El espíritu del judaísmo no se complace ante un subjetivismo y un carácter cualitativo exagerados. Debido a esto no considera al tiempo desde el punto de vista de las ciencias humanas. El hecho que el concepto del tiempo de la Halajá esté relacionado a los ciclos de días, semanas, meses, años, años sabáticos y jubileos, demuestra que el judaísmo prefiere al correr del tiempo un tiempo fijo y preciso. El principio de la concepción del tiempo de la Halajá es un principio moral y práctico. Ya lo hemos acentuado anteriormente que al hombre se le permite elegir entre estas dos concepciones del tiempo: el efímero o el eterno, y conducir su vida de acuerdo a su elección.
Ciertamente existe el hombre que se ubica bajo la sombra de un tiempo quebrantado e interrumpido. Se abriga dentro del presente que fluye y de la hora que pasa rápidamente. La antinomia existente en la idea del tiempo -el pasado no está más, el futuro aún no existe y el presente transcurre en un abrir y cerrar de ojos- aparece en todo su rigor. El “ayer” ya pasó, el “mañana” aún no ha llegado, y el “hoy” se hunde en el abismo del olvido. Se encuentra sometido a la ley general de causalidad -la causa ubicada en el pasado dibuja el rostro del futuro. Su presente no goza del derecho de libertad y libre albedrío. El “ayer” crea el “ahora” y el “mañana”, y todos se burlan de él.
Los actos del pasado engendran las actividades venideras. La vida no se encuentra a disposición del hombre y este tampoco la domina. No se crea a si mismo ni tampoco crea su futuro. No encontramos aquí una continuidad interna sino una existencia despedazada. La continuidad significa que el futuro imprime su marca en el pasado. Mas cuando el “hoy” y el “mañana” se someten y se inclinan ante el “ayer”, la continuidad espiritual, cuyo contenido es la creación perpetua de si mismo, se desmorona. Este tipo de vida es denominada por nuestros sabios: una vida de instante – “jaye shaa”.
Mas hay un hombre que se refugia bajo un tiempo íntegro. Su alma sumergida en los primeros tiempos se somete a la atracción del ideal del fin de los días. Observa hacia atrás y distingue una materia informe que espera recibir su forma de manos de un futuro creativo. Mira hacia adelante y encuentra una energía creativa que modela la figura del pasado y tras toca el rostro del porvenir. Participa del proceso causal y de la obra de creación.
Nos encontramos con la ponderación de la eternidad y con el esplendor de la creación. La conciencia de este hombre abarca toda la realidad histórica de la nación. Una vivencia del tiempo similar, cuyo comienzo y fin están ligados a la eternidad, es el objetivo de la Halajá y es la denominada creación: la realización de la Halajá eterna dentro de un mundo con tiempo efímero, la restricción de la gloria infinita dentro de los límites de una realidad concreta, el descenso de la eternidad dentro de la realidad pasajera. Y no en vano el judaísmo entiende dentro del mismo término -olam- una realidad limitada y finita y una realidad eterna e infinita. Dos contrarios se encuentran en un mismo concepto. Y en efecto vemos que dentro de lo finito se descubren los trazos de lo infinito, dentro del instante que se esfuma, la permanente eternidad. El símbolo de esta concepción se refleja en la idea del arrepentimiento: la creación.
C
El viejo problema que acechó por largo tiempo el universo de la escolástica árabe y cristiana, y que surge de la filosofía aristotélica, encontró su expresión y una solución original en la doctrina de Maimónides. Por supuesto que la doctrina de Ibn Roshd (Averroes)que mantiene que sólo el intelecto general activo (intellectus activus – nous poeticos)es inmortal y no el intelecto individual pasivo (intellectus passivus -nous patheticos), se opone a, los principios judíos. Maimónides se opone a esta teoría, como lo hicieran tras él Abertus Magnus y Thomas Aquinas. Mas el problema ligado a la fe en la inmortalidad del alma, también en relación al intelecto pasivo individual (en su estado original o en potencia) es particularmente complejo.
Maimónides irrumpe con todo el vigor de su pensamiento filosófico y moral, y propone una solución particularmente remarcable.
Por una parte Maimónides continúa el punto de vista de Aristóteles (y Platón) que indica que la existencia verdadera está ligada exclusivamente a la forma -lo universal (universalia); el dominio individual encarnado dentro de la materia (principium individuationis) no recibe el nombre de existencia plena y subsiste sólo como un reflejo de lo universal. Por otro lado la Halajá proclama el principio de la inmortalidad del alma. ¿Cómo se concilia esta antinomia?
Este problema vuelve a plantearse en relación a la providencia. La fe en una providencia individual es la piedra angular del judaísmo, idea afirmada tanto por la Halajá como por el estudio filosófico, y constituye el décimo tercer principio de fe enunciado por Maimónides. La concepción judía establece al individuo como portador de la idea religiosa; este es responsable por sus actos y acciones, y no existe responsabilidad sin providencia. Por lo tanto extrajo Maimónides al hombre de la generalidad de las criaturas afirmando su derecho a una exitencia individual, tanto en lo concerniente a la inmortalidad del alma como en lo que atañe al principio de la providencia individual. “Moré Nebujim”.
En resumen, cabe afirmar que el hombre ocupa un sitio particular en el reino de la existencia y que por naturaleza óntica difiere de todas las demás criaturas. Mientras afirmamos en relación a todos los entes que sólo lo general contiene una existencia fiel y permanente y no lo individual, para el hombre establecemos que también su existencia individual alcanza las cima de la existencia verdadera y eterna. Por el contrario, lo principal de su existencia es su realidad individual, merecedor de castigos y responsabilidad. Debido a esto el individuo se amerita a la providencia divina y a una vida eterna. Por un lado el hombre es un representante de la especie, reflejo del todo, sombra de la existencia real, y por el otro es un hombre de Di-s, dotado de una realidad individual. La diferencia entre el hombre de la especie y el hombre de Di-s es que el primero se distingue por su pasividad mientras que el segundo por su actividad y creación. El hombre de la especie se caracteriza especialmente por su pasividad: no renueva nada ni se ocupa de la obra de creación. El individuo no es sólo una criatura pasiva y receptiva sino activa y creativa. La actividad y la creación son los signos distintivos de una existencia verdadera.
Entretanto, este mérito óntico que recae sobre el individuo, lo distingue de todas las demás criaturas y le confiere eternidad e inmortalidad en su individualidad, depende exclusivamente del hombre. El puede, como el resto de los entes individuales, mantenerse en la esfera de los reflejos y las sombras, o bien afirmar su peculiar individualidad dentro de la especie y ameritarse una existencia estable en el mundo de las “formas” y de “las ideas separadas de la materia”. El hombre de la especie o el hombre de Di-s son las alternativas que Di-s propone al hombre. Si lo amerita, es un hombre de Di-s por medio de una existencia individual majestuosa ligada a lo infinito y al “esparcimiento divino” en su espléndida santidad; si no lo amerita, es un hombre de la especie, pálida figura de la realidad general.
“Moré Nebujim”
En algunos casos el hombre subsiste sólo por el mérito de la especie, ya que nace y proviene de la misma especie, y la forma general está grabada en él. El existe debido a su participación en la idea de 10 general. Es un hijo de hombre. Hijo de la especie, reflejo del todo, manifestación de la forma de la especie dentro del proceso morfológico de la especie (en el sentido de la teoría aristotélica). Mas no cuenta con nada que afirme su existencia como individuo, algo que justifique una existencia particular. Su alma, su espíritu y todo su ser se nutren de 10 general. Sus raíces se hunden en tierra media y su cima se extiende hacia un paisaje general. Carece de prestancia personal, de un rostro original; ni crea ni renueva ni activa absolutamente nada. Es receptivo y pasivo. Se encuentra sometido al parecer y a la opinión de los demás. No profundiza en los pequeños ni en los grandes problemas del universo; no se examina a sí mismo ni dedica pensamiento a su relación con Di-s. Su existencia no genera alegría, su muerte no provoca duelo. Pasa como una sombra, como una nube. No transmite nada a las generaciones futuras; no deja rastros. No tiene en su haber ni el cumplimiento de preceptos ni buenos actos; tampoco posee méritos. Se haya desprovisto de todo sentimiento de responsabilidad histórica y de aspiración moral. Nace contra su voluntad, razón por la que vive (“voluntariamente”!!) y muere contra su voluntad. Este es el hombre de la especie. Mas existe un hombre que no precisa de la ayuda de terceros ni del sostén de la especie para afirmar su existencia. Este hombre ha salido del dominio del tiempo y ha ingresado a un dominio propio. No existe “gracias” a la especie sino en función de su propio valor. Su vida es una vida de creación y renovación, conocimiento y comprensión. Existe no por el hecho de haber nacido sino por la vida misma y por el mundo que le seguirá. El conoce su vocación, su misión, y su rol. Aprehende la dualidad de su existencia y la libertad dada en sus manos. Sabe que dos caminos se extienden ante el, y que por el que elija marchará.
No es pasivo sino activo; no 10 caracteriza su caracter receptivo sino su espontaneidad. No se abandona a la especie sino conquista el camino particular del individuo por el que podrá influenciar sobre la especie. Marcha y no descansa, camina y no se detiene, sube y no baja. El siente nostalgia del Di-s viviente.
Tal es el hombre de Di-s.
El principio de la providencia se transforma en un precepto concreto, en una obligación humana; el hombre debe extender y reforzar la providencia individual que recae sobre su ser. Todo depende de él y de su iniciativa. Cuando el hombre se crea a si mismo como un hombre de Di-s e interrumpe su existencia como hombre de la especie, cumple con la “mitzvá” que dicta el principio de la providencia.
La creación más elevada es la personalidad del profeta. Todo hombre debe renovar su existencia en base a la imagen del profeta y continuar recreándose a sí mismo hasta alcanzar la realización total del ideal profético -estar pronto a recibir la “profusión de la divinidad”. Al igual que la providencia, la profecía se presenta en dos aspectos: a) la creencia de la existencia profética: Di-s acorda la profecía al hombre b) la obligación humana de aspirar a este estado a fin de elevarse y recibir la revelación divina. La fe en la profecía incluye también un principio de moral práctico, una regla de aplicación, el objetivo más elevado del hombre y su última aspiración. “Una de la bases de la religión reside en el hecho de que Di-s habla con los hombres y que el don de la profecía no es depositado sino sobre grandes virtuosos y sabios cuyos instintos no los sojuzgan sino que son dominados por la mente de estos hombres superiores, poseedores de un amplio y profundo saber, y que, tocados por la santidad, se alejan de la generalidad del pueblo que anda en las tinieblas; hombres que con celeridad aprenden a no alimentar ningún pensamiento sobre asuntos vanos sino que conservan su saber abierto siempre en dirección a los cielos; observa la sabiduría divina en su totalidad desde sus comienzos hasta el centro mismo de la tierra, e inmediatamente recibe el sagrado espíritu de Di-s” (Maimónides, Yesodei Hatorá).
Maimónides introduce en la Halajá que trata el principio de la profecía, el concepto “que Di-s acorda al hombre el don profético” y también la descripción de la gigantezca figura del profeta. Y no en vano 10 hace ya que la imagen del profeta ya que tanto sus cualidades generales y su vocación forman parte integral de la profecía: son el ideal de la perfección moral de acuerdo a la Halajá.
Maimónides manifiesta (comentario a la Mishná, Sanhedrín,”Jelek”) explícitamente que el sexto artículo incluye dos tópicos: a)la personalidad del profeta b) la profecía. La emanación del espíritu y el esparcimiento divino dependen de la gracia divina, mas la preparación hacia la profecía y la tarea de la creación personal son tareas humanas.
Cuando un hombre alcanza la cima -la profecía- ha alcanzado su misión -la misión de crear. “E inmediatamente el espíritu divino los acomete … y los transforma en seres diferentes. Entonces, el hombre a quien esto sucede, comprende que ya no es el mismo sino que ha sido elevado sobre el resto de los sabios”. (Maimónides, Yesodei Hatorá). El profeta modela su personalidad, renueva en su interior una conciencia nueva, un nuevo espíritu, deshecha las sobras de su identidad que lo ligan aún al “yo” anterior -hombre de la especie que anda en las tinieblas- y se transforma en hombre de Di-s cuya inteligencia está ligada “al trono celestial”. El arrepentimiento, la providencia y la profecía expresan, de acuerdo a la Halajá, la misión de crear, uno de los principios esenciales del judaísmo. Un hombre comienza por el arrepentimiento, examinando conscientemente sus faltas, siente remordimientos por el pasado y encamina su porvenir; continúa su creación buscando la cercanía de la providencia y alcanza al fin la profecía: perfeccionamiento de la creación. Este es el camino de la Halajá y del judaísmo.
Según Maimónides, el profundo secreto de la creación está ligado a la comunión del intelecto pasivo – el cual sirve en relación al intelecto activo como la materia potencial a la forma en acto – al Intelecto agente. El hombre es en un comienzo receptivo en potencia y crear significa: espontaneidad, actualización, actos, renovación, aspiración y progreso. Así el hombre está obligado a convertirse en un ente activo y generador; el potencial debe convertirse en actos, la receptividad transformarse en espontaneidad; lo informe toma forma progresivamente.
Lo creado debe transformarse necesariamente en creador; lo generado en generador. El concepto de la actividad personal ocupa en el judaísmo un sitio muy importante, y es lo que fundamenta la idea de creación en la teoría de Maimónides. Nuestro gran maestro es fiel a su sitema!, Uno de los principios esenciales de su sistema es la identidad del intelecto, inteligente e inteligible. De acuerdo a Maimónides este principio no se aplica solamente al conocimiento infinito de Di-s sino también al conocimiento finito del hombre. Mientras la inteligencia y la ética (?) (material, tal como se la denomina en la filosofía árabe o el “nous patheticos”, de acuerdo a Aristóteles) pasa al acto -a la hora del pensamiento- ésta se une y se liga al Intelecto agente. Mas esta identidad es permanente y eterna sólo dentro del conocimiento infinito de
Di-s mas no dentro del finito y no permanente de sus criaturas. La identidad se desconecta cuando el conocimiento se interrumpe. Mas todo el tiempo que el conocimiento subsiste, la unidad se mantiene. Por lo tanto el gran ideal es multiplicar los logros intelectuales (lo más continuos posibles) a fin de reforzar la permanencia de la identidad. (Por supuesto con varias interrupciones ya que la continuidad permanente es sólo posible en el ámbito divino). El hombre es libre de someter su inteligencia hilytica al conocimiento material e imaginativo, limitado por la materia a través del espacio y el tiempo, o al conocimiento intelectual superior absolutamente separado. La creación se manifiesta por la concreción de todas las tareas del hombre, por la actualización de todo el potencial que hay en él, la explotación máxima de sus posibilidades y la realización completa de su personalidad. Las posibilidades ocultas en el hombre son inmensas mas se mantienen apagadas y dormidas. El precepto de crear que late en el judaísmo proclama: “Despiértate de tu adormilamiento, realízate a tí mismo y sal en busca de tu Creador”. La creación es la revelación del espíritu del hombre que se eleva y sube hasta los cielos.
En honor a la verdad la filosofía griega conoce la evolución desde la nada relativa hacia una existencia plena. No sólo esto sino que esta problemática es central en el pensamiento ontológico de Grecia. Las divergencias entre Heráclito y Parménides acerca de la esencia del ente -en constante evolución o completo y terminado- se dejan oir en las discusiones de las escuelas de Platón, Aristóteles y sus seguidores. Aristóteles, al introducir la noción de las cuatro dimensiones en la existencia, intenta solucionar este problema. Dos aspectos ónticos de las cuatro caras de la existencia representan: una existencia absolutamente completa y perfecta (según la descripción de Parménides) de plena actualidad, por un lado, y una realidad potencial -la materia helftica primera, la que no existe de acuerdo a Aristóteles (y no es más abstracción), por otro lado. Entre estos dos polos se mueve la concretización de la existencia o el proceso de la existencia, tal como lo imaginó Heráclito. Una jerarquía de materia y de forma se eleva progresivamente hasta el “noesís noeseos”. La existencia (exceptuando la forma primaria) significa: devenir, pasar continuamente de la potencia al acto. El pasaje de la fuerza (dynamis) al acto (entelecheia), constituye el principio mismo de la realidad.
Mas un abismo separa las teorías de Aristóteles de la concepción ontológica de Maimónides, maestro de la Halajá, aunque este último utilice conceptos y terminología del griego. Desde un comienzo el concepto de creación resultó extraño al pensamiento griego, y en consecuencia no nos encontramos con la concepción del acto de un creador o una actividad creativa, sino de una evolución necesaria; y por consiguiente tal devenir no se transforma en una base moral, en una norma y en una obligación que recae sobre el hombre. La forma pura, suprema, no puede crear y el hombre tampoco está obligado a crear.
En segundo lugar, el ideal hedónico (relacionado a la felicidad), el cual representa para Aristóteles el bien moral superior, no lleva al hombre a crear. Ni las cualidades … de la moral aristotélica ni el ideal de una vida contemplativa (bios theoreticos) constituyen la aspiración de la conciencia judía que la mueve a formar y crear mundos nuevos. El anhelo de una vida contemplativa no se realiza por medio de la realización del potencial contenido en la materia, en el terreno individual, como en la abstracción de la forma de la materia. La aspiración de tipo intelectual, según Platón, Aristóteles y los estoicos, tiende a la abstracción completa y la comunión total con la generalidad inteligente, a la que no sigue absolutamente nada. La aspiración del sabio griego es borrar lo individual enraízado en la materia. Para la filosofía griega encarnada en las escuelas de estos sabios, la individualidad desaparece por completo.
Mas el judaísmo no renuncia a la especificidad del individuo ni al valor de lo particular: “Quien contribuye a mantener la vida de una sola alma de Israel, es como si mantuviera todo el universo” (Sanhedrín 37a). El individuo se salva gracias a la Halajá, la que sale del terreno del pensamiento filosófico y establece su carácter y su imagen por medio de la noción de la creación que ella reveló al mundo. La generalidad existe desde los seis días de la creación; la individualidad fue creada por el mismo hombre. La idea de la creación está basada en la Halajá y de aquí fue tomada por Maimónides y llevada al terreno filosófico; por esta razón no habla demasiado en su Mishné Torá del intelecto activo y del pasivo (conceptos originalmente aristotélicos) sino de la profecía como una creación humana.
La idea de la creación proyecta una luz clara sobre las nociones de libertad y libre albedrío. El principio del libre albedrío se aplica en dos planos: a) el hombre es libre de crearse a sí mismo como hombre de Di-s y de romper las cadenas del hombre de la especie que lo someten a la regla general b) el hombre de Di-s, creado y renovado a través del mismo hombre, no está sometido ni responde a las leyes de la especie; existe dentro del dominio particular del individuo y toda realidad es una realidad individual, independiente, con sus características propias, y las leyes teleológicas de la especie no lo alcanzan. Sabemos que Maimónides recibió de Aristóteles la idea que el determinismo es esencialmente teleológico interno de la realización de la forma de la especie dentro del individuo particular. Por lo tanto, mientras el hombre no se eleva a un nivel superior de existencia, que salga del dominio de lo general y se establezca en el terreno propio -independiente de los principios generales- está sometido al dominio de la especie y la forma general. Mas al liberarse a sí mismo de la servidumbre de la especie, he aquí que es un hombre libre. La libertad total es conquistada por el profeta, hombre de Di-s. El hombre de la especie está completamente sometido a las leyes de la existencia. Entre el hombre de la especie y el hombre de Di-s, entre la necesidad y la libertad, se mueven los hombres: unos ascienden, otros descienden. En un comienzo el hombre materializa y lleva a la práctica todo el potencial de la especie que reside en su interior y realiza íntegramente toda la forma de la especie humana. Mas una vez realizada la forma general, en lugar de fortificar su rostro específico, adquiere una forma particular y una personalidad individual, alma única y espíritu activo y creador; sale del dominio de la especie para ingresar al dominio de si mismo. La concretización de la generalidad en la personalidad humana anula en si mismo la adquisición de la especie. Tal concepción nos sorprende debido a su carácter paradoxal. La misma se compone de dos concepciones: la generalidad de Aristóteles y la individualidad de la Halajá. El método es griego, el objetivo halájico. Individualidad, independencia, originalidad, libertad, son los objetivos de la creación. Mas la completa libertad del hombre de Di-s se realiza, tallo dicho anteriormente, en la concepción de la norma como una ley existencial del ser individual y espiritualmente libre.
Así entendemos nosotros las palabras de Maimónides, quien extendió el principio de la libertad y le introdujo todo el ser espiritual del hombre (sin limitarlo a su voluntad). El espíritu humano es libre. Este no se encuentra sometido a las leyes generales y a las necesidades de la especie. La “totalidad” de la existencia del hombre de Di-s está liberada de las cadenas de la ley ya que toda nace del principio de libertad, idea con la que se identifica plenamente. “A todo hombre se le confiere la posibilidad del libre albedrío …
No debes considerar lo que dicen los tontos gentiles y gran parte de israelitas atolondrados, que Di-s decreta para el hombre desde su nacimiento si ha de ser justo o malvado. No es así sino que cada hombre puede llegar a ser justo como Moshé o malvado como Jeroboam; sabio o necio, piadoso o cruel, avaro o pródigo y así en referencia a todo lo demás. Toda la realidad espiritual del hombre goza del privilegio particular de crearse o liberarse a sí mismo”.
Una tendencia voluntarista brota aquí ya que al fin el origen de la libertad es la voluntad, y cuando la libertad se extiende por todos los aspectos de la existencia humana, la voluntad se apropia de todo el universo espiritual y gobierna sin límite. La victoria de la libertad en el dominio del espíritu atestigua sobre el gobierno y la influencia de la voluntad sobre el resto de las manifestaciones de la vida interior. Acentuamos anteriormente que de acuerdo a la concepción de Maimónides la creación es la expresión de la voluntad divina; también cuando el Santo Bendito Sea entrega una parte de su gloria al hombre y le acorda fuerza creadora, implanta la fuerza de crear dentro de su voluntad. La voluntad se opone a la ley de la especie; ella crea una nueva naturaleza, libre, la que no se encierra a si misma dentro de los límites del determinismo general, se eleva hasta los cielos y se apega a la bondad divina. La voluntad es la fuente del arrepentimiento, de la providencia, de la profecía y de la libertad espiritual. Mas dentro de la senda de la moral halájica. También el intelecto y la voluntad, lo afectivo y lo creativo, marchan por la senda de la moralidad.
Y el hombre de la Halajá, sobre cuyo carácter voluntarista nos detuvimos, es un hombre libre, creador de un mundo ideal, renovador de su ser hasta convertirlo en el del hombre de Di-s; soñando la completa realización de la Halajá en una realidad inmediata, aguarda el establecimiento del Reino de Di-s que la ha de contraer al ámbito de lo concreto y de la realidad sensible.
Estas son las características del hombre de la Halajá. Mucho más que lo que escribí en estas páginas se encuentra gravado en su conciencia. El presente artículo no es más que una reunión de letras y signos, de frases entrecortadas y líneas distintivas.
Carece de precisión científica, de claridad de estilo y de exposición. No es más que un intento amateur. Mas sabe el Creador del Universo que mi única intención fue contar la gloria de la Halajá y la de sus maestros, atacados frecuentemente por los que jamás penetraron en su importancia esencial. Y si fallé en mi cometido, que Di-s me perdone.