Emmanuel Lévinas (1906-1995)

(wikipedia)

Emmanuel Lévinas nació en 1906 en Kaunas (Lituania) y  falleció en París (Francia) en 1995. En su juventud, Lévinas leyó los grandes clásicos de la literatura europea y también de la literatura judía tradicional. Estudió filosofía en las universidades de Estrasburgo y Friburgo. Discípulo de grandes figuras de la filosofía de la época como Blanchot, Husserl o Heidegger, fue quien introdujo al pensamiento francés la fenomenología de Husserl y el existencialismo de Heidegger. Sin embargo, luego rompería con ellos, especialmente con Heidegger, por sus posturas filosóficas y su complicidad con el nazismo. Lévinas estuvo en un campo de concentración durante buena parte de la guerra, aunque su esposa e hija se salvaron gracias a la ayuda de Blanchot, que las escondió en un convento. Casi todo el resto de su familia fue asesinado por los nazis. La experiencia de la Shoá marcaría profundamente a Lévinas: sus reflexiones sobre la ética y sus intentos de reformular la filosofía pueden entenderse como una reacción al trauma. Además de ser profesor universitario de filosofía, Lévinas se dedicó a la educación judía: fue director de la Escuela de la Alianza Israelita Universal de París durante muchos años, daba clases sobre Rashi todos los Shabatot en el templo y participaba de los Coloquios de intelectuales judíos en Francia, de donde salen sus famosas Lecturas talmúdicas.

Nota del autor Ezequiel Antebi Sacca

Influencias filosóficas


El mismo Lévinas resume su biografía intelectual de la siguiente manera:

La Biblia Hebraica desde la más temprana edad en Lituania, Pouchkine y Tolstoi, la Revolución Rusa de 1917 vivida a los once años en Ucrania. A partir de 1923, la Universidad de Estrasburgo, donde enseñaban por entonces Charles Blondel, Halbwachs, Pradines, Carteron y, más tarde, Guéroult. La amistad de Maurice Blanchot y, a través de los maestros que eran adolescentes en el momento del Affaire Dreyfus, la visión, deslumbrante para un recién llegado, de un pueblo equiparable en humanidad y de una nación a la cual es posible ligarse por el espíritu y el corazón con tanta firmeza por las raíces. Estadía entre 1928 y 1929 en Friburgo y aprendizaje de la fenomenología comenzado un año antes con Jean Hering. La Sorbona, León Brunschvicg. La vanguardia filosófica en las veladas del sábado en casa de Gabriel Marcel. El refinamiento intelectual – el antiintelectualismo- de Jean Wahl y su generosa amistad reencontrada después de un largo cautiverio en Alemania; conferencias regulares a partir de 1947 en el Colegio filosófico que Whal había fundado y animaba. Dirección de la centenaria Escuela Normal Israelita Oriental, consagrada a la formación de maestros de francés para las escuelas de la Alianza Israelita Universal de la Cuenca Mediterránea. En comunión cotidiana con el doctor Henri Nelson, frecuentación del señor Chouchani, maestro de prestigio y de extremo rigor en lo referente a la exégesis del Talmud. Conferencias anuales, a partir de 1957, sobre textos talmúdicos, en los Coloquios de los Intelectuales judíos de Francia. Tesis de Doctorado en Letras en 1961. Profesorado en la Universidad de Poitiers, a partir de 1967, en la Universidad de París-Nanterre y, a partir de 1973, en París-Sorbona. Este inventario dislocado es una biografía.

Este resumen es interesante por varios motivos: porque nos da un pantallazo general de la vida y las influencias de Lévinas, porque nos da una cierta narrativa y también – creo que esto es lo más importante- por lo que muestra y decide no mostrar. Básicamente, nos muestra la historia de un intelectual judío, inmerso hasta la médula en el ambiente filosófico occidental, que se reencuentra con los textos fundamentales del judaísmo (principalmente el Talmud) y encuentra en ellos, a través de una lectura específica que analizaremos más adelante, una respuesta al callejón sin salida en el que se encontraba la filosofía occidental de la época.
A los nombres e instituciones que menciona Lévinas podemos agregar algunos más: Platón (en la eterna disputa entre platónicos y aristotélicos, Lévinas se declara platónico sin dar lugar a dudas), Husserl, Bergson, Kierkegaard, Rosenzweig, Buber, Janklevitch…y, por supuesto, Heidegger.

¿La filosofía de Heidegger es nazi?


Ese breve racconto de la vida de Lévinas es interesante por lo que no muestra: en esta mínima biografía intelectual, Lévinas no menciona a Heidegger de manera explícita. Dado que la discusión con Heidegger va a ser una constante en la obra de Lévinas, no es casualidad: es un velo completamente voluntario. Toda la filosofía de Lévinas puede ser vista como un intento de utilizar las propias categorías conceptuales heideggerianas para superar la crisis en la que quedó inmersa la filosofía de Heidegger luego de la Segunda Guerra Mundial y el nazismo.

Lévinas fue un admirador de Heidegger, al que veía como un maestro del pensamiento, una especie de Platón contemporáneo. Cuando Heidegger apoyó al nazismo, Lévinas entró en una crisis filosófica personal y se empezó a replantear la relación con su maestro: ¿cómo podía ser que el gran maestro filosófico contemporáneo, esa mente que había pensado los grandes problemas existenciales del ser humano y redefinido los alcances y el método de la filosofía, podía haber apoyado la empresa más inmoral de la historia de la humanidad?

En este punto, surge una serie de preguntas que se siguen debatiendo: ¿La filosofía de Heidegger era intrínsicamente nazi? ¿O el nazismo de Heidegger no se desprende de su filosofía? ¿El nazismo de Heidegger fue una aberración o una consecuencia directa de su pensamiento filosófico? De manera más general, ¿podemos separar entre la obra y la biografía de una persona?

En este debate, hay una minoría que intenta disminuir el apoyo de Heidegger al nazismo, aduciendo que él no era nazi sino que, por una cuestión de supervivencia personal, tuvo que apoyar al nazismo. Esta posición es muy difícil de sostener a la luz de la evidencia de la judeofobia rampante de Heidegger, su famoso discurso del Rectorado (el cierre, con la frase “Alles Grosse steht in Sturm” -Todo lo grande está en medio de la tempestad/tormenta/asalto”-, obvia alusión al nazismo y las SA, es escalofriante) y, fundamentalmente, la falta de arrepentimiento de Heidegger sobre su rol en la época del nazismo (nunca expresó públicamente ni la más mínima disculpa).

Resulta claro que Heidegger apoyó activamente al nazismo: podemos discutir qué era exactamente lo que veía en el nazismo y por qué lo apoyó, pero es indudable que fue nazi.

Ahora entonces entramos en un segundo nivel de análisis: ¿este apoyo al nazismo está inscrito en el propio proyecto filosófico de Heidegger o es una aberración moral personal, que puede ser separada de sus obras filosóficas?

Hannah Arendt fue una firme defensora de la segunda posición: Heidegger pudo haber apoyado al nazismo por muchos motivos, pero ninguno de esos motivos está presente en su obra filosófica; podemos seguir debatiendo los méritos de la filosofía heideggeriana sin sentirnos consternados por el apoyo de su autor al nazismo; si Heidegger fue nazi, es un problema personal de él, no una consecuencia lógica de su filosofía.

La posición de Arendt es radicalmente opuesta a la de Lévinas: para él, el pensamiento heideggeriano es inseparable del nazismo. La posición política de Heidegger no fue un simple lapsus: se explica por su forma de encarar el mundo, que se expresa en un modo de hacer filosofía y una serie de categorías conceptuales.

Por otro lado, Lévinas considera que es imposible hacer filosofía sin acudir a Heidegger. No podemos borrar de nuestras mentes lo que enseñó Heidegger: nos dio un método novedoso y herramientas nuevas para encarar el conocimiento del mundo y de nosotros mismos. La obra filosófica heideggeriana ha dejado una huella demasiado profunda: no podemos descartarla así sin más. Hay demasiadas verdades en su formulación.

Entonces, ¿cómo encarar la lectura de un autor nazi, con posturas morales aberrantes, sabiendo que esa moral no es un accidente sino que es una consecuencia de esa misma obra filosófica a la que leemos con avidez y emoción?

La respuesta es clara, pero el trabajo es arduo: hay que leer a Heidegger, detectar sus errores y omisiones, corregirlos y reformular su filosofía. El resultado es una deformación tan radical de la filosofía de Heidegger que Lévinas termina creando una nueva forma de pensar el mundo: hay un quiebre total con Heidegger. Y sin embargo, para comprender cabalmente lo que está diciendo Lévinas, es necesario tener un conocimiento profundo de la filosofía heideggeriana. Se trata de abrir un espacio para traficar toda una serie de cuestiones que en la obra de Heidegger quedan ocultas, invisibilizadas o directamente son inexistentes. A partir de esta crítica de Heidegger, Lévinas intenta una deconstrucción de toda la tradición filosófica occidental y plantea una nueva forma de pensar.

Judaísmo lituano y Musar


¿Cuáles son las influencias judías de Lévinas? En primer lugar, Monsieur Shoshani, un genio enigmático que daba clases particulares y cambió la vida de figuras tan destacadas del pensamiento judío como el propio Lévinas, Elie Wiesel, Shalom Rosenberg, André Neher y Manitou. Shoshani es un personaje fascinante, que tenía la apariencia de un vagabundo, modales extraños y una mente prodigiosa. Cuentan que Lévinas, a pedido de un amigo, medio a regañadientes, se reunió con Shoshani: estuvieron hablando toda la noche y, cuando se despidieron, Lévinas tuvo que reconocer que no sabía cuánto sabía Shoshani pero que estaba seguro que sabía más que él de cualquier tema. Hay un montón de anécdotas y leyendas sobre Shoshani, empezando por el enigma de su verdadero nombre, su origen y la fuente de sus conocimientos.

Lévinas era un admirador de los Mitnagdim: veía al camino intelectual como la mejor vía de acceso al judaísmo. De hecho, Lévinas decía explícitamente que en Lituania (el epicentro del movimiento Mitnagdi, a tal punto que estos también son denominados “Litaim”, o lituanos) el judaísmo europeo alcanzó su mayor desarrollo espiritual e intelectual. Lévinas publicó un ensayo famoso sobre Rab Jaim de Volozhin, el primer intento que conozco de introducir su obra en el contexto de la filosofía occidental.

Traducir la Biblia al griego


En Ética e Infinito, una larga entrevista en donde explica su pensamiento y pasa revista a los temas fundamentales de su obra, Lévinas dice (estoy traduciendo desde la versión en inglés, aclaro por sí la traducción oficial al español es algo distinta):

Para mí la tradición filosófica occidental nunca perdió el derecho a la última palabra; todo debe ser expresado en su lenguaje. Pero quizás no es el lugar del primer sentido de las cosas, el lugar donde el sentido empieza.

Creo que en esta cita se ve bien claro cómo entiende Lévinas la relación entre judaísmo y filosofía: él, como persona inmersa en la cultura occidental, piensa con las categorías de la filosofía occidental moderna, pero el punto de partida es el judaísmo. Lo que hay que hacer es traducir el judaísmo al lenguaje filosófico: traducir la particularidad judía al lenguaje universal de la razón. El sentido, el significado profundo del mundo y la vida, proviene de la sabiduría judía, pero debe ser traducida al idioma griego (la filosofía). La tradición filosófica occidental, de los presocráticos hasta el postmodernismo, es admirable, pero no ha logrado penetrar en ciertos temas. En sus propias palabras:

Nuestra tarea es expresar en griego aquellos principios de los que el griego nada sabe.

El trabajo es arduo y difícil: reconstruir el pensamiento filosófico, utilizando viejos métodos pero nuevos cimientos. El objetivo de Lévinas es construir con los métodos de Husserl y Heidegger un nuevo edificio filosófico, cuyas bases sean genuinamente judías.

La filosofía, para Lévinas, es generalización, universalidad, discurso razonado y mediado por el lenguaje; el judaísmo es revelación, exégesis, ética, trascendencia. Las omisiones de la tradición filosófica occidental llevaron a los totalitarios modernos y a la Shoá: el ansia de totalizar, de buscar un principio ordenador todo abarcativo, de hacer que todo cierre y que nada sobre, que todo sea explicado a partir de un solo elemento, es la gran falla de la filosofía. La tradición judía tiene el remedio para estos vicios: lo que ha ignorado Occidente es precisamente el elemento judío de su historia. Los errores de Grecia sólo pueden ser resueltas con una irrupción de la sabiduría judía en su interior.

Lo interesante de la propuesta de Lévinas es que no dice – como podría plantear una visión ortodoxa convencional- que el judaísmo es verdad, y el resto está equivocado. El planteo de Lévinas es más sutil: el judaísmo tiene la llave para solucionar los grandes problemas de las ideologías de la sociedad occidental, pero esa llave tiene que ser expresada en un lenguaje universal. Tiene que ser expresada en griego (o sea, filosóficamente), y no en hebreo (podríamos decir: religiosamente).

Podemos preguntarnos: ¿acaso esa tarea de traducción no implica una síntesis entre judaísmo y Occidente? Si el objetivo es que Occidente aprenda judaísmo, ¡que Europa aprenda hebreo! ¡Que Europa se olvide de la filosofía y se dedique a la religión! Pero no es eso lo que quiere Lévinas: no quiere que Europa deje de ser Europa. No quiere que la filosofía desaparezca, ni que las enseñanzas griegas sean enterradas por la historia. Quiere una síntesis: quiere que el judaísmo entre en Occidente, sin que Occidente deje de ser Occidente. Quiere que el judaísmo se exprese en lenguaje filosófico para así influenciar a Europa, pero esa misma traducción al lenguaje filosófico significa cambios en nuestra forma de entender al judaísmo.

Entonces creo que tenemos que decir: no se trata sólo de que la Torá entre en la filosofía; se trata también que la filosofía entre en la Torá. Se trata de romper con muchas de las premisas de la filosofía occidental, traficando el judaísmo en el corazón del discurso filosófico, pero también de tomar el enorme desafío de leer a la Torá con un ojo en la filosofía, buscando su mensaje universal. En resumen, el proyecto de Lévinas es regenerar la civilización judeo-cristiana. O mejor dicho: crear una auténtica civilización judeo-cristiana, logrando la tan mentada síntesis entre Atenas y Jerusalén.

Torá Escrita y Torá Oral


En el judaísmo, hay dos Torot: la Torá Escrita, que es el Tanaj; y la Torá Oral, que es la tradición viva que explica y expande el texto escrito y que originalmente se transmitía de manera oral, de maestro a alumno, hasta ser puesta en escrito y codificada en la Mishná (aprox. Siglo II d.e.c.), los distintos Midrashim y el Talmud (el de la Tierra de Israel, del siglo V aprox, y el de Babilonia, del siglo VII aprox). En base a esto, escribe Lévinas:

…Pero el aporte de cada uno y de cada tiempo es confrontado a las enseñanzas de todos los otros y de todo el pasado. Así se explica la referencia constante de las lecturas a los orígenes, a través de la historia que va de maestro a alumno. De allí también la discusión en las asambleas entre colegas que se interpelan de un siglo a otro. Todo es incorporado como tradición a la Escritura comentada, exigiendo una siempre una nueva lectura, a la vez erudita y moderna. De allí, por último, los comentarios de comentarios, estructura misma de la Torá de Israel, reflejada hasta en el lineamiento tipográfico de los tratados sobrecargados en todos sus márgenes. Participación de aquel que recibe la Revelación en la Obra de Aquel que se revela en la profecía. Y ese es, sin duda, también, el significado del versículo de Amos (III, 8): “Dios ha hablado, ¿quién no profetizará?”. La lectura del texto profético es también profética en cierta medida, aún si todos los hombres no se abren con la misma atención y la misma sinceridad a la Palabra que habla con ellos. ¿Quién, hoy en día, abraza la tradición?

En el judaísmo, la Torá Escrita y la Torá Oral son un todo indivisible: nuestra lectura del Tanaj está filtrada por lo que dice la Torá Oral. Este concepto es difícil de digerir para el lector moderno, escéptico e individualista, que piensa que puede acceder al texto de manera directa, sin intermediarios. Influenciados por el pensamiento de la Reforma cristiana, pensamos que el sentido simple del texto es el más real y verdadero y que todos tenemos la capacidad de captarlo y aprehenderlo si abrimos el Tanaj y leemos las palabras que están escritas en el libro.

Pero Lévinas nos advierte: esa forma de lectura, con todo su esplendor y toda su potencia, no es profética. La lectura judía está mediada por la tradición, y esa tradición viva es la que transforma al texto en cada lectura, dotándola de sentido y relevancia: cada generación agrega su parte y el torrente de interpretaciones se va acumulando. Nosotros somos parte de la cadena: no podemos darnos el lujo de saltarnos ningún componente de la cadena. Si perdemos el contacto con la tradición interpretativa, con esa tradición viva que se renueva a cada momento con nuestra lectura, con nuestra mirada particular, con cada uno de nosotros, entonces no podemos acceder al sentido más fundamental de las Sagradas Escrituras: su carácter profético. En otras palabras, la profecía no es algo que dijeron Isaías o Amos hace miles de años: es algo que se renueva en cada lectura, con las interpretaciones que hace cada generación. La exégesis ( el comentario de comentarios, la cadena de interpretaciones debatiendo, explicando y criticando) es profética, porque dota de actualidad y relevancia al mensaje bíblico.

En este sentido, Lévinas es claro:

La Haskalá y su hija predilecta, la Ciencia del Judaísmo, han hecho grandes aportes a nuestro entendimiento de la historia judía y sus textos pero han olvidado lo fundamental: el carácter siempre sagrado y profético de la tradición.

La existencia de cientos o miles de comentarios – todos relevantes, todos proféticos, todos parte de una misma cadena, a pesar de que pueden ser contradictorios entre sí- da lugar a una polifonía de voces y una multiplicidad de sentidos. La Torá está saturada de sentido: capas y capas de significado, a veces en tensión unas con otras pero nunca anulándose entre sí. En este sentido, Lévinas explica que la famosa frase talmúdica “La Torá habla el lenguaje del ser humano” (que la filosofía judía medieval interpretó como: la Torá habla en un lenguaje accesible para todos, y por eso se expresa en términos antropomórficos) significa que el sentido simple de las Escrituras no anula a su sentido midráshico sino que lo complementa.

Leer la Torá es encontrarse con un texto que exige ser interpretado. Hay una presencia en el texto, una saturación de sentido, incontrolable, que se me escapa de las manos: una irrupción de lo Otro. Eso es la Revelación. Más adelante vamos a ver más en detalle cómo entiende Lévinas la Revelación y la importancia del Otro en su obra. Por ahora quiero que entiendan que entrar en “modo profético” exige una lectura en donde la Torá no es un mero clásico literario o un libro de mitos y leyendas sino un espacio de Revelación, saturado de sentido y, por lo tanto, ávido de interpretaciones que “bajen a tierra” su mensaje.

Este espacio de Revelación, esta lectura profética, exige ciertas condiciones: la relación maestro-alumno, una disposición total al texto, la lectura del original en hebreo y un intento honesto de comprender al texto en cada lectura.

La relación maestro-alumno es la que asegura seguir atado a esa cadena de interpretaciones, estar conectado con cada eslabón y así pasar a formar parte integral de la cadena. El acceso al texto y a la tradición está mediado por el maestro. En épocas de Internet, de disponibilidad absoluta de la información, de individualismo y “do-it-yourself”, la advertencia de Lévinas cobra cada vez más vigencia: entrar en relación con el texto es entrar en texto con una tradición, y la vía de acceso es la relación con el maestro. No estamos hablando de una relación jasídica de Rebe y Jasid, en la cual el Rebe sabe todo y el Jasid se entrega y sigue sus consejos sin cuestionarlos ni dudar. Al contrario: es una relación en la cual el maestro interpela y es interpelado por su alumno, con el texto como punto de encuentro.

La disposición total al texto está relacionada con esto mismo: con leer con atención, honestidad y espíritu detectivesco. Querer llegar al corazón de la Torá mediante una lectura superficial, o con la mera recitación de mantras, es un error básico: tenemos que dejarnos llevar por el texto. No cerrar el sentido, no intentar controlarlos, sino dejarnos raptar por sus múltiples sentidos. Leer no para cerrar sino para abrir.

Esto significa tener una honestidad y una disposición total para lo que el texto tiene para darme, en vez de intentar imponerle mi propia voz. Por eso, la resistencia del texto a ser encapsulado, su rebalsar el recipiente, su estar más allá de todo lo que podamos extraer: siempre hay algo en la Torá que se nos escapa. Y eso que se nos escapa es lo que hace única a la Torá.

Finalmente, la última condición es que el texto sea leído en hebreo o en el idioma original: la traducción traiciona al texto porque lo encierra y lo delimita en una interpretación (que es la del traductor) en vez de usarlo como punto de partida para la reflexión. El texto bíblico, según Lévinas, no es un fin sino el punto inicial y el ancla desde donde surgen múltiples sentidos, todos reales y significativos: el texto en hebreo, con el juego filológico del Midrash (muy distinto del análisis histórico-filológico académico de las universidades) genera un universo único de asociaciones que da lugar a una apertura a nuevas y cambiantes interpretaciones. Eso es lo que posibilita que el texto no sea sólo escritura sino que conserve, mediante el hebreo y la tradición viva interpretativa, la oralidad. Hay – no está demás repetirlo- una relación íntima entre Torá Escrita y Torá Oral.

Talmud y filosofia


Lévinas publicó básicamente dos tipos de libros: obras filosóficas y reflexiones judías. Los libros filosóficos más famosos de Lévinas son “Totalidad e Infinito” y “De otro modo que ser o más allá de la esencia”, mientras que sus libros judíos más famosos son sus “Lecturas talmúdicas” (recopiladas en distintos tomos). Lévinas decidió publicar estos dos tipos de libros en editoriales distintas, por lo que algunos argumentan que debemos separar entre el Lévinas filósofo y el Lévinas judío: según estos académicos, no hace falta saber que Lévinas era judío para entender su obra filosófica, ni saber que era filósofo para entender su obra judía. Mi interpretación es precisamente la opuesta: me parece imposible distinguir entre el filósofo y el judío. Al contrario, encuentro que hay un hilo conductor muy claro en toda la obra de Lévinas: se repiten temas y preocupaciones, por más que se las exprese de manera distinta.

Lévinas decía que era un talmudista amateur. Algunos piensan que es falsa modestia pero no comparto la apreciación: Lévinas deja muy en claro que no es un experto del Talmud y, aunque sus Lecturas talmúdicas son interesantes y en algunos casos originales, no son las de un experto en Talmud. Esto no es una crítica a Lévinas: él era fundamentalmente un filósofo que estudiaba Talmud e intentaba transmitir su pasión a un auditorio no especializado, no un rabino enfrascado en el estudio en una yeshivá. Lo interesante de las lecturas talmúdicas, más allá de su contenido específico, es que abrieron las puertas del Talmud para el discurso filosófico.

Lévinas se dedicó específicamente a la Agadá y fue uno de los pocos pensadores judíos modernos en hacer una lectura filosófica del Talmud y en defender en las universidades europeas al Talmud como un texto pasible de ese tipo de lectura.

Para Lévinas, el aporte más fundamental del Talmud al discurso filosófico no es tal o cual enseñanza puntual sino una forma de conexión con el texto: la oralidad que subyace al texto talmúdico, ese sentido de diálogo y debate que impregna todo el Talmud, el estudio a través de la discusión con un compañero y un maestro. Lévinas remarca que el Talmud no habla de manera general sino que siempre se enfoca en lo particular: incluso la Halajá es casuística. El objetivo del discurso talmúdico es concretizar: habla a partir de situaciones concretas, individuales e irrepetibles. Por el contrario, el discurso filosófico universaliza y generaliza, teoriza, abstrae y modeliza: crea grandes estructuras ideológicas que terminan por engullir lo concreto. El Talmud es un contrapunto a la filosofía.

Fíjense de nuevo el ida y vuelta: de lo filosófico a lo judío y de lo judío a lo filosófico. De lo filosófico a lo judío, porque la lectura que hace Lévinas es abiertamente filosófica, direccionada por sus preocupaciones filosóficas; de lo judío a lo filosófico, porque Lévinas pretende que las enseñanzas que extrae del Talmud sean universales. Noten esto porque es importante: Lévinas dice que el Talmud habla de lo particular y concreto pero luego él mismo hace una lectura universalista. ¿Cómo se transforma el mensaje particular del Talmud en un mensaje universal? Mediante la filosofía. Para Lévinas, no es Atenas o Jerusalén, razón o fe, o filosofía o religión; es Atenas y Jerusalén, razón y fe, y filosofía y religión. No es que las dos por sí mismas apunten a una misma verdad, como enseñaron los escolásticos medievales: de hecho, apuntan a verdades distintas, pero es en su combinación y síntesis (y no en la disyuntiva entre una o la otra) en donde surge la verdad más.

Filosofía del nazismo

“Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo”, texto de 1934, nos abre las puertas a la crítica de Lévinas al nazismo. Es un texto precoz, porque fue escrito muy poco después del ascenso de Hitler al poder y porque adelanta algunos temas que preocuparán a Lévinas a lo largo de toda su vida.

El texto empieza con una declaración sobre la naturaleza del nazismo:

La filosofía de Hitler es primaria. Pero las potencias primitivas que se consuman en ella hacen que la fraseología miserable se manifieste bajo el empuje de una fuerza elemental. Despiertan la nostalgia secreta del alma alemana. Más que un contagio o una locura, el hitlerismo es un despertar de sentimientos.
Pero desde entonces, terriblemente peligroso, el hitlerismo se vuelve interesante en términos filosóficos. Pues los sentimientos elementales entrañan una filosofía. Expresan la actitud primera de un alma frente al conjunto de lo real y a su propio destino. Predeterminan o prefiguran el sentido de la aventura que el alma correrá en el mundo.

Lévinas comienza con dos ideas fundamentales: la primera, el nazismo apela a los sentimientos elementales; la segunda, el nazismo es una filosofía. Lévinas considera (correctamente, a la luz de los hechos posteriores) que el nazismo no es una enfermedad pasajera ni una locura inexplicable: es un fenómeno con raíces profundas, elementales. El nazismo surge de sentimientos arraigados en lo más hondo de la tradición occidental, de impulsos escondidos bajo el fango de la razón: el hitlerismo es elemental, básico e instintivo.

No es una mera idea política sino una filosofía de vida que pone en jaque a toda la civilización: si vamos a la fuente más originaria del nazismo, veremos que, en el fondo, es un intento de redefinir a la civilización y fundamentarla bajo principios absolutamente distintos de los conocidos hasta este momento.

¿Contra qué idea fundamental se alza el nazismo? Contra la libertad. El judaísmo, el cristianismo, el liberalismo y el marxismo, cada uno a su manera, consideran la libertad humana como un pilar básico de su forma de ver el mundo: estas ideologías consideran al ser humano como un sujeto que puede elevarse por encima de la mera animalidad y de la naturaleza. El ser humano no es una cosa entre las cosas: es un sujeto dotado de libre albedrío. En este sentido, Lévinas relaciona la libertad con la trascendencia: la capacidad de ponerse por encima de la naturaleza, de no estar condicionado, determinado y/o atado a lo terrenal, la potencialidad de ser distinto a lo que uno es. Trascender es no estar subyugado a lo corporal, a la historia, al pasado, a lo terrenal o a la materia.

Para caracterizar al nazismo, Lévinas escribe:

El cuerpo no es sólo un accidente desgraciado o feliz que nos pone en relación con el mundo implacable de la materia: su adherencia al yo vale por sí misma. Es una adherencia de la cual no se escapa y que ninguna metáfora podría confundir con la presencia de un objeto exterior; es una unión a la cual nada podría alterarle el gusto trágico por lo definitivo.

Este sentimiento de identidad entre el yo y el cuerpo -que por supuesto no tiene nada en común con el materialismo popular- no permitirá pues jamás a aquellos que quieran partir de él encontrar, en el fondo de esa unidad, la dualidad de un espíritu libre que se debate contra el cuerpo al que habría sido engarzado. Para ellos, al contrario, toda la esencia del espíritu consiste en este encadenamiento. Separarlo de las formas concretas con la que ahora mismo se halla comprometido es traicionar la originalidad del sentimiento mismo del que conviene partir.

La importancia atribuida a este sentimiento del cuerpo, con el que el espíritu occidental nunca ha querido conformarse, está en la base de una nueva concepción del hombre. Lo biológico, con todo lo que comporta de fatalidad, se vuelve algo más que un objeto de la vida espiritual, se vuelve el corazón. Las misteriosas voces de la sangre, los llamados de la herencia y del pasado a los que el cuerpo sirve de enigmático vehículo, terminan perdiendo su naturaleza de problemas sometidos a la solución de un yo soberanamente libre. El yo no aporta más que las incógnitas para resolver estos problemas. Está constituido por ellos. La esencia del hombre no está en la libertad, sino en una especie de encadenamiento. Ser verdaderamente uno mismo no es echar a volar de nuevo por encima de las contingencias, extrañas siempre a la libertad del yo; es, al contrario, tomar conciencia del encadenamiento original ineluctable, único, a nuestro cuerpo; es, sobre todo, aceptar ese encadenamiento.
Desde entonces, toda estructura social que anuncia una liberación con respecto al cuerpo y que no lo compromete se vuelve sospechosa como una deslealtad, como una traición. Las formas de la sociedad moderna fundadas sobre el acuerdo de voluntades libres no parecerán sólo frágiles e inconsistentes, sino falsas y mentirosas. La asimilación de los espíritus pierde la grandeza del triunfo del espíritu sobre el cuerpo. Se vuelve obra de falsarios. Una sociedad de base consanguínea resulta de esta concretización del espíritu. Y entonces, si la raza no existe, ¡hay que inventarla!

Lévinas piensa que la idea fundamental del nazismo no es ni el racismo, ni la supervivencia del más fuerte, ni el autoritarismo, ni la conquista de la tierra, ni el militarismo, ni la razón instrumental puesta al servicio del dominio y la opresión, ni el antiliberalismo, ni el anticomunismo, ni la reacción al Iluminismo. La idea fundamental del nazismo es el encadenamiento a lo corporal: la subyugación del espíritu a la materia. En otras palabras, la pérdida de la distancia entre el mundo de las ideas y el mundo de la materia.

Lo que quiere decir Lévinas con esto es lo siguiente: el ser humano tiene libre albedrío. Esa libertad primordial existe porque el ser humano actúa en el mundo material, pero no está predeterminado por la materia. El ser humano también tiene acceso al mundo de las ideas: a través del pensamiento, puede ponderar distintos valores morales, estéticos y espirituales y elegir cuáles de estos valores hará propios. Hay una distancia entre el mundo de las ideas y el mundo material, y esa distancia está mediada por el pensamiento. Cuando esa distancia se rompe (o sea, cuando la persona identifica a las ideas con la mera materia), el ser humano se ata a una idea y la toma como única: ya no hay una respetable distancia que permita evaluar. Hay una verdad única, que se recibe por herencia biológica y que se acepta por el peso mismo y la opresión del cuerpo: no hay posibilidad de escape porque no hay trascendencia que permita despegarse de la mera corporalidad. Hay un eterno retorno de lo mismo sin posibilidad de cambio; un encadenamiento al cuerpo; un hombre sometido a los impulsos elementales; un ser humano atado a la materia.

La ética precede a la ontología


La frase más famosa de Lévinas, que sintetiza toda su filosofía, es:

La ética precede a la ontología.

¿Qué quiere decir? ¿Qué hay de original en esto? ¿Dónde está el gran aporte de Lévinas?
Quizás un buen punto de partida sea recordar lo que habíamos dicho de la crítica de Rosenzweig a la filosofía occidental. Seguramente ustedes se acuerden que habíamos visto que Rosenzweig consideraba que la filosofía se había enfocado en la Totalidad, buscando principios universales, negando así la particularidad del individuo y del Yo. En otras palabras, la búsqueda de explicaciones generales y universales llevó a negar la importancia o la existencia misma del Yo. Para Rosenzweig, había que crear un Nuevo Pensamiento, fundado en el punto de vista individual y en el Yo, que resista a los intentos de universalización de la filosofía clásica. Lévinas leyó con asiduidad a Rosenzweig y quedó muy impactado: fue una de sus principales influencias y le mostró el camino para salir del laberinto en el que había quedado encerrado.

Lévinas, defraudado por Heidegger, buscaba un pensamiento que, sin negar los aportes de Heidegger ni volver a la filosofía anterior a él, vaya más allá: necesitaba un camino para seguir pensando. La lectura de Rosenzweig le mostró ese camino, pero Lévinas llevó el planteo a otro nivel y lo radicalizó.

Lévinas asume la crítica de Rosenzweig: todo intento de universalizar es una forma de violencia. La tradición filosófica occidental, desde la búsqueda de los pre-socráticos del arkhé hasta el Ser heideggeriano, es una búsqueda de conocer la Totalidad de la existencia.

Sin embargo, para Lévinas (a diferencia de Rosenzweig) la salida no es partir del Yo: eso sería reducir toda la existencia a uno mismo.

Se puede pensar el asunto de la siguiente manera. Sócrates decía “Conócete a ti mismo”; Descartes decía “Pienso, luego existo”. Los dos (y con ellos, la filosofía occidental) parten de la interioridad del Yo: empiezan por sí mismos, por el individuo, y de ahí van hacia el mundo. Intentan conocer el mundo partiendo del Yo. Y ese es precisamente el problema de Levinas: la filosofía occidental quiere conocer, en vez de salir al encuentro de lo que hay ahí afuera. Conocer implica pensar lo que está afuera en función de uno mismo: neutralizar, condicionar y reducir al Otro a lo Mismo.

Pongamos un ejemplo: cuando pienso en la mesa que tengo enfrente, la pienso en mis propios términos. Mi mente la encierra en determinadas categorías, le da una determinada forma en función de estímulos nerviosos y cognitivos y la intenta ordenar en función de otras cosas y objetos que hay a su alrededor. La mesa está a mi disposición como una herramienta, en función de la utilidad que puede tener para mí. Transformo a la mesa en un mero concepto: yo, como sujeto, reduzco a la mesa a un mero objeto a la espera de ser pensado y utilizado por mí. Así, el Otro (en este caso, la mesa) pierde su individualidad y particularidad: no es más algo separado sino parte de mí, porque lo transformo en una simple extensión de mí mismo. Se transforma en un medio para mis fines en vez de un fin en sí mismo. De esta manera, Lévinas dice en su obra más famosa, “Totalidad e Infinito”:

La relación con el ser, que funciona como ontología, consiste en neutralizar el ente para comprenderlo o para apresarlo. No es pues una relación con el Otro como tal, sino la reducción de lo Otro al Mismo.

Esa relación que totaliza es la ontología (el estudio filosófico del ser, o de lo que hay en la realidad): según esta perspectiva, la relación primaria que tengo con el mundo (las personas y las cosas) es de conocimiento. Y como ya explicamos, ese tipo de relación es, en definitiva, una de dominio y reducción de lo Otro al Mismo: de hacer encajar a todo dentro de los estrechos límites de mi mente y mi propia individualidad.

¿Cuál sería la relación que abre la puerta para otra perspectiva? La ética. Una relación que no se basa en el conocimiento sino en la distancia infinita entre dos sujetos irreductibles uno al otro (más adelante vamos a desarrollar mejor los términos de esta relación).

La perspectiva griega (la filosofía),con su foco en el conocimiento y el Ser, lleva al intento de dominar al Otro y, por lo tanto, al abuso de la política, la violencia y la guerra; la perspectiva que abre Lévinas, basada en la tradición judía, parte de la ética y se focaliza en la diferencia del Otro, en la imposibilidad absoluta de reducir al Otro a lo Mismo, en la resistencia de cada sujeto a ser un mero objeto del otro. La metafísica, entonces, para Lévinas no es un estudio de las bases del conocimiento del Ser sino una disciplina que se funda en la Otredad y la alteridad.

En resumen, y para simplificar, Lévinas considera muy peligroso el intento de buscar un principio ordenador todo abarcativo: para él, querer pensar al mundo como una Totalidad cerrada sobre sí misma es un intento vano de reducir al Otro a mí mismo. O sea, cuando intento conocer al mundo mediante mi mente, reduzco al mundo a los estrechos límites de mi pensamiento. En términos kantianos, transformo al noúnemo en un fenómeno: confundo lo que capto de la realidad con la realidad misma.

Para Lévinas, el peligro no es meramente filosófico: es un peligro concreto. Para él, los autoritarismos, totalitarismos e imperialismos modernos tienen su raíz en este mismo intento de reducir al Otro y de asimilarlo: es una forma de violencia porque intenta dominar al Otro, pensándolo en función de uno mismo. Pensar al Otro en función de lo Mismo es asimilar al extranjero, al distinto, al extranjero.

El triunfo de la ética por sobre la ontología implica una nueva relación con el mundo: moral, justicia, mandamiento y revelación por sobre ciencia, verdad, ser y conocimiento.

El rostro del Otro


Dijimos que la relación por excelencia para Lévinas es la ética, no el conocimiento. El bien es anterior a la verdad: moral antes que conocimiento. ¿En dónde se ubica la ética?

Lévinas parte de la presencia del Otro. En vez de “Pienso, luego existo”, podríamos decir: “El Otro existe, luego existo”. El Otro es lógicamente anterior a mi propia existencia: el Yo no existe insolado, separado de los Otros. El Yo existe en la medida en que está en relación con un Otro externo que lo interpela.

Pero, ¿cómo lo interpela? ¿En qué lugar concreto se genera el encuentro entre el Yo y el Otro?

El foco está puesto en el afuera: en la exterioridad. El Otro es más importante que el Yo. La alteridad es más relevante que la mismidad. Tiene que haber algo externo al Yo: un lugar que genera al Yo por oposición. Ese lugar es el Rostro del Yo:

Según mi análisis, el Rostro no es en absoluto una forma plástica como un retrato; la relación con el Rostro es, por una parte, una relación con lo absolutamente débil –lo que está expuesto absolutamente, lo que está desnudo y despojado–, es la relación con lo desnudo y, en consecuencia, con quien está sólo y puede sufrir ese supremo abandono que llamamos muerte; así pues, en el Rostro del otro está siempre la muerte del otro y también, en cierto modo, una incitación al asesinato, la tentación de llegar hasta el final, de despreciar completamente al otro; y, por otra parte y al mismo tiempo –esto es lo paradójico–, el Rostro es también el “No Matarásˮ.

Enfoquémonos en esta frase porque es clave: vamos a ir analizándola de a poco.

En contraposición a Sartre (“El infierno son los otros”, “El infierno es la mirada del otro”), Lévinas considera que el Otro (más precisamente: su Rostro) es lo que quiebra la interioridad del sujeto y, por lo tanto, abre la puerta para la moral.

Podemos explicarlo de la siguiente manera: Sartre, siguiendo a Heidegger, piensa que el ser humano atado a los otros lleva una vida inauténtica: quien vive para complacer las demandas ajenas se somete a un tipo de esclavitud, porque nunca es él mismo sino lo que otros le exigen que sea. Piensen en el joven que sigue la carrera de abogado, porque su padre es abogado, por más que él quiere ser antropólogoo, en la mujer que quiere ser rubia y flaca porque en la televisión le venden que eso es la belleza. Por supuesto, los mecanismos por los cuales uno queda sujeto al Otro suelen ser más sutiles. Tanto para Heidegger como para Sartre (cada uno de acuerdo a su propia perspectiva), hay que salir de esta trampa: tenemos que volvernos a nosotros mismos y tomar nuestras propias decisiones.

Lévinas se enfrenta precisamente a este enfoque: para Lévinas, el Otro me define porque me obliga a salir de mí mismo. El Otro rompe con mi interioridad porque quiebra con mi mundo cerrado y me llama a verlo cara a cara. El rostro del Otro es una presencia que revela la existencia de algo por fuera de mí, que no puedo controlar. Así, la ética no es una disciplina de desarrollo espiritual, o un ejercicio de profundización del Yo, o una vuelta al Yo esencial, sino una actividad que se da hacia afuera: un conjunto de ejercicios prácticos que se orientan hacia el Otro. Lévinas se pondría en contra de manera rotunda a la moda de ver al judaísmo como “espiritualidad” o “un camino de autodescubrimiento”: para él, judaísmo es una práctica concreta, abrirse al Otro.

Volvamos al tema del rostro del Otro. ¿Por qué justamente el rostro? ¿Por qué no su piel, sus manos o sus dedos? Pienso que acá, más allá de la figura poética, hay de fondo un uso obvio de la tradición judía: el “cara a cara” y el “rostro” de Lévinas remiten a versículos del Tanaj y explicaciones de nuestros Sabios.

Moisés conoció a Dios “cara a cara”, lo cual significa: una relación íntima y cercana, pero también regida por la presencia de un Otro majestuoso, que da órdenes y dicta leyes; el verbo לפנות (”presentarse”, “darse vuelta”, “dirigirse a”), de la misma raíz que פנים (“Rostro”), que significa: una presencia que impele, ver el rostro del Otro, sostener la mirada como forma de presencia; el dictum del Midrash כשם שאין פרצופיהם דומים זה לזה, כך אין דעותיהם שוות זו לזו (“Así como sus caras no se parecen entre sí, así tampoco sus opiniones son iguales”), que significa: cada ser humano es único, irreductible e inigualable y las diferencias entre las personas son tanto físicas (la cara o el rostro) como espirituales e intelectuales (las opiniones); incluso la frase famosa שבעים פנים לתורה (“Setenta caras tiene la Torá”, “Setenta facetas tiene la Torá”), que significa: cada frase y palabra de la Torá puede ser interpretada de setenta maneras distintas.

Creo que ver cómo la tradición judía ha usado el término Panim (“Rostro”) echa luz a la obra de Lévinas. Además, contextualizar las reflexiones filosóficas de Lévinas en el marco de la tradición judía nos permite apreciar cómo “trafica” judaísmo en el discurso filosófico. Hay una retroalimentación: Lévinas, partiendo de los planteos de Heidegger, introduce una nueva categoría (el rostro), que se origina en el discurso judío, y resignifica todo el universo conceptual de Heidegger. El Otro, en vez de ser un instrumento de consumo o una mirada que ataca mi Ser y pone en peligro mi originalidad y particularidad, pasa a ser el origen del Yo, la fuente de la ética y la responsabilidad y el que me llama e interpela, quebrando así con el más de lo mismo. Si el Otro en Heidegger es una amenaza, en Lévinas es una invitación a ser otra cosa de lo que soy.

Altura: “No matarás”


Lévinas tiene una preocupación básica: mantener la distancia entre Yo y el Otro. Como su punto fundamental es que el Otro es irreductible al Yo, necesita un elemento que sitúe al Otro como más allá del Yo: tiene que haber algo que separe al Yo del Otro. Esa distancia básica y fundamental marca la imposibilidad de dominar y reducir al Otro: siempre hay algo en el Otro que se me escapa y me excede. Pero antes de hablar de ese exceso, quiero enfocarme en la distancia: en el abismo que se abre entre Yo y lo Otro y que justamente permite la existencia del Yo y del Otro como presencias separadas, únicas e irreductibles.
Para Lévinas, la distancia que separa al Yo del Otro no es meramente geográfica: es una distancia infinita (ya vamos a ver más adelante la importancia del “Infinito” en el pensamiento de Lévinas y sus fuentes en la tradición judía).

En otras palabras, la “distancia” no es simplemente que yo estoy acá y vos allá: no es una distancia meramente espacial. Es una distancia que implica la total imposibilidad de anular al Otro y forzarlo a ser lo Mismo: no puedo quebrar la distancia, por más que me ponga al lado tuyo y te respire profundamente en la cara. Puedo intentar insultarte, atacarte, golpearte, humillarte, comprarte; pero no puedo apropiarme de ti. Sigues estando irremediablemente separado. No puedo transformarte en una extensión de mí mismo, porque el Otro me trasciende.

En base a esto, podemos entender qué significa la Alteridad para Lévinas: es la imposibilidad de encerrar al Otro en mis propias categorías. El Otro siempre me excede, siempre me supera, siempre rompe mi mismidad: el Otro me limita y me obliga a reconocer mis propias limitaciones.

Para Lévinas – esto es fundamental y quizás sea su gran aporte- la relación entre el Yo y el Otro es asimétrica: es vertical y jerárquica, y el Otro siempre está por encima de mí. Esto es lo que Lévinas denomina “Altura”: el Otro me obliga a ser humilde porque se me revela como elevado y superior a mí. El Otro no es el prójimo ni el amigo ni el semejante: es el extraño, el extranjero, el distinto. El Otro siempre es exterior: está afuera y me demuestra que el mundo no es todo Yo. El Otro es el fin del egoísmo y del individualismo: es el límite de mi soberbia y de mis ansias de dominio. El Otro – de nuevo- es lo irreductible, lo inmanejable, lo misterioso. Lo Otro es lo que está más allá de mis posibilidades: me obliga a bajar un cambio, a frenar y ser pasivo.

El mandamiento bíblico “No matarás”: no es una mera prohibición del asesinato. Para Lévinas, es el mandamiento de no humillar al Otro: es la imposibilidad de reducirlo a una extensión de mí propio Ser. “No matarás” significa: No dominarás al Otro, ni lo atacarás, ni lo transformarás en un apéndice de ti mismo. Mantendrás la distancia irreductible que te separa del Otro.

Todo esto, por supuesto, tiene un significado ético:

La moral no pertenece a la Cultura: permite juzgarla, descubre la dimensión de la altura. La altura ordena al Ser.

La relación ética es anterior a la cultura. Es anterior a la sociología. Es anterior al arte. Es anterior a la ciencia. La relación entre Yo y el Otro no es una mera relación social: es una relación ética, que posibilita que exista el bien.

A riesgo de simplificar, podemos decir que para Lévinas el bien es anterior al mundo: existe el mundo – existe el Ser- porque existe el bien. El bien posibilita la existencia del mundo. Sin ética, no hay Ser. Esto, creo yo, denota la influencia del Maharal de Praga y refleja las enseñanzas de un famoso Midrash: si Israel no hubiera aceptado la Torá en el Monte Sinaí, el mundo habría retornado al caos inicial y habría desaparecido. En otras palabras: si el pueblo de Israel no hubiera aceptado la Torá (=la ética), que se revela como la irrupción de lo absolutamente Otro (=Dios), el Ser hubiera desaparecido. Volvemos al punto de partida: la ética es anterior a la ontología.

El Otro como el Señor, el Otro como el humillado


Lévinas identifica al Otro con el huérfano, la viuda y el extranjero. O sea, las figuras que la Torá identifica como arquetipos del indefenso y el necesitado. Obviamente no es casual: Lévinas se apropia del lenguaje de la Torá y lo inserta en el corazón de su análisis filosófico.

Decía que el Otro es el indefenso, el extraño, el pobre humilde. El Otro parece estar debajo mío: está en mi poder porque depende de mí y de mi solidaridad. Si no le doy alimento al pobre, se muere de hambre. Si no protejo a la viuda, queda expuesta a las vejaciones de los malvados. Si no ayudo al extranjero, queda indefenso frente al xenófobo.

Por otro lado, dijimos que el Otro está por encima mío y me obliga: me comanda un “No matarás” inapelable. Se me escapa de mis manos: no puedo dominarlo. Él no depende de mí, yo dependo de él. Hay una altura, una verticalidad y una jerarquía en la relación que me pone por debajo del Otro.

¿Cómo puede un indefenso (el extranjero, el huérfano, la viuda) que aparentemente depende de mí transformarse en un Otro que obliga y del que dependo?

Podemos pensarlo como un movimiento de cámara: a primera vista, la perspectiva parece mostrar que el Otro está por debajo mío, pero un plano distinto muestra que, en verdad, el Otro está por encima.

¿Cómo explicar que el Otro – ese indefenso- me obligue y me mande?

En la vulnerabilidad se aloja una relación con el Otro que la causalidad no agota (…) La vulnerabilidad es la obsesión por el otro, o la aproximación del otro. Es para el otro, desde detrás del otro del excitante. Aproximación que no se reduce ni a la representación del otro, ni a la conciencia de la proximidad. Sufrir por el otro, es tenerlo al cuidado, soportarlo, estar en su lugar, consumirse por él.

El Otro me rapta, soy rehén del Otro. Tengo una responsabilidad ineludible con el Otro, anterior a toda reflexión: tengo que “Amar al prójimo como a mí mismo”. Pero el “prójimo”, en este caso, no es lo idéntico ni lo que se me parece: es lo irremediablemente Otro, el prójimo no es próximo porque existe esa distancia infinita de la que hablábamos arriba.
La forma más sencilla de comprender cómo el Otro (ese que parece tan indefenso y desarmado) es, en realidad, mi raptor y mi Señor es volver a nuestro punto de partida: la relación con el Otro es ética. Y como es ética, implica responsabilidad y una disponibilidad total a las necesidades del Otro: apertura absoluta al Otro.

Pero, ¿qué se esconde detrás del rostro del Otro? ¿Qué hay en ese rostro, que representa la alteridad del Otro y su irreductibilidad? Lévinas lo dice explícitamente:

¿El sujeto alcanza la condición humana antes de asumir la responsabilidad por el otro ser humano en la elección que lo eleva a ese nivel? Elección que proviene de un dios – o de Dios-, que lo contempla en el rostro del otro ser humano, su prójimo, lugar original de la Revelación.

Lo que se esconde en el rostro del Otro es Dios. En términos de la tradición judía: Tzelem Elokim (“Imagen divina”). El ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios: el rostro es el lugar en donde se revela la presencia Divina. En definitiva, para Lévinas la ética tiene un fundamento teológico.

La Eleidad


Sigamos con nuestra exploración de la relación Yo-Otro. Uno de los elementos más interesantes del análisis de Lévinas es su explicación de la eleidad:

El más allá del cual viene el rostro está en tercera persona. El pronombre “El” expresa su inexpresable irreversibilidad, es decir ya escapada a toda revelación como a toda disimulación – y en este sentido- absolutamente, inenglobable o absoluta, trascendencia en un pasado ab-soluto. La eleidad de la tercera persona es la condición de la irreversibilidad.
Esta tercera persona que, en el rostro, ya se ha retirado de toda revelación y de toda disimulación – que ha pasado-, esta no es “menos que el ser” con relación al mundo en el que penetra el rostro; es toda la enormidad, toda la desmensura, todo el Infinito del absolutamente Otro, que escapa a la ontología.

En términos sencillos, la relación con el Otro se expresa en tercera persona. No es un Yo-Tú sino un Yo-Él. El Otro no es mi amigo: es mi patrón. El Otro no es igual: está por encima de mí. No hay reciprocidad: yo tengo una responsabilidad absoluta pero nada debo esperar del Otro. Recuerden la “altura” de la hablamos al principio: en la relación ética del Yo-Él, el Otro me trasciende, me limita y me supera. El Otro es un señor que está por encima mío.

La crítica al Yo-Tú


Quizás sea útil comparar los enfoques de Buber y Lévinas. La comparación nos va a ayudar a entender la originaidad de Lévinas.

Lévinas reconoce su deuda con Buber: dice que Buber es un precursor de la filosofía del diálogo y destaca que se inspiró en su enfoque. Sin embargo, lleva los planteos de Buber a otro nivel y no se guarda de criticarlo por falta de rigurosidad y por lo que Lévinas considera las aristas peligrosas de su pensamiento. Seguramente el mejor punto para empezar a comparar sea el propio nombre que cada uno pone a la relación fundamental que analiza: Yo-Tú (Buber) contra Yo-Otro (Lévinas). Digamos, antes de ver las diferencias, las similitudes: los dos valoran el diálogo y piensan que el ser humano es un ser que vive en relación con otros y que el individuo forma su Yo al estar en contacto con el Otro; los dos también destacan la importancia de mantener al Otro en su individualidad y no intentar someterlo al Yo. Lévinas es muy cuidadoso en destacar que la relación con el Otro nunca es una Totalidad: estoy Yo, está el Otro y hay una distancia infinita en el medio. Es una relación que no está cerrada sobre sí misma.

La relación fundamental buberiana es una relación simétrica y horizontal, entre iguales, de amigos: dos personas que se respetan mutuamente, que se quieren y se tratan con honestidad y amor. Por el contrario, la relación fundamental levinasiana es asimétrica, jerárquica, irreversible y vertical: el Otro está encima mío y me ordena. Para Lévinas, Buber está peligrosamente cerca de olvidar la alteridad del Otro y subyugar al Otro al Yo. También acusa a Buber de plantear una relación que es reversible y, por lo tanto, poco seria y comprometida.

En términos judíos, podemos pensar que Buber se basa en el “Amor a Dios” mientras que Lévinas se basa en el “Temor al Cielo”. Estos dos conceptos son formas de encarar el servicio Divino y el culto a Dios: son dos maneras de relacionarse con Dios y la Torá. Practicar judaísmo por amor, o por temor. El amor nos habla de mantener una relación íntima y cercana; el temor nos impele a mantener una relación de respeto y sumisión. Por supuesto, en el judaísmo siempre hay una mezcla de estos dos enfoques: normalmente no es uno o el otro sino los dos. Sin embargo, dependiendo de la persona, uno podrá enfocarse más en un aspecto o en otro. En este sentido, Buber se sintió muy atraído e inspirado por el Jasidismo (de hecho, fue quien lo llevó a las universidades europeas y a los judíos alemanes), mientras que Lévinas se nutría de los Mitnagdim. Finalmente, también podemos pensar que esta misma diferencia se expresa en su práctica concreta del judaísmo: Buber era un judío heterodoxo, que podríamos llamar “espiritual pero no religioso”, un anarquista religioso que sólo cumplía aquellos preceptos que lo interpelaban en el momento, mientras que Lévinas era un judío observante, respetuoso de los preceptos y obligaciones tradicionales y del ritual clásico.

Religión como ética

¿La religión (cualquier religión) es necesariamente moral? ¿Cuál sería la distinción entre “buena religión” y “mala religión” (si es que tal distinción tiene algún sentido)? ¿Cuál sería el signo de la “religión”? Lévinas dice:

Proponemos llamar religión a la ligadura que se establece entre el Mismo y el Otro, sin constituir una totalidad.

Lo Mismo y lo Otro, irreductibles, sin formar nunca una unidad total, siempre separados. Lo Mismo y el Otro forman una relación pero no se difuminan en la relación: siguen teniendo un peso propio. La relación no los “come” ni desaparecen bajo un todo que los abarca.

El concepto de la religión como relación surge de la etimología latina de la propia palabra: según algunos, “religión” proviene de “religare” (“atar”, “ligar”). En otras palabras, la religión es una ligazón, una relación. ¿Entre qué? Dice Lévinas: entre lo Otro y lo Mismo.

La pregunta es: ¿esto significa entre Yo y otra persona? ¿O significa entre Yo y Dios? ¿O significa entre lo que es como yo y lo que es distinto a mí? Creo que la respuesta es: las tres a la vez. Esa es una clave en el pensamiento de Lévinas: la relación ética es relación con el Otro, y el Otro es tanto la otra persona, como Dios, como el distinto.

En el fondo del rostro del Otro, está Dios; en el oprimido, está Dios; toda relación con Dios (toda religión) es ética. Una relación con Dios que no sea una relación con lo Otro (es decir, que se acerque a Dios como un mero objeto, intentando entablar una relación utilitarista) no es religión sino idolatría.

Noten que la idolatría no es un error intelectual sino ético: entablar una relación que quiebre con la alteridad del Otro, intentando apropiarlo para mis propios fines en vez de respetar su singularidad. La propia relación de ligazón implica una separación, una distancia. Si así no fuese, la ligazón se transformaría en totalidad y desaparecería la diferencia entre lo Mismo y lo Otro: dejaría de haber una relación ética.

La religión, entonces, según Lévinas, consiste en una relación ética: no se trata de conocer a Dios sino de hablar con Él. Es ir al encuentro del Otro, y recibirlo al Otro en mi vida: es estar dispuesto a ponerse en jaque por la mirada de un Otro que me avergüenza, llama y limita a la vez. Es una relación de afecto y de deseo mutuo: de encuentro ético.

Comparen este enfoque con el “Caballero de la fe” de Kierkegaard, que se somete dócilmente a los dictados de Dios, sin importar la moralidad o inmoralidad de lo que exija Dios. Para Kierkegaard, el ideal de la fe es la persona absolutamente entregada a Dios, dispuesta a sacrificar incluso sus propios impulsos morales en pos de seguir la Voluntad Divina. Para Lévinas, un Dios que ordena hacer algo inmoral no es Dios: no hay allí ningún ideal religioso sino una perversión del sentido último de la religión, que no es más que la relación ética que mantiene la especificidad de cada una de las partes de la relación.

Comunicación: Dicho y Decir


En “De otro modo que Ser”, la gran obra de madurez de Lévinas, habla de dos modalidades del lenguaje: el Decir y lo Dicho. Voy a intentar explicar los conceptos en su sentido más sencillo y relacionarlos con lo que estuvimos viendo del pensamiento de Lévinas.

Lo Dicho es el contenido: los significados, el aspecto del lenguaje que intenta representar las cosas del mundo. El Decir es el aspecto relacional del lenguaje: el hecho mismo de que el lenguaje implica una relación recíproca, entre un Yo y un Otro.

En toda comunicación, entonces, hay algo Dicho (un cierto contenido) y un Decir (algo que va más allá del contenido mismo del lenguaje). Toda comunicación es un acto que relaciona a un Yo y a un Otro (el Decir) mediante un mensaje (lo Dicho).

El Decir es poner en relación dos términos irreductibles: toda comunicación se da entre dos sujetos, Yo y el Otro. Y como ya vimos anteriormente de manera detallada, esa relación entre Yo y el Otro es un relación ética, que separa y conecta simultaneámente: de hecho, lo mismo que me separa es lo que me conecta.

Primer punto interesante: el Decir es una aplicación práctica, en el área de la comunicación, del desarrollo teórico sobre la relación ética. En términos de lo que ya hemos hablado antes, el Rostro del Otro es ante todo una relación que se expresa en el lenguaje, una irrupción en el orden de lo cotidiano, una epifanía que rompe con la realidad.

Lo Dicho es lo que estamos acostumbrados a pensar que es el lenguaje: una convención de signos que transmiten información. El Decir es aquello que está contenido en lo Dicho pero que lo excede: es lo que se escapa, lo que está más allá del lenguaje; pero que sólo puede transmitirse mediante el lenguaje.

El Decir se transmite con el lenguaje, pero lo excede, lo rompe, lo supera. El Decir es aquello que se dice al Otro pero que está más allá de lo Dicho: es lo que no se aprehende del discurso.

En términos sencillos: la comunicación está fallida desde un principio, porque todo lo que yo diga puede ser malinterpretado, todo lo que yo diga puede tener millones de significados que no tienen nada que ver con lo que yo quería decir. Por eso, cuando hablo, me expongo: mis palabras dejan de ser más y pasan a ser del Otro. Hay algo que me trasciende en el discurso, algo que está más allá de mí. Y por lo tanto, todo acto comunicativo tiene algo de profético: toda palabra me excede y me supera y así puedo transformarme en vehículo de cosas trascendentes.

Pero la paradoja es que no hay Dicho sin Decir. O sea: no hay trascendencia sin inmanencia. No hay ruptura del discurso sin discurso. No hay ética sin ontología. La puerta que abre Lévinas es: la comunicación no es mera información, porque toda comunicación es en cierta medida profética.

El Infinito


Si avanzamos un pasito más en nuestro análisis de la comunicación, llegamos a una idea clave: la distancia irreductible, inevitable, insuperable, entre las personas que se da en todo acto comunicativo. No puedo reducirte a mí, porque te escapas a toda apropiación que pueda hacer de vos. Cuando pienso que te conozco perfectamente, haces algo impredecible que me demuestra que todos mis prejuicios estaban errados y eran insuficientes. Nunca termino de conocerte, nunca termino de saber quién eres. Siempre me superas y muestras mis límites.

La distancia entre dos personas es imposible de destruir: si elimino la distancia, transformo el diálogo en monólogo. Hago del Otro una extensión de mí mismo. La distancia, entonces, es ineludible e infinita: es el espacio de donde surge la posibilidad misma de una relación entre un término y otro. En base a esto, podemos pensar (este pensamiento no estaría muy alejado de Buber o Rosenzweig): de la relación entre Yo y el Otro surge el infinito. Y el infinito es Dios. En otras palabras, Dios se encuentra en la relación ética. Es un emergente de una relación que no viola la trascendencia del Otro.

Por otro lado, Lévinas llega a Dios a partir de Descartes: en sus propias palabras, Descartes descubrió lo siguiente:

Una alteridad total, irreductible a la interioridad y que, sin embargo, no violenta la interioridad.

¿Qué quiere decir esto? Descartes, en sus famosas Meditaciones metafísicas, intenta demostrar la existencia de Dios. Su argumento, de manera esquemática y simplificada, es: yo tengo una idea del infinito, pero esa idea no puede provenir de mí mismo, porque el infinito es algo que está por encima mío; por lo tanto, tiene que ser una idea que implantó Dios, que es infinito.

Lévinas lee estos pasajes de Descartes como el descubrimiento de algo que excede a la persona: la idea del Infinito es trascendente, no es de este mundo, no es parte del orden de lo real. Es un movimiento que no parte de mí mismo (de mi interioridad) sino de lo Infinito (de la exterioridad, de Dios). Fíjense que todo el pensamiento de Lévinas tiene un eje: salir de uno mismo, buscar un punto de apoyo que no sea el yo. Dios es exterioridad, trascendencia, exceso, desmesura: en una palabra, Infinito.

Esta idea de Dios como Infinito tiene una afinidad con la Cabalá. Dios es llamado Ein Sof (“Sin fin”, “Infinito”). Sería un ejercicio interesante comparar el Infinito de Lévinas con el Infinito de autores más tradicionales, como Rab Shneur Zalman de Liadi o Rab Jaim de Volozhin.
¿Cómo llegar a Dios? No mediante el conocimiento sino el deseo. No mediante el saber o el conocer sino mediante el amor. Para llegar a Dios, no hay que ser un sabio ni un científico ni un filósofo sino una persona que se abre al Otro y deja espacio para que entre el Otro en su vida.

Si problematizamos el concepto de Dios que nos presenta Lévinas, vamos a ver una cierta tensión entre dos enfoques: por un lado, Dios como un emergente de la relación ética; por el otro, Dios como exterioridad y exceso. O sea, está el Dios que surge en las relaciones interpersonales y el Dios que se me presenta como exceso de mi mente, como una idea que se me escapa. Hay un fondo en común entre estas dos concepciones, que es el Otro, el absolutamente Otro. Pero podemos preguntarnos si estas dos concepciones no son contradictorias o si simplemente son dos formas de encarar lo mismo desde otra perspectiva.

Mandamiento, responsabilidad y libertad

Lévinas defendió sin cesar la supremacía de la ética por sobre la ontología, o, lo que es lo mismo, del bien sobre lo real. El núcleo de su planteo puede expresarse en la responsabilidad infinita que tengo hacia el Otro: yo soy, porque me responsabilizo con el Otro. Soy, en la medida en que me hago cargo de las necesidades y deseos del Otro, soy cuando dejo de preocuparme sólo por mí mismo y empiezo a tomar responsabilidad por el Otro. La ética no se explica ni se justifica. Preocuparme por el Otro – hacer por el Otro- no necesita una motivación ni una causa: primero tengo una responsabilidad, y después la racionalizo. La responsabilidad es un mandamiento, un precepto, una obligación que me viene de afuera, no un fruto de cálculos racionales o sentimientos altruistas. De nuevo: la ética es responsabilidad, y esa responsabilidad no tiene una causa fuera de la propia responsabilidad.
Si pensamos esto en términos de lo que ya hablamos del Yo y el Otro, podemos decir: la libertad surge del Yo; la responsabilidad, del Otro. Como para Lévinas, el Otro siempre está antes que el Yo, la responsabilidad también está antes que la libertad.

La libertad según Lévinas y Sartre


Quizás podamos entender mejor la originalidad de Lévinas si comparamos su enfoque con el de Jean-Paul Sartre.
Una de las frases más famosas de Sartre es:

El hombre nace libre, responsable y sin excusas.

¿Qué significa esto? El ser humano es libre: somos libertad absoluta, puro proyecto, podemos ser lo que queramos. El ser humano nace sin condicionamientos, con la libertad total de elegir, pero esa capacidad de elegir nos angustia, por lo que muchas veces terminamos delegando la elección en otros, para así no cargar con el peso de la libertad. Por ejemplo: un médico tiene que elegir entre salvar la vida de un paciente o de otro; no tiene tiempo que perder, tiene que tomar una decisión, pero no sabe qué hacer; entonces consulta a un superior, o lee el reglamento interno del hospital, o tira una moneda. Así se quita el peso de la libertad, porque otros (el superior, el reglamento o la moneda) decidieron por él. Pero…de repente, la angustia lo asalta por la noche, en medio del sueño: ¿habrá tomado la decisión correcta? ¿Quizás salvó una vida que valía menos que la que dejó morir? ¿Cómo saberlo? No hay forma de acallar la angustia, no hay forma de evadirse del ejercicio de la libertad. No elegir también es una forma de elección. La responsabilidad, entonces, para Sartre es un derivado de la libertad: soy libre para elegir, entonces tengo que elegir el bien. Soy libre, por lo tanto soy responsable.

Pero Lévinas invierte los términos:

El sujeto no resalta sobre el ser por una libertad que lo volvería dueño de las cosas, sino por una susceptibilidad preoriginaria, más antigua que el origen, susceptibilidad provocada en el sujeto sin que la provocación se haya hecho jamás presente, o logos que se ofrece a la asunción o al rechazo y que se coloca en el campo bi-polar de los valores. Por esta susceptibilidad, el sujeto es responsable de su responsabilidad, incapaz de sustraerse a ella sin guardar la huella de su deserción. Es responsabilidad antes de ser intencionalidad.
La responsabilidad antecede a la libertad: antes de poder elegir, el Bien se me aparece como externo. Me obliga. Es an-arquia: “sin origen”, es preoriginaria, más antigua que el origen.

En otras palabras, el deber no es un derivado de mi conciencia sino que la precede: antes de mi libertad, está mi responsabilidad. Sartre diría: soy libre de hacer lo que quiero y, por consiguiente, debo ejercer mi libertad haciendo el bien; Lévinas diría: soy responsable ante el Otro, por lo que debo ejercer mi libertad en pos del Otro, para el Otro.

En palabras de Lévinas:

Ser dominado por el Bien no es escoger por el Bien a partir de una neutralidad, frente a la bi-polaridad axiológica.

De nuevo: el bien no es un derivado de la libertad, no elegimos entre dos alternativas igualmente válidas. La moral no es un mero gusto subjetivo.

La ética es responsabilidad: es dejarse arrastrar por el Bien, ser raptado por el Otro.

Otro punto interesante de comparación es el siguiente: Sartre habla mucho de la “mala fe” (“mauvaise foi”). La persona de “mala fe” es aquello que no se hace cargo de su libertad, que se cosifica a sí mismo y, en vez de tomar decisiones por sí mismo, se apoya en un código externo de conducta. Es una forma de autoengaño. Para Sartre, la conciencia está por encima del mundo y no está determinada por los entes (en otras palabras: mi conciencia no está determinada por nada externo a sí misma). La conciencia está vacía, no es nada: somos potencialidad pura, somos lo que hacemos, nos creamos a nosotros mismos con cada decisión que tomamos. Por lo tanto, la libertad es total y absoluta, y quien se aferre a algo externo a sí mismo para tomar sus decisiones (Dios, el deber moral, las leyes, etc) tiene “mala fe”.

Lévinas responde: la responsabilidad es infinita y trascendente, no la libertad. No somos pura libertad: somos pura responsabilidad. Mi conciencia no está determinada por las cosas ni por los entes, es cierto, pero está determinada por lo Otro que me supera, excede y delimita: nunca termino de agotar mis obligaciones morales, siempre puedo hacer más. No me creo a mí mismo, fui creado: mi conciencia no es un absoluto, hay algo que está por encima mío. Por lo tanto, nunca hago demasiado bien, siempre puedo ser mejor persona.

Vergüenza y arrepentimiento


La vergüenza es un sentimiento que incomoda: pone mal, molesta. Es desagradable sentir vergüenza: enfrentarse con los propios defectos puede ser una experiencia desgarradora.

La vergüenza nos enfrenta frente a nuestros defectos: amplifica nuestro lado negativo y nos obliga a confrontar una parte de nosotros mismos que quisiéramos repudiar. La vergüenza es el motor del cambio de personalidad. Sin vergüenza, somos felices como somos y no nos preocupamos por mejorar.

Por supuesto, la vergüenza en exceso también puede ser paralizante: avergonzarse de uno mismo puede llevar al autodesprecio y la falta de autoestima. Sin embargo, un nivel razonable de vergüenza es fundamental para el mejoramiento del carácter. Sentir que algo está mal, que las cosas no cierran: cuando hay dolor porque las cosas no están bien, entonces podemos movilizarnos para cambiar las cosas.

Veamos cómo habla el propio Lévinas:

El judaísmo trae este mensaje magnífico. El remordimiento -expresión dolorosa de la impotencia radical de reparar lo irreparable- anuncia el arrepentimiento generador del perdón que repara. El hombre encuentra en el presente con qué modificar el pasado, cómo borrarlo. El tiempo pierde su irreversibilidad misma. Se postra nervioso a los pies del hombre como un animal herido. Y lo libera.

El arrepentimiento (“Teshuvá”) tiene el poder de modificar el pasado: mediante el arrepentimiento, la persona deja de estar dominado por el tiempo y pasa a dominarlo. Siento remordimiento o vergüenza cuando tomo conciencia que hice algo malo e irreparable: no puedo viajar con la máquina del tiempo y evitar cometer el error. Cuando me doy cuenta de lo irreparable de la pérdida, de la grandeza de mi error, cuando asumo que me equivoqué, entonces me libero del tiempo: dejo de ser esclavo de mi pasado. Ahora mis errores, mis faltas y mis pecados se transforman en méritos.

La vergüenza genera arrepentimiento, y el arrepentimiento provoca el perdón. El perdón es un regalo Divino, sí, (como destaca el propio Lévinas: pensemos en la raíz de la palabra “rajamim”, “misericordia” en hebreo”: “rejem”, útero; hay una íntima relación entre la misericordia y la maternidad, y quizás podamos asemejar nuestra relación con Dios con la relación madre-hijo) pero hay algo más profundo: el propio acto de arrepentimiento es una forma de volver a Dios, dándole la espalda a lo que uno es.

A partir de esto, podemos entender a Lévinas cuando explica que la vergüenza es el catalizador del arrepentimiento. Si volvemos a conceptos que ya hemos visto anteriormente, podemos pensar en la demanda infinita que nos viene desde afuera, desde el Otro, y en la “mala conciencia”: la vergüenza es salir de uno mismo a partir del sentimiento de que las cosas pueden ser de otro modo. Lévinas lo resume en una frase que me parece excelente:

Nadie puede quedarse en sí mismo.

Hospitalidad


Hay un concepto en la obra de Lévinas que será luego retomado por Derrida, quizás el filósofo que más hizo para ubicar a Lévinas como un referente en la filosofía contemporánea: la hospitalidad.

¿Qué es la hospitalidad? Es ponerse en contacto con el Otro, ese Otro que no puedo domesticar y que escapa a toda estructura cerrada: es dar preferencia al Otro y abrirle las puertas de mi propia vida. En otras palabras, estar abierto a las necesidades del Otro. Salir del encierro en uno mismo: escuchar al Otro, cubrir sus necesidades, amarlo como a un prójimo. Estar para el Otro.

Somos una puerta: podemos cerrarla y quedarnos enfrascados en nosotros mismos, en nuestras propias preocupaciones y sueños, o abrirla y dejar espacio para el Otro.

Piensen en la vida en pareja, en familia, en la amistad o en la comunidad: se trata de dar lugar al Otro e invitarlo a nuestro espacio. Dar de uno para el Otro. Ser para el Otro. Estar atento a lo que el Otro necesita, en vez de a lo que uno quiere.

Apertura e indefensión


Ahora podemos introducir un nuevo concepto: la apertura. Estar abierto al Otro. El siguiente pasaje es muy instructivo:

La apertura es lo descarnado de la piel expuesta a la herida y el ultraje. La apertura es la vulnerabilidad de una piel ofrecida, en el ultraje y en la herida, más allá de todo lo que puede mostrarse, más allá de todo lo que, de la esencia del ser, puede exponerse a la comprensión y a la celebración. En la sensibilidad, “se pone al descubierto”, se expone un desnudo más desnudo que el de la piel que, forma y belleza, inspira a las artes plásticas; desnudo de una piel ofrecida al contacto, a la caricia de siempre, y aun en la voluptuosidad equívocamente, es sufrimiento por el sufrimiento del otro.

Estar para el Otro. Abrirse. Exponerse. Dejar ver la herida. Estar desnudo frente al Otro. Rebajarse. Mostrarse vulnerable. Entregarse. Humillarse.

En resumen:

La palabra “sinceridad” toma aquí todo su sentido: descubrirse sin defensa alguna, estar entregado.

Aventuro que inspiración judía de Lévinas es el tzaraat (mal traducido de manera popular como “lepra”). El tzaraat era una enfermedad cutánea que se podía expresar de muchas maneras: una herida abierta en el cuerpo de uno que expresaba una falta espiritual. Un dolor en el cuerpo que expresa un dolor en el alma. En otras palabras: la vergüenza expuesta hacia afuera. En términos de la medicina moderna (y a riesgo de ser reduccionista), un trastorno psicosomático: la externalizaciòn de lo interno.

Ética y política


Una de las definiciones clásicas de la filosofía occidental sobre el ser humano es la de Aristóteles: el hombre es un zoon politikón (“animal polìtico”). En otras palabras, lo que diferencia al ser humano de los otros animales es su capacidad de organizarse políticamente: por naturaleza, vive en sociedad y su característica distintiva es la política. En el contexto de la antigua Atenas, esto se expresaba en la polis (ciudad-Estado): la educación de los ciudadanos estaba fuertemente centrada en aprender el arte de la retórica, las leyes y, en general, las habilidades políticas. En el transcurso de la tradición filosófica occidental, la idea del ser humano como un ser fundamentalmente político caló hondo y, hasta el día de hoy, sigue siendo una de las influencias más perdurables de Aristóteles y la civilización griega.

Sin embargo, Lévinas da otra definición del ser humano: para él, lo fundamental no es la política sino la ética. El ser humano se define por la relación ética con el Otro.

Si bien podemos decir que tanto Aristotéles como Lévinas reconocen la necesidad de vivir con el Otro, el fundamento de sus respectivas posiciones es absolutamente distinto: para Aristóteles, vivir con el Otro significa vivir en una sociedad organizada políticamente, con instituciones ordenadas, que regulen la vida social; para Lévinas, vivir con el Otro significa abrirse al Otro, estar y ser con el Otro, estar dispuesto a entregarse y ser rehén del Otro. A riesgo de simplificar, podemos pensar a Aristóteles como a un pragmático y a Lévinas como a un idealista.

En términos muy sencillos, Aristóteles subordina la ética a la polìtica, mientras que Lévinas subordina la política a la ética.

Si lo pensamos de manera temporal, Aristóteles diría: primero está la política, luego el individuo; mientras que Lévinas diría: primero está el individuo, y luego la política.

Para Aristóteles, la organización política de una sociedad determina el carácter de sus miembros (y, por lo tanto, es imperativo encontrar e implementar el mejor sistema político posible); para Lévinas, la organización política es un derivado de la relación ética (o la falta de esta).

Imaginemos una estructura: el edificio de Aristóteles tiene como primer piso el Estado (más específicamente, la polis) y sus instituciones, como segundo piso a la familia y como tercer piso al individuo (en otras palabras, lo social determina lo individual); el edificio de Lévinas tiene como primer piso al Otro, como segundo piso al Yo y luego, como agregado, como terraza digamos, al Estado.

De nuevo: a diferencia de Aristóteles, para Lévinas, la política no es lo más importante (lo cual no implica, por supuesto, que no tenga ninguna importancia).

¿Por qué Lévinas subordina la política a la ética? Supongo que porque vivió el siglo XX: la primera y la segunda guerras mundiales, el genocidio armenio, la Shoá, la guerra de Vietnam, la guerra de Argelia, las matanzas estalinistas…

Si formulamos la problemática en términos de la propia filosofía de Lévinas, podemos decir que el Estado es una forma más de totalidad (y quizás una de las más acabadas).
Recordemos la crítica de Rosenzweig a Hegel: el Estado hegeliano moderno es una totalidad que oprime al individuo, erigiéndose como tal a través del imperialismo y la realpolitik. Lévinas recoge la crítica de Rosenzweig y la desarrolla: el Estado es parte de lo Mismo. Me explico: normalmente se considera al Estado como un ente que es (o debería ser) neutral, aséptico y objetivo. Frente al Estado, se dice, somos todos iguales. Así, se entabla una reciprocidad de semejantes: somos todos iguales, somos todos lo mismo, formamos parte de un conjunto, somos una totalidad. Y asì, la consecuencia lógica es el totalitarismo moderno y sus derivados: la guerra, el imperialismo y la opresión. En la misma matriz del Estado moderno, está el germen de su error: el intento de igualar a todos, negando al Otro y su diferencia. Si lo pensamos en otros términos, podemos decir que el Estado moderno no es una relación ética porque no surge del cara-a-cara: no se desarrolla a partir del rostro del Otro, sino de una mirada impersonal. Por lo tanto, olvida lo no tematizable, lo irreductible y lo inabarcable de toda relación ética: crea una estructura que intenta contener lo incontenible.

Ahora bien, la crítica de Lévinas no es una crítica al Estado de por sí, sino a cierto tipo de Estado: el Estado moderno totalitario. Lévinas no es un anarquista: no está en contra por principio de la organización estatal. Sin embargo, le exige al Estado que, en vez de fundarse en el contrato social, se funde en la relación ética: para que un Estado sea justo, no tiene que estar basado en fuerzas impersonales sino en la relación con el Otro. Solo habrá justicia cuando reconozcamos al Otro en cuanto Otro.

Mandamiento y justicia


Dijimos que la justicia tiene que estar basada en la relación con el Otro. Sin embargo, hay un problema: la justicia, por su propia esencia, es un igualador. El juez no puede decidir declarar inocente o culpable a alguien simple y sencillamente por su reacción ética al rostro de esa persona. En otras palabras, y de acuerdo a la expresión de Lévinas, la justicia es la comparación de los incomparables: la justicia nos iguala a todos frente a una ley común. De hecho, la gran virtud de la ley es justamente esa: ordenar a la sociedad a través de un conjunto de reglas pre establecidas, que regulan la vida de los individuos.

En resumen, tenemos una tensión entre la relación ética, ese encuentro con el rostro de Otro, que me interpela de manera directa, y la justicia impersonal, que iguala a todos bajo una misma ley, dejando de lado sus particularidades.

¿Cómo recorrer la distancia entre la justicia y la relación ética sin quebrar ni a la justicia ni a la ética?

Richard Cohen da un ejemplo: si veo una persona hambrienta, soy responsable de acabar con su sufrimiento. Su rostro me interpela. Tengo el deber moral de darle comida. Sin embargo, su sufrimiento es infinito: si le doy comida hoy, satisfago su hambre hoy pero mañana estará hambriento nuevamente. Y si le doy comida todos los días y soluciono su hambre, seguirá teniendo otras necesidades: ropa, salud, amistades, dinero, autoestima…y podríamos seguir de manera infinita. Aunque me entregue de manera absoluta al Otro, me será imposible proveerle de todo lo que necesita: siempre habrá un vacío que yo no puedo llenar, una necesidad que no puedo suplir. Y más aún: darle comida a una persona implica que no se la estoy dando a otro. Si doy alimento al necesitado que tengo enfrente, estoy “gastando” ese alimento en él en vez de cualquiera de los otros cientos de millones de hambrientos en el mundo. En términos de economía: se trata de producir y distribuir bienes y servicios escasos para satisfacer necesidades y deseos infinitos.

Para resolver la paradoja, tenemos que cambiar nuestra mirada: la justicia tiene que surgir de la relación ética. En hebreo, Tzedek (justicia) y Tzedaká (caridad) comparten una misma raíz: ayudar al necesitado es un acto de justicia, no un mero acto de amor. Según Lévinas, la justicia no surge de una ley común sino de ceder de uno mismo para el Otro.

Muchos judíos acostumbran mezclar el vino del kidush de Shabat con un poco de agua: el vino representa el juicio y el agua representa la misericordia. El simbolismo es claro: el juicio puro no es justicia, sino una perversión de la justicia. La justicia exige unas gotas de misericordia. En términos de Lévinas, podríamos decir: la justicia exige ética. En otras palabras, la justicia – relación impersonal- no puede ser justa si es meramente una relación impersonal. Podemos agregar algo que ya hemos dicho anteriormente: misericordia en hebreo se dice “Rajamim” y comparte raíz con “Rejem” (“útero”). Mezclar el juicio con la misericordia es incluir un aspecto maternal en la justicia.

Ahora bien, ¿cómo lograr que la justicia surja de la relación ética? ¿Acaso la ley impersonal no rompe con este hermoso sueño de una justicia basada en el encuentro con el rostro del Otro? Creo que la respuesta es simple: hay que reemplazar la ley por el mandamiento. Lo que subyace a la ética, la justicia, el rostro del Otro y toda la parafernalia es la responsabilidad infinita que tengo con el Otro: tengo deberes ineludibles. Esos deberes son los preceptos o mandamientos: obligaciones que no surgen de un acuerdo entre partes sino de una demanda que me viene de afuera y me compele a hacer lo que debo hacer. En el corazón del discurso filosófico de Lévinas vuelven a aparecer las Mitzvot (preceptos, mandamientos).

El antisionismo de Judith Butler


Judith Butler es una de las autoras feministas más importantes en la filosofía contemporánea: sus estudios de género y su desarrollo de la teoría queer son fundamentales y uno de los principales aportes al campo del pensamiento feminista. Butler escribió un libro que se llama “Parting ways: Jewishness and the Critique of Zionism”. En este libro, Butler presenta una postura antisionista, basada en distintos pensadores judíos del siglo XX, entre ellos Emmanuel Lévinas. Esta perspectiva nos va a servir como llave de acceso a cierta lectura e interpretación de Lévinas y creo que es un buen trampolín para discutir qué es lo que plantea el propio Lévinas con respecto al sionismo y al Estado de Israel.

Empecemos con un resumen de la tesis más importante de Butler: el género es una construcción social, que no está determinada por la biología. En otras palabras, el sexo biológico no es lo mismo que el género social. Más fácil: no hay solo dos géneros (hombre y mujer) sino una infinidad de géneros, en un espectro enorme de roles que uno puede adoptar de acuerdo al contexto y las circunstancias. En términos más generales, para Butler la identidad no es algo fijo ni viene dada: se va construyendo. En un contexto puedo adoptar una identidad, pero en otro contexto adoptar otra. Lo que busca mostrar Butler es que la identidad no es estática: su objetivo es “desarmar” los conceptos que tenemos de la identidad, demostrando que no son naturales sino construcciones culturales que podrían ser distintas a lo que son.

Judith Butler se apoya en algunos conceptos de Lévinas para desarrollar su propia teoría sobre la identidad judía. En el camino, critica a Lévinas por la inconsistencia entre su teoría ética y su visión del Estado de Israel y los palestinos.

Butler toma el concepto de “Rostro” de Lévinas y lo aplica a situaciones concretas: cuando los medios de comunicación nos cuentan una noticia, narran una historia a través de palabras e imágenes. Una misma historia puede ser contada de maneras muy distintas, dependiendo de la manera en que se narre. En este sentido, los medios de comunicación siempre hacen un recorte de la realidad y se enfocan en lo que quieren transmitir a sus consumidores. Sin embargo, Butler agrega algo más: la imagen también es un poderoso transmisor de contenidos. Y entre las imágenes, hay una que sobresale: los rostros. Los medios de comunicación muestran rostros: caras de personas. Esas caras dejan traslucir emociones: expresan algo. No son neutrales. Y el recorte que hacen los medios de comunicación de los rostros no es para casual: nos construye un concepto sobre el Otro y, así, una cierta ética. Nos machacan con caras de musulmanes brutos, mostrando sus dientes con furia, cuchillo en mano y nosotros incorporamos que eso es un musulmán. Nos muestran al soldado norteamericano saludando a la cámara, con una sonrisa gigante en la cara, mostrando sus dientes blancos y brillantes, e incorporamos que eso es un soldado estadounidense. La violencia de los medios de comunicación es imponer (a través del poder de la imagen del rostro del Otro) una mirada y, por lo tanto, una ética.

También podemos relacionar las reflexiones de Lévinas sobre la indefensión y la apertura al Otro con el concepto de Butler de la precariedad. Butler explica cómo los medios de comunicación esconden los rostros sufridos, llenos de dolor y lágrimas, víctimas de la violencia: nos presentan un relato falsificado del mundo, deshumanizando el dolor y el sufrimiento. Butler, apoyada en Lévinas, apuesta por rescatar al sufrimiento: estar indefenso y expuesto frente al Otro es humano. El mundo puede ser peligroso: nuestro cuerpo está abierto al exterior porque está en contacto con el mundo. Hay porosidad entre el Yo y lo Otro: la violencia que me viene desde afuera entra en mí. El cuerpo, como artefacto que une al Yo con el mundo, está expuesto al peligro y a la violencia y, por ende, al dolor y al sufrimiento. Somos frágiles: la posibilidad de la muerte nos acecha. Es muy humano, demasiado humano, estar expuesto: no tapemos nuestros miedos. En este sentido, Butler llama a reformar a los medios de comunicación: debemos comunicar la violencia, no tapar el sufrimiento. Debemos bregar por un sistema político en el cual la violencia inherente a toda forma de poder esté expuesta, en vez de escondida bajo tierra.

Como se ve, Butler politiza a Lévinas: aplica las ideas de Lévinas a contextos políticos y extrae lecciones políticas. Sin embargo, Butler no entiende o tergiversa el fundamento último de las reflexiones de Lévinas: pienso que justamente lo que quiere Lévinas es mostrarnos que hay más que política en este mundo. Lo que Lévinas aplica a la ética y la teología, Butler lleva para el lado de la política. En el fondo, la diferencia fundamental entre Lévinas y Butler es sencilla: Lévinas piensa que la relación con el Otro es an-árquica, anterior al origen y preontológica; Butler, que la relación con el Otro es política. Para Lévinas, el Otro se me aparece como una exterioridad absoluta y rompe con todos mis marcos conceptuales porque es una aparición trascendente y radical; para Butler, yo integro al Otro bajo un marco conceptual ya dado. Lévinas asume que la relación ética es directa; Butler, que está mediatizada por todo un aparato conceptual. En otras palabras, Butler entiende que la relación con el Otro – la ética- está determinada por la política, porque el Otro solo se me aparece como un Otro cuando tengo puestos los “anteojos” que me hacen verlo como un Otro: su trabajo consiste en problematizar esos “anteojos” y discutir cómo se forma esa relación con el Otro, qué es lo que está antes de la relación con el Otro. Para Lévinas, no hay nada antes de la relación con el Otro. Para Butler, la categoría fundamental es la política; para Lévinas, la ética.

Extranjeros


Lévinas no quiere un judaísmo complaciente. En las propias palabras de Lévinas:

Eco del decir permanente de la Biblia: la condición – o la incondición- de extranjeros y de esclavos en el país de Egipto, acerca el hombre al prójimo. Los hombres se buscan en su incondición de extranjeros. Nadie está en su casa. El recuerdo de esta servidumbre reúne a la humanidad. La diferencia que se abre entre el yo y el sí mismo, la no-coincidencia de lo idéntico, es una no-indiferencia fundamental con respecto a los hombres.

En el fondo, todos somos extranjeros: nadie está en su casa. Todos somos nómades en este mundo, porque estamos de paso. Hay una incomodidad y una incertidumbre fundamental, la no-coincidencia de lo idéntico: somos todos distintos, estamos separados, somos únicos. Somos extranjeros en este mundo: no somos parte de lo mismo. Y más: somos extranjeros de nosotros mismos.

El mundo no es perfecto. No está cerrado. Nosotros tampoco somos perfectos ni estamos cerrados. Podemos cambiar. Podemos ser mejores. Podemos ser distintos. Y el motor de ese cambio es la incomodidad. Esa incomodidad se origina en que todos, en realidad, somos extranjeros: no pertenecemos absolutamente a un colectivo dado, o a la masa. Hay algo irreductible a este mundo en nosotros: siempre vamos a sentir que no terminamos de encajar del todo. Esa extranjería básica y radical es la condición humana misma.

En lo más recóndito del ser humano, hay alienación con respecto al mundo y con respecto al otro.
Probablemente estas ideas sean una respuesta de Lévinas al concepto de “errancia” de Heidegger.

¿Qué decía Heidegger? La “errancia” es el hombre que va errando, de aquí para allá, sin ningún arraigo a algo fijo: siempre buscando, bajo el dominio de los entes, sin un sustento sólido. La errancia es un error, una de las formas de existencia inauténtica. Muchos críticos ven en esto un claro trasfondo judeófobo: el “judío errante” como una forma de vida inauténtica, y el alemán arraigado al “espacio vital” y la “madre patria” como forma de vida auténtica.

Lévinas contesta: todos somos errantes, todos somos extranjeros. No es una forma de vida inauténtica: es la misma condición humana. Todos estamos exiliados. Todos estamos “afuera” del mundo, “afuera” de nosotros mismos.

El ejemplo de Lévinas es el de los judíos esclavizados en Egipto, pero hay uno más concreto y potente: el mismo Moshé (Moisés). Nacido judío, pero criado como egipcio, exiliado de su propio pueblo, busca su identidad: se puede argumentar que el hecho mismo de haber sido un Otro para el pueblo judío, el hecho de haber estado afuera, es lo que le permitió liberar a su pueblo, sacarlo hacia afuera de los límites de Egipto y llevarlo más allá. El sentimiento mismo de extrañeza y de extranjería, de alienación y separación es lo que posibilita la conexión con el Otro, no la dilución de las diferencias.

Violencia y Estado


Ya hablamos de la transición de la ética a la política y de la relación con el Otro al Estado. No quiero repetirme. Sin embargo, quiero agregar una nueva pregunta: ¿cuándo se justifica la violencia? Dijimos que la ética debe ser la condición fundamental para hacer justicia. Un Estado basado en la mera política está destinado al fracaso moral.

Hegel decía que la relación amo-esclavo es la que mueve a la historia. Voy a simplificar porque no quiero irme por las ramas: según Hegel, el ser humano es único porque es consciente de su propia existencia. Ahora bien, el ser humano quiere que el otro reconozca su propia existencia: yo quiero que vos reconozcas que soy un ser consciente y autónomo…y vos querés que yo reconozca que vos sos un ser consciente y autónomo. Se entabla una lucha entre vos y yo. Uno triunfa: es el amo; el otro es subyugado: es el esclavo. Ahora uno domina y el otro es dominado. Al amo se le reconoce su autonomía y autoconciencia; el esclavo pasa a ser un animal o una cosa a manos del amo, porque no es autónomo. Pero hay un problema: en un momento , el amo se da cuenta que depende del esclavo. Sin esclavo, el amo no puede sobrevivir: necesita del esclavo para que trabaje para él. El esclavo puede darse cuenta que es indispensable para el amo, y dejar de ser esclavo. Un día, puede rebelarse. Y por lo tanto, el amo también es esclavo del esclavo: dependen mutuamente. El Estado no es más que una extensión de esta dialéctica entre amo y esclavo: una institución de amos y esclavos a gran escala, que se va refinando con el paso del tiempo. En otras palabras, Hegel nos quiere mostrar que la violencia es inherente al Estado: es una relación asimétrica por definición, de amos y esclavos, interrelacionados entre sí.

Contra esta concepción, Lévinas se rebela terminantemente: el Estado no debería estar basado en la relación amo-esclavo. Esa violencia inherente a la relación amo-esclavo es la que nos lleva directo a Auschwitz o el Gulag. Es verdad, reconoce Lévinas, que la relación básica es asimétrica, pero no es una relación entre amo y esclavo sino una relación ética entre Yo y el Otro. La asimetría en Lévinas se invierte: el Otro me domina a mí, porque soy responsable por el Otro. Me debo al Otro. Soy para el Otro.

Y a partir de esta idea, podemos deducir cuándo se justifica la violencia: solamente cuando se trata de defender al Otro. La violencia se justifica cuando defiendo al Otro de la violencia de un tercero.

Fíjense: la violencia ya no está en la matriz básica del Estado (piensen en Max Weber y su definición del Estado como “monopolio de la fuerza legítima”). No, la violencia no es parte inherente del Estado. Es despreciable. Pero a veces es necesaria: cuando – y solo cuando- debo defender al Otro de un tercero.

El judaísmo según Lévinas


Lévinas da una definición de judaísmo que creo que resulta muy ilustrativa:

La palabra “judaísmo” incluye, en nuestra época, conceptos muy diversos. Designa, antes que nada, una religión: sistema de creencias, de ritos y de prescripciones morales fundadas en la Biblia, en el Talmud y en la literatura rabínica -a menudo combinadas con la mística o la teosofía de la cábala-. Las formas principales de esta religión no han variado demasiado en dos mil años y evidencian un espíritu plenamente consciente de sí, reflejado en una literatura religiosa y moral, pero susceptible de otras prolongaciones. Judaísmo significa, así, una cultura: resultado o fundamento de la religión, pero poseedora de un dinamismo propio. A lo largo del mundo -y en el mismo Estado de Israel- hay judíos que se proclaman sin fe ni prácticas religiosos. Para millones de judíos, asimilados a la civilización ambiente que los rodea, el judaísmo no puede siquiera llamarse cultura: es una sensibilidad difusa hecha de algunas ideas y recuerdos, de costumbres y de emociones, de solidaridad con los judíos perseguidos por ser judíos.

Lévinas presenta tres significados de la palabra “judaísmo”: en primer lugar, una religión; luego, una cultura; finalmente, una sensibilidad difusa.

El judaísmo como religión vendría a ser el judaísmo normativo: la forma de vida regida por la Torá y las Mitzvot.

El judaísmo como cultura vendría a ser el judaísmo laico: todas aquellas manifestaciones del judaísmo que no están ancladas necesariamente en las Mitzvot. Por ejemplo: el judío que escucha música israelí y/o se reúne circunstancialmente con la familia y come Matzá en Pesaj. Es un derivado del judaísmo normativo, porque continúa ciertas tradiciones, costumbres, ideas o sentimientos, pero no se siente atado necesariamente a lo que dicen la Torá, el Talmud o el Shuljan Aruj. Este es el judaísmo de la amplia mayoría de los judíos en la actualidad: un judaísmo cultural, mucho más libre, hecho “a la carta”, que el normativo.

Finalmente, el judaísmo como sensibilidad difusa: nostalgia por un pasado perdido, por el shtetl o el knis de la infancia, una simple solidaridad con los judíos oprimidos o perseguidos. En este nivel, el judaísmo se diluye y pierde su consistencia: es mero sentimiento, sin actos concretos. Este es el judaísmo del asimilado, pero que todavía mantiene una mínima conexión con su judaísmo.

Si bien tengo algunas dudas con respecto al enfoque de Lévinas (lo que él llama “religión”, yo lo llamaría “judaísmo normativo”; el judaísmo como sensibilidad difusa es cada vez menos común; creo que confluye el judaísmo cultural de la Diáspora con el de Israel, dejando de lado la definición nacional), creo que es una definición correcta en lo esencial.

Lo santo y lo sagrado


El judaísmo puede definirse como una lucha constante contra la idolatría: la diferencia entre monoteísmo y politeísmo no es meramente numérica o cuantitativa sino fundamental. Veamos:

Para el judaísmo, el objetivo de la educación consiste en instituir una relación entre el hombre y la santidad de Dios y mantener al hombre en esa relación. Pero todo su esfuerzo -desde la Biblia hasta el cierre del Talmud en el siglo VI, y a través de la mayor parte de sus comentadores en la gran época de la ciencia rabínica-, consiste en comprender esta santidad de Dios en un sentido que contrasta agudamente con la significación del término numínico, tal como ésta aparece en las religiones primitivas donde las modernas a menudo quisieron ver la fuente de toda religión. Para esos pensadores, la posesión del hombre por Dios, el entusiasmo, sería la consecuencia de la santidad o el carácter sagrado de Dios, el alfa y el omega de la vida espiritual. El judaísmo embrujó al mundo, elucidó esta supuesta evolución a partir del entusiasmo y de lo sagrado. El judaísmo sigue siendo ajeno a todo retorno ofensivo de esas formas de elevación humana. Las denuncia como la esencia de la idolatría.

El judaísmo es un quiebre radical con la concepción religiosa politeísta: no se trata simplemente de reemplazar muchos dioses por uno solo. La idolatría, según Lévinas, consiste en una relación de entusiasmo extático con lo Divino: una unión mística, en la cual la persona se deja llevar y se diluye en la Divinidad. El ser humano desaparece bajo el poder gigantesco del dios, que lo rapta y destruye dentro de su totalidad: este tipo de relación es una forma de violencia, que niega la alteridad del Otro. Cuando la persona se diluye dentro de la divinidad, pierde su identidad.

Recuerden el fundamento de la relación ética: yo y el Otro, en una relación irreductible de uno al otro. La idolatría, al reducir al yo al Otro, transforma la relación religiosa en una Totalidad, falsificando la base misma de la relación religiosa. Piensen en los ritos dionisíacos, con vino por doquier, orgías y descontrol: a este tipo de manifestación religiosa se enfrenta Lévinas. Así, lo sagrado sería esta relación con lo Divino que destruye al yo y lo diluye en la Totalidad Divina: es una relación de apariencias y mentiras, pura magia o hechicería:

Lo numínico o lo sagrado envuelve y transporta al hombre más allá de sus poderes y sus voluntades. Pero esos excesos incontrolables resultan ofensivos para una verdadera libertad. Lo numínico anula las relaciones entre las personas haciendo participar a los seres, así sea en el éxtasis, en un drama que esos seres no quisieron, en un orden donde se abisman. Esta potencia, en cierta forma, sacramental de lo divino, se presenta al judaísmo como hiriendo la libertad humana y como contraria a la educación del hombre, que sigue siendo acción sobre un ser libre. No porque la libertad sea una finalidad en sí misma, sino porque siendo la condición de todo valor que el hombre puede alcanzar. Lo sagrado que me envuelve y me transporta es violencia.

El contraste entre judaísmo e idolatría es terminante:

El monoteísmo judío no exalta una potencia sagrada, un numen que haya vencido otras potencias divinas, aun cuando participe todavía de su vida clandestina y misteriosa. El Dios de los judíos no es el sobreviviente de los dioses míticos.

En resumen, el judaísmo, a diferencia de la idolatría, no exalta la unión mística sino la relación ética.

Ética y mesianismo


Yeshayahu Leibowitz solía decir que el Mashiaj va a venir y que, por lo tanto, todo Mashiaj que viene es un falso Mashiaj. Emmanuel Lévinas decía algo similar:

Lo esencial del Mesías no es que venga, sino que no venga.

El Mashiaj es un ideal a futuro, que nunca se termina de concretar: eso nos permite tomar distancia de nuestro presente y juzgarlo. Nos abre la posibilidad de relativizar nuestro presente frente al absoluto del Mashiaj: a partir de un ideal impoluto (el Mashiaj), podemos observar todas las imperfecciones de nuestra realidad actual, juzgarlas y trabajar para cambiarlas. El sentimiento Mesiánico, entonces, no es una mera esperanza: es una forma de cambiar nuestra mirada sobre el presente.

¿Qué es el Mashiaj? La irrupción de un orden radicalmente distinto, de un Otro absoluto, dentro del orden presente de las cosas. La escatología mesiánica es la ruptura de la Totalidad, con su apariencia de perfección, lógica, autosuficiencia y cordura. La esperanza mesiánica es una señal puesta en lo alto que nos recuerda: hay algo más, siempre hay algo más.

Ninguno de nosotros es el Mashiaj, pero todos nosotros podemos serlo cuando actuamos para el Otro de manera desinteresada (o sea, cuando entramos en la relación ética). Cuando el Otro rompe con la Totalidad, cuando el rostro del Otro se me presenta como Revelación, hay allí un momento mesiánico: de repente, puedo juzgar a la historia, con todas sus tragedias, humillaciones y guerras. Se abre un espacio de trascendencia, un más allá dentro del más acá de este mundo.

El sionismo


El sionismo de Lévinas tiene un doble sentido. Veamos sus propias palabras:

El sionismo y la creación del Estado de Israel significan para el pensamiento judío un retorno a sí en todos los sentidos de término y el fin de una milenaria alienación.

O sea, el sionismo es la normalización de la situación del pueblo judío, mediante la corrección de su existencia diásporica. Esto tiene implicancias no solo a nivel político sino a nivel cultural, religioso e ideológico. Esta es la típica idea del sionismo político clásico.

Pero hay algo más fundamental:

La expresión “política monoteísta”, ¿entraña acaso una contradicción en los términos? ¿O remite más bien a la finalidad última del sionismo? Más allá de garantizar un refugio para los perseguidos, ¿no es esa una gran tarea? ¿No queda acaso ninguna alternativa entre, por un lado, el recurso a las metodologías de los Césares, entre la idolatría inescrupulosa, cuyo modelo sería el de la “opresión de los imperios”, el jibud, y, por el otro, la fácil elocuencia de un moralismo imprudente, cegado por sus sueños y sus palabras, que condena a una pronta destrucción y a nueva diáspora a la reunión de los dispersos? Desde hace dos mil años que Israel no se compromete con la Historia. Inocente de todo crimen político, puro como toda víctima, de una pureza cuya larga paciencia haya sido quizás el único mérito, Israel se había vuelto incapaz de pensar una política que complementaría su mensaje monoteísta. El compromiso ha sido finalmente asumido desde 1948. Pero esto recién comienza. A la hora de completar su tarea inaudita, Israel está tan aislada como lo estaba Abraham hace cuatro mil años, cuando encaraba por vez primera esta misión. Pero desde esta perspectiva, este retorno a la tierra de lo ancestros marcaría, más allá de la solución de un problema particular, nacional o familiar, uno de los acontecimientos más grandes de la historia interior y de la Historia a secas.

Más allá de las advertencias sobre los peligros del mesianismo, Emmanuel Lévinas se acerca a Rab Kook en su evaluación del sionismo como un movimiento potencialmente mesiánico y redentor.

Entonces, ¿”normalización” o “política monoteísta”? ¿”Realismo” o “mesianismo”? ¿”Historia” o “escatología”? La respuesta creo que ya la encontramos antes cuando hablamos del “Pueblo elegido”: ni el pueblo de Israel ni el Estado de Israel son un fin en sí mismos, sino que son medios para construir un mundo ético, de justicia y rectitud. El sionismo carga una promesa infinita: ¿estaremos a la altura del desafío?

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