Yeshayahu Leibowitz (1905-1994)

Yeshayahu Leibowitz nació en 1905 en Riga, Letonia (en ese momento, parte del Imperio Ruso), estudió en Berlín y Basilea y emigró a Israel en 1935. Falleció en 1994. Tuvo una vida académica agitada: estudió química, bioquímica, filosofía y medicina; dio clases de neurología, bioquímica, química orgánica, neurofisiología, filosofía de la ciencia y filosofía judía; fue editor en jefe de la Enciclopedia Hebrea y escribió muchos de sus artículos; hizo investigaciones en química y neurología. Pero Leibowitz no es conocido por el público en general por esos logros académicos sino por sus posturas polémicas con respecto al judaísmo, el sionismo y el Estado de Israel. Fue un crítico durísimo del establishment y atacó sin piedad a muchos de los políticos e intelectuales líderes de Israel. Yeshayahu Leibowitz fue un pensador original e iconoclasta, sin pelos en la lengua y polémico como pocos.

Nota del autor Ezequiel Antebi Sacca

“Enfoque protestante”


Originalmente, Leibowitz compartía los puntos vistas de Moshe Unna pero hacia 1952 su pensamiento daría un giro de 180° grados: el Estado de Israel no tiene ningún valor religioso porque fue fundado por judíos seculares, sus instituciones son seculares y los motivos de sus dirigentes son seculares. Alan Brill cuenta una anécdota sobre esto:

Como nota de color, Sagi tiene un muy buen capítulo sobre cómo Leibowitz llegó a su visión compartimentada. Todo empezó con un artículo olvidado de 1952 escrito por Ernst Simon “¿Todavía somos judíos?”. El artículo discutía las posturas de sus amigos y colegas en Bajad, el movimiento del kibutz religioso alemán. Escribía que todos eran católicos en el sentido de que querían una Torá que englobe todo. Simon argumentaba que un enfoque protestante podría permitir el reconocimiento de un Estado secular, y dar libertad a los judíos religiosos para restaurar una existencia significativa para ellos mismos. En el artículo, discutía con su amigo, el líder de Bnei Akiva Leibowitz, que pensaba que había que cambiar la Halajá radicalmente para que controle al nuevo Estado. Simon lo comparaba con su reverso de Neturei Karta, que quieren todo tal como está. Leibowitz cambió su postura y le dio la razón a Simon, yendo más lejos usando la teología dialéctica. El Estado y toda la vida es secular, excepto por la religión misma, toda religión es una decisión personal. Leibowitz incluso renombró su ensayo de 1943 de “Educación para un Estado de Torá” a “Educación para la Torá en una sociedad moderna”.

La teología negativa


Para entender a Leibowitz, hay que hablar de su gran amor filosófico, Rambam (Maimónides). Más específicamente, tenemos que enfocarnos en un tema básico: la teología negativa.

Empecemos haciendo una pregunta muy básica: ¿Qué es Dios?

La respuesta puede ser múltiple: “Dios es bondadoso”, “Dios es misericordioso”, “Dios un padre para todos nosotros”, “Dios es el creador del mundo”, “Dios es la fuente de toda moral”, “Dios es bondad pura”, “Dios es el Ser Eterno”. Esto, a ojos de Rambam –y, por añadidura, Leibowitz- es terriblemente problemático. ¿Por qué?

Porque si digo “Dios es el creador del mundo”, lo estoy relativizando: estoy diciendo que Dios es en función de la creación. Pero Dios no puede ser en función de nada: Dios no es un ser contingente. Dios no depende de nada ni de nadie.

Al atribuirle características a Dios, estamos cayendo otra vez en un problema: estamos introduciendo la pluralidad en Dios. Decir que algo es esto o aquello es predicar que las dos características son parte constitutiva de ese algo. Si yo digo que soy hombre y que soy alto, estoy dando dos características de mí mismo: tengo la característica de altura y la de masculinidad. El problema de hacer esto con Dios es que sabemos que Dios es simple: no podemos predicar de Él dos cosas.

Más aún, decir “Dios” ya es ponerle un nombre: nombrar algo es ponerle límites. O sea, si yo digo “Esto es una mesa”, estoy diciendo qué es lo que es: estoy fijando límites. Que esto sea una mesa implica que tiene cuatro patas, que sirve para apoyar cosas, etc. Implica que es esto y no aquello.

En un nivel más profundo, ni siquiera podemos predicar de Dios que es un Ser. No podemos decir que “Dios es”. El mismo hecho de decir que algo “es” es ponerle límites.

Así que antes de definir a Dios deberíamos plantearnos cómo podemos conocer a Dios. Antes de decir que Dios es esto o aquello, deberíamos preguntarnos qué podemos y qué no podemos predicar sobre Dios.

La respuesta que da Maimónides se transformó en un clásico de la filosofía: hay dos vías de conocimiento de Dios. En primer lugar, podemos conocer a Dios por lo que “hace” en relación al mundo (sus atributos de acción); en segundo lugar, por lo que no es.

En términos bien sencillos: el ser humano nunca puede saber qué es Dios por el simple motivo de que nosotros somos creación y Dios no. Una buena forma de pensarlo puede ser como un esquema, en cual en el centro hay una raya: de un lado de la raya está Dios; del otro, todo el universo. ¿Cómo traspasar la raya? No se puede.

Sin embargo, todos hablamos de Dios, Dios se nos reveló en la Torá, se ve la mano de Dios en la historia y en la naturaleza, muchos sentimos la presencia de Dios en nuestra vida. Esos serían los atributos de acción: en el mundo, vemos los efectos de la acción de Dios. Por ejemplo: decimos que Dios es misericordioso porque vemos que actúa con misericordia en este mundo. Por eso Dios tiene distintos nombres a lo largo de la Torá: cada uno representa una manera distinta de relacionarse de Dios con el mundo.

La otra forma de conocer a Dios es por medio de lo que no es: es obvio, por ejemplo, que Dios no es un animal o un vegetal o una mesa o una silla. Así podemos proceder para poder aproximarnos a un concepto de Dios. No estamos captando su esencia sino simplemente indagando para poder entender más o menos qué podría llegar a ser de acuerdo a lo que no es. Esto es lo que se llama teología negativa.

En pocas palabras, hay un límite para el conocimiento humano: es imposible conocer directamente a Dios. Tenemos, como contrapartida, dos vías indirectas de conocimiento: los atributos de acción y la teología negativa.

Yeshayahu Leibowitz, que vivió en el siglo XX, después del giro kantiano de la filosofía y que asumió plenamente la idea de que la metafísica es una empresa inútil, lleva esta idea a sus últimas consecuencias: la única forma de pensar sobre Dios es diciendo lo que no es.

Si pretendemos definir a Dios de acuerdo a sus atributos de acción, cometemos un error: sacralizamos la historia. ¿Por qué? Porque Dios es radicalmente trascendente. Introducirlo en la historia, en el espacio o en cualquier cosa creada a Dios es delimitarlo: es darle un lugar en la creación. Sin embargo, Dios es trascendente, está por fuera del mundo. Leibowitz llega a afirmar que pensar que una cosa creada tiene algo es santo es el comienzo de la idolatría: decir que algo es santo es decir que tiene algo de divino; pero dijimos que Dios es trascendente y, por lo tanto, introducirlo en la historia es negarlo y reemplazarlo por ese algo creado al que le estamos adjudicando el carácter de santo. Por lo tanto, nada es santo por sí mismo. En definitiva, lo que busca Leibowitz es despojar a Dios de todo relativismo.

En un nivel más profundo, para Leibowitz, decir que Dios “es” ya es problemático. Hay una discusión fascinante entre Avi Sagi y Leibowitz sobre esto, en el que Leibowitz se niega a decir incluso que Dios es trascendente. ¡No! Dios no “es”: no podemos predicar absolutamente nada sobre Dios. Hablar sobre Dios es imposible: nuestra única opción es el silencio.

Entonces, ¿por qué creer en Dios? Después de todo, no hay ningún argumento a favor o en contra de su existencia: de hecho, por definición, según Leibowitz, no hay nada para conocer en cuanto a Dios. No podemos descubrir a Dios analizando la historia ni analizando científicamente el universo.

Leibowitz una vez más da una respuesta radical: la creencia en la existencia de Dios es una decisión axiológica, no racional. Es una cuestión de valores, no de razones. Creer es algo que depende plenamente de la voluntad del individuo.

La persona que cree en Dios en función de algo, no está creyendo verdaderamente en Dios. De manera muy característica en él, Leibowitz afirma que aquellos sobrevivientes de la Shoá que dicen haber dejado de creer en Dios por sus sufrimientos nunca creyeron verdaderamente en Dios sino en la ayuda de Dios. Para Leibowitz, creer en Dios no tiene relación alguna con las experiencias personales: la creencia en Dios se funda en una certeza axiológica. Creer o no en Dios es un juicio de valor, no un silogismo.

Por supuesto, esta concepción tan radical de Leibowitz es motivo de controversias: algunos han llegado a acusarlo de ser una especie de ateo encubierto. Esta acusación es bastante poco sólida pero sí es cierto que el Dios de Leibowitz es un Dios impersonal, trascendente e imposible de alcanzar para el ser humano.

El judaísmo como cumplimiento de Mitzvot


Para Yeshayahu Leibowitz, el judaísmo no era más que el cumplimiento de la Torá y las Mitzvot. En sus palabras:

Defino al judaísmo como una religión institucional, no solo en el sentido de que tiene instituciones como toda religión sino en el sentido de que estas instituciones (los preceptos) son para el judaísmo la religión misma, y esta no se sostiene fuera de estas instituciones.

Dicho de otra manera, judaísmo=Mitzvot. No hay judaísmo sin Mitzvot.

Se puede objetar que, hoy en día, muchos judíos no cumplen Mitzvot y, sin embargo, se sienten plenamente judíos y son reconocidos como tales por las otras personas. Para Leibowitz, eso es un indicador de una crisis en la vida del pueblo judío: son las últimas señales de vida de un moribundo. El pueblo judío, para Leibowitz, está en proceso de desintegración. Veamos sus propias palabras:

Desde el siglo XIX, el pueblo judío es algo muy problemático, que no puede ser definido formalmente. Hay en el mundo 10 o 12 millones de judíos, entre un cuarto a un tercio viven en Israel y el resto en la Diáspora, y la mayoría, la amplia mayoría, se asume como judío y es visto como judío por los gentiles. Pero cuando se les pregunta en dónde está su judaísmo, muchos de ellos no tienen respuesta. No están unidos por ningún contenido judío, ni en el pensamiento ni en el modo de vida. Esa es la crisis por la que pasa el judaísmo desde hace doscientos años. Por lo tanto, no veo claro el futuro del pueblo judío. O sea, hoy por hoy es imposible definir cuál es el contenido real, en términos materiales o psicológicos, del pueblo judío.

Leibowitz critica también la tendencia tan en boga entre los intelectuales judíos alienados que definen su judaísmo en relación al antisemitismo: soy judío porque soy un oprimido por la sociedad, y eso me hacer ser aliado de todos los oprimidos del mundo. Leibowitz dice, con acierto, que esta tendencia define al judaísmo por la mirada del otro: definir al propio judaísmo en términos negativos o definirme a mí mismo por lo que el otro dicta que soy no es más que un escape, una fuga del verdadero problema, que es la pregunta frontal y directa por la propia identidad.

Algunos consideran que la definición de Leibowitz sobre qué es el judaísmo es sumamente estrecha: arguyen que el judaísmo no es solamente el cumplimiento de Mitzvot sino que incluye otros aspectos culturales, nacionales, folklóricos, políticos y espirituales que no pueden ser reducidos a meros preceptos. Así, es posible acusar a Leibowitz de ser un “conductista religioso”, que elimina toda emoción de la experiencia religiosa y que transforma al judaísmo en una observancia mecánica de leyes institucionalizadas.

Lo cierto es que Leibowitz niega que la expresión “experiencia religiosa” tenga sentido: para él, el judaísmo es la negación de la idolatría, y el único servicio a Dios es el cumplimiento de la Torá y las Mitzvot. Adscribir motivos humanos a las Mitzvot o cumplir los preceptos religiosos en aras de la realización personal o del mejoramiento de la sociedad no son más que formas corruptas de judaísmo. Aquel que cumple la Torá para sentirse bien consigo mismo o para mantener la tradición familiar está errando el camino: todo el objetivo de las Mitzvot es forjar una conexión con Dios (y las Mitzvot son el único medio para lograr este fin, no hay otro camino alternativo). Cualquier otra motivación es una forma de idolatría.

Todo Mesías que viene es un Mesías falso


Ya hemos sentado las bases del pensamiento de Leibowitz: hablamos de la teología negativa y de su particular concepción del judaísmo. Habiendo visto estas dos cuestiones, veamos qué piensa Leibowitz del mesianismo. Veremos más adelante cómo esto se relaciona con sus posiciones políticas.

Hay una frase muy famosa que resume el pensamiento de Leibowitz sobre el tema:

El Mesías va a venir. ¡Va a venir! Todo Mesías que viene es un Mesías falso.

Lo que nos está diciendo es que el Mesías es una meta, un objetivo, que se concretizará en un futuro, pero nunca en el presente. Miren esta frase de una entrevista a Leibowitz:

Lo que se llama la idea mesiánica fue una sarna que se le pegó al judaísmo y se convirtió en una maldición del mismo en todos los períodos y todos los tiempos. Quien realmente tiene por mira la adoración de Dios no necesita del Mesías. Este es un subrogado de la fe en Dios y a la conciencia del deber de servirlo. Si algún sentido tiene la idea mesiánica, ese sentido está en que el Mesías siempre vendrá, vale decir: el Mesías es el símbolo de un objetivo y de una finalidad a la que hay que tender constantemente. El Mesías que llega no puede ser sino un Mesías falso.

De nuevo reaparece la idea: cualquier intento de adscribir una finalidad al cumplimiento de la Torá y las Mitzvot, cualquier búsqueda de recompensa (material o espiritual) es una forma de idolatría. A Dios se le rinde culto de manera incondicional, por el mero hecho de rendirle culto, sin esperar nada a cambio.

Leibowitz cusaba a Gush Emunim, el partido sionista religioso por excelencia, de ser un resabio del movimiento mesiánico de Shabetai Tzvi:

Gush Emunim es una encarnación moderna de falsos profetas, una prostitución de la religión judía en interés del canibalismo nacionalista y del apetito de poder. Esa es la religión de gente para la que la nación ha pasado a ser Dios; la patria, la Torá; y la soberanía nacional –vale decir, el poder administrativo-, algo sacrosanto.

¿Por qué tanto enojo contra Gush Emunim? Yeshayahu Leibowitz consideraba que era un grupo que anteponía los intereses nacionalistas por sobre los religiosos y que sacralizaba la tierra. Recordemos: para Leibowitz, nada es santo en este mundo. Ni el Estado de Israel, ni la Tierra de Israel, ni el pueblo de Israel son santos, aun cuando sean importantes e incluso fundamentales para un judaísmo vivo.

Hay judeo-nazis


Yeshayahu Leibowitz era famoso por una frase que vociferaba por televisión israelí y que, sacada de contexto, es usada por muchos antisionistas como caballito de batalla:

¡Hay judeo-nazis! El nacionalismo religioso es a la religión lo que el nacionalsocialismo es al socialismo.

Leibowitz se refería principalmente, aunque no exclusivamente, a Gush Emunim, con su creencia en la indivisibilidad de la Tierra de Israel y su nacionalismo exacerbado. Leibowitz citaba constantemente una frase muy conocida de Franz Grillparzer: “De la humanidad a la bestialidad por el camino de la nacionalidad”.

En base a esto, muchos piensan que Leibowitz es un antinacionalista y cosmopolita, cosa que él mismo se encarga de desmentir: para él, no hay nada más importante que la supervivencia del pueblo judío. El problema es que esta supervivencia no puede lograrse mediante la renuncia al judaísmo o la disolución del judaísmo en un ultranacionalismo. Leibowitz siempre estuvo a favor de la existencia del Estado de Israel y fue un firme sionista: esto no lo eximió de ser un crítico feroz de los distintos gobiernos de turno y de los movimientos políticos de moda, desde el movimiento jalutziano socialista hasta Gush Emunim.

En pocas palabras, la crítica de Leibowitz está dirigida hacia el fetichismo de la tierra: transformar a la Tierra de Israel en un ente sagrado, por sí mismo, por esencia, y no como un componente más entre otros de la vida judía.

Los territorios ocupados


Hay una tragedia en la base del conflicto árabe-israelí: dos pueblos (judíos y palestinos) reclaman el mismo pedazo de tierra. Tanto los judíos como los palestinos consideran que la Tierra de Israel/Palestina es su territorio: ninguno de los dos quiere ceder porque los dos bandos están convencidos de que ese territorio es suyo, y no del otro. Contra aquel que argumenta que el pueblo judío tiene un derecho histórico a la Tierra de Israel, Yeshayahu Leibowitz dice que:

El hecho es que el país que es nuestra patria, nuestro país, se convirtió en la patria de otra nación, y que ninguna de las dos partes puede ni es capaz –y desde su punto de vista ni siquiera tiene el derecho- de renunciar a su pretensión.

Leibowitz argumenta que no existen criterios objetivos para determinar qué nación tiene más derechos sobre un territorio: tanto los judíos como los palestinos tiene conciencia de tener un derecho sobre la Tierra de Israel/Palestina, y ninguno se contentará con quedarse callado mientras el otro conquista el terreno.

Para colmo, la situación de ocupación de territorios por parte de Israel genera un clima de tensión insoportable: la opresión constante a otro pueblo deteriora el propio régimen socio-económico y político de Israel y atrofia sus energías creativas. Leibowitz afirma que, en un futuro, de no cambiar el rumbo, Israel será un Estado conformado por burócratas, capataces y policías judíos y una masa obrera árabe, lo que terminará por subvertir la democracia y ocasionará su destrucción como Estado judío y, como consecuencia, la disolución del pueblo judío en su totalidad.

Una vez más, vemos el extremismo propio de Leibowitz: si bien sus argumentos no son del todo errados, el paso del tiempo ha demostrado que sus augurios eran exagerados. Objetivamente, debemos decir (más allá de mis ideas políticas o de las del lector) que Israel sigue siendo un país creativo y que su democracia funciona de manera vigorosa.

Pero retomemos el hilo argumentativo de Leibowitz: si el choque entre judíos y palestinos es inevitable, si seguiremos luchando incansablemente por el mismo pedazo de tierra hasta el fin de los tiempos, ¿qué hacer?

No habiendo perspectivas de conseguir la paz, debemos en el acto, hoy mismo, salir de los territorios poblados por un millón y medio de árabes, atrincherarnos en nuestro Estado judío e invertir todos nuestros esfuerzos en mantenerlo. Hay otra posibilidad, más remota, y es que las grandes potencias, América y Rusia, nos impongan un acuerdo y probablemente de ello sobrevenga un corto período de relativa calma. Lo que habrá de seguir no puede preverse.

Hubo dos momentos en la historia reciente en las que se intentaron aplicar soluciones más o menos parecidas a la que proponía Leibowitz: el primero, los Acuerdos de Oslo de 1993 y el proceso de las negociaciones de paz subsiguientes; el segundo, la desconexión de Gaza en 2005. Intentemos plantear paralelismos y diferencias entre un proceso y el otro y la propuesta de Leibowitz.

En cuanto a los Acuerdos de Oslo, podemos empezar diciendo que Leibowitz estaba duramente enfrentado con el gobierno de Itzjak Rabin, a quien acusaba de mantener el statu quo. Recordemos que Rabin había sido siempre un representante del ala dura del partido laborista: había sido un brillante comandante militar y, luego, un reconocido diplomático exterior, que había estrechado las relaciones entre Israel y Estados Unidos. Era la figura más acabada del Tzabra, el “nuevo judío” que había surgido del kibutz en los años anteriores a la formación del Estado y que había madurado políticamente a la sombra de Ben-Gurión. En pocas palabras, Itzjak Rabin representaba al establishment al que Leibowitz tanto criticaba. Para colmo, Leibowitz llamaba abiertamente a la juventud a negarse a servir en el ejército en los territorios ocupados. En 1993, Leibowitz fue elegido como ganador del Premio Israel, el mayor galardón en Israel, que premia la excelencia en la cultura y los servicios al Estado. Itzjak Rabin intentó boicotear la ceremonia de entrega del premio y Leibowitz, para evitar más polémicas, decidió renunciar al galardón. O sea, había un antagonista tanto ideológico como personal. Leibowitz fallecería casi un año después de los Acuerdos de Oslo y no vería todo el proceso de paz, que desencadenaría la Intifada y terminaría con el asesinato de Itzjak Rabin por parte de Igal Amir. Por lo tanto, no sabemos cuál hubiera sido la reacción de Leibowitz aunque sí podemos plantear dos cuestiones: primero, que las negociaciones de paz probablemente hubiesen sido apoyadas por él; segundo, que fue uno de los pocos en alertar sobre el peligro del fundamentalismo ultranacionalista de ciertos sectores religiosos, por lo que muchos vieron en las palabras de Leibowitz una profecía sobre Igal Amir.

En cuanto a la desconexión de Gaza, creo que es muy fiel a lo que planteaba Leibowitz: a diferencia de las negociaciones entre Rabin y Arafat, la desconexión de Gaza fue unilateral (es decir, no fue el resultado de negociaciones de paz sino que fue una decisión tomada por parte del gobierno israelí, sin exigir nada a cambio). Si bien es cierto que no implicó una retirada de todos los territorios ocupados (como planteaba Leibowitz), fue un plan de retirada unilateral que tenía como objetivo separar al pueblo palestino del pueblo judío para así evitar el peligro de una disolución de la identidad judía del Estado de Israel y/o de la democracia. Es un plan que claramente está en la misma línea que las propuestas de Leibowitz. Hay que decirlo de una vez: la desconexión de Gaza fue un fracaso rotundo a todo nivel. No atenuó el terrorismo, los palestinos siguen exigiendo más territorios, no ofreció más seguridad, no separó los destinos del pueblo judío y palestino, sacó a relucir las diferencias internas en la política palestina, fortaleció a Hamas y ocasionó graves perjuicios económicos para aquellos que vivían en Gush Katif. La amplia mayoría de los especialistas coinciden en señalar que el plan fracasó. Por supuesto, de acuerdo a la ideología de cada uno, se puede discutir si ese fracaso fue por cuestiones del momento, contingentes, o porque era erróneo desde la base.

El enfrentamiento contra el régimen


Leibowitz rastreaba muchos de los problemas del Estado de Israel hasta el mismo Ben-Gurión, a quien acusaba de haber instaurado un modo de pensamiento en el que el judaísmo se definía por medio de una pertenencia estatal. Esta idea de Ben-Gurión de que el aparato estatal debe ser un ente poderoso y que la pertenencia al pueblo judío se define por la adhesión al Estado de Israel era virulentamente rechazada por Leibowitz. Esto no le impedía reconocer que Ben-Gurión había sido un político talentoso y que su liderazgo había sido necesario en los primeros años del Estado, principalmente por su capacidad para unir a los distintos grupos paramilitares (Haganá, Irgún y Leji) y formar el Tzahal (el moderno ejército del Estado de Israel). ¿Por qué Leibowitz consideraba tan peligrosa esta concepción estatal del judaísmo?

Tomar al Estado como un ente por derecho propio, considerar los problemas de su supervivencia y sus sistemas de relaciones administrativas y políticas como si fueran valores por derecho propio, esa es la esencia del canaanismo. Y no importa si se utiliza expresamente ese término. Por supuesto que todas las fuerzas y organismos públicos rechazarán terminantemente toda asociación suya con el canaanismo; la mayoría lo hará incluso con la más absoluta sinceridad subjetiva, pero eso no alterará el hecho de que los mueve no es el pueblo judío representado por sus tres mil años de historia, sino el marco territorial administrativo que hemos erigido en esta última generación. En lo que a mí respecta, no tengo interés en ese marco como tal y considero que toda presentación del mismo como valor es una clara exteriorización de un chauvinismo que es en parte ingenuo y en parte brutal.

Leibowitz también consideraba lo siguiente:

La esencia del fascismo es considerar al Estado como un valor supremo.

Así, Leibowitz pensaba que seguir las leyes estatales solo porque las dicta el Estado era un error categórico. Es por esto que llamaba a los jóvenes a negarse a servir en el ejército en los territorios ocupados: la objeción de conciencia es un imperativo moral en una verdadera democracia.

Leibowitz justificaba su posición con una analogía histórica: decía que la guerra de los macabeos había sido una guerra civil entre judíos observantes de la Torá y judíos helenistas. Hoy se reedita esta misma lucha. Finalizaba el paralelismo añadiendo que la única guerra en toda la historia del pueblo judío que es rememorada en el calendario es la de los macabeos, en Januca.

Liberar a la religión del Estado


Pero lo que más le indignaba era la posición de la religión: Yeshayahu Leibowitz estaba profundamente desilusionado con los religiosos de su época, a quienes acusaba de haber vendido la religión al mejor postor, transformándola en un ministerio del Estado. Veía a los partidos religiosos como grupos de oportunistas, que, en vez de luchar para modificar al Estado, había accedido a ser siervos del mismo a cambio de algún lugar en el aparato estatal. Leibowitz contaba una pequeña anécdota muy reveladora:

Ben-Gurión me dijo: quiero a la religión en la palma de mi mano.

Si Ben Gurión mantuvo al rabinato y le dio un lugar en la estructura estatal, no fue por respeto a la religión ni porque admirase a los rabinos de su época sino para controlarlos: su objetivo era impedir que la religión sea un factor independiente, crítico del poder de turno. Dándole un lugar a la religión en el Estado, no solo impidió que se rebele sino que la obligó a subyugarse al orden político: después de todo, el rabinato israelí depende de los fondos estatales para sobrevivir.

¿Qué decía Leibowitz? Citemos sus palabras:

Mi protesta contra la cortedad de miras actual está dirigida contra todo grupo en nuestro medio, tanto se lo llame de “derecha” como de “izquierda”, tanto si se lo designa “religioso” como “laico”. En lugar de de aquí se libre una lucha por la religión, lo que hay es un acuerdo entre todas las partes para que ese enfrentamiento real en torno a la religión sea soslayado, por medio de la erección de un Estado laico que solo aparentemente tiene un contenido religioso y en el cual se evita toda lucha en torno de las cuestiones esenciales a través de la constitución de una coalición clerical-atea.

Uno podría argumentar que algunos sectores de la ultraortodoxia no sufren este problema de haber transado con el Estado: la secta jasídica de Satmer quizás sea el ejemplo más claro de esto. Leibowitz consideraba que esto no era de gran ayuda porque era un judaísmo degenerado. Dicho en términos más finos, para Leibowitz la ultraortodoxia (o los jaredim, como prefieran) era una desviación del judaísmo histórico, tanto como lo era la estatalidad de Ben-Gurión.

Con el objetivo de liberar a la religión del yugo estatal, Leibowitz proponía una desconexión absoluta entre el Estado y la religión, para que esta pueda retomar su lugar independiente y crítico. Con esto en mente, se alió con los seculares más radicales. Esto ocasionó que muchos lo criticaran por aliarse con sus enemigos naturales, a lo que Leibowitz contestaba que era una alianza táctica: aunque por motivos opuestos, los dos buscaban dividir al Estado de la religión. Uno, para que reine el Estado; el otro, para que reine la religión.

El valor del Estado de Israel


A partir de todo esto, surge una pregunta natural: ¿acaso Leibowitz encuentra algún valor positivo en el sionismo y en el Estado de Israel? Veamos:

El sionismo no es una ideología sino un complejo de actividades que fueron realizadas con miras a restaurar la independencia de la nación judía. Sólo existen ideologías antisionistas, las que aducen que la nación judía no es una nación. Pero todo aquel que piensa que el sionismo constituye una solución al problema de la nación judía se equivoca: el sionismo no es nada más que el conjunto de aquellas actividades que condujeron a que la nación judía reasumiera su soberanía nacional en su propio país.

En pocas palabras, sí, Leibowitz es sionista. El tema es que su sionismo no busca resolver la cuestión judía: para él, el antisemitismo es una cuestión de la sociedad gentil, que tendrán que resolver los no judíos. El Estado de Israel no viene a ser un refugio de las persecuciones antisemitas. Tampoco viene a modificar el régimen socio-económico mundial ni a ser la vanguardia del socialismo universal o de una humanidad renovada  la solución de un problema político (la restauración de la soberanía política y territorial del pueblo judío) no trae aparejada la solución de los problemas sociales, económicos, culturales, espirituales ni religiosos del pueblo judío.

Sigamos con el Estado de Israel:

¿Usted me pregunta si me interesa el pueblo judío? Me ocupo únicamente del pueblo judío. El Estado de Israel solo me interesa en la medida en que sirve de Estado para el pueblo judío ya que, de lo contrario, es superfluo e incluso superficial. Mire: el Estado en sí mismo es una carga y acarrea una agudización de los problemas internacionales: somos un elemento de intranquilidad que ocasiona conflictos en el mundo. Por consiguiente, si el Estado de Israel es meramente el Estado de Israel, es dañino; mientras que si es el Estado del pueblo judío, no me importa que origine intranquilidad. Para quien no es judío, la mera existencia del pueblo judío representa por su naturaleza un elemento perturbador.

En la misma entrevista, más adelante, dice lo siguiente:

El pueblo judío en su conjunto, tal como es, no se concentrará en el Estado de Israel. Solo lo hará a resultas de un factor: el de su judaísmo. Claro está que el factor del judaísmo no ha pasado a depender de la existencia del Estado. Solo un contenido genuinamente judío podrá inducir a los judíos a retornar a la Tierra de Israel. El sionismo es meramente una parte de un complejo más amplio, el del judaísmo.

La situación del pueblo judío en el presente es tal que la esencia judía se ha perdido para la gran mayoría: no debe olvidarse el hecho de que el actual pueblo judío es una nación constituida íntegramente por remanentes; la mayoría del pueblo ha sobrevivido, pero la parte más importante de él ha sido destruida. La cuestión central radica en saber en qué medida el Estado de Israel representa un medio para la renovación de la esencia judía entre los judíos, induciéndolos así a concentrarse en su propio país. Y eso equivale a ascender uno mismo tironeando de los cordones de los propios zapatos.

Nada ha hecho el Estado para conducir a ese renacimiento. Nada ha contribuido el Estado de Israel al judaísmo. Estoy lejos de toda idea ingenua de que el Estado habrá de brindar la respuesta al problema judío. Pero, por otro lado, me resulta evidente que el Estado habrá de ser la arena en la que habrá de librarse la batalla por el judaísmo. Ahí radica, para mí, la única posibilidad actual de impulsar un despertar judío entre los judíos de la diáspora. Y lamentablemente la verdadera batalla por el judaísmo no está teniendo lugar en el Estado de Israel. Este no es sino un aparato gubernamental y administrativo vacío de todo contenido.

No se me ocurre qué puedo decir para aclarar más las cosas. Lo único que resta es preguntarse: ¿en qué consiste este renacimiento? La verdad, ni el propio Leibowitz está seguro: él mismo dice que no viene a decir que hay que hacer esto o aquello sino a abrir el debate. Entiendo que se refiere a algo similar a lo que hablaba Moshe Una: renovar la Halajá y adecuar al pueblo judío a la existencia estatal mediante el desarrollo de nuevas formas halájicas.

El radicalismo


De Yeshayahu Leibowitz se han dicho muchísimas cosas: que era un “hereje que cumplía Torá y Mitzvot” y que era un “ateo encubierto”; que era un “fanático religioso” y un “peligro para Israel”; que era un “viejo loco” y un “intolerante”; que era un “demócrata” y un “profeta de la ira”; que era la “conciencia de Israel” y un “Kahane invertido”. Permítanme que me detenga en esta última caracterización porque me parece muy interesante: ¿Leibowitz es un “Kahane invertido”?

Meir Kahane fue un rabino ortodoxo estadounidense que emigró a Israel en la década de 1970 y que llegó a la cima de su popularidad en la década de 1980. Es el representante más conspicuo de la ultraderecha radical, nacionalista a ultranza, racista y chauvinista, a la que Leibowitz despreciaba y acusaba de pervertir a la religión en el altar del nacionalismo. Algunos plantean que, en el fondo, Leibowitz y Kahane representan dos caras de una misma moneda: la polarización de la política y la sociedad israelí en las década de 1980 y 1990, que alcanzó su punto cúlmine con el asesinato de Itzjak Rabin en 1995. El mismo instrumento que utiliza Leibowitz (la desobediencia civil y la resistencia al imperativo estatal) para justificar su visión política de izquierda puede ser utilizado por la ultraderecha: si puedo negarme a servir en el ejército en los territorios ocupados, también puedo negarme a evacuar un territorio, rehusando seguir la orden estatal.

Muchos post-sionistas intentan apropiarse de la figura de Leibowitz. Espero que quede claro con la lectura de este artículo que Leibowitz no fue un post-sionista sino un sionista clásico (entendiendo al sionismo como movimiento de liberación nacional del pueblo judío).

Algunos antisionistas también citan sus comentarios sobre los “judeo-nazis” o el aparato gubernamental israelí para intentar presentarlo como un antisionista. Estamos frente a un despropósito: si Leibowitz critica con tanta dureza determinadas políticas del Estado de Israel es precisamente porque lo considera relevante e importante.

También hay quien afirma que Leibowitz era un anarquista o un libertario, cosa que él mismo refuta, diciendo que él cree necesaria la existencia del Estado, distinguiendo entre un fascista (para quien el Estado es el valor supremo) y un demócrata (para quien el Estado tiene un valor instrumental como medio para realizar determinados valores).

También he leído a algunos que escriben que Leibowitz fue un humanista, cosa que también el propio Leibowitz refuta, afirmando que, para él, hay valores más importantes que la vida humana. Su judaísmo es completamente teocéntrico: la lealtad a una vida de Torá y Mitzvot, según su perspectiva, anula completamente todo valor humano.

Otros dicen que Leibowitz fue un pacifista, y una vez más Leibowitz rechaza abiertamente esa caracterización: dice que hay motivos válidos para ir a la guerra y que, si bien es importante distinguir entre guerras legítimas e ilegítimas, no toda guerra es, por definición, inmoral. Alguno lo ve como un defensor de los derechos palestinos, cosa bastante ridícula teniendo en cuenta que el mismo Leibowitz dice que no lo mueve el amor a los palestinos y que no ve al conflicto judeo-árabe en términos morales sino políticos.

Un intelectual comprometido


Yeshayahu Leibowitz es uno de los ejemplos más maravillosos de aquel ideal sartreano del intelectual comprometido: si Jean-Paul Sartre salía a repartir panfletos maoístas a sus 80 años, Leibowitz estuvo hasta el día de su muerte, a los 91 años, hablando en radio y en televisión, recibiendo dudas existenciales de alumnos, compañeros y desconocidos y discutiendo con los grandes políticos y pensadores de la época.

Fue un académico que, en vez de quedarse encerrado en la torre de marfil, salió hacia la calle y puso sobre la mesa todo lo que tenía: debatió con tenacidad, militó en agrupaciones políticas y jugó sus cartas de acuerdo a sus convicciones. Su tendencia a la polarización, los absolutismos y las caracterizaciones extremas genera rechazo y admiración, dependiendo del caso.

En definitiva, Leibowitz fue un intelectual amado y odiado a partes iguales por sus críticas punzantes, su estilo agresivo y su lengua filosa.

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