El hombre de la Halaja

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Publicado por la Organización Sionista Mundial, Departamento de Educación y Cultura Religiosa para la Diáspora
El hombre de la Halajá
A

Dos figuras contradictorias se perciben en el hombre de la
Halajá, dos reflejos diferentes se imprimen en su alma y en su
espíritu. Por un lado, está tan lejos del hombre religioso en
general como oriente de occidente, pareciéndose de muchos
modos al hombre del conocimiento prosaico. Por el otro, es un
hombre de Di-s, poseedor de una actitud ontológica consagrada
a los Cielos y una visión del mundo impregnada de la gloria
divina. Por eso, resulta difícil analizar la conciencia religiosa del
hombre de la Halajá con los criterios claros y precisos que la
psicología teórica y la filosofía moderna le imprimieron a la
personalidad religiosa. El hombre de la Halajá representa una
imagen original y un “extraño” carácter independiente,
cualidades que los especialistas en religión no despreciaron. Y si
el hombre religioso en general aparece ahora, a la luz de la
filosofía moderna, como un tipo antitético lleno de contradicción
y antagonismo, quien lucha duramente con su conciencia y se
debate en el dolor de la dualidad de la existencia y la repulsa, la
confirmación y la negación, pues, entonces, con mucha más
razón el hombre de la Halajá. En él conviven el hombre religioso
y el hombre del conocimiento aunque a su vez su personalidad
permanezca separada y discriminada. El hombre de la Halajá
representa un tipo antinómico por dos motivos: 1) por el alma de
hombre religioso que impregna su personalidad, que como
hemos dicho, sufre los dolores de la contradicción y la
autonegación 2) por el alma del hombre del conocimiento que en
su interior rehusa toda inclinación o empeño del alma religiosa.
Sin embargo, las contradicciones que se agitan en la conciencia
religiosa del hombre de la Halajá no lo llevan a una síntesis
híbrida y heterogénea, cuyo fin es la degeneración y el
marchitamiento. Por el contrario, desde el antagonismo y la
antinomia emerge una personalidad magnificada por lo sagrado,
cuya alma se purificó en los tormentos y los debates interiores,
templándose en el fuego de los sufrimientos del conflicto
espiritual a un nivel aun mayor que el del hombre religioso en
general. La ruptura espiritual, antes de cicatrizar, eleva a veces
al hombre a un nivel de plenitud que supera en brillo y esplendor
a las personalidades simples y cándidas, las que nunca jamás
soportaron el padecimiento de la lucha espiritual. ¡La
recompensa es proporcional al dolor y la unidad de la persona a
la fisura del alma!’ La síntesis espiritual del hombre de la Halajá
se destaca por su magnificencia y perfección pues la ruptura ha
tocado los rincones más íntimos de su existencia y su
personalidad. Grandes porciones de verdad se encuentran en los
principios dialécticos de la filosofía de Heráclito y Hegel en lo
concerniente-al proceso general de la existencia, lo mismo que
en las concepciones de Kierkegaard, Karl Barth y Rudolph Otto
en lo que respecta a la conciencia religiosa y a la materialización
de la vivencia del creyente en general. Estos sostienen que una
gran fuerza de creación se encierra en la antítesis: la
contradicción refuerza la existencia, la oposición renueva la obra
de creación, la negación engendra universos y la refutación
profundiza y extiende la convicción.
En esta exposición nos proponemos penetrar dentro del misterio
de la conciencia del hombre de la Halajá, y precisar la esencia de
este tipo “raro y extraño” que se revela al mundo desde los
cuatro codos de su reducido espacio, con sus manos sucias por
el contacto con la realidad. Pero, a fin de cumplir nuestro
propósito debemos trazar claramente las líneas características
de la concepción ontológica del hombre religioso en
comparación con el hombre del conocimiento -y a través de la
diferencia y disparidad entre ambos, comprenderemos la
discusión entre Abbaye y Rava.

B

¡Cuan dístínta es la actitud del hombre religioso de la del hombre
de ciencias y conocimiento -el tipo cognitivo-frente al mundo de
Di-s!. Cuando el hombre de ciencia contempla al universo y todo
lo que contiene, y examina la grandiosa y sublime existencia,
desea conocerla a fin de cultivarse y entender. Anhela revelar el
secreto del universo y explicar la problemática del ser. Cuando
el hombre de ciencia espía dentro de esta fortaleza, está cargado
de un único y poderoso deseo: la busqueda de la aclaración y la
dilucidación, la descomposición y la explicación. Desea entender
la problemática del conocimiento de la realidad, y ansía disipar la
nube de misterio que oscurece el orden de los fenómenos y los
acontecimientos. Aspira a establecer normas, formular leyes y
principios, esclarecer la oscuridad de lo misterioso y lo
accidental, suprimir lo inesperado y lo inentendible, la sorpresa y
el milagro de la existencia. El hombre de ciencia establece el
orden del universo, colmado del determinismo y la rigurosidad.
Lo que no se somete al dominio de la ley y la generalización,
desconociendo su autoridad, pertenece a la categoría del me on,
la inexistencia y la nada de la escuela de Platón, o por lo menos
al dominio de la “materia prima” o el “hyle”, de acuerdo a la
terminología de Aristóteles. Lo común a estas dos concepciones
es que lo accidental y lo particular no pueden ser unidos a la
realidad y a la existencia, permaneciendo en el dominio del caos.
Sólo lo estable, lo claro y lo preciso, se inserta en el órden de la
realidad y se amerita el nombre y la calificación de ontos on,
existencia segun la realidad, o de energía en la que participa el
eidos, la forma. El sentimiento de desprecio y supresión frente a
lo accidental, lo inesperado y lo desordenado, tan difundido en la
filosofía griega y la que encontró su más clara expresión en las
doctrinas de Platón y de Aristóteles, fue transmitida como
herencia eterna a todos los hombres de conocimiento y ciencia.
El determinismo marca el principio y fin de la existencia. Por
supuesto que el concepto de determinismo se viste y reviste de
formas diversas de acuerdo al espíritu de la época y de las
posibilidades de investigación: determinismo teológico interno
del eidos o el morfhe aristotélico, causalidad mecánica de Galilei
y Newton, determinismo escencial (neo-aristotelísmo)de la
metafísica moderna, la que se ocupa de lo absoluto. Mas estas
variaciones y metamorfosis en el concepto del determinismo,
revelan tan sólo una tendencia general en el hombre de ciencia:
la búsqueda de lo ordenado y lo estable en la existencia. Este
profundiza en los arcanos del universo y lo incerta dentro de un
plan específico de una realidad delimitada por el orden y la ley,
fuera del cual nada existe. La esencia del conocimiento del
hombre de ciencia es el descubrir el secreto y la solución al
dilema que se oculta en la realidad, a través del comportamiento
y la naturaleza del mundo. Su tarea consiste en descubrir y
revelar. —
Por el contrario, cuando el hombre religioso se enfrenta al
mundo de Di-s y lo observa, no aspira a convertir el misterio de
la creación en un fenómeno simple, comprensible hasta para un
niño. Su deseo es realzar el misterio de la existencia –
mysterium tremendum- y acentuar el secreto de la Creación. El
contempla lo maravilloso, aunque no para comprenderlo; se
preocupa por lo oculto, más sin la intención de clarificarlo. La
relación dinámica que se establece entre el sujeto cognitivo y el
objeto cognoscible, no se revela al hombre religioso por medio
de la posibilidad de conocer, oculta en esta comunicación, sino,
por el contrario, por la fascincación de la eternidad del enigma
que cubre al objeto. Esto no significa que el hombre religioso
prefiera el caos a un universo organizado, o que elija el
desbarajuste e introduzca confusión a la realidad. ¡No es así!.
También él busca lo determinado y el orden, lo estable y lo
necesario, pero el descubrir la ley, la concepción del orden y el
encadenamiento de la existencia, refuerzan y profundizan en el
hombre religioso la pregunta y el problema. Mientras el hombre
de ciencia se contenta estableciendo en la existencia el dominio
del determinismo causal, el hombre religioso no se conforma con
fijar el dominio de una ley, puesto que la escencia del
determinismo es un enigma secreto y un profundo misterio. Para
el hombre de Di-s, el conocimiento es aprehensión de la
maravilla y el milagro que subyace en las leyes mismas de la
existencia. La comprensión de las relaciones funcionales que
marcan los fenómenos de este mundo, representa lo más
inentendible, asombroso y enigmático. De todo fenómeno
dilucidado, surgen nuevos dilemas. En el acto de revelarse una
cara, se encubre muchas otras. El hombre religioso considera al
mundo ordenado y a toda la creación reglada y determinada por
leyes como a un ensamble misterioso imposible de descifrar. La
esencia misma de la ley constituye el enigma de los enigmas. El
acto cognitivo del hombre religioso consiste en recubrir y en
ocultar.

C

Y en honor a la verdad estas dos aproximaciones paralelas
corresponden a la dualidad misma de la existencia. La dualidad
óntica se refleja en la dualidad ontológica.
La realidad posee dos caras. Por un lado, se nos presenta alegre,
sonríente, Iluminada, nos recibe con buen talante y nos revela
algo de su esencia. Nos autoriza a contemplarla y a observarla.
Nos descubre una o dos medidas de su conformación y de su
organización interna. En estos momentos de gracia, el objeto se
somete al sujeto, la realidad se abandona al hombre que
conforma una parte integral de ella, la existencia se deja
aprehender por la razón y al saber. Aquí brota y surge la relación
maravillosa entre el sujeto y el objeto, del que conoce y lo
conocido, del que aprehende y lo aprehendido. El proceso del
conocimiento -el problema de los problemas y el misterio de los
misterios del hombre- se revela en todo su esplendor. Y es de
esta gracia por medio de la cual la realidad nos descubre un
poco de su escencia, deriva toda la cultura humana. Sin
embargo, por otro lado, la existencia está dotada de una gran
reserva; ella se oculta de tanto en tanto en los rincones y se
escabulle de toda prueba e inquisición. Se encubre tras su velo,
se cubre con su manta, y se zambulle dentro mismo de su
escencia misteriosa. Ella es todo secreto y arcanidad, milagro y
maravilla. Una extraña conducta sella la naturaleza, pues al
mismo tiempo que se manifiesta generosa y nos descubre una
cara, nos encubre otras dos. Y el problema crece a medida que
aumenta el conocimiento. Bellamente formularon los filósofos de
la escuela neo-kantiana esta vieja idea al afirmar que la función
entre una solución y un problema es similar a la función que
existe entre el radio y la circunferencia de un círculo y su
superficie. Cuando el radio y la circunferencia aumentan en
progresión aritmética, la superficie aumenta en progresión
geométrica. La naturaleza se conduce pícaramente con
nosotros, como si intentara tan solo irritar y molestar. A través
del saber se infiltra el misterio; la investigación es traspasada por
el enigma y apoyado en el conocimiento espía el misterio. De la
benevolencia y generosidad de la naturaleza derivan, como lo
hemos dicho anteriormente, todos los logros de la ciencia, y de
su pudor y reserva nacen todas las contradicciones de nuestro
saber, todas las antinomias que la realidad nos refleja, los
problemas irresolutos, lo mismo que la irracionalidad y la
extranjería que envuelve a veces la realidad que nos rodea.
Como lo acentuamos anteriormente, la dualidad óntica se
transforma en ontológica. La diversidad existente entre el
hombre de ciencia y el hombre religioso se descubre en la
realidad misma. El hombre de ciencia precisa de una naturaleza
simple y franca. No se consagra a lo oculto del universo sino a lo
revelado. iY cuán distinto es el hombre religioso!. Este se liga a la
naturaleza como si ésta se separara del sujeto cognitivo y
expulsara a la razón. Se entrega totalmente a una naturaleza
plena de secretos y de misterios eternos. La esencia misma de la
ley y del conocimiento presentan un punto explícito para el
hombre de ciencia, y un punto oscuro para el hombre religioso.
Cuando Di-s se revela a Job desde la tempestad, lo interroga
diciendo: “Dónde estabas tu cuando fundaba yo la
tierra? ¡Indícalo si sabes la verdad! Quién fijó sus medidas? ¿quién
tiró sobre ella el cordel? ¿sobre qué se afirmaron sus
bases? ¿quién asentó su piedra angular. .. ? ¿Se te han mostrado
las puertos de la Muerte … ?¿Has llegado a los depósitos de
nieve … ?¿sabes cuándo hacen las rebecas sus crías?¿acaso por
tu acuerdo el halcón emprende el vuelo, despliega sus alas hacia
el sur?”. La conciencia del hombre religioso está repleta y
colmada de preguntas y dilemas, de cuestionamientos e
interrogantes que jamás serán revelados. El examina la realidad y
se maravilla, clava su mirada en el mundo y se sorprende, y el
asombro y la estupefacción que lo asaltan no son sólo fuerzas
que lo conducen hacia un conocimiento metafísico -tal cual lo
describe la doctrina de Aristóteles en referencia al hombre del
conocimiento- sino que constituyen la meta principal y lo más
elevado en el proceso del conocimiento del hombre religioso.
Job, que blasfema contra los cielos por pensar un órden errado
del mundo, se resigna al rigor de la ley: “Era yo el que empañaba
el consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas
que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro”.
Pecó por esforzarse arrogantemente y por pretender aprehender
y alcanzar el secreto de la creación, mas reconoce su error y se
arrepiente ante Di-s aceptando su imposibilidad de comprender
la formación del mundo: “Por eso me retracto y me arrepiento
en el polvo y la ceniza”. El puerto de arribo del hombre religioso
es la pregunta: ¿acaso sabes? El camino que lo conduce hacia su
meta es el conocimiento perfecto de la naturaleza. Una extraña
polarización del descubrir y el ocultar, del revelar y el retener,
surge en la conciencia del hombre de Di-s, Este descubre a fin de
encubrir, devela a fin de ocultar.
Por lo tanto, esta concepción está muy lejos del pensamiento
agnóstico que niega el objetivismo del conocimiento y borra el
sello de la verdad que marca el acto cognitivo. De ningún modo
la doctrina citada anteriormente conduce al hombre religioso a
revelarse contra el poder del conocimiento y del saber, ni a
pronunciar la afirmación contradictoria credo quia absurdum es!
-lo creo porque es absurdo- fruto de la amarga desesperación y
la terrible decepción del hombre que intenta con su razón
traspasar las puertas herméticamente cerradas del universo. Tal
el caso de Tertuliano en su época. Por el contrario, el hombre
religioso aspira conocer y comprender, pero el conocimiento
mismo constituye el mas grande y el más grave dilema. El saber
y la maravilla, el conocimiento y el misterio, la comprensión y el
secreto, el orden y lo incierto, constituyen un sólo fenómeno que
se revela ante nosotros como una dualidad, y todo acorde a la
perspectiva. Sin embargo, la incertidumbre no quita al saber su
valor e importancia; por el contrario, el dilema embellece y
ornamenta al conocimiento, confiriéndole un halo de eternidad.
La doctrina de nuestro gran maestro, Maimónides, es
particularmente característica para nuestro propósito. Por un
lado estableció una ley inmutable que señala que el conocimiento
de Di-s es el primero de los 613 preceptos: “El principio de los
principios y el pilar de toda sabiduría es saber que existe un Ser
primero … y el conocer esta verdad es un precepto positivo … “.
Por otro lado, Maimónides es partidario de la teología negativa,
la que niega toda posibilidad de conocer a Di-s. Por un lado, fijó
Maimónides el conocimiento de Di-s como criterio de la
existencia, del valor y del destino del hombre, mientras que por
el otro estableció la ley que afirma categóricamente que tal
conocimiento no representa una posibilidad cognitiva. ¿Acaso
existe una contradicción más manifiesta? Y sin embargo, el
mismo Maimónides se interroga sobre esta antinomia, le dedica
dos capítulos de su “Guía de los perplejos”, y el contenido de su
respuesta es que inclusive el conocimiento negativo es
considerado conocimiento. Mas sabemos que toda escencia del
conocimiento negativo sólo es posible bajo la idea de un
conocimiento positivo. Negamos de las cualidades del Creador
(*). Así, a fin de llegar a la negación debemos crear la afirmación.
El acto de negación es una reconstrucción a partir de la
afirmación. Y qué es el conocimiento positivo si no el
conocimiento de la existencia -los atributos de la acción por los
que rezó Moisés y fue respondido, y todos fuimos ordenados a
ocupamos de ellos, y por los que alcanzamos el amor y el temor,
tal como Maimonides lo afirma en “Los principios fundamentales
de la Ley”?
Ante todo conocemos el mundo de Di-s, la realidad grandiosa y
admirable, y recién después negamos los atributos de la acción
en el Creador. Esta solución es idéntica a la actitud ontológica
del hombre de Di-s: conocer a fin captar el eterno enigma,
revelar a fin de encubrir, comprender a fin de descubrir lo
incomprensible en todo su misterio y esplendor. La teología
negativa es el gran ideal del hombre religioso, el “fin” de su
proceso óntico (que jamás será logrado totalmente) y su
pensamiento “último” -el conocer el enigma infinito (conocimiento
negativo) por medio de un conocimiento positivo. Para conseguir
la infinita realización de esta idea el hombre religioso fue
ordenado a escrutar el universo, interesarse en “las ciencias de
la naturaleza” y en “las ciencias de Di-s”, y todo este
conocimiento no es negativo sino positivo. Tal vez la negatividad
se transparenta por la claraboya del saber como el fin y el
objetivo último, aunque el proceso de conocimiento en sí, de
principio a fin, se entreteje en toda su variedad sobre una trama
positiva. La negatividad no es sino la concreción del proceso
cognitivo y la realización del acto del conocimiento positivo en su
totalidad. El antiguo adagio de la teología positiva -el fin del
conocimiento es no llegar a conocer- se refiere, como se
desprende del contenido del refrán, sólo al fin y a la meta, mas
no al proceso del conocimiento. El conocer a Di-s, el cual
conduce al amor y al temor, con el que fuimos ordenados en
“Los principios fundamentales de la Ley”, es el conocimiento de
los atributos de la acción -la existencia- y este conocimiento es
totalmente positivo.

D

Una conclusión directa surge de esta relación característica del
hombre religioso con la realidad: no reconoce el monismo de la
naturaleza. Para él, la realidad no es uniforme e invariable, sino
pluralista, compuesta por varias capas, etapas y niveles. El
pluralismo de la naturaleza es la base de la visión del mundo del
hombre religioso. Cuando se dirige al mundo con el propósito de
conocerlo y evaluarlo, busca en la realidad concreta y material,
rastros de mundos superiores, perfectos, extensos y eternos.
Busca la plenitud de la naturaleza, la abundancia de la existencia
y el saciamiento proveniente de esferas superiores, límpidas y
puras. Esta aprehensión trascendental de la realidad constituye
el bosquejo principal de la imagen del hombre de Di-s. No está
feliz ni satisfecho en este mundo. Aspira a una realidad más
elevada que lo sensorial y lo concreto. Este mundo es tan solo el
reflejo de otro diferente.
El hombre de ciencia no se interesa por nada de la naturaleza
que trascienda al determinismo; no se relaciona con nada del ser
que no sea sensorial o aprehendido científicamente ya que su
meta es establecer leyes, y el determinismo no existe fuera de la
realidad concreta. Kant en su “Crítica de la Razón Pura”
estableció al espacio y al tiempo como límites del objeto del
conocimiento. Aquello que trasciende el dominio de lo concreto
no llama la atención del hombre de ciencia y no es objeto de sus
reflexiones. Su objeto está rodeado y coronado de las formas de
la realidad física y psíquica.
Mas el hombre religioso se escapa del dominio de lo concreto y
de la realidad de la experiencia científica para penetrar en una
esfera superior.
El eco de la aspiración religiosa de una realidad superior resuena
de tiempo en tiempo en el mundo del pensamiento y el saber. El
mundo de las ideas de Platón, en tanto formas ideales de la
realidad -paradeigmata- y la consideración de los fenómenos
como reflejos de este ideal -homoiomete-; la evolución de la
materia primera (imposible de ser representada) a la primera
forma pura, en la doctrina ontológica de Aristóteles; el cosmos
noético dentro del sistema de Filón de Alejandría; el concepto de
emanación y multiplicidad de los mundos en evolución según la
escuela neo-platónica; la substancia infinita y la multiplicidad de
su atributos, por un lado, y los dos atributos de extensión y
conciencia por el otro, en la filosofía de Spinoza; el fenómeno
-pbenomene- y el nóumeno -noumene- en la doctrina kantiana; la
resurrección de la dualidad de la escencia -essentie- y la
existencia -existen tia- tan difundida en la filosofía árabe y en la
escolática cristiana y en el pensamiento fenomenológico de
Husserl y Scheler; la metafísica moderna que se esfuerza por
penetrar en el ser absoluto; el sistema del idealismo
epistemológico que somete la realidad al pensamiento y a la
conciencia en sus diversas expresiones, desde Berkeley a
Hermann Cohen; el concepto de los valores absolutos impuesto
dentro de las teorías modernas de la ética y el conocimiento;
todas estas doctrinas representan chispas de pensamiento
religioso que anhela al Creador y rechaza la realidad inmediata
que nos rodea. Un alma impregnada de nostalgia religiosa erra
de vez en cuando por los senderos de la conciencia laica.
Esta actitud no se limita sólo a posiciones teóricas y a visiones
abstractas; irrumpe desde el dominio de lo especulativo al campo
de lo práctico y lo concreto. La búsqueda de lo trascendental
deviene en un principio morar, en la-Zolumna-de fuego que
orienta la vida práctica del hombre religioso. La escalera del
perfeccionamiento moral está plantada en tierra, en el terreno de
la realidad concreta, mas su extremo superior llega hasta los
cielos, al firmamento del mundo espiritual. El ideal moral y
espiritual del hombre re ligo so es la liberación de la realidad de
los grillos de este mundo, de las cadenas de hierro de lo
concreto, de las leyes y las reglas, a fin de elevarla al nivel de la
realidad de un hombre superior dentro de un mundo
enteramente consagrado a lo bueno y a lo eterno. El fin de la
religiosidad es liberar los prisioneros de la dura miseria, los
habitantes de la oscuridad y las tinieblas, liberar al rey
encadenado con el propósito de coronar a todos con la corona
de una existencia superior, trascendente, inspirada en las esferas
de lo sagrado y eterno.
Este principio serpentea como un hilo conductor dentro de toda
la concepción del hombre religioso. El mismo puede,
obviamente, manifestarse de diversos modos, revestirse de
formulaciones diferentes, las que de vez en cuando se niegan
mutuamente. El anhelo de trascendencia se reviste a veces de
una actitud ascética, negando la vida y negando éste mundo,
eliminando la realidad y el ser. La aspiración del hombre religioso
por un mundo superior propagado fuera de los límites de la
realidad concreta, se manifiesta en numerosas doctrinas de
abstinencia y ascetismo, prohibición e interdicción del placer,
privaciones y ayunos. A veces el hombre religioso estima que la
mortificación y los sufrimientos, el aislamiento y el ayuno, son los
medios para alcanzar la felicidad eterna, y los que ubican al
hombre bajo las alas de la felicidad espiritual. Según esta
concepción, el hombre que renuncia a este mundo y a sus
bienes, y rechaza los placeres y las satisfacciones efímeras,
alcanza la vida eterna y una existencia superior y sublime.
De vez en cuando esta aspiración aparece enunciada en forma
extrema proclamando la confirmación del mundo y de la realidad
concreta. Pero, también de acuerdo a esta postura, la realidad
física concreta no es más que una etapa y un puente hacia una
existencia más pura y límpida, que solo hacia ella eleva sus ojos y
dirige su pensamiento el hombre religioso. Claro que entre estos
dos extremos -la ideología del ascetismo y la de la afirmación de
lo real- existen doctrinas que concilian los elementos de ambas
posiciones y crean complejos sistemas religiosos y morales.
Desde el punto de vista filosófico, no existe entre la postura
asceta y la que afirma lo concreto sino tan solo una diferencia en
la moral práctica, establecida en el acto de apreciación de la vida
terrenal como medio para la realización de un fin. Desde el
punto de vista ontológico, lo mismo que desde la perspectiva del
ideal moral, las concepciones se parecen. Ambas se refieren
desde el mismo punto de vista teórico a una realidad compuesta
por numerosas etapas(?); ambas afirman un pluralismo óntico y
ontológico, y ambas encuentran en la esfera superior de la
existencia el símbolo de la perfección moral. La oposición entre
las teorías de la abstinencia y la que rechaza el placer de la vida
gira en derredor de un problema práctico concreto y en los
medios que conducen a la realización del ideal moral. La primera
afirma que la negación de la vida eleva al hombre a un grado
superior y a la cima de una existencia verdadera, mientras que la
segunda piensa, por el contrario, que tan solo por el
sometimiento al yugo de la ley de la realidad concreta se alcanza
un nivel de elevación.
Estas diversas posturas frente a la realidad son difundidas tanto
en las doctrinas panteístas como en las visiones teístas. Cada
una influye de modo específico sobre las conclusiones morales
que derivan de la postura de la trascendencia del hombre
religioso. El punto común es la aspiración a una existencia
clarificada y pura. El enigma de la existencia y el problema
eterno que planea sobre la existencia, lo conducen más allá de
las fronteras de lo real.
E
La concepción del mundo del !hombre de la Halajá difiere de la
del religioso en general. La chispa del hombre teórico ha sido
sembrada en él, aunque se distingue del hombre de ciencia en
muchos aspectos.
En su modo de comunicarse con la realidad, el hombre de la
Halajá no establece desde un principio ninguna relación con la
trascendencia. También, en esencia, su comunicación con el
mundo se caracteriza por su originalidad y singularidad. Ninguna
de las proposiciones presentadas por la psicología y la filosofía de
la religión, en lo que concierne a la forma de la vivencia religiosa,
su estructura y su esencia, un molde que permita entender la
relación del hombre de la Halajá con el mundo. El hombre de la
Halajá necesita del mundo no motivado por el temor a la
naturaleza o el miedo a la nada que irrumpen contra él; no por .
un vago sentimiento de dependencia que pulula en su
conciencia, ni por la nostalgia de la redención; no por la
envoltura del grandioso ideal de la moral que se revela ante
nosotros, ni por la simple curiosidad del hombre intelectual. Este
necesita del mundo a causa de la imagen de un mundo a priori
con el que carga en las profundidades de su alma y de su
espíritu. Estamos en todo nuestro derecho de llamar a esta
relación cognitiva-normativa, aunque no es la relación cognitiva y
moral a la que se refieren los filósofos, hombres del
conocimiento.
Sabemos que el hombre de ciencia entabla una relación dual con
la realidad -tanto una aproximación a posteriori empírica como
una a priori. Y esto no precisa de una mayor profundización, ya
que toda la discusión entre los racionalistas y los empiristas gira
alrededor de este problema. En honor a la verdad, esta
controversia señala las dos direcciones que posee el hombre de
relacionarse con el mundo. Cuando el hombre de ciencia
contemp13el-mundo- de Di-s e intenta comprenderlo (no me
refiero en este caso al origen del impulso por conocer), debe
tomar dos grandes decisiones: a) penetrar dentro mismo de la’¡”
realidad, observar sus secretos y escrutar su fisonomía a fin de
captar su estructura y su esencia. El hombre de ciencia se
aproxima al mundo, entonces, sin un programa preconcebido,
sin ninguna preparación previa. Camina en la sombra, se–
asombra y se maravilla ante la multiplicidad de los fenómenos y
del “caos” que pueblan la naturaleza, hasta taparse con la
repetición regular de ciertos sucesos tal cual lo presintiera, y así
llega a establecer principios y a fijar leyes que le aclaran los
caminos de la existencia. b) A fin de vencer los misterios de la
existencia, él se construye un mundo ideal, ordenado y estable, ()..
preciso y perfectamente claro; se forja una creación ideal, a
priori, con la que su espíritu se encuentra satisfecho. Esta
creación no le provoca ningún disgusto. Ella no intenta ni
escabullirse ni ocultar su rostro. El la comprende perfectamente
y le causa placer. Y cuando precisa de la realidad y desea utilizar
su teoría a priori e ideal en el terreno del ser concreto, lo hace
presentándose con la teoría a priori en sus manos. No desea
conocer la realidad tal cual es, en situación receptiva, sino que
forja una figura a priori y una estructura ideal y las compara con
el mundo real. No hay en su aprehensión de la realidad sino el
establecimiento de las relaciones existentes entre su creación
ideal y a priori y la realidad inmediata. Cuando el que crea
mundos a priori se convierte en un ser práctico, entonces es
cuando desea revelar el paralelismo entre su mundo ideal, y el
concreto y sensible. Y al conseguirlo, él completa su vocación.
No se interesa por la esencia de los fenómenos sensibles sino
por la relación existente entre ellos y su grandiosa creación.
Esta concepción es la de las matemáticas y la de las ciencias
matemáticas de la física, orgullo de la cultura. Esta aproximación
es empírica y también ideal, es decir, el conocimiento es una
construcción formal cuya necesidad proviene de su misma
esencia y naturaleza, y no se precisa, a fin de confirmar su
veracidad, de una correlación precisa dentro del dominio de lo
concreto. Por el contrario, la confirmación se lleva a cabo por
aproximación. El triángulo sensible y concreto no es comparable
exáctamente con el triángulo ideal de la geometría, lo mismo que
con el resto de las creaciones de la matemática. Hay una mundo
ideal y otro concreto, y el paralelismo es sólo aproximado. En
verdad, no sólo desde un punto de vista teórico e ideal la
matemática se desinteresa absolutamente de una correlación
concreta, sino que también lo hace desde su aspecto práctico.
Ella no aspira a conocer el mundo físico sino a establecer
relaciones de correspondencia e igualdad.

F

Cuando el hombre de la Halajá se aproxima a la realidad, se
presenta con la Torá que le fue entregada en el monte Sinaí.
Necesita siempre de leyes estables y de normas sólidas. Una
suma de reglas y de principios le muestran el camino que lo
acerca al universo. El hombre de la Halajá se aproxima al mundo
de un modo a priori, armado con su bolso y su bastón, con sus
leyes, sus reglas, sus principios y sus juicios. Su aproximación
comienza con una creación ideal y culmina con una creación
real. ¿A qué se parece esto? A un matemático que se forja un
mundo ideal y lo utiliza para establecer relaciones con el mundo
real, como lo explicamos anteriormente. La esencia de la Halajá
recibida de Di-s es la creación de un mundo ideal y el
conocimiento de la relación existente con la realidad en todos
sus aspectos, raíces y principios. No existe fenómeno, producto
o creación que la Halaiá, de un modo a priori, no aprehenda con
un criterio ideal. Cuando el hombre de la Halajá se encuentra
con una vertiente que corre silenciosamente, mantiene una
relación a priori estable con este fenómeno físico: las reglas
concernientes a la fuente en la que debe sumergirse el
blenorrágico, la purificación debido al contacto con reptiles o de
otros casos de impurezas, etc. El hombre de la Halajá contempla
la vertiente, examina su naturaleza, su orígen y su esencia. Tiene
en sus manos normas y leyes a priori, ideales, que establecen el
género de la vertiente, y él utiliza estas leyes para establecer, de
acuerdo a las normas halájicas, si la vertiente real concuerda o
no con las exigencias de la Halajá ideal. El hombre de la Halajá
no es curioso por demás, y no aspira a conocer la vertiente tal
cual es, sino que anhela establecer una concordancia entre su
concepto a priori y el fenómeno a posteriori. Cuando el hombre
de la Halajá eleva sus ojos en dirección al oriente o al occidente,
y observa cuando el sol se recuesta sobre el horizonte o las
primeras luces resplandecientes del amanecer, sabe que tanto el
atardecer como el amanecer le implican nuevas leyes,
obligaciones y preceptos. Tanto el alba como la salida del sollo
comprometen ante los preceptos que se aplican durante el día: la
lectura del Shemá de la mañana, los tzitzit, los tefilin, la plegaria
matutina, el etrog, el shofar, el halel y demás, lo mismo que
habilitan al pueblo para la ejecución de ciertos actos: recepción
de testimonio, conversión, jalitzá, etc. La puesta del sollo obliga
a cumplir con las obligaciones y los preceptos que se aplican
durante la noche: la lectura del Shemá nocturno, la matzá, la
cuenta del omer, etc. La puesta del sol en víspera de los sábados
o días festivos establece el comienzo de la santificación del día: lo
sagrado y lo profano dependen de fenómenos cósmicos
naturales -la puesta del sol. No es lo trascendente lo que forja lo
sagrado sino la simple realidad: el órden natural de la creación.
El hombre de la Halajá escruta el alba y el crepúsculo, el
amanecer y la aparición de las estrellas; contempla el horizonte,
observa si se ha plateado la línea superior y la compara con la
inferior, examina los colores del sol para determinar si el
crepúsculo ha llegado. Cuando sale a caminar durante una
noche de luna clara (antes del plenilunio), pronuncia la bendición
de la luna. El sabe que esta luna marca los meses, las
solemnidades y las fiestas de Israel, y que esta determinación
debe estar fundada sobre cálculos astronómicos. Cuando el
hombre de la Halajá se topa con una montaña, utiliza como
medidas los límites del dominio privado: (*). Al contemplar los
árboles, la flora y la fauna, los agrupa según sus géneros y
especies. Muchos preceptos dependen de la clasificación de las
especies. Cuando brota un fruto, el hombre de la Halajá lo
evalúa de acuerdo a las medidas de crecimiento y germinación
con los que cuenta: cierne, fruta no madura, maduración, tercio
de maduración. Contempla los colores y distingue entre verde y
verdoso, entre blanco y celeste, etc; sabe marcar la diferencia
entre plagas y entre los distintos tipos de sangre. Examina el
espacio existencial con un criterio a priori, con leyes y normas
establecidas y a su vez reveladas a Moisés en el Sinaí: (*).
Observa al espacio por medio de estas leyes como el matemático
que examina al espacio existencial por medio del espacio
geométrico ideal.
El hombre de la Halajá examina todo rincón y cada ángulo del
terreno físico- biológico. Establece las características de todas las
funciones animales del hombre-alimentación, relaciones sexuales
y demás necesidades corporales- bajo los principios de la Halajá
y por intermedio de sus medidas: del tamaño de una aceituna o
de un dátil seco, un cuarto de litro, el tiempo que lleva tragar una
medida de pan (ver), el de beber un cuarto litro, utilizado como
alimento y desechado como tal, principio o final del acto sexual,
unión sexual natural y antinatural, etc. La Halajá se ocupa de las
leyes concernientes al ciclo de la menstruación, la blenorragia,
los signos de la virginidad, el embarazo y la gestación, los signos
que habilitan o prohíben a los animales, las aves y peces, etc. No
existe ningún fenómeno real con que el hombre de la Halajá no
establezca de antemano una relación a priori, perfecta y
explícita.
El se interesa por las creaciones sociológicas: el estado, las
sociedad, y la relación entre el medio y los individuos. La Halajá
abarca los problemas comerciales, de daños y perjuicios,
vecindad, del proceso de demanda y defensa, del deudor y el
acreedor, sociedades, enviados, trabajadores, artesanos,
depositarios, etc. La vida de la familia – casamiento, divorcio,
jalitzá, suposición de adulterio, los derechos del hombre y la
mujer, sus obligaciones y compromisos- también es estudiada y
precisada por la Halajá. La guerra, el sanhedrín, los tribunales y
las sanciones también llaman su atención. El hombre de la Halajá
se ocupa a su vez de problemas psicológicos tales como la
locura y la clarividencia, la cohabitación de los esposos bajo un
mismo techo, la consideración de un individuo como
sospechoso, etc. Es extensa como el mundo, ancha como el
mar. La Halajá entabla un contacto a priori preciso con cada
punto y detalle de la realidad. El hombre de la Halajá centra toda
su atención en la creación y la examina a partir del mundo ideal
que carga en su conciencia halájica. Todos los conceptos de la
Halajá son a priori, y a través de ellos el hombre de la Halajá
contempla al mundo. Su visión es similar a la del matemático: a
priori, e ideal. Tanto la matemática como la Halajá observan al
mundo real desde una perspectiva a priori e ideal, valiéndose de
fórmulas y principios a priori que establecen de antemano la
relación con los fenómenos estudiados. Ellas examinan lo real
desde un punto de vista ideal a fin de averiguar si acaso el
fenómeno real corresponde a la creación ideal.
Cuando varios de los conceptos halájicos no concuerdan con los
fenómenos reales, el hombre de la Halajá ni se angustia ni se
inquieta. Su objetivo no es la aplicación práctica de la Halajá sino
la construcción ideal que le fuera entregada en el Sinaí, la cual es
eternamente válida. “Una ciudad apóstata no existió ni existirá, y
entonces, ¿para qué fue escrito? ¡Para que lo estudies y le
saques provecho!. Una casa contagiada de lepra no existió ni
existirá, y entonces, ¿para qué fue escrito? [Para que lo estudies
y saques provecho!. Un hijo rebelde y sin vergüenza no existió ni
existirá, y entonces, ¿para qué fue escrito? [Para que lo estudies
y saques provecho!”. El hombre de la Halajá no se aflige al
comprobar que muchas de las creaciones ideales no existen en
la realidad. Porque qué importa, en efecto, si la ciudad apóstata,
la casa contagiada y el hijo rebelde existieron o existirán. El
principio fundamental y la base del pensamiento halájico no es la
aplicación práctica, sino el establecimiento de una ley teórica.
Esta es la razón por la que grandes maestros de la Halajá
rechazaron y rechazan ejercer como rabinos de comunidad(*). Y
a veces resulta necesario y las circunstancias los obligan a pasar
por alto sus opiniones y enseñar la Halajá práctica, no lo hacen
sino de modo extremadamente cuidadoso y nuestros maestros
se entregan a esta tarea de muy poca gana. La Halajá (no en su
faz práctica) y la creación ideal (y no la real) representan el
anhelo del hombre de la Halajá. El hombre de la Halajá debate
sobre los sacrificios y sobre las leyes de pureza, profundiza en
sus conceptos, normas, y principios con la misma seriedad con
la que busca e investiga las leyes sobre la mujer abandonada, el
demandante y el demandado, y las leyes alimenticias. La Yeshivá
de Wollozhin instituyó el estudio del Talmud según el orden de
sus tratados -desde Brajot a Nidah- sin omitir tratado alguno,
aunque los mismos no trataran a cerca de temas actuales. Rabi
Jayim de Brisk, quien enseñaba en Wollozhin, acostumbraba
también, fuera de su curso regular, a enseñar los tratados de
Zebajim y Menajot, los que tratan sobre los sacrificios. Cuando
enseñaba Erubim, simultáneamente daba un curso sobre Ohalot
-leyes sobre la impurificación que provoca el contacto con los
muertos. Cuando enseñaba Brajot, necesitaba también las leyes
concernientes a las semillas, a pesar de que estas tuviesen
aplicación tan sólo en la Tierra de Israel y no fuera de ésta. Una
gran parte de sus publicaciones están consagradas a los las leyes
de los sacrificios y la purificación ritual. Tal fue la actitud de
Netzib, que en paz descanse, y la de muchos grandes maestros.
Esta era la concepción desde siempre de los maestros de la
Halajá. Rashi, los maestros de la Tosefta y los sabios de Francia
y España, consagraron una gran parte de sus gigantescos
esfuerzos a la dilucidación de cuestiones intrascendentes en la
actualidad. En su obra monumental “Yad Jazaká”, Maimónides
clasificó todas las ordenanzas de la Torá, desde la primera
mishná del Tratado de Berajot hasta la última de Ouktzin. Y lo
hace con la misma precisión y los mismos criterios que emplea
para fijar la Halajá por generaciones en lo concerniente a leyes
relacionadas a la vida diaria del pueblo; de la misma manera se
refiere al órden del ritual del Gran Sacerdote durante el Yom
Kipur, las leyes del sacrifico pascual, el nazareno, la vaca roja, la
impurificación de un muerto y de la lepra, etc.
¿Acaso se preocupa el matemático por qué el número irracional
ideal no corresponda con la cantidad real? Tanto el hombre de
la Halajá como el matemático viven dentro del dominio de lo
ideal y gozan del brillo de sus creaciones. “Cuando un hombre
entiende o deduce alguna Halajá de la Mishná o del T almud
correctamente etc, esta Halajá es la expresión del saber y de la
voluntad divina, es decir, Di-s quería que cuando Ruben
argumentara de tal manera y Simón de tal otra, entonces, tal
fuera la decisión, y si tal cosa no existiera ni hubiese existido,
jamás ellos hubiesen llegado a tal discusión. De todos modos,
una vez que fue decretada la voluntad divina de que si se llegara
a tal discusión, tal fuera la decisión, en tal caso, cuando el
hombre entiende o deduce esta decisión conforme a la Mishná o
al Talmud o a los legalistas, este ya comprende e incluye en su
mente la voluntad y el saber del Santo Bendito Sea(*) “El
concepto de Yom Kipur o de la noche de Pesaj, por ejemplo, es
un concepto ideal: el hombre de la Halajá ve al Yom Kipur en su
aspecto radiante de la gloria del Servicio del Día, o la noche de
Pesaj, en todo su esplendor en relación a los días en los que aún
el Templo existía. El Yom Kipur en la actualidad, cuando ya no
contamos ni con sacerdotes, ni con el fuego, ni el altar; o la
actual fiesta pascual. Ambas carecen de toda aquella santidad y
gloria de las que estaban revestidas anteriormente; no son sino
un reflejo del reflejo de la creación ideal entregada en el Sinaí,
Cuando Maimónides describe el orden del ritual de la noche del
quince de Nisan, se olvida por un instante que vive unos mil años
después de la destrucción del Templo, y relata el aspecto de esta
noche sagrada con lujo de detalles, los que reflejan el concepto
del Pesaj por venir o el de la vieja Jerusalén. Así escribió
Maimónides en el octavo capítulo, primera halajá de las leyes de
Jametz y Matzá: “El orden del cumplimiento de los
mandamientos de la noche del quince es el siguiente: al
comienzo se llena una copa de vino a cada uno, se bendice sobre
el vino, se recita el Kidush y se bebe”. Esta fórmula nos es
conocida del “Oraj Jayim”, del “Jayé Adam”, del Sidur de R.
Jacob Emden, del Sidur “Derej Hajayim” de R. Jacob de Lissa,
del resumen del Shuljan Aruj, etc, y suena a nuestros oídos
como la melodía de “Kadesh Urejatz” entonada habitualmente
por los niños. Nos parece que fuera de la redacción y del estilo,
no existe ninguna diferencia aparente entre el octavo capítulo de
las leyes de Jametz y Matzá de Maimónides y la Hagadá
ilustrada, la que se adquiere por tan sólo unas monedas. Sin
embargo, cuando seguimos leyendo, nos topamos con un orden
“diferente”: “y luego se bendice, etc, y luego se trae en una
mesita hierbas amargas y otra verdura, matzá, jarozet, el
cordero pascual y la carne del sacrificio festivo correspondiente
al catorce de Nisán”.
Maimónides no pretende indicar el procedimiento del ritual de
Pesaj para sus contemporáneos sino para los peregrinos que
ascendían a Jerusalén, los que asaban sus corderos pascuales y
los comían entre himnos y cantos de alabanzas. De igual modo,
cuando continúa describiendo “y se sirve la segunda copa, y es
aquí cuando el hijo pregunta y dice: ¿en qué se distingue esta
noche a las demás noches… Que durante todas las noches
nosotros comemos carne asada, hervida o cocinada, mientras
que en esta noche sólo asada, etc”, Maimónides no se refiere al
cándido niño que se sentaba, en su tiempo, en la mesa paternal
en el Cairo o en Córdoba, sino al hijo que se sentaba a la mesa
de su padre en Jerusalén, en esta noche sagrada, en momentos
en que el ambiente se hallaba recargado de los cánticos de
alabanza de la comida pascual. De igual modo prosigue: “y
retornan la mesa hasta él y dice: este sacrificio pascual que
nosotros comemos, ¿qué viene a significar? .. y luego bendice:
Bendito seas Tú, oh Eterno, nuestro Di-s, Rey del Universo, que
nos santificaste con Tus preceptos y nos prescribiste comer el
sacrificio, y se come primero de la carne del cordero del
sacrificio festivo y se bendice … por la comida del sacrificio y se
come del sacrificio pascua!… y por último se come de la carne
del sacrificio pascual, inclusive la cantidad equivalente al tamaño
de una aceituna, y no debe probarse nada más”.
El Seder descripto por Maimónides es el concepto ideal de la
noche de Pesaj y sus preceptos, y nuestro gran maestro no
presta atención a la realidad que le toca vivir, dura y cruel.
Coloca delante de sus ojos la Jerusalén reconstruída, el Templo
restaurado, los sacerdotes en pleno servicio, y los hijos de Israel,
que libres, se ocupan de los preceptos de esta noche. Sin
embargo por un instante se sacude de su sueño ideal y de su
visión romántica, y se enfrenta con la pesadilla del exilio, el
sometimiento del cuerpo y la decadencia espiritual, y comienza
entonces a decir: ” Y en nuestro tiempo no se dice “tan solo
carne asada”, ya que no existe el sacrificio pascua!… y en su
lugar se dice: “el sacrificio del Pesaj que nuestros padres comían
cuando existía el Templo … “; y en nuestro tiempo se agrega
también “El Eterno, nuestro Di-s” … y en nuestro tiempo se come
matzá según la medida de una aceituna y tras esto no se prueba
nada más … “. Es decir, nuestro tiempo no es más que una
anomalía histórica en el proceso de materialización de la Halajá
ideal en el mundo real, y por lo tanto, no hay necesidad de
extenderse en palabras sobre un tiempo de descarriamiento
pasajero que marca nuestra realidad histórica contemporánea.
La Halajá permanece con todo su vigor, y nosotros aguardamos
y deseamos el día de la redención de Israel, cuando el mundo
ideal deponga a la realidad profana. Y cuando el hombre de la
Halajá afirma en su plegaria: “Sea Tu voluntad que se complete
íntegramente la mengua lunar y que no cuente con ningún
defecto”, él se refiere a la corrección de la carencia en la
creación real, la que no concuerda con la imagen ideal de la
realidad. La nostalgia de la redención, la llegada del Mesías y la
reconstrucción definitiva del Templo, se nutre de los anhelos
elevados y ocultos del hombre de la Halajá por la realización
total y completa de un mundo ideal sobre la realidad concreta.
En este mundo sensible la Halajá se reflejará en toda su belleza y
esplendor y la vida será un reflejo de la creación maravillosa,
producto de Di-s. El ideal del hombre de la Halajá es someter la
realidad a la autoridad de la Halajá. Mas, todo el tiempo que este
anhelo no se convierta en un hecho preciso y definitivo, el
hombre de la Halajá no se desespera y no critica jamás el
enfrentamiento entre lo real y lo ideal, entre lo que separa la
Halajá de los hechos, entre la ley y la vida. El prosigue su camino
y no reniega de su suerte.
[Similar camino recorre el matemático! Cuando Riemann y
Lubatchevsky descubrieron la posibilidad de un espacio no
euclidiano, distrajeron su atención del espacio existencial en el
que vivimos y el cual captamos con nuestros sentidos, espacio
euclidiano de principio a fin. Ellos se ocuparon de una
construcción matemática ideal, y en ella descubrieron elementos
del espacio geométrico, distinto al nuestro. Tras ellos vinieron
los físicos, como Einstein y su equipo, los que se sirvieron del
espacio no euclidiano a fin de dilucidar fenómenos físicos. El
espacio geométrico-ideal encontró, entonces, su aplicación en el
universo real. (Sin embargo, según las teorías epistemológicas
modernas, y según la declaración de los grandes maestros de las
ciencias matemáticas de la naturaleza como Herz, Einstein,
Planck y Eddigton, también el físico no obtiene una fotografía de
la realidad sino que construye un mundo, el cual concuerda de
modo correlativo con el mundo sensible y concreto).

G

En el hombre de la Halajá no se encuentra el mismo apego a la
trascendencia que en el religioso en general. El hombre de la
Halajá no aspira a un mundo trascendente, niveles “superiores”
de una existencia pura y etérea; pues en verdad el ideal y la
aspiración del hombre de la halajá fueron creados para ser
aplicados en el mundo real. Este mundo representa la plataforma
de la Halajá y la base del hombre apegado a ella. Aquí puede
concretase en mayor o menor medida; aquí puede realizarse
pasando de la potencia al acto. [Aquí, en éste mundo, puede el
hombre alcanzar la eternidad!. “Mejor es una hora de Torá y
Mitzvot en éste mundo que toda la vida futura”, afirma uno de
los autores de la Mishná, siendo éste el lema del hombre de
Halajá. El hombre religioso en general no comprenderá la
significación de éste principio, y lo considerará con un vago
sentimiento de rencor y desdén, como si viniera a negar, Di-s
libre y guarde, la vida sublime que sigue a la muerte.
Relatan sobre el Gaón de Vilna, que antes de morir tomó entre
sus manos los tzitzit de sus ropas y llorando exclamó: “[Cuan
hermoso es éste mundo -por tan sólo una moneda puede el
hombre alcanzar la eternidad!”. Y cuando una dama de la
nobleza polaca se encaprichó y exigió por los mirtos frescos que
crecían en su jardín la recompensa prometida al Gaón por el
cumplimiento de la Mitzvá de las cuatro especies, con gusto el
sabio accedió a su demanda. En aquella festividad de Sucot, el
Gaón se alegró enormemente y dijo a sus alumnos: “Todos los
días de mi vida aguardé el momento de poder cumplir un
precepto divino sin alcanzar por ello alguna recompensa a fin de
cumplir el consejo de Antignos de Soco que afirmaba : Sirvan al
rabino sin la intención de recibir a cambio un premio, y, ¿ahora
que tengo la oportunidad, no voy acaso a cumplirla con alegría y
regocijo?”.
El judaísmo tiene una actitud negativa ante la muerte y los
difuntos; un muerto impurifica, una tumba impurifica, un hombre
impurificado por un muerto está impuro por el término de siete
días, estándole prohibido comer de los sacrificios e ingresar al
Santuario; un nazareno impurificado por un muerto anula sus
días anteriores debiendo rasurarse y presentar un sacrificio; los
sacerdotes tienen prohibido impurificarse a causa de un difunto.
La gravedad de la impurificación es proporcional al grado de
santidad: un sacerdote ordinario puede impurificarse ante sus
siete parientes más cercanos, mientras que el Gran Sacerdote (al
igual que el nazareno) ni siquiera por ellos puede hacerlo.
Numerosas religiones asignan al fenómeno de la muerte un valor
positivo, el que afirma y refuerza el sentimiento y la conciencia
religiosos, razón por la cual santifican la muerte, al difunto y a la
tumba, pues constituyen el umbral de la trascendencia, la
entrada al mundo venidero, la ventana luminosa que desemboca
en dominio de lo grandioso y lo elevado. El judaísmo, por el
contrario, declara a la muerte impura y la rechaza, lo mismo que
a la desaparición y la agonía, optando por la vida y su
santificación. El judaísmo fidedigno, voz de la Halajá, concibe a la
muerte como la oposición y la contradicción total de toda vida
religiosa. La muerte se opone a la esencia misma de la
experiencia sublime del hombre religioso. El Talmud declara que
el muerto está libre del cumplimiento de todos los preceptos. La
costumbre aceptada en Israel de hacer como los habitantes de
Lotaire, que ordenaron quitar los tzitzit de las mortajas o
anularlos, se tornó en un verdadero precepto. La Halajá no tiene
ningún contacto positivo ni con la muerte ni con el rito del
entierro. Por el contrario, ella considera a estos fenómenos
desde una perspectiva negativa. “Quien tiene la obligación de
ocuparse de un muerto, está exento de la lectura del Shemá, de
la plegaria, de los tefilín, y de todos los mandamientos de la
Torá”. Los maestros de la Tosefta citan las palabras de Rabi Bon
del Talmud de Jerusalén: “Está escrito ‘Para que te acuerdes
todos los días de tu vida del día en que saliste de Egipto’, los días
que te ocupas de la vida, no los que te ocupas de la muerte”
(Rashi y Maimónides explican esta ley a partir del hecho que,
quien se ocupa de una mitzvá, está exento de cumplir
simultáneamente otra mitzvá). La muerte es el símbolo de la
concretización de la impureza, y quien se ha consagrado a su
Di-s debe alejarse y distanciarse de ella. “Ni por su padre, ni por
su madre, ni por su hermano ni por su hermana se impurificará
ante su muerte, pues lleva sobre sí la aureola de Di-s”.
La Halajá no se interesa en absoluto en mundo trascendente. El
mundo venidero es un mundo calmo y silencioso, todo bondad,
todo extensión, todo eternidad, en el cual el hombre recibe la
recompensa por las mitzvot cumplidas en este mundo. Sin
embargo, recibir una recompensa no es una actividad religiosa,
razón por la cual prefiere el hombre de la halajá el mundo real a
la realidad trascendente: aquí puede el hombre crear, hacer,
producir, mientras que allí, en el mundo venidero, no puede ya
modificar absolutamente nada. “Todo el que se ocupa en la
víspera del Shabat, comerá en Shabat”.
También la noción de la expiación y el perdón se limita al
dominio de la vida real de los hombres de carne y hueso, sin que
penetre en la esfera de lo trascendental. La vocación del hombre
religioso está ligada al cumplimiento de las mitzvot, y este
cumplimiento es posible tan sólo en éste mundo, en la realidad
corporal y concreta. La santidad debe alejarse de la muerte y
concentrarse en el fuego de una vida trepidante, animada de
goce y energía. El sacerdote, el nazareno, el atrio del Templo, los
sacrificios, están separados del ámbito de la muerte. Una pared
de hierro los separa. La santidad es la santidad de la vida
presente, de la vida terrenal. “Dijo Rabi Yehoshua, hijo de Levy:
A la hora en que Moisés subió al cielo, los ángeles dijeron
delante de Di-s: Señor del Universo, ¿qué hace un hijo de
hombre entre nosotros? Le dijo Di-s a Moisés: ¡dáles una
respuesta!. Dijo entonces Moisés: Señor del Universo, la Torá
que me entregas, ¿acaso no dice en ella “Yo soy el Eterno, tu
Di-s, quien te sacó de la tierra de Egipto? Les dijo Moisés a los
ángeles: ¿a Egipto ustedes bajaron, ante el Faraón los
esclavizaron? No dice acaso en la Torá “Recuerda el Shabat
para santificarlo”, ¿qué trabajo realizan ustedes para tener que
descansar? No dice también: “Respeta a tu padre y a tu madre”;
¿ustedes tienen padre y madre? Acaso no está escrito en ella:
“no matarás, no cometerás adulterio, no robarás”, ¿acaso hay
envidia entre ustedes, acaso poseén malos instintos? Entonces,
los ángeles lo alabaron”.
Di-s no desea entregar la Torá a los ángeles celestiales, criaturas
del mundo trascendente. El entregó la Torá a Moisés, quien la
bajó hacia la tierra y la instaló entre los hombres, habitantes de
un mundo sombrío y obscuro. La tierra y la vida corporal son la
base de la realidad halájica. Sólo sobre lo concreto y lo sensible
de la vida en este mundo puede realizarse la Halajá: los ángeles,
que no comen ni beben, no emulan ni envidian, no son aptos ni
apropiados para recibir la Torá.
“El salvar una vida humana desplaza a la Torá entera; vivirás por
las mitzvót y no morirás por ellas; es preferible violar un shabat
para observar muchos otros”. Esta leyes la divisa del judaísmo.
Maimónides, precavido al máximo en no extenderse en palabras,
se explaya al respecto: “Está prohibido demorarse en violar el
shabat por causa de un enfermo que se halla en peligro … pues
las reglas de la Torá no instauran la severidad en el mundo, sino
la bondad, la gracia, y de paz. Y en cuanto a los incrédulos que
afirman que esto es una violación del shabat y que está
prohibido, es sobre ellos que dice el versículo: [E incluso llegué a
dar les preceptos que no eran buenos y normas con las que no
podrían vivirI. Las palabras de la Torá no se oponen a las
normas de la vida y de la realidad, puesto que si así fuera, y estas
negaran el valor de la existencia concreta, psicológica y bilógica,
ellas no vendrían a cubrir de bondad, gracia y paz al mundo sino
de cólera y venganza. En el caso de salvar una vida humana, no
se debe actuar con severidad.
Rabi Jayim de Brisk jamás estuvo de acuerdo con la ley que
enseña que los enfermos en peligro deben ser alimentados
durante el Día del Perdón con una determinada y mínima
cantidad de comida. Ordenaba a quienes los cuidaban que los
alimentaran con una comida liviana, tal como lo hacían los
demás días. Cuando mi padre y mi maestro estaba a punto de
viajar a Ressin, en la provincia de Kovna, para desempeñar una
función rabínica, Rabi Jayim le dijo: “Te ordeno enseñar según
mi decisión en lo referente al enfermo en peligro el Día del
Perdón, ya que ésta refleja la verdadera esencia de la ley”. De
normas semejantes surje el valor de la vida terrenal en la
concepción judía, y por ellas aprehendemos el énfasis y la
constante insistencia de la visión judía. La vida pasajera se
transforma en vida eterna, ella se eleva y se santifica con la
santidad de la eternidad.
De acuerdo a esta concepción del mundo podemos comprender
el extraño carácter de los grandes de Israel y de los gigantes en
la Halajá: el miedo a la muerte. El hombre de la Halajá teme a
veces a la muerte; el pánico a la desaparición lo asalta de tiempo
en tiempo. Un hombre debe romper sus vestimentas y hacer
duelo ante la muerte de un pariente cercano. La Halajá
determina etapas en la gravedad del duelo: el primer día( que
según muchos de los primeros exégetas legales está prescrito en
la Torá misma), el séptimo, los treinta días y los doce meses. Le
está prohibido a un Onen ofrecer sacrificios sagrados; al deudo
no eleva sacrificios durante siete días; el Gran Sacerdote está
excento de la ruptura de sus ropas ante un muerto cercano. El
recordar a un muerto y el meditar en él, atentan contra la
santidad del Templo y el Sacerdocio Mayor. Muchos de los
primeros exégetas legales eximieron al Gran Sacerdote de la
observancia del duelo. La santidad está enraizada y ligada a la
alegría. “Y se alegrarán delante del Eterno, vuestro Di-s, durante
siete días”; “Te regocijarás por todo lo bueno”; “Estarás
completamente alegre”. La alegría es el símbolo de la vida real,
en la cual la Halajá se realiza. El duelo y la desolación están
íntimamente ligados a la muerte, la que se opone a la santidad.
La muerte y la santidad son dos términos que se contradicen
mutuamente. El Gaón de Vilna, Rabi Joseph Ber de Brisk, su
hijo Rabi Jayim, su nieto Rabi Moshé, Rabi Elihau de Projina, no
visitaron jamás un cementerio ni se postraron ante las tumbas de
sus ancestros. El acuparse de la muerte los hubiera distraido del
estudio de la Torá. Mi tío, Rav Meir Berlin, me contó que en
cierta oportunidad le tocó alojarse junto con R. Jayim en un
hotel de Libao, sobre la costa del mar báltico.
Durante una mañana clara, habiéndose levantado a la salida del
sol y aproximado al balcón, encontró al R. Jayim sentado con la
cabeza entre sus manos, la mirada clavada en los primeros rayos
de sol, absolutamente inmerso en la experiencia estética de tal
magnífica visión cósmica. Se hallaba entregado a una melancolía
penetrante y envuelto en una profunda tristeza. El Rab Berlín lo
tomó del brazo y sacudiéndolo le dijo: “¿Maestro, por qué se
angustia y se preocupa? ¿acaso hay algo que le aflige?”. “Sí”, le
respondió R. Hayim, hombre de la Halajá, “medito sobre el fin de
todo hombre, sobre la muerte”.
El hombre de la Halajá goza del esplendor del amanecer en el
oriente y del pleamar en el occidente, sin embargo, esta
experiencia cargada de la beatitud de la naturaleza y lo
maravilloso de la existencia, lo colma de pena y melancolía. Por
un lado, la belleza imponente del universo, y por el otro, el
destino del hombre, el cual goza de un misterioso esplendor por
un corto período que se esfuma como un sueño, golpea las
cuerdas de su corazón sensible que siente la inmensidad de la
tragedia oculta en este fenómeno: un universo inmenso y
espléndido, y un hombre de vida efímera. El temor a la muerte
se convierte en sorda tristeza, en angustia muda y en dulce y
blanda aflicción, todo coronado por el encanto de tal experiencia
estética, profunda y sublime. Sin embargo, el hombre que se
somete a una experiencia tan sublime, no es el tipo de individuo
que aspira a lo trascendente y pretende trasponer los límites de
la realidad concreta. Porque si así fuera, para qué afligir su alma
y angustiarse por la belleza de un mundo que no es más que un
pálido reflejo de una existencia superior indefinida. El hombre de
la Halajá que observa los primeros rayos de sol y medita acerca
de la belleza del mundo y la vanidad del hombre, a partir de un
sentimiento de éxtasis mezclado de tristeza, es irremedia-
blemente un hombre de este mundo, un ser perteneciente a la
realidad inmediata. Tal hombre no se une a su Creador más allá
de los lejanos horizontes, envueltos de secreto y de misterio,
cubiertos por los encantos de la santidad y la trascendencia, sino
aquí, dentro mismo del mundo.
“Dije: no veré a Di-s en la tierra de los vivos … Que el Sheol no te
alaba, ni la muerte te glorifica, ni los que bajan al pozo esperan
en tu fidelidad. El que vive, el que vive, ése te alaba como yo
ahora. El padre enseña a los hijos tu fidelidad”, cantó Ezequías,
rey de Judá, cuando se incorporó de su enfermedad. “No he de
morir, viviré y contaré las obras de Di-s”, suplicó David, rey de
Israel, ante el Creador. Y el eco de estos cánticos aún resuenan
en el mundo de la Halajá.
El ideal del hombre de la Halajá no es la redención del mundo
por intermedio de un mundo superior, sino por sí mismo, gracias
a la adecuación de la realidad concreta a la existencia ideal
halájika. Si el hombre de Israel vive de acuerdo a la Halajá (vivir
acorde a la Halajá significa el conocimiento de la Halajá en sí, y
su adaptación al mundo real – la realización de la
Halajá) entonces en él se concreta la redención. Un mundo vil
puede elevarse al nivel de un mundo sublime. Si el hombre de
Israel conoce, por ejemplo, las leyes del shabat y las normas de
santificación de este día en todos sus detalles, y si comprende
profundamente las leyes mismas de la Torá que se refieren a la
abstención del trabajo creador, entonces puede observar en la
puesta del sol en víspera del sábado no tan solo un fenómeno
natural, cósmico, sino una visión admirable, sagrada, sublime,
altamente superior a cualquier otra -la santidad del mundo
suspendida en la caída del sol. Recuerdo que en una oportunidad
salí con mi padre al patio de la sinagoga, antes del rezo de Neilá
del Día del Perdón. Era un día claro y límpido, repleto de luz;
comenzaba a atardecer y un sol otoñal se sumergía en el
extremo oeste, tras los árboles del cementerio, dentro de un mar
de púrpura y dorado. Fue entonces que murmuró R. Moshé,
hombre de la Halajá: “esta puesta del sol no se parece a ninguna
otra puesta del año: ésta viene a expiar todos los pecados” (el fin
del Día del Perdón es el momento del perdón). El Día del
Perdón, el perdón de los pecados, la expiación de las faltas, y la
redención de los delitos se amalgaman al esplendor y a la
majestad del universo, al orden secreto de la creación,
convirtiendo tal fenómeno cósmico en algo sagrado y vivo.
Cuando los justos se establecen en el mundo venidero, en el que
no existe el comer ni el beber, coronados, y gozando del
esplendor de la Gloria divina, se ocupan del estudio de la Torá,
la cual se ocupa de la vida física del mundo “inferior”. “Discuten
en la Escuela Celestial: si la mancha (pústula) precede al vello
blanco, es impuro, mas si el vello blanco precede a la mancha,
caben dudas que sea puro. Entonces, el Santo Bendita Sea dice:
puro, mientras toda la Escuela Celestial dice: impuro”(se refiere
a los signos del leproso expuestos en Levítico 13). “A la hora en
que Moisés subió hasta el cielo encontró a Di-s ocupado en los
problemas de la vaca roja. El decía: Eliézer, mi hijo, afirma que la
vaca debe ser de dos años, la becerra desnucada de un año,
etc”. El Creador del Universo, sus servidores celestiales, las
almas de los justos, todos se ocupan de problemas legales
relacionados al mundo sensible -de la vaca roja, la becerra
desnucada, el leproso, y de asuntos similares. No tratan
problemáticas trascendentes ni cuestiones que van más allá del
tiempo y del espacio, sino de temas ligados a la vida terrenal en
todos sus detalles, buscando alcanzar la precisión. Cuando los
sabios talmúdicos dijeron: “Doce horas componen el día:
durante las tres primeras Di-s se sienta a estudiar la Torá … “, se
refirieron a la Torá entregada a nosotros, la que trata de asuntos
de dinero, de prohibiciones sexuales, de alimentos prohibidos,
casamiento y divorcio, del pan con levadura y el ázimo, del
shofar, del lulab, la sucá, y demás temas. La visión del hombre
religioso en general es que el mundo inferior aspira al superior. El
hombre de la Halajá establece: el mundo superior se siente
atraído y nostálgico por el inferior.

H

No obstante aquí aparece la principal contradicción que
atraviesa la conciencia del hombre de la Halajá. En este punto se
revela la antinomia en su cosmovisión del mundo. Por un lado,
como lo aclaramos anteriormente, su imagen y las facciones de
su rostro se parecen a las del hombre del conocimiento quien se
ocupa de construir por el placer mismo de crear y por la felicidad
de inventar, aplicando sus principios ideales al mundo real, tal
como lo hace el matemático. Sin embargo, por el otro lado, el
hombre de la Halajá no se amolda al tipo cognitivo laico cuyo
saber no está dirigido en absoluto hacia lo trascendente,
preocupándose solamente de las necesidades del momento. La
Torá implanta en la conciencia del hombre de la Halajá la idea de
una vida eterna y la aspiración a la eternidad, tal como lo
expresa la bendición que se recita en referencia a la Torá: “Tú
has implantado en nosotros vida eterna”. El hombre de la Halajá
posee lo elevado y lo sublime del religioso en general, cuya alma
se halla sedienta de el Di-s Viviente; una corriente nostálgica
corre y fluye rumbo al mar de la trascendencia, en dirección a un
Di-s que se oculta en su escondite misterioso. Podemos afirmar:
el hombre de la Halajá se aferra con toda su esencia a la
existencia concreta y al mundo sensible, aunque también cabe
proclamar: el hombre de la Halajá se apoya en su Creador y se
entrega a El. ¿Cómo podemos reconciliar estas afirmaciones
contradictorias?
Una tercera afirmación aclara esta antinomia: no existe entre el
hombre religioso y el hombre de la Halajá sino una diferencia de
orientación; sus direcciones son opuestas. El religioso en general
parte de este mundo y termina en el mundo superior, mientras
que el hombre de la Halajá parte del mundo superior en
dirección al “inferior”. El hombre religioso desea elevarse desde
el valle de lágrimas de lo concreto hasta el monte de Di-s; busca
arrancarse del límite estrecho de lo sensible hacia el amplio
espacio de la existencia trascendente, límpida y pura. El hombre
de la Halajá anhela hacer descender lo trascendente al valle de
los mortales y transformarlo en el pais de la vida. Mientras en el
interior del hombre religioso late el anhelo de escaparse y
evadirse de la realidad, el hombre de la Halajá se confina dentro
de los límites de este mundo y no se mueve de el. Pretende
purificar este mundo y no escaparse de el. “La huída es el
comienzo de la caída”. La obstinación y la terquedad conforman
su personalidad. Lucha contra el mal y la destrucción maligna de
la vida, debatiéndose duramente contra el gobierno de la infamia
y los agentes de la maldad. Su conciencia no lo lleva a escapar
hacia un mundo todo bueno sino a hacer descender el mundo
eterno hasta depositarIo dentro mismo de este, nuestro mundo.
El hombre religioso, cuya mirada se hunde en las alturas, olvida
de vez en cuando al mundo inferior, recayendo en dualidades
morales e hipocrecía. Reflexionemos: ¿qué hicieron numerosas
religiones debido a sus aspiraciones por traspasar las barreras de
la realidad y la existencia concreta, a fin de refugiarse en las
esferas eternas? A causa de la suave melodía de una existencia
sublime que sonaba a sus alrededores, sus oídos no captaron la
voz aflijida de los residentes del mundo material, el quejido de los
pobres, el clamor de los desgraciados. Tal vez, si no hubiesen
aspirado a unirse a lo infinito y a unificarse con lo trascendente,
hubiesen podido salvar a la viuda y al huérfano y rescatar al
oprimido de manos de su opresor. No hay nada más dañino para
el alma y para el cuerpo que el desentenderse de este mundo.
Buena es la convicción del hombre de la Halajá de no moverse
de este mundo, de no escapar rumbo al terreno de lo abstracto.
Este desea hacer descender la gloria divina y la santidad al
espacio y al tiempo, dentro de su existencia finita y terrenal. El
hombre de la Halajá no se parece al hombre religioso, el cual se
revela al dominio de la realidad y busca para sí un refugio en el
mundo superior. Tampoco se parece al hombre del
conocimiento que directamente no enfrenta al mundo
trascendente. El hombre de la Halajá conoce un mundo
trascendente mas no se eleva hasta él sino que lo desciende
hasta si mismo. En lugar de elevar lo inferior, hace descender lo
superior al mundo inferior.
El hombre de la Halajá sabe que el camino verdadero lo conduce
hasta el dominio de lo trascendente. El hombre se halla
totalmente ligado a lo material, a lo sensible, a lo concreto, por
consiguiente, ¿cómo puede escaparse de ellos? Si alcanza una
existencia celestial, allí estarán; si se eleva con las alas de la
abstracción y lo sublime, también hasta allí lo alcanzarán. El
hombre de la Halajá desconfía que el hombre atrapado en la
prisión de lo corporal pueda arrancarse a sí mismo de la vida
material, romper las ataduras del cuerpo y del instinto, y
montarse en su orgullo en dirección al cielo.
Además, en su visión religiosa, el hombre de la Halajá es por
demás esotérico. Se halla orientado en dirección al pueblo.
Tanto en teoría como en la práctica, la Torá es propiedad de
toda la comunidad de Israel. Todos, los jueces del pueblo como
sus dirigentes, los hachadores como los aguateros, deben vivir
de acuerdo a la Torá. “Aquí estais hoy todos vosotros en
presencia del Eterno, vuestro Di-s: vuestros jefes de tribu,
vuestros ancianos y vuestros escribas … desde tu leñador hasta
tu aguador”. El ideal de una vida eterna no es exclusivo de una
elite, o destinado a los poseedores de un saber enciclopédico:
pertenece a todo Israel. “Con tres coronas fue coronado Israel…
la corona de la Torá se halla a disposición de todo Israel, pues
está dicho: “una ley nos señaló Moisés, herencia de la asamblea
de Jacob” -es decir, todo el que lo desee, pues que venga y la
tome”.
Sin embargo, el anhelar lo trascendente y el centrar la mirada en
un mundo superior, conduce hacia un marcado esoterísmo,
contrario a los principios de la cosmovisión halájica. Los
hombres de nuestra generación no se encuentran preparados
aún para servir a Di-s renunciando a lo concreto y
desprendiéndose del yugo de lo sensible y lo material. Por
consiguiente, toda visión religiosa que se ubique al nivel de los
serafines y los angeles, despreciando a los mortales de carne y
hueso, terminará al fin engañándose a sí misma y recayendo en
mentiras religiosas; como lo dijimos anteriormente, confinándose
a un dominio reservado, negándose a pertenecer al dominio
público y creando conceptos de esoterísmo religioso. Una
religiosidad que gira únicamente en derredor del reino de los
cielos y no en el de la tierra – reflejo, al fin y al cabo, del
celestial- origina sectas eclesiásticas, favorece la formación de
una aristocracia religiosa y el surgimiento de personalidades
carismáticas. No hay nada que repugne más a la Halajá que la
idea de intermediarios del culto y la elección de ciertas
personalidades debido a causas sobrenaturales.
La finalidad de la Halajá es democrática de principio al fin. La
Halajá afirma que toda religión que se restrinja dentro de los
límites de un grupo, secta o fracción, y se convierta en posesión
tan sólo de una elite, es más dañina que provechosa. La
ideología religiosa que establece dominios reservados y fronteras
entre los hombres en su relación con Di-s, atenta contra su
esencia. Si la religión mantiene que Di-s está más cerca de
fulano (a causa de su estirpe, su fe o su función) y más lejo de
mengano, es necesariamente culpable. El hombre no precisa
absolutamente de nadie para dirigirse a Di-s: no de
intermediarios ni defensores, no de enviados ni abogados. Cada
vez que golpeé a las puertas del cielo, será respondido. Y no sólo
que los hombres no necesitan unos de otros para relacionarse
con Di-s, sino que tampoco precisan de la ayuda de ángeles o
serafines. Uno de los trece principios de fe de nuestra religión
declara: “Sólo a El es conveniente dirigir las plegarias y a ningún
otro”. y cuando el sol se encuentra a la altura de las copas de
los árboles, y la comunidad de Israel embebida en nostalgia y
perdida de amor se apoya en su Amado y derrama su alma en
cánticos y alabanzas en “los trece atributos divinos (*), muchos
de los grandes maestros de Israel solían saltear el bello
verso:”(*). La Halajá ve en esta plegaria una desviación en su
pensar. Por consiguiente, el pensamiento de los maestros de la
Halajá no se encontraba cómodo con el sacrificio del justo
dentro del Jasidismo, pues contradice la esencia misma de la
actitud halájica.
Si deseas una religiosidad esotérica, democrática, confínate al
dominio de la vida sensible, terrenal, a la vida del cuerpo provisto
de sus 248 órganos y sus 365 tendones, y no orientes tu mente
hacia una vida espiritualmente sublime, enraizada en el terreno
de lo abstracto. Según el hombre de la Halajá el sujeto del acto
religioso no es el modelo espiritual sino el hombre dentro de una
realidad físico-biológica, el hombre que desea, escucha el consejo
de su instinto y marcha tras el goce y el placer.
Por lo tanto modificó la Halajá el rumbo espiritual del hombre
religioso. En lugar de una aspiración de abajo hacia arriba, de la
tierra al cielo, del reflejo y de la sombras a la coronación de una
existencia intensa, del desbordamiento óntico puro, (como la
tensión de los platónicos por el mundo de las Ideas o de los
neo-platónicos por los mundos superiores que emanan del Uno
absolutamente trascendente) la Halajá centra su atención en el
mundo inferior. Cuando el hombre de la Halajá aspira alcanzar a
Di-s, en realidad no se esfuerza por elevarse hasta El sino por
hacer descender Su gloria al terreno de lo real. “Rabi Akiva
comenta: Un versículo dice: [Di-s bajó … 1, lo que enseña que
Di-s inclina los cielos sobre la cima del monte. Rabi dice: Enseña
que inclinó los cielos inferiores y los cielos superiores sobre la
cima del monte”. El hombre religioso sediento del Di-s Viviente
derrumba las fronteras de lo real y conquista la realidad que lo
circunda bajo un espíritu absolutamente abstracto y puro que se
precipita hacia los cielos. Para el hombre religioso aproximarse a
Di-s es saltar de lo sensible y lo concreto hacia lo trascendente y
misterioso. [No así el hombre de la Halajá!. Cuando su alma
tiende a Di-s, se sumerge en la realidad, hunde todo su ser
dentro de la existencia concreta y ruega a Di-s que descienda
sobre el monte y more dentro de la realidad en toda la acepción
de este concepto. El hombre religioso sube a Di-s, mientras que
es Di-s quien desciende en dirección al hombre de la Halajá. Este
último no aspira a trasformar lo finito en infinito sino a convertir
lo infinito en finito. Hace descender la gloria divina a un
Santuario limitado por una veintena de planchas, la santidad a un
mundo cernido dentro del dominio de lo real, y lo absoluto a
actos establecidos por las leyes del determinismo físico.
Para la concepción de la comunidad de Israel, la idea de santidad
no representa la trascendencia más separada y más aislada de la
realidad. Tampoco señala la plena realización del ideal ético, del
bien supremo, el cual no está ligado para nada con la
trascendencia sino en el dominio de los valores y las normas. De
acuerdo a la concepción de la Halajá, la santidad representa el
reflejo de la trascendencia más cerrada y secreta en nuestro
mundo concreto, “el descenso” de Di-s, inaprehensible para toda
mente humana, sobre el Monte Sinaí, la inclinación sobre el
universo del mundo secreto y misterioso. La santidad no titila
ante nuestros ojos como la luz de un misterioso planeta sobre el
fondo de un cielo celeste, distante y aislado, sino que se refleja
en nuestra vida concreta.
“Y proclamaba uno al otro: santo, santo, santo, es El Eterno
Tzvaot, Su gloria llena totalmente la tierra. Y se autorizaban el
uno al otro y decían: El es santo desde las alturas, residencia de
Su majestad; El es santo sobre la tierra, obra de su poder; El es
santo por siempre jamás”. El comienzo de la santidad se halla
enclavado en los cielos elevados, extendiéndose en la visión
escatológica hasta “los días venideros” -Di-s es santo por
siempre jamás. Pero la mano que unifica estas dos visiones es la
concepción halájica de la santidad: El es santo sobre la tierra,
obra de su poder – santidad concreta. El hombre no se santifica
ni por la comunión metafísica con lo supremo, por la misteriosa
comunión con lo infinito, ni tampoco por medio del éxtasis que
lo protege fuera de sus límites; alcanza la santidad sólo a través
de una vida corporal, por intermedio de sus obras sensibles, y
debido a la inserción de la Halajá dentro de la vida concreta.
“Habló Di-s a Moisés y dijo: santificaos y seis santos, porque Yo
soy El Eterno, vuestro Di-s. Guardad mis preceptos y
cumplidlos. Yo soy El Eterno, el que os santificó … Respete cada
uno de vosotros a su madre y a su padre. Guardad mis
sábados ……………….. Si un hombre comete adulterio con la mujer de su
prójimo …………….. Habeis de separar entre animales puros e impuros y
entre aves impuras y puras … Sed, pues, santos para mi, porque
yo, El Eterno, soy santo”.
La santidad representa una vida organizada y establecida de
acuerdo a la Halajá, y se completa por intermedio de
prohibiciones sexuales, alimentos prohibidos y demás
ordenanzas. Y no gratuitamente incluyó Maimónides estas
prohibiciones en su tratado sobre la santidad. La santidad es
creada por el propio hombre, por un ser de carne y hueso. (Con
la santidad de la boca nosotros creamos la santidad del altar y la
santidad de la manutención del santuario?). La tierra de Israel se
santifica a través de la conquista del país; Jerusalén y el patio del
Templo: por dos sacrificios de acción de gracia (Jerusalén) o por
medio de los cánticos que acompañan a las oblaciones ( el patio
del Templo), etc. El hombre consagra un lugar del espacio y
construye un santuario para el Creador. “A la hora en que El
Santo Bendito Sea le ordenó a Moisés construirle un Santuario,
comenzó éste a vacilar y a decir: ¿la gloria de Di-s llena los
espacios superiores y los inferiores, y ahora El me dice ]hazme
un santuario!? Además, Moisés vio como Salomón le construía
un Templo, mayor aun que el Santuario, y decía delante de Di-s:
¿acaso Di-s morará en la tierra? Entonces El Santo Bendito Sea
le respondió: ]No como tu piensas Yo pienso, ya que me basta
una veintena de planchas en el norte y una veintena en el oeste,
y no sólo esto sino que he de descender y me limitaré a un codo
por un codo”. Moisés vaciló y dijo: ¿cómo es posible hacer
descender lo infinito dentro de lo finito, cómo es posible
establecer la trascendencia absoluta, el supremo secreto, y la
sombra del Todo Poderoso dentro de un Santuario pequeño y
estrecho, dentro de un mundo limitado por las estrictas reglas de
la realidad y sus principios? Esta problemática encuentra su
expresión en el planteo de Salomón: ¿acaso Di-s ha de morar en
la tierra? Es decir, si el hombre añora a Di-s, si su alma se
enciende de amor y languidece por su Creador, entonces está en
él el romper las ataduras de su existencia concreta y ascender al
Monte Divino, abstracto y trascendente; pues ¿cómo podrá vivir
el hombre dentro de su realidad físico-biológica en el sitio de Su
Santidad? Aquí los criterios se invierten, y somos nosotros los
que hacemos descender la Gloria divina al mundo inferior, hasta
el mismo dominio de lo sensible, hasta el territorio del tiempo y
el espacio, al campo de las medidas, la cantidad y lo concreto.
“Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte,
[cuánto menos esta Casa que yo te he construido! – ¿cómo
contendrá lo finito a lo infinito? Sin embargo, la respuesta de
Di-s es: “No como tu piensas yo pienso, pues me basta una
veintena de planchas en el norte y una veintena en el oeste, y no
sólo esto, sino que he de descender y me limitaré a un codo por
un codo”. La infinitud se autolimita; la eternidad se concentra en
lo efímero y lo pasajero, la presencia de Di-s se reduce a límites,
y la Gloria divina a lo mensurable. El judaísmo aportó al mundo
el secreto de la contracción de lo infinito en finito, la
trascendencia en lo concreto, el mundo superior en lo sensible y
la divinidad en el dominio de lo real. Cuando descendió Di-s
sobre el Monte Sinaí, estableció una ley válida para todas las
generaciones: Di-s es el que desciende al hombre y no el hombre
el que asciende a Di-s. Cuando le dijo a Moises: “Y me harán un
Santuario y yo moraré entre ustedes”, le reveló el terrible
misterio: Di-s contrae su presencia en éste mundo.
El secreto de la contracción divina en la Halajá no se ocupa de
cuestionamientos cosmogónicos ni tampoco de misterios
metafísicos. La halajá tampoco investiga la creación de la
existencia, tal como lo hicieron los cabalistas o al igual que se
comportaron (¡salvando toda diferencia!) Filón de Alejandría,
Plotino y sus alumnos, o los sabios del Renacimiento. La ley de la
Halajá es práctica y utilitaria, y por consiguiente no cabe
comparar la noción de la contracción divina de la Halajá con la
de la concepción mística. Allí, ésta idea expresa un sistema
metafísico, el cual penetra en los secretos de la creación,
examina los fundamentos, el ser y la nada, el principio y el fin. En
la Halajá la contracción divina no se ocupa de la creación ni de lo
metafísico sino de la regla y de la ley.
Vemos, entonces, cuán distinta es la concepción ontológica del
hombre de la Halajá de la del hombre místico. La comprensión
divergente de la contracción divina en la Halajá y en la mística,
los ubica en posiciones radicalmente opuestas.
El místico ve en el mundo real una suerte de “atentado” contra el
honor del Santo Bendito Sea. La existencia rechaza,
supuestamente, al Creador. La Cábala siente y participa en la
desgracia que constituye el exilio de la Presencia divina -la gloria
de Di-s que se descubre a partir de lo infinito, se encarna en la
creación y se limita dentro de ella. Vemos en la creación del
mundo, en el acto de generarlo, una suerte de “renunciamiento”
por parte de Di-s, el cual es “sagrado y separado del universo, y
ningún pensamiento puede aprehenderlo”. La creación revela la
bondad del Eterno cuya Gloria toma la forma del mundo, lo
mantiene vivo y le da existencia. Aquí se revela una terrible
antinomia, misteriosa y secreta. Por un lado, la Gloria divina, la
más impenetrable de todos los misterios, la más eterna, peculiar,
sublime y suprema, niega cualquier otra realidad independiente
de ella, contradice y arrasa a todo mundo visible o invisible que
reclame una existencia autónoma; niega mundos aún antes que
el pensamiento lIegue a considerar crearlos. Por otro lado, la
Gloria divina, infinita, se contrajo en el secreto de su unicidad y
creó el mundo “tomando su forma”; y de esta misma manera
mantiene la existencia y así, “todo lo que existe depende
irremediablemente de ella”. La creación del mundo se realiza
gracias a la bondad del Santo Bendito Sea que descendió,
supuestamente, de la trascendencia absoluta al dominio de la
existencia concreta y “atentó” contra su Honor elevado y
supremo el cual rechaza toda posibilidad de cualquier realidad
aún antes de ser creada. La creación, entonces, es un
“descenso” de la Gloria divina; el “atributo” mismo de Di-s
“atenta” contra la idea de lo infinito pues ciertamente no hay
otra existencia diferente fuera de ella.
La forma gramatical posesiva, Di-s del Universo, se contradice a
sí misma; ella reune dentro de una misma fórmula dos elementos
opuestos. En una relación directa con Di-s, el mundo deja de
existir. Cuando el esplendor divino aparece y se revela, todo
retorna al abismo original. Por consiguiente la mística observa al
mundo desde una perspectiva pesimista en lo referente a la
existencia, y el ideal ontológico no constituye para ella el objetivo
supremo. Ella siente y participa de la angustia de la Gloria divina
y añora salir con ella de la estrechez de este mundo a fin de
apegarse al Di-s supremo el cual es “santo, elevado, supremo,
aislado desde todo punto de vista y fuera de toda influencia”.
Según la mística, ésta es la sublime visión escatológica de “en
esa día Di-s será Uno y Uno su Nombre”. A fin de apresurar tal
advenimiento, es que el místico reza día a día, antes de cumplir
con la voluntad del Santo Bendito Sea “a fin de alcanzar la
unificación de Di-s y de su Gloria en nombre de todo Israel”.
Di-s quiso favorecer por intermedio de Su Gracia, razón por la
cual creó el mundo. Sin embargo, el mundo no existe sino desde
un sólo punto de vista -un Di-s que repleta todo el universo o
inclusive envuelve a todo el universo, mas no desde el punto de
vista de un “Di-s supremo, excelso, elevado y supremo” frente al
cual “todos los mundos resultan inexistentes y es como si jamás
hubiesen existido retornando a lo nulo y la nada”. La existencia y
la inexistencia, el ser y la nada no representan dos ideas que se
excluyen mutuamente tal como la ontología metafísica las
aprehende; son tan sólo una moneda que de un lado lleva
impresa la existencia y del otro la destrucción y la nada. Di-s,
desde la perspectiva que lo aprehende “colmando” y
“envolviendo” todo el universo, mantiene al mundo; desde la
perspectiva que lo considera el misterio de todos los misterios,
anula al mundo y lo devuelve al abismo y a la nada. La antinomia
entre el ser y la nada no es más que un retrato dual que se revela
en la relación de Di-s con sus criaturas. La mística aspira a
liberar al hombre y a la Gloria divina del mundo por intermedio
del descubrimiento del sello de un mundo superior.
El hombre de la Halajá no rechaza ni la existencia ni la realidad;
él lee con simpleza e inocencia las palabras del Génesis “y vio
Di-s lo que había hecho y he aquí que era muy bueno”. El
hombre de la Halajá no desea libere rase del mundo y desconoce
absolutamente todo lo referente a la idea del exilio de la Gloria
divina, del significado de la Gloria divina cautiva por las cadenas
de lo real, presa por las redes de la existencia. Este se halla
completamente inmerso en el optimismo ontológico y en la
existencia misma. Por el contrario, la tarea del hombre es hacer
descender la Gloria al mundo inferior. El . secreto de la
contracción no debe conducir al hombre a una angustia
metafísica sino al goce y la alegría. El hombre y su Creador
conviven en este mundo lo que permite al primero llegar a
merecer el mundo futuro. La creación del mundo no se ve
afectada por la idea de la divinidad; por el contrario, es la
voluntad de Di-s que su Gloria se contraiga a sí misma dentro de
los límites del mundo sensible. El grandioso ideal de “en ese día
Di-s será Uno y Su Nombre Uno” se refiere a la completa
realización de la Halajá en éste mundo y no a la conquista y a la
ruina de la realidad. La creación del mundo revela esencialmente
la voluntad divina y no el mero resultado de Su gracia y Su
bondad.
Rabi Simhah Selig, dicípulo y amigo del Rabi Jayim, me contó
que en cierta oportunidad entró junto a Rabi Jayim a una casa
en la ciudad de Vilna. Mientras esperaban al dueño de casa, Rabi
Jayim hojeó unos libros de jasidísmo de Jabad que se
encontraban sobre la mesa, y dirigiéndose a Rabi Simhah
reflexion6 en tono grave: “Ambas opiniones son falsas: el mundo
no fue creado ni por Su bondad ni por Su gracia sino por su
voluntad”. El libro trataba, aparentemente, sobre esta
problemática y presentaba las dos opiniones: por Su bondad y
por Su gracia. Esta visión es la que Maimónides establece como
base sólida de su “Guía de los Perplejos” y reaparece de modos
variados en las teorías voluntaristas, metafísicas y religiosas
como en la de Ibn Gabirol en su “Mekor Jayim” y dentro del
sistema de Duns Scotus, influenciado por el primero. Esta es la
marca específica del hombre de la Halajá. El mundo fue creado
por voluntad del Santo Bendito Sea quien deseaba contraer su
Gloria dentro del mismo, razón por la cual nosotros debemos
adaptamos a esta idea y ordenar nuestra vida de acuerdo a ella.
y mientras el místico sufre el exilio de la Gloria divina, y se
lamenta por la presencia divina elevada y suprema, obligada a
descender de las alturas, hombre de la Halajá declara que el
lugar de la Gloria es este mundo. Para el hombre de la Halajá la
Gloria se exilia cuando abandona este mundo rumbo al ámbito
de la trascendencia, terrible y misteriosa. “La Gloria divina
atraviesa por diez etapas: de la cobertura del Arca de la Alianza
a los querubines, de los querubines … y del desierto se elevó y
retornó a su residencia, como está dicho: “Voy a volver a mi
lugar. .. “.
Cuando la Gloria divina asciende a su lugar, a las alturas del
cielo, a ocultarse a la sombra del aislamiento absoluto y el
desinterés por el mundo, el Santuario se destruye y comienza el
exilio de Di-s. El ideal del hombre de la Halajá es que la Gloria
divina resida en este mundo: “Allí me encontraré contigo: ; desde
encima del propiciatorio, de en medio de los querubines … “. Este
pasaje bíblico representa el mensaje último de la Halajá.
“Dijo R. Abba hijo de Cahana: no está escrito aquí que “se
pasea” (holej) sino “andaba” (mithalej) -salta y se eleva. La Gloria
divina se hallaba en el mundo inferior, mas una vez que el primer
hombre pecó se retiró al primer cielo; tras el pecado de Caín se
retiró al segundo cielo; tras la generación de Enoj al tercero; tras
la generación del diluvio, al cuarto; luego de la Torre de Babel, al
quinto; tras Sodoma, al sexto; tras el descenso a Egipto en
tiempos de Abraham, al séptimo, etc. Abraham la hizo
descender al sexto, etc, llegó Moisés y la trajo de los cielos
superiores al mundo inferior. Dijo R. Itzjak: está escrito, “los
justos heredarán la tierra … “, ¿y los malvados qué harán?
¿planearán en el aire? No, sino que los malvados no asentarán la
Gloria divina sobre la tierra”. “R. Azariah dice en nombre de R.
Yehuda hijo de Simon: lo mismo que un rey que se enoja con
una dama… cuando salió Israel de Egipto intentó Di-s hacer
volver a Israel junto a la ley y les dijo que le hicieran un Santuario
para que morara entre ellos, tal cual está dicho: “y me harán un
santuario”. Respondió Israel: ¡que Di-s nos de un signo para que
sepamos que realmente nos quiere conducir junto a si!. ¿Cuál es
el signo? En el pasado El Santo Bendito Sea recibía los
sacrificios desde las alturas -“Y aspiró Di-s el calmante aroma” -y
en cambio ahora los aceptará desde abajo, como está escrito:
“Vendrá el Amado a su huerto -éste es la Gloria divina- “y
comerá de sus frutos exquisitos” -éstos son los sacrificios, etc”.
“Dijo R. Ishmael, hijo de R. Yossi: no está escrito “ya he entrado
en el huerto” sino “ya he entrado en mi huerto” -a refugiarme
dentro del sitio que fuera originariamente mi residencia, pues la
residencia principal de la Gloria era el mundo inferior”.
A causa del pecado, la Gloria divina se retiró rumbo a las alturas,
siendo Moisés, excepcional entre las criaturas humanas, quien
logró retornarla nuevamente al huerto de Di-s – a éste mundo y
no a las esferas superiores.
El hombre de la Halajá se asemeja en parte al matemático que
domina el infinito sólo con el propósito de crear lo finito en los
confines de los números y las medidas matemáticas. La Halajá,
bajo el sentido de la contracción, también hace uso del método
de cuantificación; ella traduce la cantidad en cualidad, la
subjetividad religiosa en manifestaciones objetivas y concretas,
regladas y precisas. “Las medidas, las divisiones y las
separaciones las recibió Moisés en el Sinaí” (Erubin 4a). La
Halajá establece normas, leyes y medidas fijas y determinadas
para cada uno de los preceptos -a qué se considera comer y cuál
es su medida, a qué se considera beber y cuál es su medida, qué
es un fruto y cuál es su medida y sus signos distintivos; los
treinta y nueve principales trabajos prohibidos en shabat y sus
disposiciones, las dimensiones de la tienda de la impurificación,
las divisiones, pesos y medidas, etc.
“Ya que los preceptos nos fueron ordenados por medio de el
recubrimiento de los atributos divinos del rigor, y la restricción
de Su luz, etc, por lo tanto la mayoría de los preceptos poseen
una medida estricta, como por ejemplo el largo de los tzitzit fue
fijado en doce pulgadas, las filacterias deben ser de dos dedos
por dos dedos y de forma cuadrada; el lulab es de cuatro tefajim,
la suká de siete, el shofar de uno; el baño ritual debe poseer
cuarenta seah; los sacrificios -las ovejas, por ejemplo, no pueden
ser ofrendadas antes de cumplir un año, los carneros dos, etc.
Del mismo modo la caridad y las contribuciones materiales, a
pesar de constituir uno de los pilares sobre los que el mundo se
apoya (tal cual está escrito “el mundo está construido sobre la
gracia”) poseen una medida determinada: veinte por ciento para
cumplir con el mandamiento de modo destacado, de diez por
ciento para cumplir de modo regular, etc. Porque el mundo está
limitado y medido es que también se estableció medida al
precepto de la, caridad y la piedad como al resto de los
preceptos” (HaTania, Igeret Hakodesh). El fundador del
jasidismo de Jabad, iluminado en mística y Halajá, percibió que el
método básico de la Halajá es la actividad cuantificadora incluída
en el principio de la contracción. Esta ley asombrosa se
manifiesta en dos direcciones paralelas: dentro del mundo real
-en la realidad sensible, y dentro del mundo ideal -en las
creaciones de la halajá. La voluntad suprema se reviste de estas
creaciones y se encarna a través de ellas en los atributos del
rigor y de la contracción del cual surge el método de
cuantificación. Di-s las dispuso de modo paralelo: así como la
realidad cualitativa que se nos revela por medio de los sentidos
se halla sometida al principio cuantitativo y a los criterios de
verdad fijados por el hombre del conocimiento, así también se
halla entregada y sometida la luz superior “la cual es
aprehendida por las numerosas restricciones dentro del orden de
las emanaciones” a la restricción cuantitativa. El “movimiento”
de lo cuantitativo a lo cualitativo, existente en el mundo real, se
manifiesta también en el terreno ideal de la Halajá. La sentencia
de Galileo que enseña que el libro de la naturaleza está escrito
con letras de triángulos, rectángulos, circunferencias, círculos y
demás formas matemáticas, también es aplicable a la Halajá. Y
no gratuitamente dijo el Gaón de Vilna a quien tradujo la
Geometría de Euclides al hebreo, que cuando le falta al hombre
una medida de conocimiento en matemática le faltan
diez medidas de conocimiento en la Torá. No se trata sólo de
una bella alegoría que viene a ejemplificar la amplitud de la
sabiduría del Gaón, sino una verdad admitida dentro de la teoría
del conocimiento de la Halajá.
La tendencia fundamental de la Halajá es devolver la calidad de
la subjetividad religiosa, el contenido de la conciencia del hombre
religioso el cual se propaga con la rapidez de las olas en la mar,
chocando y rompiendo contra la costa de la realidad, en
cantidades y medidas establecidas, en reglas profundamente
enraizadas que no pueden ser arrancadas por viento alguno. La
voluntad suprema se refleja tanto en el espejo de la realidad,
como en el de la Halajá ideal por intermedio de magnitudes y
medidas. No existe la subjetivización religiosa, y toda aspiración
tendiente a subjetivizar el acto religioso -negando realidad y
concretización a la vida religiosa e introduciendo al hombre en
un mundo puramente abstracto en el que no existe el comer y el
beber sino criaturas religiosas sentadas, con aureolas sobre sus
cabezas disfrutando de la experiencia interna, con el espíritu
agitado y dirigido a las alturas, hombres repletos de deseos
místicos, de nostalgias sublimes y de misteriosas aspiraciones -al
fin desaparecerá. La fuerza religiosa caótica que empuja al
hombre, sometiéndolo y conquistándolo, se impone sólo cuando
la religión se manifiesta de modo concreto; religión sensible en la
que existe la vista, el olfato y el tacto; religión en la que el
hombre de carne y hueso experimenta todos sus sentidos, sus
víceras y sus miembros, con toda su esencia y su personalidad;
religión sensual en la que el hombre desea a cada paso. La
religiosidad subjetiva de posturas espirituales, de emociones y
reacciones, de concepciones y aspiraciones, no dura largo
tiempo.
El hombre de la halajá no recibió las instrucciones de La Guía de
los Perplejos en lo referente a poesías, cánticos y oraciones.
[Examina lo que La Guía de los Perplejos recomienda a estos
sujetos!: “Pero no al modo como han procedido esos auténticos
ignorantes, que tanto han prodigado sus alabanzas, ampliando y
multiplicando las expresiones eucológicas por ellos compuestas …
Tal abuso es frecuente entre poetas y oradores o quienes
pretenden poetizar … habiendo entre ellos quienes denuncian
flaqueza mental y perversión imaginativa”.
A pesar de esto la comunidad de Israel expresa su nostalgia por
su Amado en el Cántico de la Unidad y de la Gloria. Y cuando la
Gloria divina nos guiña un ojo en medio de una sonrisa de
perdón y absolución, nosotros fijamos la “Corona del Reino”
sobre la cabeza del Eterno. Y en horas de benevolencia y gracia,
en instantes de elevación del alma, cuando nuestra existencia
está sedienta del Di-s viviente y toda nuestro ser Lo anhela y
desea, entonces multiplicamos los cánticos y las oraciones sin
prestar atención a los consejos filosóficos referentes al problema
de los atributos negativos. La Halajá no teme al pensamiento
especulativo ni a las más finas abstracciones, por un lado, ni a
los oscuros sentimientos, ni a las experiencias confusas, ni a las
emociones oscuras, ni a la subjetivización escurridiza, por el
otro. Ella establece para Israel la ley y el derecho.
La Halajá que nos fue entregada en el Sinaí es la objetivización
de la religión a través de formas fijas y precisas, leyes definidas,
estables y principios específicos. Ella tranforma el subjetivismo
en objetivismo y en leyes fijas. ¿A qué se parece esto? A un
físico que transforma la luz y el sonido, lo mismo que todo el
contenido sensible cualitativo, en relaciones cuantitativas, en
funciones matemáticas y en relaciones objetivas. Así como
muchas de las escuelas filosóficas aceptaron de Platón y de
Aristóteles que el significado de la existencia es “orden
permanente”, así tambiéen mantiene la Halajá que toda
religiosidad que no se traduce en la realización de actos precisos
y determinados como en estables actitudes, leyes y juicios
definidas, es una religión que no dará frutos. La noción de “me
on” o de “hyle” también existe en el mundo religioso. La
experiencia demuestra que las teorías que se refieren al caracter
subjetivo de la religión, de Schleiermacher y Kierkegaard hasta
Natorp, perdieron la mayor parte de su valor.
La Halajá se propone objetivizar la religiosidad, no sólo a través
de la inclusión al mundo religioso de actos exteriores y
actividades psico-físicas, sino también por medio de la
ordenación de los factores internos en el dominio de lo espiritual.
La Halajá establece leyes y fija los límites que constituyen un
dique ante la corriente subjetiva del hombre religioso en general
que arrastra en su torbellino toda la existencia del hombre a
regiones brumosas. De acuerdo a una opinión, los preceptos no
precisan ser llevados a cabo con intención (y sólo la intención
específica de no cumplir con el precepto puede invalidarlo); e
inclusive aquellos que consideran que los preceptos deben ser
realizados con intención, no se refieren a intenciones misteriosas
dirigidas a un mundo superior sino a un pensamiento simple y
claro que refleje la voluntad de cumplir con tal precepto.
Mientras los místicos acumulan intenciones destinadas a dirigir la
conciencia del hombre hacia un mundo no revelado, el hombre
de la Halajá ignora todos los misterios. La intención de los
preceptos figura en la Halajá a la luz del objetivismo y de la ley;
tanto la intención como el acto forman parte del proceso de
objetivización. Los grandes maestros de la halajá adoptaron esta
regla de conducta.
Se cuenta que mi padre, mi maestro, se paró sobre el estrado
durante Rosh Hashaná, preparado y listo para ordenar el sonido
del Shofar. Quien estaba por soplarlo, un jasid de la escuela de
Jabad, hombre temeroso de Di-s y amplio conocedor de los
escritos del fundador del movimiento, rompió a llorar. Le
preguntó entonces mi padre: ¿acaso lloras al cumplir el precepto
del lulab? ¿entonces por qué lo haces al ejecutar el shofar?
¿acaso ambos preceptos no son divinos? Nuestro místico sabía
el caracter simbólico del sonido del shofar – un simple sonido-con
el que el hombre se propone trasponer la existencia natural y
alcanzar al Trono Celestial, Misterio de todos los Misterios. De
acuerdo con la concepción de Tania, el sonido del shofar pone
de manifiesto el violento deseo del hombre religioso que aspira a
salir de la estrechez del atributo de la contracción -atributo del
rigor- rumbo al espacio extenso -atributo de la gracia- y de allí
elevarse sobre las esferas de las “piedras del edificio” en
dirección a un mundo sublime ensalzado por el infinito. El llanto
de aquel hombre durante Rosh Hashaná es el del alma que
anhela su origen, que aspira a reencontrarse con su Amado no
secretamente sino al descubierto.
El sonido del shofar representa una protesta contra la realidad y
una negación de la existencia. Todo el pesimismo ontológico de
la mística gime y se agita dentro del shofar. Cuando el hombre
toma el shofar y lo sopla, protesta contra la realidad que lo
separa del infinito. Gime profundamente y se lamenta por su
incapacidad de elevarse por encima de la realidad que lo aleja de
su Creador. El shofar anuncia el terrible Día del Juicio en el que
vendrá el Santo Bendio Sea a aterrar al universo: “Los ángeles
se darán prisa repletos de miedo y de pavor; dirán: he aquí el Día
del Juicio, oh Di-s, en el que ordenarás al ejército celestial hacer
juicio sobre los que no hallan resultado inocentes ante Tus ojos”.
El Juicio implica la estimación ontológica y la apreciación de la
existencia finita en función de un criterio infinito. El atributo de
justicia viene a inclinar el platillo ontológico hacia el lado de la
culpabilidad y a retornar la existencia al abismo. Por
consiguiente, en Rosh Hashaná tiende el individuo a elevarse de
la esfera del Rigor -atributo de justicia- en dirección a la esfera de
la Gracia, y de allí rumbo al Di-s venerado por el secreto de la
santidad, fuera de los límites de la realidad concreta.
No así el precepto del lulab y del etrog, el cual simboliza la
atracción del hombre hacia el Di-s que ilumina todos los
senderos y reside dentro de la naturaleza misma; un Di-s que,
aparentemente, limita su luz a la existencia concreta en cada uno
de sus variados aspectos y fenómenos. El sonido del shofar
representa nuestra aspiración por alcanzar el misterio de los
misterios, inaprehensible para todo pensamiento, aislado y
separado, terrible y santo. El shofar llora, gime y se lamenta por
la distancia infinita que separa la existencia del infinito. Por lo
tanto, niega al mundo y transporta al hombre rumbo al Ente de
los entes, absolutamente trascendente. El lulab y el etrog -fruto
de un árbol hermoso- son la confirmación de una creación bella y
espléndida que Di-s, desde su perspectiva inmanente, espía
desde su escondrijo. Por consiguiente el precepto de alegrarse
fue ordenado precisamente en Sucot: “y te alegrarás delante de
tu Di-s durante siete días”. Sin embargo Rosh Hashaná es
llamado por el Targum como “día del llanto”.
El hombre de la Halajá no distingue entre un día y el otro; él se
halla completamente sumergido en la existencia tanto en Rosh
Hashaná como en Sucot. Los místicos dividen en partes al
caracter objetivo y al caracter concreto de los preceptos. Dentro
de un barco maravilloso vagan sobre las olas del subjetivismo
más cerrado, más desbordante, revistiéndose de formas diversas
y mutando constantemente de aspecto, conformación
disparatada y variada de figuras; y esta ola lo sumerge y lo
arrastra hasta las puertas mismas del Jardín del Edén de la
religión. [Totalmente distinta es la actitud del hombre de la
Halajá! El no desea desentenderse de la forma objetiva o
arrancar los cerrojos del determinismo. La Gloria divina no
padece debido a la contracción, y por consiguiente el hombre de
la Halajá no desea librarla ni librarse de su dominio.

I

La relación del hombre de la Halajá con la existencia es no sólo
ontológica, sino también normativa. En realidad, la aproximación
ontológica le sirve de “corredor” por el que ingresa hasta el
palacio de la concepción normativa. El conoce el mundo a fin de
someterlo como un objeto para el acto religioso y para el
cumplimiento de preceptos. Conoce el espacio por intermedio
de leyes religiosas a priori a fin de poder cumplimentar las
normas del shabat, el precepto de la Suca, la purificación. El
calcula tal cual lo hacen los astrológos a fin de establecer fiestas
y años. Se ocupa del mundo vegetal para ordenar sus especies
en relación con el precepto de kilahim y a fin de establecer
medidas de crecimiento en lo que respecta a las leyes de las
semillas y demás. Desde un punto de vista teleológico, el sistema
normativo antecede al ontológico. El conocimiento sirve para
llevar a cabo la enseñanza que dicta que “el estudio es superior
pues conduce a la acción”.
Ciertamente también la norma es ideal y no real. El hombre de la
Halajá no centra su interés sobre la posibilidad inmediata de la
realización de la norma en la realidad concreta. El busca
establecer una fórmula normativa, ideal. También en referencia a
los preceptos que no rigen en nuestro tiempo, se ocupa desde
una perspectiva normativa aunque no esté en sus manos cumplir
actualmente con la órden. El principio de nuestros sabios: “el
estudio es superior pues conduce a la acción” aparece bajo dos
aspectos: a) el acto como fijador de la ley o de la norma ideal b)
la realización de la Halajá en el mundo concreto, real. El hombre
de la Halajá enfatiza al acto en su primera acepción. Pero la
esencia del conocimiento está orientada en dirección al Ethos y
no al Logos. En este aspecto el hombre de la Halajá se parece al
religioso en general y no al hombre del conocimiento. No
considera la norma y tampoco busca imperativos en la existencia.
El hombre religioso en general cree en el eco de la norma que
resuena en el universo – “Los cielos celebran la gloria de Di-s y el
firmamento anuncia la obra de sus manos”.
¿Y qué anuncian los cielos sino la proclamación de una norma?
¿qué declara el firmamento sino el imperativo de los preceptos?
La existencia toda celebra la gloria de Di-s – la obligación del
hombre de adaptarse a la voluntad divina. El principio de
“marcharás por Sus caminos” (imitatio dei) surge de la relación
del hombre de la Halajá normativa con el mundo. Ignoramos los
caminos de Di-s si evitamos relacionamos con la existencia en la
que se revelan los atributos de acción en toda su belleza y
esplendor. Ya lo señala Maimónides en su Guía de los Perplejos
que el conocimiento de los atributos de acción son la fuente de
una vida moral. Para alcanzar el ideal moral, estamos obligados a
adaptamos a la realidad y a conocerla. Este conocimiento es
principalmente teleológico -aspira a revelar el imperativo oculto
en la realidad. Sin embargo, a la hora en que el hombre religioso
recibe la norma contra su voluntad, forzado, el hombre de la
Halajá no percibe en su conciencia el caracter coercitivo u
obligatorio que acompaña a la norma; siente como si la hubiera
hallado en su propio ser y como si no se tratara de un
mandamiento que le fuera impuesto sino de una ley existencial
de la naturaleza. El hombre de la Halajá no lucha contra sus
instintos y no combate al Satán que intenta llevarlo por su
camino. El hombre de la Halajá no se encuentra sometido a la
seducción del instinto y del deseo y no libra contra ellos batalla
alguna. El hombre de la Halajá se halla enraizado en este mundo
y no sufre de dualidades espirituales o materiales, del alma que
aspira a ascender a las alturas y del cuerpo a descender a las
profundidades. No estamos frente a un hombre que desprecia
las imposiciones morales y el reino de la norma, aceptándolas
contra su voluntad, sino ante una relación armoniosa con la
obligación y con intervención de su conciencia personal; la unión
de la norma con el individuo, del imperativo con su conciencia y
voluntad.
Los más grandes maestros de Israel desconocen todo acerca del
Combate del hombre contra su mal instinto a la manera de los
santos de la Iglesia cristiana cuyas vidas constituyen una lucha
ininterrumpida contra las fuerzas vitales, los deseos de la carne,
las relaciones prohibidas y los placeres de este mundo. Los
padres de la Iglesia se ofrecieron a la vida religiosa por
sometimiento y compulsión; los sabios de Israel por placer y
libertad. David que dijo: “el día al día comunica el mensaje, y la
noche a la noche trasmite la noticia” continúa en otro salmo: “Y
me deleitaré en tus mandamientos que amo… éste es mi
consuelo en mi miseria: que Tu promesa me de vida”. No existe
aquí una orden, una imposición de obligaciones sobre las que el
hombre se revela, sino una ordenanza placentera anhelada por
su alma. Cuando el hombre de la Halajá ingresa al mundo real,
ya posee un retrato ideal, a priori, iluminado por el resplandor de
la norma. El mundo real, concreto, no lo somete a nada nuevo y
no lo obliga a cumplir ninguna nueva actividad que no era
conocida anteriormente en su mundo ideal. Este mundo le
pertenece, es de su entera posesión; es libre de crear, renovar,
mejorar y perfeccionar. La libertad espiritual y mental dominan
sin límite alguno, de suerte que el mundo ideal le parece que es
producto de su creación. Por lo tanto es libre en su concepción
normativa. “No hay libre, sino quien se ocupa de la Torá” (Abot,
6). Quien se ocupa de la Torá e innova es un hombre
independiente, un hombre libre.

J

Esta oposición básica de concepciones ontológicas entre el
religioso en general y el hombre de la Halajá, también se refleja
en el alma de ambos, en la psicología y en el carácter de cada
uno. Esta contradicción imprime su marca en la personalidad
espiritual.
La tendencia a la subjetividad, al borrado de las formas y los
Iímites lo mismo que a la mezcla de los géneros -superior e
inferior, material y espiritual, revelado y oculto- por parte del
religioso en general, y la inclinación a la objetivación y al
determinismo lo mismo que a la creación estable, poseedora de
formas, límites, reglas y ordenanzas del hombre de la Halajá,
traza los rasgos principales del retrato de cada uno de estos
hombres de Di-s.
El hombre religioso es esencialmente subjetivo. Difiere del
científico, el cual se destaca por su objetividad, su impasibilidad y
su extraña indiferencia. Cuando el hombre del saber se dirige al
mundo(*). No se interesa por las consecuencias de sus estudios
e investigaciones; él tan solo mira, observa, anota, cuenta y hace
inventarios. Lo que no sucede con el hombre religioso. Cuando
éste se enfrenta a la creación, arde en el fuego sagrado del
asombro, temeroso y tembloroso frente a lo incomprensible, lo
incógnito y misterioso. Su alma se agita y arde como un mar
ante una tempestad. Lo secreto le provoca aprensión y zozobra.
Oculta su rostro pues teme observarlo de frente; se escapa, y a
la misma hora -contra su voluntad- se aproxima; es atraído por el
hechizo del misterio, por su nostalgia, y por anhelo que lo lleva a
unirse a el. El hombre religioso oscila entre dos gigantes fuerzas
magnéticas, entre el amor y el temor, el deseo y el miedo, el
anhelo y el pavor. Pende por completo de dos fuerzas
contradictorias; atracción por un lado, repulsión por el otro. Las
palabras de Otto incluyen mucho de verdad al afirmar que el
Fascinatio et repulsio (fascinación y repulsión) constituyen las
dos tendencias básicas del hombre religioso. He aquí que padece
de dolores del alma y sufrimientos del espíritu; se debate entre
dos extremos de extensa amplitud. Al pretender conocer,
experimenta un terrible dolor ante el misterio que oscurece aún
más lo real, que profundiza y agiganta la maravilla, aunque al
mismo tiempo goza debido a estos sufrimientos. El hombre
religioso resulta ser de vez en cuando un tanto masoquista, hurga
sus heridas y mutila su carne. En estos sufrimientos hay algo
también de la dulzura de lo eterno y el sabor del mundo
venidero. El placer por el dolor y el goce de los sufrimientos lo
conducen al éxtasis religioso. “Los sufrimientos me resultan
agradables”, susurra el hombre religioso al interior de su alma y
a sus debates interiores. Y a través de estos sufrimientos, de
estas contradicciones del alma y de esta aflicción espiritual, la
aspiración por lo trascendente logra expresarse.
De este modo se explica la profunda contradicción del alma del
hombre religioso en lo concerniente a la apreciación de su propia
persona. Por un lado experimenta su bajeza y pequeñez, su
Ahora empieza a decir: “Tu separaste al hombre desde los
orígenes y lo reconociste permitiéndole ocupar un sitio ante Ti”.
¡En un instante su estatura crece hasta los cielos! En un abrir y
cerrar de ojos se transforma del más bajo de las criaturas en el
elegido, el cual Di-s separó desde los orígenes y le permitió
presentarse ante El. ¡Estar parado frente a Di-s! [Cuánta
autovaloración reside en esta idea! ¡Con cuánta fuerza y orgullo
se reviste el hombre de la Halajá al expresar tales conceptos!
[Cuánta energía y valentía se oculta en la noción de estar parado
ante el creador! El hombre se presenta ante Di-s, y el Eterno
confirma y mantiene la existencia del hombre.
Los místicos sostienen que la relación “delante de Di-s” significa
el retorno de todo al abismo; toda la realidad se impregna del
secreto de la contracción de la divinidad – “tzimtzum” – la cual
implica la velación y el oscurecimiento de la gloria y la luz
divinas. El hombre de la Halajá el “tzimtzum” no implica el eclipse
de Di-s sino la revelación de la Gloria divina.
El hombre de la halajá considera que la contracción divina –
“tzimzum”- no implica el eclipse de Di-s sino la revelación y el
descubrimiento de Su Gloria. También frente a lo Infinito,
Bendito Sea, la realidad humana se afirma plenamente,
totalmente, dentro de la santidad; el misterio de todos los
misterios no la niega ni la anula. ¡Y la misma Halajá lo prueba!
Di-s dio iinstrucciones al hombre y estos mandatos constituyen
en sí la confirmación de su valor. Si el hombre retorna a la nada,
los imperativos, esencia de la Halajá, pierden todo su sentido.
[Di-s no puede infligir su propia Ley! El hecho que Di-s se
relacionó con el hombre y le ordenó normas y leyes, preceptos y
ordenanzas, prueba que El no anula ni borra la existencia
humana. Y el hombre de la Halajá prosigue ante la puesta del
sol: “Otórganos por amor en este Día del Perdón la absolución a
todas nuestras transgresiones, para que nos abstengamos de la
explotación de nuestras manos y retornemos a Tí con todo el
corazón en cumplimiento de Tu voluntad”. El Día del Perdón, el
cual nos fuera dado por amor – promesa de perdón, obligación
de arrepentimiento y expresión legal de la voluntad divina-prueba
más que cien testigos la importancia del hombre y el lugar
central que ocupa. La segunda cita niega a la primera: “Lo
creaste poco menos que divino, lo coronaste de gloria y
esplendor”. La Halajá viene a decidir entre las dos citas
precedentes. El hombre que no vive de acuerdo a la Halajá y no
participa de la realización de un mundo ideal, es un ente inútil.
“Hasta que no fui creado no era nada, y ahora que he sido
creado es como si no lo hubiera sido; soy nada más que polvo
cuando vivo, y mucho más cuando me muera”. Sin embargo, el
hombre que conoce su obligación -tomar una parte activa en la
creación de mundos por medio de la elaboración del universo de
la Halajá y su aplicación a la realidad- es distinguido por Di-s
desde su origen y llamado a presentase ante El. “Convenía más
al hombre no ser creado que serIo. Mas ahora que ha sido
creado debe vigilar cada uno de sus actos” (Erubin, 136). Esta es
la decisión halájica de los sabios del Talmud, cuyo significado
enseña que el arrepentimiento es la tercera proposición que
decide entre las dos que la preceden.
La conciencia de éste hecho -si bien que a veces perjudica al
hombre de la Halajá quien también tiene una medida del religioso
en general- conforma ciertamente su carácter e imprime los
trazos fundamentales de su rostro. El hombre de la Halajá no
conoce el miedo ni el temor en todo el sentido de estas palabras.
Cuando se aproxima al mundo se encuentra armado de leyes y
principios, y la conciencia del orden y el determinismo aparece
como una coraza que lo protege del miedo que acomete sobre
él. El hombre de la Halajá no ingresa a un mundo extraño y
desconocido, a un dominio oculto y misterioso, sino a un mundo
conocido a priori por medio de los elementos que porta su
conciencia. Penetra al mundo real a partir de la creación ideal
que se concretará -totalmente o parcialmente- en la realidad
sensible. Y si entre estos dos universos existe un paralelismo,
¿cuál es la razón de temer? Ignora absolutamente todo acerca de
la nada, del tohu-bohu, del abismo y las tinieblas. El mundo está
construido de una manera perfecta, como una fortaleza: plano
sobre plano, capa sobre capa. Y el hombre de la Halajá se
asemeja al guardia del palacio del Rey. La nada no le tiende
emboscadas ni lo espía a través de las mallas de lo real. Todo
está a punto, reglado hasta en los mínimos detalles. No
reflexiona acerca del Satán o el diablo, ya que estos poseen una
existencia irreal. Ignora los pasadizos oscuros de la impureza, y no
vacila en absoluto por los callejones cerrados y angostos de la nada.
El hombre de la Halajá es el hombre de la ley y del principio, del
juicio y de la regla, y es por esto que dispone siempre, e inclusive
en horas de aflicción, de una referencia precisa, exterior a la
turbación de su persona y más allá del torbellino de la vida real,
referencia que le procura calma y tranquilidad. También el miedo
a la muerte, el cual se halla enraizado en su visión del mundo, es
vencido gracias a las reglas de la Halajá y transformado en objeto
de conocimiento. Y cuando la sombra de la muerte se reviste de
la forma objetiva de un objeto sometido a un sujeto, de una cosa
que se somete a un hombre, el temor de desvanece como un
sueño.
Mi padre, mi maestro, me contó que cuando el miedo a la
muerte asaltaba al R. Jayim, se entregaba con todas sus fuerzas
al estudio de las leyes de propagación de la impureza del muerto,
leyes que giran alrededor de difíciles y complejos
cuestionamientos acerca de la impureza de las tumbas, la
impureza de las tiendas, la impureza interrumpida, el
establecimiento de una separación ante la impureza, el problema
de un recipiente cubierto que se encuentra en la tienda de un
muerto, etc, etc. Estas reflexiones calmaban el temor de su alma
y la recubrían con un espíritu de alegría y gozo. Cuando el
hombre de la Halajá teme a la muerte, la única arma con la que
cuenta para comatir el pánico es la ley eterna de la Halajá. El
acto de objetivizar conquista lo subjetivo del miedo a la muerte.
La misteriosa relación que se establece entre el sujeto
cognocente y el objeto conocido, a pesar de ser de orden lógico
y no psíquico, conduce al individuo a considerarse el soberano
del objeto a conocer. El sujeto gobierna al objeto, lo humano a la
cosa. Conocer significa: el sometimiento del objeto y el gobierno
del sujeto. Por consiguiente, cuando el hombre teme a alguna
cosa o fenómeno, debe abordarlos con los principios del
conocimiento, y así logrará salvarse del pavor y el miedo. Por
medio del conocimiento adquiere el objeto que le provocaba
temor; él lo introduce en su dominio y en su posesión. El terrible
abismo se esfuma, la extrañeza desaparece, la alienación
concluye. Surge una relación amigable. El enemigo se transforma
en amigo; el adversario en camarada, en conocido.
y me parece que esta concepción fue la causa principal de la
oposición de los representantes de la Halajá, tales como R.
Hayim de Brisk, R. NZY Berlin (Neziv) de Wollozhin y otros
tantos, a introducir en sus escuelas talmudicas (Yeshivot) el
sistema de Musar de R. Israel de Salant. Este movimiento
representó en sus orígenes la concepción del hombre religioso
en general, orientada hacia la trascendencia y a una realidad
situada más allá del mundo concreto. El sentimiento de miedo,
de humillación, la melancolía típica del hombre religioso, la
negación de sí mismo, un examen de conciencia permanente, la
conciencia del pecado, un constante retorno sobre los
problemas, etc, fueron las líneas características y los signos
distintivos de la tendencia original del movimiento Musar. Era
habitual en Kovno y en Slobodka, los centros del Musar,
ingresar ante el crepúsculo del shabat en una atmósfera cargada
de tristeza y de nostalgia donde la personalidad del hombre se
desprendía de sus armas intelectuales, de su fuerza y de su
audacia, tornándose particularmente sensible y emotiva.
Entonces era costumbre entablar conversaciones acerca de la
muerte, sobre la vanidad del mundo, su insignificancia y fealdad.
Los hombres de la Halajá sintieron una actitud contradictoria
que atentaba contra el honor de la Halajá. El hombre de la Halajá
no teme y no se asusta de nada. ¡El nada en las aguas del mar
talmúdico el cual otorga vida a todo lo viviente! Si alguno ha
incurrido en una falta, entonces las reglas de la teshuba, del
arrepentimiento, acuden en su ayuda. Está prohibido
desperdiciar el tiempo en exámenes de conciencia, en la
observación del alma y el retorno incesante al sentimiento de
culpabilidad. Tal análisis psíquico no conduce ni a la creencia ni
al amor a Di-s, y lo principal, tampoco nos lleva al conocimiento
ni a la comprensión de la Torá. La Torá no se adquiere en un
marco de tristeza y melancolía. El ser espiritual debe someterse
enteramente al conocimiento de la Halajá y este esfuerzo salva al
hombre de la degradación. La creencia y el pavor, el miedo y el
estremecimiento que no están enraizados en la Halajá,
finalmente resultan inútiles.
Conocida es la respuesta dada por R. Jayim de Brisk a R. Y shaq
de Petersbourg, cuando el segundo propuso introducir el estudio
de Musar dentro de la Yeshivah de Wollozhin. R. Yzhaq Blaser
se apoyó en un pasaje talmúdico: “R. Levy hijo de Jama en
nombre de R. Shimon hijo de Laquish: se debe estimular siempre
al instinto bueno contra el instinto malo, como está dicho:
‘temblad y no pequeis’. Si lo logran, muy bien, si no, ocúpense
del estudio de la Torá. Si lo logran, muy bien, si no, que se le
recuerde el día de la muerte … “. Aparentemente, acentuó R.
Yzhaq que los sabios talmúdicos prefirieron el recuerdo del día
de la muerte al del estudio de la Torá, ya que a veces el estudio
no vence al instinto del mal mientras siempre lo logra el recuerdo
de la muerte. R. Jayim respondió: “A un hombre que sufre de los
intestinos se le aconseja tomar aceite de ricino aunque si se
diera de beber de este aceite a un hombre sano, enfermaría. Si el
villano del mal instinto atenta contra tí, si te encuentras sano de
espíritu, íntegro de caracter y conciencia, estudia la Torá y
arrastra a tu adversario hasta la Casa de Estudio. Mas si estás
enfermo de espíritu, la idiotez ha caído sobre tí y alguna
anomalía psíquica te afecta, entonces puedes recurrir al
medicamento más severo -el recuerdo del día de la muerte.
Nosotros, en Wollozhin, Gracias a Di-s, estamos sanos de
espíritu, íntegros con nuestro estudio, y no tenemos necesidad
de utilizar el aceite de ricino. Si los sabios de Kovno y de Kelm
deben recurrir a medicamentos tan amargos -que lo beban con
todas sus ganas mas que no inviten a otros a beber con ellos”.
En honor a la verdad se debe destacar que cuando el
movimiento Musar alcanzó signos de madurez en la Yeshiba
“Kneset Israel” bajo la influencia de R. Neta Hirsch Finkel, y en
la Yeshiba de Mir bajo la dirección espiritual de R. Yeroujam
Leibowitz, asumió un modo diferente y se aproximó a la
concepción de los grandes maestros de la Halajá. El miedo, el
temor y la melancolía cedieron paso a un estable sentimiento de
santificación y de alegría de vivir. El acto del conocimiento de
acuerdo a la Halajá, la búsqueda y la creación espiritual,
reemplazaron al sentimentalismo, la flojedad espiritual y la
mirada triste de los comienzos del movimiento Musar.
Por otro lado, el hombre de la Halajá demostró algunas veces
una alegría exagerada, un júbilo desprovisto de todo buen
sentido, una suerte de ebriedad espiritual y de regocijo vital
desbordante. Hay en el hombre de la Halajá un carácter solemne
(para utilizar el término de William James) que le impide ceder
extremadamente a una vida emocional y constituye un freno
para su espíritu, el que tiende a veces a derribar la barrera
de la reserva y la reticencia. Cuando el hombre de la Halajá se
encuentra alegre, sabe que la vida terrenal no es motivo de
regocijo exagerado. Es fiel al versículo que dice: “Alégrense con
temblor”. Mas también en horas de duelo y desaliento, en
momentos de dolor y de aflicción, no se doblega ante su desgracia
y no se entrega a la depresión ni a la desesperación. Existe en su
vida un equilibrio que recuerda la serenidad estoica, la idea del
camino medio de Aristóteles, la filosofía de Maimónides y de la
conciencia de lo necesario afirmado por las reglas de la Halaiá.
“Quien no se comporta durante el duelo (de un muerto) como lo
indicaron nuestros sabios es un hombre cruel… y quien se
lamenta exageradamente (mucho más que el común de los
hombres) no es mas que un insensato” (Maimónides, Hiljot
Abelut 13: 11). Tal es el criterio del hombre de la Halajá en lo
concerniente a lo afectivo. Por esta razón no estaban de acuerdo
los grandes maestros de la Halajá con las rondas y las danzas, el
libertinaje y la ebriedad (aunque fueran en nombre de los Cielos).
Cuentan sobre el Gaón de Vilna que estaba particularmente
alegre en la noche de Simjat T ora, a la hora de las akafot.
Bailaba, aplaudía, y cantaba jubilosa y entusiastamente. Sin
embargo, hacia el fin de las akafot, es decir, hacia el fin de las
danzas, regresaba progresivamente a su estado de calma y
tranquilidad. Cuando murió el hermano del Gaón, éste recibió la
noticia del fallecimiento durante el día sábado: no se inmutó ni
esbozó ningun signo de tristeza. Una vez pronunciada la
havdalá, la cual señala la finalización del sábado, rompió a llorar.
Relatan también que la tan amada hija del R. Elihau de Projinas
enfermó un mes antes de contraer matrimonio y pocos días más
tarde entró en estado de coma. Ante este hecho, el hijo del R.
Elihau entró a la sinagoga en el momento en que su padre rezaba
en público envuelto en el talit y en sus tefilín, y le comunicó la
amarga noticia que su hija agonizaba. Entonces, R. Elihau entró
al cuarto de su hija y preguntó al médico cuánto tiempo
demorarían los dolores de la agonía. Una vez obtenida la
respuesta regresó, se quitó los tefilín (de Rashi) y se envolvió
rápidamente con los tefilín de Rabenu Tam ya que una vez que
su hija muriera recaerían sobre él las leyes del deudo (“onen”) y
estaría exento de todos los preceptos. Una vez que se quitó los
tefilín, los guardó en sus estuches, e ingresó al cuarto de su
amada hija para acompañarla en su último momento. Hay aquí
una gran firmeza espiritual, la aceptación de la decisión divina
con amor, la conciencia plena de la regla y de la ley, del poder y
la fuerza de la Halajá, y una fe sólida como la roca.

11

Ciertamente que tales disposiciones ejercen influencia sobre la
evolución de la individualidad del hombre de la Halajá. Su
caracter revela un aspecto peculiar, su independencia crece y se
afirma, y toda la esencia de su alma se marca de los signos
distintivos de una personalidad perfeccionada. La voluntad del
religioso en general de deshace paso a paso, su individualidad
parece apagarse ante su aspiración de integrarse a la realidad y
unirse al infinito; el hombre de la Halajá, por el contrario, proteje
su personalidad, su particularidad y el dominio íntimo de su
alma. También la personalidad forma parte de la realidad
concreta que la Halajá purifica y santifica. Por lo general, donde
domina la ley moral, la individualidad se refuerza y desenvuelve.
Ya aclaramos más arriba que el hombre religioso oscila entre dos
polos opuestos -la anulación de su ser, por un lado, y por el otro
la elevación de su alma hasta un nivel trascendental. Pero
inclusive cuando se eleva hacia las alturas trascendentes, no
existe en esta elevación o en este encumbramiento ningun trazo
de individualidad sino, por el contrario, la identificación con lo
infinito y la comunión con las esferas superiores. El hombre de la
Halajá, contrariamente al hombre religioso, establece una
personalidad concreta con los pies asentados en tierra.
Conocido es lo dicho por Kant que la ley moral es lo que da al
hombre la fuerza de enfrentar a la gigantesca realidad sin perder
su personalidad. La ley a priori conforma el caracter estable del
hombre e imprime su marca sobre su rostro. Los trazos del
rostro de un sabio atestiguan acerca de la dureza de su espíritu y
de su extraordinaria elevación. Todo su ser habla del honor de
su especificidad y su unicidad. El hombre de la Halajá participa
de una aristocracia y de una nobleza de espíritual. El IJO es del
tipo receptivo del religioso en general, el cual aguarda la
revelación de la verdad y la inspiración. No busca una irrupción
de lo trascendente, del espíritu divino, o de exitantes
experiencias que lo conecten con otro mundo. No precisa de
ningún milagro ni maravilla para entender la Torá. El se
aproxima al mundo de la Halajá con su mente y su inteligencia,
como el hombre del conocimiento; y desde el momento en que
se apoya en su mente confía y se apoya en ella, no intenta
dominar su fuerza psíquica a fin de unirse a una existencia
superior(*). Su mente decide acerca de los grandes problemas,
los más duros y dificultosos. No presta atención a las
sugerencias de su intuición y a las demás alusiones misteriosas.
El hombre de la Halajá es espontaneo y creativo. No pertenece
al grupo de los abatidos, ni al de los sumisos o humillados. Ni la
humildad ni la modestia lo caracterizan especialmente. Por el
contrario, lo distingue su espíritu resuelto. Combate por cada
ínfimo detalle de la Halajá, no sólo por temor al pecado sino por
amor a la verdad. No conoce otra autoridad ni magisterio fuera
de la razón (naturalmente, sobre la base de los principios de la
tradición). Desprecia la complacencia y el oportunismo, la
flaqueza de espíritu, la blandeza racional y el renunciamiento en
materia de leyes y religión.
La independencia espiritual suele alcanzar una altura
inimaginable para cualquier otra religión. El Talmud, en su
tratado de Baba Metzía, cuenta que debido a la duda en el caso
en que la mancha precede a la aparición del cabello blanco (en
un leproso) o viceversa, discutieron El Santo Bendito Sea y la
Escuela Talmúdica celestiaL Di-s dijo: tal hombre es puro,
mientras que la Escuela dijo: tal hombre es impuro. ¿Y quién
decidió en tal disputa?: Rabba, hijo de Najmani. Un mortal de
carne y hueso decidió entre Di-s y la Escuela Talmúdica celestiaL
Cuando R. Eliezer y los sabios discutieron acerca del proceder
ante un horno de Aknaí, una voz celestial exclamó: “¿Por qué
discuten ustedes con R. Eliézer? ¿Acaso no saben que la Ley
concuerda siempre con su posición>, Entonces se paró R.
Yehoshua y exclamó: “La Torá no está en los cielos pues fue
entregada en el Monte Sinaí, por lo tanto no prestamos atención
a las voces celestiales”. Entonces Di-s sonrió y proclamó: “me
han vencido, hijos, me han vencido”. Un profeta que afirma
“sobre alguna de las leyes de la Torá que Di-s le ordenó que la
leyes de tal manera y que la Halajá concuerda con tal posición
Viviente? ¿Acaso late dentro de su alma la exaltación y la pasión
por Di-s?
El hombre de la Halajá es capaz y apto para entregarse a
experiencias religiosas absolutamente maravillosas. Sin embargo.
el más profundo entusiasmo religioso lo atrapa tras lograr el
conocimiento, una vez adquirida cierta sabiduría sobre el mundo
ideal de la Halajá y de su reflejo en el mundo real. Y como esta
experiencia es dable sólo tras una fina crítica y una penetrante
observación, su intensidad es formidable. ¿A qué se parece esto?
A un físico que se ocupa de fórmulas matemáticas, de leyes de
mecánica, de fenómenos electromagnéticos, de las leyes de la
luz, etc; ata cabos, paso a paso, número a número, hace cálculos
complejos y difíciles expuestos en cantidades matemáticas,
ideales, que aparentemente nada tienen de la riqueza del mundo
animado y del esplendor de la magnífica naturaleza.
Aparentemente nos resulta que todas estas cantidades no tienen
relación alguna con la realidad. Números ideales y abstractos,
imperceptibles ante los sentidos; números que sólo adquieren
significado dentro del mismo sistema, y que simbolizan la imagen
de lo real. ¿Y acaso el físico no se entusiasma ante el acto del
conocimiento aplicado al mundo? ¿Acaso no se maravilló
Newton ante el esplendor del universo al descubrir la ley de la
gravedad o, junto a Leibniz, el calculo diferencial e integral?
Progresivamente y graduálmente, paso a paso, número a
número, de cantidad en cantidad, de función en función, de ley
física en ley física, y gracias a la creatividad del científico, surge un
mundo ordenado, preciso y claro, marcado por el sello del
espíritu creador, de la pura razón y del conocimiento límpido. A
través de este orden determinado escuchamos un canto nuevo,
el canto de la creación al Creador, de lo creado al Hacedor. No
solamente la sensación cualitativa de la luz -con la riqueza de sus
colores y el abanico de sus tonalidades- eleva su cántico a Di-s
sino también las ondas cuantitativas, producto del conocimiento
científico. No sólo el universo cualitativo eleva una canción sino
también el cuantitativo. A través de las fórmulas y leyes se
descubre una creación más elevada y perfecta que las de
Leonardo de Vinci o Miguel Angel. Tal vez la vivencia del
hombre del conocimiento carece de la dinámica de la emoción y
el estremecimiento de la estética; probablemente esté
desprovista de las arrogantes marcas del éxtasis y de la agitación
del entusiasmo -sin embargo es más profunda y lúcida. Esta
vivencia no florece y se marchita como las experiencias basadas
sólo en el sentimiento oscuro de un alma perturbada. Tampoco
se trata de una vivencia efírmera, mutante y pasajera sino de un
sentimiento enraizado, fijo, y de naturaleza constante.
Así también es el hombre de la Halajá; su vivencia religiosa es
completa y madura cuando llega a conocer al mundo a través de
la Halajá. No participa de las danzas que marcan el comienzo de
una festividad ni grita en sus plegarias durante los días solemnes;
lo cual no indica que no se apasiona ante la santidad del día ni
que no experimenta una intensa emoción religiosa. El hombre de
la Halajá, quien conoce a fondo la santidad del día y la esencia
del Día del Perdón, conoce los detalles de las leyes de Pesaj y las
múltiples ordenanzas de la noche del Seder -cánticos, pan ázimo,
hierbas amargas, recitación de la salida de Egipto, etc-no está al
margen de una poderosa vivencia religiosa. Esta vivencia acude,
sin embargo, tras una observación contemplativa sin por esto ser
menos significativa que la del religioso en general. La suya es una
vivencia discreta, reservada y noble, aunque fuerte como la roca.
Y en general es posible establecer que toda experiencia religiosa
basada en un amplio y profundo conocimiento es siempre más
coherente, intensa y perdurable. Solemos despreciar la
religiosidad que se alcanza tras el conocimiento considerándola
un tanto pálida, delicada y secreta. Sin embargo, estos signos
sólo son señal de bendición. También el hombre de la Halajá tras
perfeccionar su mundo ideal por medio de leyes, reglas,
preceptos, ordenanzas y decretos, y estableciendo restricciones
y rigurosas reglamentaciones, precisiones y detalles, no se
detiene ni se enclava en lo particular sino que se eleva hacia una
actitud global, rumbo a la idea de la perfección. También el
hombre de la Halajá con sus manos inmersas en un número
incalculable de leyes y de reglas, construye un sistema de
pensamiento que abarca la realidad toda. “Quien va por el
camino … e interrumpe su estudio para afirmar: ¡qué bello es ese
árbol! o ¡cuán hermoso aquel campo labrado!, compromete su
existencia”. El conocimiento precede a la admiración. Quien se
entusiasma antes de conocer a fondo y antes de concluir su
estudio, compromete gravemente su alma. El eco del amor
intelectual resuena y se deja oir, y cuán hermoso es éste eco
cuando el hombre aspira al Di-s Viviente y no a una substancia
infinita marcada por el determinismo.
La aproximación a Di-s también se logra a través de la Halajá. En
primera instancia el hombre de la Halajá conoce a Di-s por
intermedio de Su Ley, gracias a la verdad del conocimiento de la
Halajá. Hay una verdad dentro de la Halajá, una teoría del
conocimiento halájico y un pensamiento halájico extremada-
mente evolucionado. Existen en la Halajá principios
epistemológicos; hay una ciencia de la Torá muy diversificada. Y
todos estos principios se encuentran enraizados en la voluntad
divina, quien dispensa la Torá. No se trata de una aproximación
practica-moral como las de Kant y Hermann Cohen sino una
actitud teorética normativa. Desde el mundo ideal, dentro del
cual la creación y la norma se funden, el hombre se eleva en
dirección a Di-s. No precisamos de pruebas ni milagros que
aseguren la existencia de Di-s, pues la esencia de la Halajá es
testimonio suficiente de su creador. Sin embargo existe también
en la Halajá una aproximación practica a Di-s a través del
cumplimiento concreto de los preceptos, aunque esta postura es
desplazada por la primera. La relación principal con Di-s es la
teórica normativa ideal que gobierna la relación entre Di-s y el
hombre de la Halajá.
El hombre de la Halajá no se extiende en palabras. El
pensamiento y la palabra, la reflexión expresada y el
pensamiento interno, el logos como pensamiento y el logos como
verbo: antiguos problemas en la historia de la filosofía. La lógica
y la gramática, la enunciación lógica y la enunciación gramatical,
constituyen un dificultad sobre la que mucho se escribió. El
hombre del conocimiento prefiere el pensamiento a la palabra, la
lógica a la frase. No se extiende en fórmulas ni expresiones. El
idioma no constituye una meta en si misma sino un instrumento
para analizar el pensamiento. Cuando el hombre del
conocimiento emplea el lenguaje se esfuerza por no multiplicar
los términos. Por el contrario, el pensamiento supera al idioma,
las ideas al lenguaje. Si un pensamiento puede ser expresado en
tres palabras no es necesario hacerlo utilizar cuatro. Las
explicaciones complementarias no contribuyen a la clarificación
sino sirven para oscurecer el contenido. El hombre del
conocimiento verifica que a cada término corresponda
exactamente un contenido cognitivo ‘oculto. Los nombres y las
fórmulas no remplazan ni al pensamiento ni a la reflexión. Un
pensamiento madura y se completa -y entonces viene el
discurso. El logos pensante antecede al logos de la palabra.
En este punto el hombre de la Halajá se asemeja al hombre del
conocimiento. Dueños de tales cualidades son Rashi,
Maimónides, el Gaón de Vilna y R. Jayim de Brisk. Ellos se
restringieron en palabras para extenderse en pensamientos.
Cada detalle de los comentarios de Rashi comprende un
sinnúmero de reglas; lo mismo sucede con el Mishné Torá de
Maimónides. La indicación “[reflexiona!” utilizada por el Gaón de
Vilna en sus comentarios comprende innumerables pensa-
mientos. En los escritos de R. Jayim, cada frase constituye un
manantial ininterrumpido de novedades y conocimiento. El
hombre religioso, cuando es asaltado por el éxtasis, eleva
canciones y poemas sin prestar atención a las expresiones ni a
las formas del lenguaje. El hombre de la Halajá no exagera en la
expresión de poemas. No porque desconfíe de tal modo sino
porque rinde culto a su Creador con el pensamiento halájico
puro, el conocimiento preciso y por intermedio de una lógica
clara. No desperdicia su tiempo pronunciando cánticos y
alabanzas. El conocer la Torá -éste es el culto más sagrado y
elevado. Rinde culto a su Di-s descubriendo la verdad de la
Halajá, hallando soluciones a los interrogantes, y eliminando
dificultades.
Sucedió que en una oportunidad entró mi padre a la sinagoga
durante Rosh Hashaná y me encontró recitando salmos junto a
la comunidad. Tomó de mis manos el libro de los salmos y me
entregó el tratado talmúdico de Rosh Hashaná. Luego me dijo:
“Si tu intención en éste momento es servir al Creador, estudia
las leyes concernientes a la santidad del día”. R. Jayim de Brisk
estudiaba Torá en el momento de la recitación de poemas
durante los días del Juicio: durante Rosh Hashaná profundizaba
en las leyes del shofar, y en el Día del Perdón en las leyes
concernientes al ritual del día. El Santo Bendito Sea está sentado
y estudia Torá “y no tiene Di-s en Su mundo sino los cuatro
codos de la Halajá”. El estudio de la Torá no es un medio para
alcanzar otra meta sino la aspiración de las aspiraciones y el
fundamento de todos los fundamentos.
“El principio de servir a Di-s por el acto mismo de hacerlo
(“lishmá”) se aplica sobre todo al amor de la Torá y al esfuerzo
por profundizar en su contenido. Sin embargo, si alguien piensa
que la exigencia de “lishrná” se aplica a la comunión con Di-s, y
se considera segun su idea y su imaginación piensa que .. (*). Mas
nada tiene que ver con esto. El Midrash precisa que David
solicitó que quien recite sus salmos sea considerado como aquel
que estudia ciertos pasajes difíciles del Talmud concernientes a
problemas de impurezas. Se infiere de aquí que es estudio de
dichos pasajes talmúdicos son de mayor valor, y en ningun lado
vemos que Di-s halla aceptado tal demanda. Lo escencial del
estudio no consiste en preocuparse tan solo en la comunión sino
alcanzar a través de la Torá los mandamientos y las ordenanzas;
conocer cada uno de los elementos a fondo, generalidades y
detalles. E inclusive el hablar sobre todo esto es en función del
estudio mismo: para comprender y agregar significado y
cuestionamientos, como en lo concerniente a las leyes sobre los
daños y no sólo por la comunión como ciertos individuos
afirman. Por lo tanto resulta necesario a veces discutir los
argumentos susceptibles de ser usados por los tramposos, y
aunque en tal momento el estudio no está dirigido directamente
a la creencia en Di-s, todo el estudio se efectua en honor a El. Y
cuando un hombre se vuelca al estudio de la Halajá, la presencia
divina lo acompaña en esta hora, tal cual lo dicho por los Sabios.
del Talmud: “Di-s no posee nada en éste mundo mas que los
cuatro codos de la Halajá”. Todo lo expresado anteriormente
pertenece al libro del R. Jayim, discípulo del Gaón del Vilna y
fundador de la Yeshivá de Wollozhin, y me parece que no
precisan de mayores comentarios.
El hombre de la Halajá no se acobarda ante nadie, no precisa de
cumplidos ni de la aprobación de la masa. Si observa que la
gente de calidad disminuye, se reviste con su capa, se envuelve
dentro de su shall y se retira dentro de los cuatro codos de la
Halajá. El sabe que la verdad dirige su camino y que la Halajá
ilumina su senda. Su alma se . horroriza ante el ocioso, el
holgazán y el que desperdicia su tiempo. El temor a Di-s que no
está basado en el conocimiento de la Torá no es importante ante
sus ojos. No hay creencia sin conocimiento, y no hay culto a Di-s
sin conocer la verdad de la Halajá. “Un inculto no teme al
pecado ni un ignorante puede ser justo” (Pirke Abot). La tan
antigua máxima socrática según la cual la moralidad reposa
sobre el conocimiento, concuerda con la postura del hombre de
la Halajá.
En cuanto a la verdad, es única, total y absoluta, y ni siquiera
puede ser sacrificada por una causa elevada. El no comprende
los caminos de la política ni tampoco está prevenido ante la
realidad de este mundo. No renuncia a tan sólo un detalle de la
Halajá inclusive en aras de un importante proyecto. Aquí no se
descubre el fanatismo religioso del religioso en general sino el
fanatismo particular del hombre de la Halajá -fanatismo en favor
de la verdad transmitida por Di-s. El hombre de la Halajá no
sólo que no es permisivo en lo referente a la ley sino que tam-
poco es más riguroso que la exigencia de la misma. La verdad
reclama justicia tanto del permisivo como del exageradamente
severo.
Sucedió que R. Jayim de Brisk se encontró con otros grandes
maestros en un hotel de la ciudad de Petesburgo. Surgió allí una
discusión sobre los niños incircuncisos -si sus nombres debían
ser contados en los registros civiles de la comunidad judía.
Todos los rabinos dijeron: “Por supuesto que está prohibido
inscribirlos en los libros comunitarios pues no están
circuncidados” (por este medio pretendían obligar a los
asimilados a circuncidar a sus hijos). Opinó entonces R. Jayim:
“Maestros, enséñenme la ley que enseña que un incircunciso no
forma parte de la comunidad de Israel. Se que un incircunciso
tiene prohibido comer de los sacrificios y de las ofrendas mas
jamás he aprendido que no posee la santidad de un miembro de
Israel. Si alcanza la edad adulta sin circuncidarse a si mismo es
considerado culpable, mas también los son quienes ingieren la
grasa, la sangre o violan el Shabat. ¿Por qué entonces la
aplicación de tal severidad para el incircunciso y no para quien
viola la santidad del sábado? Por el contrario: un niño recién
nacido es libre de todo pecado y es su padre quién no ha
cumplido con su obligación”. Desde un punto de vista político y
táctico, y debido a las necesidades del momento, no caben
dudas que los rabinos contaban con la razón; estrictamente de
acuerdo a la ley, R. Jayim no estaba equivocado. Y el no
sacrificó la verdad de la Halajá inclusive por atender una idea
eminente.
El hombre de la Halajá realiza la Torá en la práctica sin
renunciamientos, concesiones, ni rodeos pues su realización es
su sueño y su ideal más elevado. Cuando logra materializar la
Halajá ideal dentro de su propia vida real, se aproxima al nivel
del “hombre de Di-s”, profeta del Eterno -creador de mundos.
Por lo tanto los ideales de justicia que descendieron al mundo
con la Torá se realizan íntegramente por el hombre de la Halajá.
El hombre de la Halajá no teme ante nadie ni se atemoriza frente
a un hombre de carne y hueso puesto que es creador de nuevos
mundos y socio en la creación divina. Al no temblar ante nadie,
no es infiel a su misión ni profana lo sagrado. Se ubica en el
mundo concreto, con sus pies asentados sobre la realidad; mira
y observa, escucha y atiende, y protesta públicamente contra la
explotación del pobre, el robo al indigente y el agravio causado a
los desamparados. Los ricos no son tomados en cuenta: es el
padre de los huérfanos y el juez de las viudas.
El rabino Meir Berlin me contó que una vez consultó al R. Jayim
de Brisk acerca del rol del rabino. Este le respondió: “Intervenir
en favor de los desamparados y los desposeídos, defender el
honor de los menesterosos y salvar a los oprimidos de las manos
del tirano”. No se refirió a la enseñanza ni a la actividad política
sino a la realización de los ideales de justicia. Este es el rol de un
rabino y de un maestro de Israel. La concreción de los ideales de
justicia es cumplimentar el deber de la creación impuesto al
hombre, la transformación del universo y la transfiguración de lo
creado de acuerdo al modelo de la Halajá. Ningún rito religioso
posee valor alguno si las leyes de justicia y sus principios son
violados y pisoteados por el orgullo. “Un precepto cumplido
gracias a una transgreción” no tiene significado alguno. “Pues
Yo, el Eterno … aborrezco la rapiña y el crimen” (Isaías 61: 8). La
opresión provoca que la plegaria del ejecutante no sea aceptada
en los cielos. El sufrimiento de los pobres, la aflicción de los
necesitados, de los humillados, toman la recompensa de
numerosos preceptos. “Quien avergüenza a su prójimo en
público no es acreedor de ingresar al mundo venidero” (Talmud,
Tratado de Baba Metzía): quien ha pecado contra su prójimo ni
el arrepentimiento ni el Día del Perdón pueden limpiar su culpa
hasta que acepte las disculpas su semejante. No encontramos en
la Halajá la dualidad característica en otras religiones que
distinguen entre el devoto que ruega a Di-s en un ambiente de
solemne santidad y quien comercia junto a sus semejantes en el
mercado. Acentuamos anteriormente que el rostro del judaísmo
no se encuentra orientado hacia arriba sino hacia abajo. La
Halajá no persigue una trascendencia celestial o una elevación
abstracta y misteriosa. Esta observa la realidad concreta e
inmediata sin distraerse de la misma. El hombre de la Halajá no
establece dominios especiales -dominio de eternidad por una
parte, dominio de presente por otra- sino, por el contrario, se
esfuerza por hacer descender la eternidad al tiempo. No ingresa
a terrenos de pura y secreta trascendencia inclusive al
presentarse ante su Creador con ruegos y plegarias. Cuando el
hombre de la Halajá ingresa a la sinagoga o a la casa de estudio,
no se enajena de la vida cotidiana. Sus ruegos están repletos y
colmados de pedidos relacionados con las necesidades
corporales: salud, prosperidad, libertad política, buen pasar y
paz. La extraña dualidad perceptible en otras religiones proviene
de la. separación de dominios y la delimitación de distintos
sectores de la actividad humana. El religioso común establece
límites estrictos e intangibles: hasta aquí el dominio de lo
celestial-divino-trascendental, de aquí en adelante el dominio de
lo terrenal y lo material. Cuando este reza en la casa de oración,
prosternado, con sus manos y piernas extendidas sobre los
mármoles helados, y pronuncia: “non mea voluntas sed tua fiat”
(que Tu voluntad se cumpla y no la mía), en ese preciso
momento no pertenece a este mundo, rico en propiedades y
fábricas, el mismo que impone trabajo forzado a humildes
trabajadores y cuyas manos se encuentran muchas veces sucias
de la sangre de indigentes. Por un lado la plegaria y por el otro la
vida concreta. A la iglesia asiste con espíritu decaído y con el
corazón quebrantado, humilde y sumiso. En medio de una
atmósfera religiosa, colmada de los humos del inciencio, de los
ecos de cánticos de serafines y ángeles, él se desprende de su
orgullo y su caparazón para revestirse de humildad; pos terna sus
rodillas y su espíritu. Sin embargo, al salir nuevamente de la
iglesia, a la calle ruidosa y asediante, retorna a su estado
primitivo, a su egoísmo anterior y a su orgullo, y el reino de los
cielos pierde todo contacto con el reino de la tierra. No se trata
de hipocrecía e impostura religiosa sino de un extraño y oscuro
dualismo del alma, completamente insondable.
El hombre de la iglesia y el hombre de la calle constituyen dos
personalidades diferentes sin absolutamente nada en común.
Muchos tiranos se postraron devotos y sumisos ante la cruz,
anulando su personalidad, confesaron llorando sus pecados, y
casi al tiempo, al salir de entre las cuatro paredes sombrías del
templo, ordenaron la muerte de inocentes. Una supresión de la
identidad psíquica resulta aquí aparente. Mas la Halajá no sabe
de diferencias esquizofrenias ni de fragmentaciones espirituales;
tampoco distingue entre un hombre rindiendo culto en la
sinagoga y uno inmerso en la dura lucha cotidiana. La Halajá es
de la opinión que el hombre se encuentra ante Di-s no sólo
dentro de la sinagoga sino también en medio de la calle, en su
casa, al andar por su camino, al acostarse y al levantarse. “Las
leyes que te prescribo hoy … meditarás en ellas en tu casa y en tu
camino, al acostarte y al levantarte”. La diferencia esencial entre
el hombre de la Halajá y el religioso en general reside en que, en
su religiosidad, el segundo otorga preferencia al espíritu sobre el
cuerpo, al alma sobre la materia, mientras que el primero desea
consagrar al hombre fisiológico-biológico como héroe y
representante de la religión. Debido a esto toda noción de culto
en el judaísmo se reviste de un significado totalmente diferente.
El judaísmo no conoce el culto común entre los hombres
religiosos -actividad religiosa no racional destinada a elevar al
hombre de la realidad concreta. El culto a Di-s, de acuerdo a la
concepción de la Halaiá, (exceptuando el estudio de la Torá)
existe a través de la concreción de los principios halájicos dentro
de la realidad. Los ideales de justicia son las líneas directrices de
esta concepción. La aspiración del hombre de la Halajá es
transformar el universo en un reino de bondad y justicia – la
aplicación de la creación ideal a priori, cuyo nombre es Torá (o
Halaiá), en los dominios de la vida concreta. La Halajá no se
reduce a los confines sinagogales sino que penetra en cada
rincón de la vida. El mercado, la calle, las fábricas, los negocios,
el hogar, los salones de reunión y de fiestas, etc, son también el
marco para el desarrollo de una vida religiosa.
La sinagoga no ocupa un lugar central en la religión israelí. El
judaísmo liberal, al expulsar la presencia divina de la vida diaria,
la confinó exclusivamente al ámbito sinagoga\. La Halajá (la
judaicamente fiel a sus raíces), al incluír la presencia divina al
mundo concreto, no gira alrededor de las sinagogas y las casas
de estudio. Consituye en si misma un pequeño santuario; el
santuario verdadero es la vida diaria en la que la Halajá se
realiza. Los grandes de Israel, maestros de la Halajá, advierten a
través de su esplendor moral y su majestad acerca de 10 antes
dicho. No tendría fin el comenzar a relatar, por ejemplo, el
comportamiento de Rabi Jaym destinado a concretar las ideas
de justicia y rectitud. Sólo quisiera cerrar este capítulo con un
breve relato.
Sucedió que dos hombres murieron en Brisk el mismo día.
Durante la mañana falleció un humilde zapatero que su vida
entera trabajó en una oscura callejuela, y cerca de mediodía
falleció un notable millonario. De acuerdo a la Halajá debe
enterrarse en primer término a quien fallece primero. Sin
embargo, los miembros de la Jevra Kadisha, quienes recibieron
una importante suma de dinero de los herederos del rico,
decidieron ocuparse en primer lugar del segundo fallecido, pues
¿ quién intervendría por el pobre zapatero? Cuando esto llegó a
los oídos de Rabi Jaym, los advirtió, por medio de un enviado del
tribunal rabínico, que no se atrevieran a ejecutar tan vergonzoso
acto. Los miembros de la Jevra Kadisha hicieron caso omiso a
las advertencias y continuaron ocupándose del millonario. Tomó
entonces Rabi Jaym su bastón, se encaminó hasta la casa del
fallecido y echó de allí a los que se ocupaban del entierro. Rabi
Jaym triunfó, y el pobre zapatero fue enterrado en primer
término. Los enemigos de Rabi Jaym crecieron y aumentaron.
Sin embargo, así se comportaron los verdaderos hombres de la
Halaiá, cuyos actos y enseñanzas fueron una misma y única
cosa.

11. Su poder creativo
A
El hombre de la Halajá aspira a crear y a renovar el estudio de la
Torá a través de nuevos descubrimientos en el campo de la
exégesis bíblica. “El Santo Bendito Sea … en las discusiones de la
Torá”, y no debe entenderse lo anterior como discusiones sino
como descubrimientos. Los descubrimientos no deben limitarse
a lo teórico sino que puede también extenderse al campo
práctico, al mundo real. El anhelo del hombre de la Halajá es
reparar las carencias de la cración al adaptarse a un plan ideal y
materializar en su interior una cración más elevada y hermosa. El
sueño de una transfiguración es la idea central en la conciencia
halájica – conformada a su vez por la importancia concedida al
hombre como socio de Di-s en la cración, y como creador de
mundos. En todas las tendencias judías se descubre una
profunda aspiración por la creación y la transformación de la faz
del universo. Y si analizamos la máxima finalidad del judaísmo, el
te los de la Halajá en la diversidad de todos sus aspectos, nos
está prohibido olvidar que la visión maravillosa de la cración de
nuevos mundos es la visión escatológica y la realización última
de todas las esperanzas judías.
De acuerdo a la Halajá, la Torá constituye un cuerpo de leyes y
de principios legales. También los relatos bíblicos vienen a
enseñamos leyes para el porvenir. “Las palabras de los sirvientes
de los patriarcas son más importantes que las leyes de sus
descendientes. El relato de Eliezer ocupa un lugar considerable,
es contado y repetido; las leyes de impurificaciones de reptiles
son aprendidas por alusión” (Génesis Raba, 60). No existe en
nuestra Torá ni tan solo una letra superflua ni un solo término
inutil. De cada punto penden enseñanzas fundamentales de la
Torá, y de cada letra se desprenden leyes prácticas para las
generaciones venideras. Desde el principio al fin la Torá está
repleta y colmada de leyes, ordenanzas y preceptos. Los sabios
cabalístas disciernen en nuestra Torá sugerencias, secretos y
enigmas concernientes a todo lo viviente; misterios, revelaciones
metafísicas y físicas. Los sabios de la Halajá descubren cuerpos
de leyes, principios prácticos, ordenanzas y decretos. “Los actos
de los ancestros sirven por señales para sus descendientes”
(Talmud, Tratado de Sotá 34a). Tales señales, visiones del
futuro, constituyen leyes precisas. El hombre de la Halajá
considera cada misión un deber a cumplir, en cada promesa una
norma específica y en cada visión escatológica un imperativo por
generaciones (el precepto de participar en la realización de la
profecía). Tanto los diálogos de los esclavos, las pruebas
impuestas a nuestros patriarcas y la suerte corrida por las tribus,
enseñan a sus descendientes la sabiduría de la Torá y sus reglas.
Las conversaciones de los sirvientes constituyen enseñanzas
para los descendientes de los patriarcas.
Cuando la Torá se extiende en el relato de la creación del
universo y nos cuenta sobre el modo en que cielo y tierra fueron
creados, no pretende descubrimos secretos cosmogónicos y
misterios metafísicos sino que busca enseñamos leyes prácticas.
El relato de la creación establece leyes equivalentes a las leyes de
santidad del Levítico o las reglas sociales del Exodo. Si la Torá
relata los actos de cración que anteceden a la aparición del
hombre, una ley evidente surge de este hecho: recae sobre el
hombre la obligación de ocuparse de la obra de creación y
renovarla.
No gratuitamente pertenece al judaísmo el “Libro de la
Creación” -Sefer Haietzirá- , donde quien estudia y profundiza
permanentemente en él puede crear y destruir mundos. “Dijo
Rava: Si los justos lo desean pueden crear mundos, como está
escrito “porque vuestras transgresiones separaban entre ustedes
y vuestro Di-s” (Isaías LIX, 2) (Rashi explica que en el caso de no
existir transgresiones no existe diferencia alguna).
El apogeo de la perfección moral y religiosa a la que aspira el
judaísmo es la del hombre como creador.
Cuando el Santo Bendito Sea creó el Universo reservó un sitio
para su criatura -el hombre- a fin de asociarlo a Su obra. Es
como si Di-s voluntariamente hubiese atentado contra la
perfección de la creación a fin de permitir al hombre mejorarla y
corregirla. Al transmitir al hombre los misterios de la cración a
través del Libro de la Creación, no lo hizo sólo para que este lo
estudiara sino para que prosiguiera con la obra de creación.
“Cuando Abraham comprendió, y formó, moldeó, purificó, creó,
indagó y pensó, y finalmente todo le resultó, entonces se le
reveló el Eterno supremo, lo llamó amado y concertó con él un
pacto” (Fin del Libro de la Creación). La misión del hombre es
“formar, moldear, purificar y crear” transformando el vacío de la
existencia en vivencia acabadas y santificadas en la que se
encuentren grabados los nombres divinos.
“Pero la tierra estaba desolada y vacía, y las tinieblas estaban
sobre la faz del abismo … Y dijo Di-s: “Haya luz” y hubo luz … e
hizo separar la luz de la oscuridad. Y llamó Di-s a la luz Día y a la
oscuridad la llamó Noche … y dijo Di-s: “Haya una expansión en
medio de las aguas que separe unas de otras … Y dijo Di-s:
“Reúnanse las aguas que están debajo del cielo en un lugar y
aparezca lo seco”… y llamó Di-s a lo seco Tierra y a la
acumulación de aguas la llamó Mares … “(Génesis 1).
Cuando Di-s dio forma al universo no anuló por completo la
desolación y el vado, el abismo y la oscuridad, sino que dis-
tinguió entre la realidad completa, plena, y las fuerzas negativas,
el caos y la confusión, imprimiendo fronteras definitivas y leyes
eternas. Fue el judaísmo quien proclamó el principio absoluto de
la creación ex-nihilo y, por lo tanto, la desolación y el vado, el
abismo y la oscuridad, y también la nada relativa fueron creados
por Di-s antes de la créación del mundo ordenado y hermoso.
“Un filósofo preguntó a Raban Gamliel: Un gran creador es
vuestro Di-s, solo que encontró buena materia preparada para
su ayuda: desolación, vado, oscuridad, viento, agua y abismos.
A lo que respondió: [Maldito seas! La Torá enseña
explícitamente que todo fue creado por Di-s: “Desolación y
vado”: “hace la paz y crea el mal” (lsafas 7); “oscuridad”: “hace
la luz y crea la oscuridad” (idem); “viento” “quien da forma a las
montañas y crea el viento” (Amos 4); “abismos” “cuando no
existían los abismos fui creada” (Proverbios 8) (Génesis Raba 1,
12). Todos estos elementos “preexistentes” fueron creados con
el fin de darles existencia y mantenerlos dentro del mundo. Su
creación no es vana; tienen una función en la creación.
La fuerza de la “nada” relativa se sobrepasa a veces de sus
Iímites pretendiendo revelarse al significado impuesto por Di-s e
intentando devolver al mundo al caos original; sólo la ley
restringe esta fuerza y se interpone ante ella. La palabra ley -en
hebreo de raíz j. o. q- es de la misma raíz que la palabra gravar:
gravar un límite, establecer designaciones y delimitar los
dominios que separan la realidad de la “nada”, la formación del
abismo y la creación del vado. “Cuando estableció los cielos …
cuando El puso un círculo sobre la faz del abismo” (Jaguigá 12a).
Hasta el Ifmite establecido por el Creador, se extiende la
naturaleza ordenada y armoniosa; más: allá, el abismo, el
desierto, la oscuridad, y la nada informe y desordenada.
Sin embargo la fuerza de la “nada” relativa suscita el mal; el
abismo fomenta el dolor y el desorden, y el desierto y el vado
acechan sobre la oscura realidad e intentan infiltrarse a fin de
deteriorar la imagen de la creación. “Tú la cubriste con el mar
profundo como una vestidura. Las aguas desbordaron las
montañas. Ante Tú reprensión huyeron. A la voz de Túu trueno
se apresuraron en irse. Levantáronse las montañas y hundieron
los valles, hasta el lugar que Tú esbleciste para ellos. Pusiste un
Iímite para que no pasaran de allí y no volvieran a cubrir la
tierra” (Salmos 104, 6-9); “Cuando dio al mar su decreto para
que las aguas no transgredieran su mandamiento, cuando colocó
los basamentos de la tierra” (Proverbio 8: 29). El abismo
pretende inundar al mundo, anhela escaparse del yugo de la ley,
transgredirla y romper el Iímite que le estableciera y gravara el
Creador. Sin embargo ante la amenaza divina retrocede y reposa
en su madriguera -en la madriguera de la nada.
La visión de un mar agitado, la precipitación vibrante de olas
sucesivas que suben y se elevan para luego romperse y calmarse
sobre la arena, evoca en la conciencia judfa la lucha del vado
con la creación, el combate del abismo contra el orden, de la
confusión contra la ley.
Las fuerzas misteriosas del orden y la mesura que Di-s
implantara sobre la realidad de la existencia, son captadas en su
terrible esplendor por el autor de los salmos en el fenómeno
natural de las mareas (causada por la gravitación del sol y la luna
sobre la rotación de la tierra). Las olas del mar y las calmas
aguas aparecen como visión de la eterna lucha cósmica. Es
como si el mar pretendiera transgredir los Iímites de la costa y
anhelara destruír las fronteras y la ley, y como si el caos de las
fuerzas primitivas de la confusión y el caos anhelaran atentar
contra la naturaleza, reglada y ordenada, a fin de aniquilarla. Tan
solo la poderosa fuerza de la ley divina se interpone en su
camino y la detiene. “Tú riges la soberbia del mar. Cuando se
levantan sus olas Tú las aquietas” (Salmo 89,10).
“Dijo Rabi Yojanan: cuando David cavó los canales de
evacuación del Templo, se levantó el abismo y pretendió inundar
al mundo … entonces escribió el Nombre divino sobre una arcilla,
la arrojó al abismo y este retrocedió … “. (Talmud, Tratado de
Suca). El abismo busca romper el límite de la ley y penetrar en el
terreno de la creación ordenada; interrumpir el proceso cósmico
y el orden del universo a fin de hacerlo retornar al vacío y a la
nada, al desierto y al vacío óntico. Mas el abismo es detenido por
las pinzas de la ley y sus principios.
La literatura cabalísta está impregnada de esta concepción. El
Satán, las “klipot”, el Gran Abismo, el Desierto, los Angeles de la
destrucción, etc, son nociones que designan al vacío; el dominio
de la nada, informe y desmesurado, combatiendo la belleza de la
existencia sobre la que se agita plena de esplendor la presencia
divina.
Esta concepción que envuelve completamente el pensamiento
judío no se reduce a un postura teórica-mística sino a un
principio práctico, un fundamento moral-halájico.
Cuando el hombre, apogeo de la creación, entra al mundo, carga
con la misión creativa. Debe vigilar la realidad pura y límpida,
reparar los defectos de la creación, corregir lo “faltante” y lo
“ausente” .. La criatura es ordenada a participar junto al Creador
en la renovación de la obra de creación. Una creación plena y
perfecta es la aspiración suprema del judaísmo. El versículo del
Génesis: “Y fueron concluídos los cielos y la tierra y todo sus
ejércitos” (de acuerdo a la traducción de Onkelos: “fueron
perfeccionados”)es la voz secreta del alma de la nación y la
aspiración del hombre de Di-s. Esta idea ontológica, elevada y
sublime, ilumina la ruta del pueblo eterno.
Y cuando un miembro del pueblo de Israel recita el kidush
durante la víspera de un shabat sobre una copa repleta de vino,
atestigua no sólo acerca de la existencia de un Creador sino
también sobre la obligación del hombre de asociarse al proceso
de creación y perfeccionamiento. Tal como Di-s perfeccionó Su
obra dentro de los primeros seis días de creación, el hombre está
obligado a completarla y convertir el desierto en una realidad
perfecta y bella.
Cuando un hombre de Israel sale y observa una luna pálida
proyectando tenues rayos de luz sobre el espacio, pronuncia una
bendición. Tal fenómeno cósmico, natural y perfectamente
reglado, despierta en su conciencia religiosa pensamientos tristes
y al mismo tiempo colmados de creciente esperanza. Al observar
el nacimiento de la luna distingue en su evolución natural una
suerte de “imperfección” y de “renovación” -la “imperfección” de
la luna y su “renovación”, la “imperfección” de la creación y su
“reparación”. “Quien por medio de Su palabra creó los cielos … y
les acordó un tiempo fijo para que no modificaran sus
funciones”. Esto nada tiene que ver con una concepción
mito lógica sino con el reconocimiento de la ley natural en su
despliegue celestial y un conocimiento astrológico preciso. Mas
la ley misma y el movimiento regular, representan en sí un
grandísimo misterio. El tribunal que procedía a calcular “de
acuerdo al método de la ciencia astronómica que conoce la
marcha de los astros y su situación”, era el mismo tribunal que
ordenaba bendecir la renovación de la luna. El judaísmo ve en los
movimientos regulares y establecidos de la luna en su proceso de
“imperfección” y “renovación”, la “imperfección” de la creación
y su “reparación”. La comunidad judía se refiere de modo
alegórico en su plegaria al perfeccionamiento de la creación y a
la reparación de sus defectos ante la simbólica y gigantesca
visión escatológica del profeta que anhela “que la luz de la luna
sea como la luz del sol”.
Es a partir de esta visión mística que el judaísmo comprende su
propia suerte retratada en la suerte de toda la existencia,
imperfecta y rasgada por las fuerzas negativas y el poderío de la
“nada”. La realidad física y la existencia histórico-espiritual
fueron castigadas en igual medida por el gobierno del abismo y
del caos. Cuando el proceso histórico de Israel se materialice y
alcance su cima, la imperfección de la creación será
completamente reparada. “El también ordenó a la luna que sea
renovada todos los meses; asimismo concedió una corona de
gloria para los que se apoyan en el Eterno, porque también serán
renovados como la luna a fin de glorificar a su creador por el
Nombre glorioso de su reino”.
El hombre tiene la obligación de reparar lo que fue “alterado”
por su Creador. “Dijo Resh Lakish: ¿qué tiene de particular el
sacrificio de comienzo de mes -rosh jodesh-sobre el que dice la
Torá “expiación para Di-s”? (Exodo 28: 15). Di-s dice: este
sacrificio sirve de expiación (para Di-s) porque yo empequeñecí
la luna “(Shebuot 9a). Es como si la comunidad de Israel,
aprentemente ofreciera expiación a Di-s por no haber
completado la creación. El Creador del Universo restringió
la perfección de la creación a fin de hacer generar un sitio
de acción al hombre y coronarIo con la corona de la creación.
Para el hombre de la Halajá el perfeccionamiento del mundo se
efectúa a través de la concreción ideal de la Halajá en el mundo
real. Y una vez más vuelve a manifestarse la dualidad existente
entre la Halajá y la mística. Mientras que la mística se propone
reparar los defectos de la creación por medio de “la elevación
hasta los cielos”, hasta el origen de la existencia pura, la Halajá
completa lo carente haciendo descender a la presencia divina al
mundo inferior a través de la contracción de lo transcendente
dentro de un mundo alterado.
Nos encontramos, entonces, con una nueva formulación de la
idea de santidad. Anteriormente remarcamos que mientras el
religioso en general considera al concepto de santidad como un
símbolo de rebelión contra el mundo existente y una tentativa
audaz de elevarse hasta la cima de la trascendencia, el judaísmo
explica el mismo concepto a partir del misterio de la contracción
-tzimtzum. La santidad implica el descenso de la divinidad al
mundo concreto -“porque el Eterno, tu Di-s, anda entre tus
campamentos… por eso tu campamento será santo”
(Deuteronomio 23). La contracción de lo infinito dentro de una
realidad finita, limitada por leyes, reglas y medidas; el reflejo de lo
trascendente en lo concreto, y la objetivización y la
cuantificación del subjetivismo religioso proveniente de
misteriosos orígenes. Esta concepción se comprenderá bajo la
idea de creación que anima los variados aspectos de la Halajá. El
anhelo de creación se revela gracias a la realización de los
principios de santidad. La creación es la realización del ideal de
santidad. El vado y la nada, la carencia y el abismo, se alimentan
a partir de lo profano; la existencia plena y perfecta se nutre del
dominio de lo santo. Cuando un hombre aspira alcanzar el
escalón de la santidad, está obligado a transformarse en creador
de mundos. Si este no crea ni renueva, no se consagra a Di-s, El
modelo de individuo pasivo que desganadamente se niega a
cumplir su rol creativo, no se consagra a Di-s. La creación es
identificada con el descenso de lo trascendente a un mundo
opaco y material, y el mismo se logra a través de la concreción
de la Halajá ideal dentro de la misma realidad (realización de la
Halajá = tzimtzum (contracción) = santidad = creación).
Por un lado, el hombre simboliza el ser más perfecto y completo,
la imagen de Di-s, y por el otro el caos más terrible que gobierna
sobre el mundo. La antagonía manifiesta en el macrocosmos
entre el esplendor y la perfección óntica y el monstruo de la
nada, se refleja también en el microcosmos, en el hombre. Este
conlleva en su persona la creación más perfecta y el caos más
enorme, la luz y las oscuridad, el abismo y el límite, la bestia y la
imágen divina, una naturaleza grosera y opaca y una existencia
luminosa. Todo el pensamiento humano pende de esta extraña
dualidad que envuelve enteramente al hombre e intenta vencerIo
y someterIo. Desde Platón y Aristóteles, que distinguieron entre
el alma vegetativa, biológica y racional, hasta el psicoanálisis
freudiano que descubrió el abismo del inconciente, el problema
de la dualidad humana no cesa de animar las disuciones que
pretenden hallarIe solución. El judaísmo considera que el hombre
se encuentra en una encrucijada y vasiJa sobre sus pasos a
seguir. Ante sí se abren dos caminos: la imágen divina o una fiera
salvaje, la gloria de la creación o el monstruo, una criatura
elevada o corrupta, un hombre de Di-s o un “superhombre” de
Nietzsche. Aquí se afirma la ambiguedad de la misión creativa y
la obligación de participar en la obra de renovación. El principio
esencial es el compromiso del hombre de crearse a sí mismo.
Fue el judaísmo quien aportó al mundo esta idea fundamental.

B

La Halajá desarrolló la idea de la creación en todos de su análisis
de la obligación de arrepentirse, la idea de la providencia, la
profecía y el libre albedrío.
De acuerdo a la concepción de la Halajá, el arrepentimiento
constituye un acto de creación, de auto creación. Desprenderse
de la anterior identidad psíquica del “yo” y crear un nuevo “yo”
animado de una renovada vocación, de un corazón y de un
espíritu nuevo, de orientaciones y aspiraciones renovadas,
nostalgias y deseos diferentes, todo esto conforma el
arrepentimiento, compuesto por la concientización de los
errores del pasado y la rectificación del porvenir.
” … ” (BBB hiljot tshuvá). Por un lado Mimónides considera que la
ausencia de la confesión impide el perdón: “no expía hasta que
se confiese y se arrepienta”; por otro lado la Baraita expresa:
“( quien establece que desea contraer matrimonio con tal
mujer) … con la condición que yo sea un perfecto justo, aunque
sea un malvado perfecto, se considera que la mujer está
consagrada, porque tal vez se arrepintió en su interior”. La ley
en relación al matrimonio se estableció de acuerdo a la postura
que mantiene que la carencia de confesión no impide el perdón
ya que basta que en su interior se haya arrepentido.
Esta aparente contradicción requiere de un detallado análisis. En
efecto, dos reglas independientes y dos principios diferentes se
formulan a cerca del arrepentimiento y su aplicación: 1) el
arrepentimiento tiene la capacidad de suspender el calificativo de
malvado. 2) el arrepentimiento tiene la capacidad de merecer el
perdón, tal como la tienen los sacrificios, el Día del Perdón, el
sufrimiento, la muerte, etc. La ausencia de la confesión verbal
impide la expiación del acto de arrepentimiento más no la
suspensión del calificativo de malvado. Si un hombre comete una
falta que merece la flagelación, o la exterminación, o la misma
muerte por el tribunal, y es imposibilitado a actuar como testigo,
no se le exige la confesión verbal a los efectos de retornarle su
aptitud de testigo; tan solo se le solicita arrepentirse y
comprometerse a rectificar sus actos futuros (Sanhedrín 25;
Maimónides, Hiljot Edut 12, 4·10). La capacidad de testimoniar
no está ligada a la confesión verbal debido a que la suspensión
del calificativo de malvado no depende en absoluto de la noción
de expiación sino del acto de arrepentimiento; la esencia del
arrepentimiento no precisa de la confesión verbal de los hechos.
Sólo el segundo aspecto de la confesión, dirigido a la obtención
del perdón, depende de la confesión verbal; en efecto la Torá
denomina a la confesión como el “perdón de palabras”. La
fuerza de la confesión está limitada al terreno del
arrepentimiento que otorga el perdón, y no interfiere en el
dominio del arrepentimiento que suspende el calificativo de
malvado.
La suspensión del calificativo de malvado, primero objetivo del
arrepentimiento, constituye un acto de mutación de la
personalidad -la creación de una nueva individualidad. Este acto
deviene por medio de un firme determinación de la voluntad y de
una clara decisión del juicio. ‘rHiljot Tshuva). .. “El abandono del
pecado (aceptando la rectificación futura) y el arrepentimiento
sobre los actos del pasado, suspenden el calificativo de malvado
que recae sobre un hombre; interrumpen la continuidad
espiritual y transforman su identidad. La confesión verbal, por su
lado, viene únicamente a confirmar el perdón. Mas el perdón es
secundrio ante lo esencial del arrepentimiento que suspende el
calificativo de malvado. “Hiljot Tshuva) … “. La “transformación”
espiritual y la “mutación” personal provocadas por el
arrepentimiento, constituyen su esencia Y su contenido. El
arrepentimiento conquista la ley de identidad y la continuidad
que gobierna la existencia psíquica por medio de la fuerza
misteriosa de la creatividad dispuesta al hombre. Cuando un
hombre se arrepiente se convierte en creador de mundos,
recreando su nueva personalidad.
Aquí aparece la principal diferencia en la noción del
arrepentimiento entre la concepción de la Halajá y la del religioso
en general. Este último aprehende la noción del arrepentimiento
desde la perspectiva del perdón, como una cortina que lo separa
del castigo, como un remordimiento estéril que no crea ni
renueva absolutamente nada. Está triste y se lamenta por el
pasado, por el tiempo irremediablemente perdido, por los actos
que se perdieron en la tiniebla, es decir, se lamenta por aquello
que ya es imposible modificar o trasformar. y debido a esto es
que precisa de una inmensa gracia, de milagros y maravillas, de
infinita misericordia, etc. ¡No así el hombre de la Halajá!. Este no
se abandona al llanto y a la amargura; no muerde su carne ni se
auto flagela; no se entrega a mortificaciones corporales ni
espirituales. El hombre de la Halajá se vuelca enteramente a la
tarea de recrearse a sí mismo y a formar un nuevo “yo”. No se
arrepiente sobre un pasado desvanecido sino sobre los actos que
aún perduran y que aún se infiltran en el presente y en el futuro.
No lucha contra sombras provenientes de un pasado muerto y ni
combate actos que ya perdieron su vitalidad y fenecieron. Sus
decisiones tampoco se refieren a un futuro abstracto, lejano y
obscuro. El hombre de la Halajá sólo se interesa en los reflejos
del pasado que se proyectan en la vida presente, vibrante y
temblorosa como un mar embravecido, y sobre un porvenir
efervescente que ya ha sido “creado”. Existe un pasado muerto y
existe un pasado vivo. Existe un futuro que aún no ha nacido y
un futuro que ya pertenece a la realidad. Hay un pasado y un
futuro que no se relacionan mutuamente, y su contacto con el
presente surge a través de la ley de causalidad – una causa
situada en un punto de tiempo A se ajusta a un efecto producido
por un punto B, y así en adelante. Mas el tiempo en sí, como
pasado, aparece como “fue” -“y ya no está”, y, como futuro,
como “será” -“todavía no está”.
y desde esta perspectiva el arrepentimiento pierde todo su
significado; es imposible arrepentirse sobre un pasado
definitivamente muerto y terminado, y no cabe tomar decisiones
acerca de un futuro que aún no ha “nacido”. Y con justicia se
burlan Spinoza y Nietzche sobre esta idea del arrepentimiento.
Mas existe un pasado permanente y firme que no transcurre sino
que se suspende y se detiene. Este pasado se infiltra dentro del
presente y se une al futuro. Por el otro lado, existe un futuro que
no permanece oculto en la tiniebla sino que se revela ahora en
todo su esplendor y maravilla. Ambos -el pasado y el futuro-
existen, actuan y crean dentro mismo del presente y conforman
la imagen de la realidad actual. Desde esta perspectiva no
aprehendemos el pasado como que “fue” -“y ya no está”, al
futuro como un “será” -“todavía no está”, y al presente como un
“instante”. Todos los puntos se ensamblan, se entrelazan, y este
tiempo triple genera una maravillosa unidad. El pasado se haya
unido al futuro y ambos se reflejan en el presente. El principio de
la “sucesión” deja de ser considerado el signo distintivo del
tiempo. El hombre puede establecerse conjuntamente en las
sombras del pasado, del futuro y del presente. También el
principio de causalidad se reviste entonces de un nuevo
significado. No existe más un orden estable del proceso causal ni
tampoco la relación causa-activa y efecto-pasivo aceptado por el
principio de causalidad. La causa y el efecto son considerados
como activos o pasivos, como generadores o generados, como
inluyentes o influídos. El futuro imprime su marca al presente y le
establece su imagen. Existe una influencia y una acción
recíproca. La causa es explicada por el efecto, el punto A por el
punto B.
El pasado en si mismo es un recorte cerrado y sellado. El futuro
y el presente lo explican y lo colman de sentido. Desde esta
perspectiva existen diversos modos de explicar una causa. El
futuro establece la orientación y marca el camino. Hay casos en
los que el comienzo está marcado por la falta y el pecado
mientras que el final se destaca por preceptos y buenas
acciones; o viceverza. El futuro modifica la dirección y la
tendencia del pasado. Esta es la causalidad que rige el dominio
del espíritu. Sin embargo cuando un hombre prefiere un tiempo
simple, unidimensional, lineal, de acuerdo a la descripción de
Kant, entonces queda sometido a las leyes de causalidad que
rigen el mundo físico. Este principio impone el señorío de la
causa sobre el efecto, el dominio del primer punto temporal
sobre el segundo.
La Halajá afirma que el hombre que regresa a su Creador se
recrea a partir de un pasado vivo y existente, orientándose hacia
un futuro que le sonríe. Arrepentirse significa: 1) un examen
retrospectivo del pasado, distinguiendo en él lo vivo de lo
muerto. 2) una visión del futuro que permite distinguir entre lo
que ya se manifiesta sobre el mundo y lo que aún no ha nacido.
3) el exámen de la causa situada en el pasado, bajo la luz del
futuro -determinación de su dirección y orientación. El principio
fundamental de la esencia del arrepentimiento es el gobierno del
futuro sobre el pasado de un modo absoluto. La falta, causa y
comienzo de un larga serie causal de actos negativos, se
transforma bajo el dominio del futuro en fuente de actos positivos,
de amor y fe en Di-s. La causa se sitúa en el pasado mas la
orientación de su evolución queda determinada por el futuro.
“Grande es el arrepentimiento que transforma las faltas
intencionales en méritos” (Yorna 86b; Rosh Hashaná 17b). El
pecado es capaz de generar méritos; las faltas, buenas acciones.
En esta concepción está la base del libre albedrío y la libre
voluntad humana. La elección constituye la base de la creación.
La causalidad y la creación se contradicen mutuamente. Si la ley
causal fija la imagen espiritual del hombre y dicta su evolusión,
¿qué significa entonces la libre elección? Nos referimos al caso
en que la ley general de causalidad, engendrada por la natu-
raleza, es aplicada al dominio del espíritu -la causa ordena y el
efecto cumple, el fenómeno A gobierna al fenómeno B, el pasado
es todopoderoso y el futuro marcha a sus piés, El problema de la
esencia de la causalidad -mecánica como la de las ciencias
matemáticas fundadas por Galilei y Newton o te leo lógica como
la voluntad artistotélica- no modifica la cuestión.
No existe entre Aristóteles y Galilei-Newton, en lo concerniente
al fundamento de la causalidad, sino una diferencia de dirección.
Mientras que la doctrina mecanista considera a la causa como el
comienzo de un proceso y la busca fuera del efecto, la
concepción teleológica establece la causa al final de la
progresión, del lado del efecto. Mas ambas concepciones
reconocen de manera irreversible que el efecto es determinado
por una causa preexistente. La creación no marcha de la mano
de causalidad general, ya sea prospectiva o retrospectiva. Esto
no sucede con el principio de causalidad en la concepción del
tiempo explicada anteriormente. Cuando el futuro participa de la
explicación y la clarificación del pasado -indica su ruta, define sus
tendecias, precisa la dirección y la orientación de su progresión-
al hombre se le posibilita crear nuevos mundos. Este modifica el
rostro del pasado por medio de la proyección del futuro, gracias
a la sumisión del “fue” al “será”. Aunque la causa engendra una
nueva serie causal, esta es suceptible de tomar tal o cual
dirección. Ante un cruce de caminos simpre cabe la pregunta:
¿hacia dónde? Si el hombre lo desea ésta se dirigirá hacia la
eternidad; el pasado lo escucha y se somete. Las causas se
someten a las órdenes. En la idea del gobierno del futuro sobre el
pasado reside algo evidentemente paradoxal, aunque se revele al
mismo tiempo una profunda verdad. La vida individual y la social
confirman este hecho. Un gran hombre es capaz de aprovechar
las faltas del pasado y utilizarlas para objetivos elevados. “Donde
logran pararse los arrepentidos, no logran hacerlo los
completamente justos” (Brajot, 34b). Las faltas históricas, las
desviaciones del pasado, caen muchas veces sobre los huesos
secos cual rocío de vida. La historia universal está repleta de
buenos ejemplos.
La experiencia del hombre de la Halajá no está limitada al
terreno de su pasado individual sino que sale del mismo y se
adentra en la esfera de la eternidad. La conciencia colectiva del
tiempo judío abraza la eternidad: los sabios de la Mesorá, la
época del segundo Templo, el período profético, la revelación del
Sinaí, la salida de Egipto, la vida de los patriarcas, la creación del
mundo y los secretos de la obra de la creación -todo esto
constituye la experiencia del hombre de la Halajá. Su tiempo es
medido en proporción a la Torá que comienza con la misma
creación del cielo y la tierra. Así, el hombre de la Halajá no está
limitado a su futuro particular, el cual concluirá a la hora de su
muerte, sino que se extiende al porvenir de la toda la nación que
aspira a la vendia del Mesías y al reino de Di-s. La majestad de
los comienzos y el esplendor del fin de los tiempos recubren la
conciencia del tiempo halájico. Las fronteras entre el tiempo y la
eternidad, entre lo eterno y lo efímero se borran. Spinoza, a fin
de introducir la noción de eternidad (sub quadam aeternitatis
specie) dentro del escalón más elevado de la conciencia, extrajo
el concepto de tiempo de la existencia colocándolo solamente
sobre el concepto del espacio. Por su parte, el judaísmo
considera que no hay eternidad sin tiempo; por el contrario,
debido a la experiencia del tiempo se devela la eternidad -la hora
se convierte en infinito, el instante en eternidad. La esencia de
los mandamientos de la Torá que nos instan a recordar -la
obligación de recordar la salida de Egipto, la revelación del
Sinaí(de acuerdo a Najmánides), el shabat a fin de santificarlo (el
kidush), el recuerdo de Amalek- viene a introducir estos antiguos
conceptos dentro de la conciencia del hombre judío. La
redención de Egipto, la revelación de la divinidad, la creación del
mundo, se convierten en parte integral de la conciencia del
presente, en una experiencia inmediata, impresionante y
poderosa.
Una ley particular ilustra el recitado de la salida de Egipto, la
noche del 15 de Nisan: “en cada generación cada hombre debe
considerarse a sí mismo como si él mismo hubiera salido de
Egipto”. Y cómo puede un hombre considerarse a sí mismo
saliendo de Egipto, compañero de Moshé y Aharón en los
comienzos de nuestra historia, sin introducirse en el antiguo
pasado y en el proceso de redención allí acaecido. Estos
recuerdos se relacionan no sólo con el pasado sino que señalan
el camino hacia un futuro infinito. La redención de Egipto se
relaciona con la redención futura -tal como lo expresan las
bendiciones Emet-Emunah o Emet Veyaziv, o la recitación del
Hallel y del Nishmat la noche de Pesaj, cuyos contenidos se
encuentran íntimamente relacionados con los pasajes bíblicos
escatológicos.
La revelación del Sinaí anuncia la reparación del universo y la
instauración del reino de Di-s a través de una revelación
universal. La fórmula de las bendiciones “shofarot” y del musaf
de Rosh Hashaná, dan testimonio de tal relación. Comenzamos
con versfculos relacionados con la entrega de la Torá para
terminar con pasajes que tratan sobre el Mesías y la redención
de Israel. El recuerdo de Amalek simboliza la lucha de Israel
contra los ejércitos del mal y el reino del orgullo hasta la venida
de la redención. “Ese día, comienzo de Tu obra, recuerdo del día
primero”, es la plegaria de la comunidad judía en Rosh Hashaná,
Ella festeja el día de la creación del mundo. Tal acto metafísico
aún existe perfectamente vivo en la conciencia de la nación que
ruega en este día por la renovación del mundo. El pasado infinito
rueda y acude hasta el interior del presente. El instante pasajero
se transforma en eternidad. El futuro infinito en el que se refleja
la eternidad, el esplendor escatológico y la visión del fin del
tiempo, afluyen hacia el centro del presente que se evanece
como un sueño. El instante presente se corona de eternidad.
Ahora la filosofía utiliza un concepto dual del tiempo: a) tiempo
físico-matemático b) tiempo histórico. El primero se cuantifica
más y más (en especial se acentúa el caracter cuántico por
medio de la unificación del tiempo y el espacio en las teorías de
Minkowsky y de Einstein), y el segundo tiende a profundizar lo
cualitativo. Todos los estudios de la escuela fenomenológica
sobre la esencia del tiempo son en todos sus aspectos de
caracter cualitativos. También la imagen particular de la
causalidad en la realidad espiritual (causalidad físico-histórica)
ocupa un sitio respetable en la filosofía moderna.
Sin embargo la Halajá no se interesa tanto por la metafísica del
tiempo y no tiende a transformarla en cualitativa pura. El espíritu
del judaísmo no se complace ante un subjetivismo y un caracter
cualitativo exagerados. Debido a esto no considera al tiempo
desde el punto de vista de las ciencias humanas. El hecho que el
concepto del tiempo de la Halajá esté relacionado a los ciclos de
días, semanas, meses, años, años sabáticos y jubileos, demuestra
que el judaísmo prefiere al correr del tiempo un tiempo fijo y
preciso. El principio de la concepción del tiempo de la Halajá es
un principio moral y práctico.
Ya lo hemos acentuado anteriormente que al hombre se le
permite elegir entre estas dos concepciones del tiempo: el
efímero o el eterno, y conducir su vida de acuerdo a su elección.
Ciertamente existe el hombre que se ubica bajo la sombra de un
tiempo quebrantado e interrumpido. Se abriga dentro del
presente que fluye y de la hora que pasa rápidamente. La
antinomia existente en la idea del tiempo -el pasado no está más,
el futuro aún no existe y el presente transcurre en un abrir y
cerrar de ojos- aparece en todo su rigor. El “ayer” ya pasó, el
“mañana” aún no ha llegado, y el “hoy” se hunde en el abismo
del olvido. Se encuentra sometido a la ley general de causalidad
-la causa ubicada en el pasado dibuja el rostro del futuro. Su
presente no goza del derecho de libertad y libre albedrío. El
“ayer” crea el “ahora” y el “mañana”, y todos se burlan de él.
Los actos del pasado engendran las actividades venideras. La
vida no se encuentra a disposición del hombre y este tampoco
la domina. No se crea a si mismo ni tampoco crea su futuro. No
encontramos aquí una continuidad interna sino una existencia
despedazada. La continuidad significa que el futuro imprime su
marca en el pasado. Mas cuando el “hoy” y el “mañana” se
someten y se inclinan ante el “ayer”, la continuidad espiritual,
cuyo contenido es la creación perpetua de si mismo, se
desmorona. Este tipo de vida es denominada por nuestros
sabios: una vida de instante – “jaye shaa”.
Mas hay un hombre que se refugia bajo un tiempo íntegro. Su
alma sumergida en los primeros tiempos se somete a la atracción
del ideal del fin de los días. Observa hacia atrás y distingue una
materia informe que espera recibir su forma de manos de un
futuro creativo. Mira hacia adelante y encuentra una energía
creativa que modela la figura del pasado y tras toca el rostro del
porvenir. Participa del proceso causal y de la obra de creación.
Nos encontramos con la ponderación de la eternidad y con el
esplendor de la creación. La conciencia de este hombre abarca
toda la realidad histórica de la nación. Una vivencia del tiempo
similar, cuyo comienzo y fin están ligados a la eternidad, es el
objetivo de la Halajá y es la denominada creación: la realización
de la Halajá eterna dentro de un mundo con tiempo efímero, la
restricción de la gloria infinita dentro de los límites de una
realidad concreta, el descenso de la eternidad dentro de la
realidad pasajera. Y no en vano el judaísmo entiende dentro del
mismo término -olam- una realidad limitada y finita y una realidad
eterna e infinita. Dos contrarios se encuentran en un mismo
concepto. Y en efecto vemos que dentro de lo finito se
descubren los trazos de lo infinito, dentro del instante que se
esfuma, la permanente eternidad. El símbolo de esta concepción
se refleja en la idea del arrepentimiento: la creación.

C

El viejo problema que acechó por largo tiempo el universo de la
escolástica árabe y cristiana, y que surge de la filosofía
aristotélica, encontró su expresión y una solución original en la
doctrina de Maimónides. Por supuesto que la doctrina de Ibn
Roshd (Averroes)que mantiene que sólo el intelecto general
activo (intellectus activus – nous poeticos)es inmortal y no el
intelecto individual pasivo (intellectus passivus -nous patheticos),
se opone a, los principios judíos. Maimónides se opone a esta
teoría, como lo hicieran tras él Abertus Magnus y Thomas
Aquinas. Mas el problema ligado a la fe en la inmortalidad del
alma, también en relación al intelecto pasivo individual (en su
estado original o en potencia) es particularmente complejo.
Maimónides irrumpe con todo el vigor de su pensamiento
filosófico y moral, y propone una solución particularmente
remarcable.
Por una parte Maimónides continúa el punto de vista de
Aristóteles (y Platón) que indica que la existencia verdadera está
ligada exclusivamente a la forma -lo universal (universalia); el
dominio individual encarnado dentro de la materia (principium
individuationis) no recibe el nombre de existencia plena y subsite
sólo como un reflejo de lo universal. Por otro lado la Halajá
proclama el principio de la inmortalidad del alma. ¿Cómo se
concilia esta antinomia?
Este problema vuelve a plantearse en relación a la providencia.
La fe en una providencia individual es la piedra angular del
judaísmo, idea afirmada tanto por la Halajá como por el estudio
filosófico, y constituye el décimo tercer principio de fe enunciado
por Maimónides. La concepción judía establece al individuo
como portador de la idea religiosa; este es responsable por sus
actos y acciones, y no existe responsabilidad sin providencia.
Por lo tanto extrajo Maimónides al hombre de la generalidad de
las criaturas afirmando su derecho a una exitencia individual,
tanto en lo concerniente a la inmortalidad del alma como en lo
que atañe al principio de la providencia individual. “Moré
Nebujim”.
En resumen, cabe afirmar que el hombre ocupa un sitio
particular en el reino de la existencia y que por naturaleza óntica
difiere de todas las demás criaturas. Mientras afirmamos en
relación a todos los entes que sólo lo general contiene una
existencia fiel y permanente y no lo individual, para el hombre
establecemos que también su existencia individual alcanza las
cima de la existencia verdadera y eterna. Por el contrario, lo
principal de su existencia es su realidad individual, merecedor de
castigos y responsabilidad. Debido a esto el individuo se amerita
a la providencia divina y a una vida eterna. Por un lado el
hombre es un representante de la especie, reflejo del todo,
sombra de la existencia real, y por el otro es un hombre de Di-s,
dotado de una realidad individual. La diferencia entre el hombre
de la especie y el hombre de Di-s es que el primero se distingue
por su pasividad mientras que el segundo por su actividad y
creación. El hombre de la especie se caracteriza especialmente
por su pasividad: no renueva nada ni se ocupa de la obra de
cración. El individuo no es sólo una criatura pasiva y receptiva
sino activa y creativa. La actividad y la creación son los signos
distintivos de una existencia verdadera.
Entretanto, este mérito óntico que recae sobre el individuo, lo
distingue de todas las demás criaturas y le confiere eternidad e
inmortalidad en su individualidad, depende exclusivamente del
hombre. El puede, como el resto de los entes individuales,
mantenerse en la esfera de los reflejos y las sombras, o bien
afirmar su peculiar individualidad dentro de la especie y
ameritarse una existencia estable en el mundo de las “formas” y
de “las ideas separadas de la materia”. El hombre de la especie o
el hombre de Di-s son las alternativas que Di-s propone al
hombre. Si lo amerita, es un hombre de Di-s por medio de una
existencia individual majestuosa ligada a lo infinito y al
“esparcimiento divino” en su espléndida santidad; si no lo
amerita, es un hombre de la especie, pálida figura de la realidad
general.

“Moré Nebujim”

En algunos casos el hombre subsiste sólo por el mérito de la
especie, ya que nace y proviene de la misma especie, y la forma
general está grabada en él. El existe debido a su participación en
la idea de 10 general. Es un hijo de hombre. Hijo de la especie,
reflejo del todo, manifestación de la forma de la especie dentro
del proceso morfológico de la especie (en el sentido de la teoría
aristotélica). Mas no cuenta con nada que afirme su existencia
como individuo, algo que justifique una existencia particular. Su
alma, su espíritu y todo su ser se nutren de 10 general. Sus raíces
se hunden en tierra media y su cima se extiende hacia un paisaje
general. Carece de prestancia personal, de un rostro original; ni
crea ni renueva ni activa absolutamente nada. Es receptivo y
pasivo. Se encuentra sometido al parecer y a la opinión de los
demás. No profundiza en los pequeños ni en los grandes
problemas del universo; no se examina a sí mismo ni dedica
pensamiento a su relación con Di-s. Su existencia no genera
alegría, su muerte no provoca duelo. Pasa como una sombra,
como una nube. No transmite nada a las generaciones futuras;
no deja rastros. No tiene en su haber ni el cumplimiento de
preceptos ni buenos actos; tampoco posee méritos. Se haya
desprovisto de todo sentimiento de responsabilidad histórica y
de aspiración moral. Nace contra su voluntad, razón por la que
vive (“voluntariamente”!!) y muere contra su voluntad. Este es el
hombre de la especie.
Mas existe un hombre que no precisa de la ayuda de terceros ni
del sostén de la especie para afirmar su existencia. Este hombre
ha salido del dominio del tiempo y ha ingresado a un dominio
propio. No existe “gracias” a la especie sino en función de su
propio valor. Su vida es una vida de creación y renovación,
conocimiento y comprensión. Existe no por el hecho de haber
nacido sino por la vida misma y por el mundo que le seguirá. El
conoce su vocación, su misión, y su rol. Aprehende la dualidad
de su existencia y la libertad dada en sus manos. Sabe que dos
caminos se extienden ante el, y que por el que elija marchará.
No es pasivo sino activo; no 10 caracteriza su caracter receptivo
sino su espontaneidad. No se abandona a la especie sino
conquista el camino particular del individuo por el que podrá
influenciar sobre la especie. Marcha y no descansa, camina y no
se detiene, sube y no baja. El siente nostalgia del Di-s viviente.
Tal es el hombre de Di-s.
El principio de la providencia se transforma en un precepto
concreto, en una obligación humana; el hombre debe extender y
reforzar la providencia individual que recae sobre su ser. Todo
depende de él y de su iniciativa. Cuando el hombre se crea a si
mismo como un hombre de Di-s e interrumpe su existencia
como hombre de la especie, cumple con la “mitzvá” que dicta el
principio de la providencia.
La creación más elevada es la personalidad del profeta. Todo
hombre debe renovar su existencia en base a la imagen del
profeta y continuar recreándose a sí mismo hasta alcanzar la
realización total del ideal profético -estar pronto a recibir la
“profusión de la divinidad”. Al igual que la providencia, la
profecía se presenta en dos aspectos: a) la creencia de la
existencia profética: Di-s acorda la profecía al hombre b) la
obligación humana de aspirar a este estado a fin de elevarse y
recibir la revelación divina. La fe en la profecía incluye también
un principio de moral práctico, una regla de aplicación, el
objetivo más elevado del hombre y su última aspiración. “Una de
la bases de la religión reside en el hecho de que Di-s habla con
los hombres y que el don de la profecía no es depositado sino
sobre grandes virtuosos y sabios cuyos instintos no los sojuzgan
sino que son dominados por la mente de estos hombres
superiores, poseedores de un amplio y profundo saber, y que,
tocados por la santidad, se alejan de la generalidad del pueblo
que anda en las tinieblas; hombres que con celeridad aprenden a
no alimentar ningún pensamiento sobre asuntos vanos sino que
conservan su saber abierto siempre en dirección a los cielos;
observa la sabiduría divina en su totalidad desde sus comienzos
hasta el centro mismo de la tierra, e inmediatamente recibe el
sagrado espíritu de Di-s” (Maimónides, Yesodei Hatorá).
Maimónides introduce en la Halajá que trata el principio de la
profecía, el concepto “que Di-s acorda al hombre el don
profético” y también la descripción de la gigantezca figura del
profeta. Y no en vano 10 hace ya que la imagen del profeta ya
que tanto sus cualidades generales y su vocación forman parte
integral de la profecía: son el ideal de la perfección moral de
acuerdo a la Halajá.
Maimónides manifiesta (comentario a la Mishná, Sanhedrín,
“Jelek”) explícitamente que el sexto artículo incluye dos tópicos:
a)la personalidad del profeta b) la profecía. La emanación del
espíritu y el esparcimiento divino dependen de la gracia divina,
mas la preparación hacia la profecía y la tarea de la creación
personal son tareas humanas.
Cuando un hombre alcanza la cima -la profecía- ha alcanzado su
misión -la misión de crear. “E inmediatamente el espíritu divino
los acomete … y los transforma en seres diferentes. Entonces, el
hombre a quien esto sucede, comprende que ya no es el mismo
sino que ha sido elevado sobre el resto de los sabios”
(Maimónides, Yesodei Hatorá). El profeta modela su
personalidad, renueva en su interior una conciencia nueva, un
nuevo espíritu, deshecha las sobras de su identidad que lo ligan
aún al “yo” anterior -hombre de la especie que anda en las
tinieblas- y se transforma en hombre de Di-s cuya inteligencia
está ligada “al trono celestial”. El arrepentimiento, la providencia
y la profecía expresan, de acuerdo a la Halajá, la misión de crear,
uno de los principios esenciales del judaísmo. Un hombre
comienza por el arrepentimiento, examinando concientemente
sus faltas, siente remordimientos por el pasado y encamina su
porvenir; continúa su creación buscando la cercanía de la
providencia y alcanza al fin la profecía: perfeccionamiento de la
creación. Este es el camino de la Halajá y del judaísmo.
Según Maimónides, el profundo secreto de la creación está
ligado a la comunión del intelecto pasivo – el cual sirve en
relación al intelecto activo como la materia potencial a la forma
en acto – al Intelecto agente. El hombre es en un comienzo
receptivo en potencia y crear significa: espontaneidad,
actualización, actos, renovación, aspiración y progreso. Así el
hombre está obligado a convertirse en un ente activo y
generador; el potencial debe convertirse en actos, la receptividad
transformarse en espontaneidad; lo informe toma forma
progresivamente. Lo creado debe transformarse necesariamente
en creador; lo generado en generador. El concepto de la
actividad personal ocupa en el judaísmo un sitio muy importante,
y es lo que fundamenta la idea de creación en la teoría de
Maimónides. iNuestro gran maestro es fiel a su sitema!,
Uno de los principios esenciales de su sistema es la identidad del
intelecto, inteligente e inteligible. De acuerdo a Maimónides este
principio no se aplica solamente al conocimiento infinito de Di-s
sino también al conocimiento finito del hombre. Mientras la
inteligencia hylética (?) (material, tal como se la denomina en la
filosofía árabe o el “nous patheticos”, de acuerdo a Aristóteles)
pasa al acto -a la hora del pensamiento- ésta se une y se liga al
Intelecto agente. Mas esta identidad es permanente y eterna sólo
dentro del conocimiento infinito de Di-s mas no dentro del finito
y no permanente de sus criaturas. La identidad se desconecta
cuando el conocimiento se interrumpe. Mas todo el tiempo que
el conocimiento subsiste, la unidad se mantiene. Por lo tanto el
gran ideal es multiplicar los logros intelectuales (lo más continuos
posibles) a fin de reforzar la permanencia de la identidad. (Por
supuesto con varias interrupciones ya que la continuidad
permanente es sólo posible en el ámbito divino). El hombre es
libre de someter su inteligencia hilytica al conocimiento material
e imaginativo, limitado por la materia a través del espacio y el
tiempo, o al conocimiento intelectual superior absolutamente
separado. La creación se manifiesta por la concreción de todas
las tareas del hombre, por la actualización de todo el potencial
que hay en él, la explotación máxima de sus posibilidades y la
realización completa de su personalidad. Las posibilidades
ocultas en el hombre son inmensas mas se mantienen apagadas y
dormidas. El precepto de crear que late en el judaísmo proclama:
“Despiértate de tu adormilamiento, realízate a tí mismo y sal en
busca de tu Creador”. La creación es la revelación del espíritu
del hombre que se eleva y sube hasta los cielos.
En honor a la verdad la filosofía griega conoce la evolución desde
la nada relativa hacia una existencia plena. No sólo esto sino que
esta problemática es central en el pensamiento ontológico de
Grecia. Las divergencias entre Heráclito y Parménides acerca de
la esencia del ente -en constante evolución o completo y
terminado- se dejan oir en las discusiones de las escuelas de
Platón, Aristóteles y sus seguidores. Aristóteles, al introducir la
noción de las cuatro dimensiones en la existencia, intenta
solucionar este problema. Dos aspectos ónticos de las cuatro
caras de la existencia representan: una existencia absolutamente
completa y perfecta (según la descripción de Parménides) de
plena actualidad, por un lado, y una realidad potencial -la materia
helftica primera, la que no existe de acuerdo a Aristóteles (y no
es más abstracción), por otro lado. Entre estos dos polos se
mueve la concretización de la existencia o el proceso de la
existencia, tal como lo imaginó Heráclito. Una jerarquía de
materia y de forma se eleva progresivamente hasta el “noesís
noeseos”. La existencia (exceptuando la forma primaria)
significa: devenir, pasar continuamente de la potencia al acto. El
pasaje de la fuerza (dynamis) al acto (entelecheia), constituye el
principio mismo de la realidad.
Mas un abismo separa las teorías de Aristóteles de la concepción
ontológica de Maimónides, maestro de la Halajá, aunque este
último utilice conceptos y terminología del griego. Desde un
comienzo el concepto de creación resultó extraño al
pensamiento griego, y en consecuencia no nos encontramos con
la concepción del acto de un creador o una actividad creativa,
sino de una evolución necesaria; y por consiguiente tal devenir
no se transforma en una base moral, en una norma y en una
obligación que recae sobre el hombre. La forma pura, suprema,
no puede crear y el hombre tampoco está obligado a crear.
En segundo lugar, el ideal hedónico (relacionado a la felicidad), el
cual representa para Aristóteles el bien moral superior, no lleva
al hombre a crear. Ni las cualidades … de la moral aristotélica ni
el ideal de una vida contemplativa (bios theoreticos) constituyen
la aspiración de la conciencia judía que la mueve a formar y crear
mundos nuevos. El anhelo de una vida contemplativa no se
realiza por medio de la realización del potencial contenido en la
materia, en el terreno individual, como en la abstracción de la
forma de la materia. La aspiración de tipo intelectual, según
Platón, Aristóteles y los estoicos, tiende a la abstracción
completa y la comunión total con la generalidad inteligente, a la
que no sigue absolutamente nada. La aspiración del sabio griego
es borrar lo individual enraízado en la materia. Para la filosofía
griega encarnada en las escuelas de estos sabios, la
individualidad desaparece por completo.
Mas el judaísmo no renuncia a la especificidad del individuo ni al
valor de lo particular: “Quien contribuye a mantener la vida de
una sola alma de Israel, es como si mantuviera todo el universo”
(Sanhedrín 37a). El individuo se salva gracias a la Halajá, la que
sale del terreno del pensamiento filosófico y establece su
caracter y su imagen por medio de la noción de la creación que
ella reveló al mundo. La generalidad existe desde los seis días de
la creación; la individualidad fue creada por el mismo hombre.
La idea de la creación está basada en la Halajá y de aquí fue
tomada por Maimónides y llevada al terreno filosófico; por esta
razón no habla demasiado en su Mishné Torá del intelecto activo
y del pasivo (conceptos originalmente aristotélicos) sino de la
profecía como una creación humana.
La idea de la creación proyecta una luz clara sobre las nociones
de libertad y libre albedrío. El principio del libre albedrío se aplica
en dos planos: a) el hombre es libre de crearse a sí mismo como
hombre de Di-s y de romper las cadenas del hombre de la
especie que lo someten a la regla general b) el hombre de Di-s,
creado y renovado a través del mismo hombre, no está sometido
ni responde a las leyes de la especie; existe dentro del dominio
particular del individuo y toda realidad es una realidad individual,
independiente, con sus características propias, y las leyes
teleológicas de la especie no lo alcanzan. Sabemos que
Maimónides recibió de Aristóteles la idea que el determinismo es
esencialmente teleológico interno de la realización de la forma de
la especie dentro del individuo particular. Por lo tanto, mientras
el hombre no se eleva a un nivel superior de existencia, que salga
del dominio de lo general y se establezca en el terreno propio
-independiente de los principios generales- está sometido al
dominio de la especie y la forma general. Mas al liberarse a sí
mismo de la servidumbre de la especie, he aquí que es un
hombre libre. La libertad total es conquistada por el profeta,
hombre de Di-s. El hombre de la especie está completamente
sometido a las leyes de la existencia. Entre el hombre de la
especie y el hombre de Di-s, entre la necesidad y la libertad, se
mueven los hombres: unos ascienden, otros descienden.
En un comienzo el hombre materializa y lleva a la práctica todo
el potencial de la especie que reside en su interior y realiza
íntegramente toda la forma de la especie humana. Mas una vez
realizada la forma general, en lugar de fortificar su rostro
específico, adquiere una forma particular y una personalidad
individual, alma única y espíritu activo y creador; sale del
dominio de la especie para ingresar al dominio de si mismo. La
concretización de la generalidad en la personalidad humana
anula en si mismo la adquisición de la especie. Tal concepción
nos sorprende debido a su caracter paradoxal. La misma se
compone de dos concepciones: la generalidad de Aristóteles y la
individualidad de la Halajá. El método es griego, el objetivo
halájico. Individualidad, independencia, originalidad, libertad, son
los objetivos de la creación. Mas la completa libertad del hombre
de Di-s se realiza, tallo dicho anteriormente, en la concepción de
la norma como una ley existencial del ser individual y
espiritualmente libre.
Así entendemos nosotros las palabras de Maimónides, quien
extendió el principio de la libertad y le introdujo todo el ser
espiritual del hombre (sin limitarlo a su voluntad). El espíritu
humano es libre. Este no se encuentra sometido a las leyes
generales y a las necesidades de la especie. La “totalidad” de la
existencia del hombre de Di-s está liberada de las cadenas de la
ley ya que toda nace del principio de libertad, idea con la que se
identifica plenamente.
“A todo hombre se le confiere la posibilidad del libre albedrío …
No debes considerar lo que dicen los tontos gentiles y gran parte
de israelitas atolondrados, que Di-s decreta para el hombre
desde su nacimiento si ha de ser justo o malvado. No es así sino
que cada hombre puede llegar a ser justo como Moshé o
malvado como Jeroboam; sabio o necio, piadoso o cruel, avaro o
pródigo y así en referencia a todo lo demás. Toda la realidad
espiritual del hombre goza del privilegio particular de crearse o
liberarse a sí mismo”.
Una tendencia voluntarista brota aquí ya que al fin el origen de la
libertad es la voluntad, y cuando la libertad se extiende por todos
los aspectos de la existencia humana, la voluntad se apropia de
todo el universo espiritual y gobierna sin límite. La victoria de la
libertad en el dominio del espíritu atestigua sobre el gobierno y la
influencia de la voluntad sobre el resto de las manifestaciones de
la vida interior. Acentuamos anteriormente que de acuerdo a la
concepción de Maimónides la creación es la expresión de la
voluntad divina; también cuando el Santo Bendito Sea entrega
una parte de su gloria al hombre y le acorda fuerza creadora,
implanta la fuerza de crear dentro de su voluntad. La voluntad se
opone a la ley de la especie; ella crea una nueva naturaleza, libre,
la que no se encierra a si misma dentro de los límites del
determinismo general, se eleva hasta los cielos y se apega a la
bondad divina. La voluntad es la fuente del arrepentimiento, de
la providencia, de la profecía y de la libertad espiritual. Mas
dentro de la senda de la moral halájica. También el intelecto y la
voluntad, lo afectivo y lo creativo, marchan por la senda de la
moralidad.
y el hombre de la Halajá, sobre cuyo caracter voluntarista nos
detuvimos, es un hombre libre, creador de un mundo ideal,
renovador de su ser hasta convertirlo en el del hombre de Di-s;
soñando la completa realización de la Halajá en una realidad
inmediata, aguarda el establecimiento del Reino de Di-s que la ha
de contraer al ámbito de lo concreto y de la realidad sensible.
Estas son las características del hombre de la Halajá. Mucho más
que lo que escribí en estas páginas se encuentra gravado en su
conciencia. El presente artículo no es más que una reunión de
letras y signos, de frases entrecortadas y líneas distintivas.
Carece de precisión científica, de claridad de estilo y de
exposición. No es más que un intento amateur. Mas sabe el
Creador del Universo que mi única intención fue contar la gloria
de la Halajá y la de sus maestros, atacados frecuentemente por
los que jamás penetraron en su importancia esencial.
y si fallé en mi cometido, que Di-s me perdone.