¿Antisemitismo o Judeofobia?

caricatura antisemitaLa Naturaleza de la Judeofobia

por Gustavo D. Perednik

Materiales del curso dictado por el autor dentro del marco de Hagshama on-line

Introducción

El sacerdote Edward Flannery, en el prólogo a su obra Veintitrés Siglos de
Antisemitismo, revela que su interés por este tema nació cuando descubrió que la
ignorancia al respecto es un abismo que separa a judíos de cristianos. “?Cómo es
posible que el judío – se pregunta Flannery- abrumado por la conciencia de la secular
opresión que ha sufrido en el mundo cristiano, hable en igualdad de condiciones con el
cristiano, que está sinceramente convencido de que su interlocutor otorga excesiva
importancia a las persecuciones?”

Y bien, en ese sentido un curso como el nuestro podrá tender un puente sobre el
abismo, permitiendo a más gente conocer páginas muy oscuras de la experiencia humana, y
llamativamente poco investigadas.

Hasta 1879, el odio hacia los judíos no tenía siquiera un nombre especial. Ese ano
Wilhelm Marr acunó el término “antisemitismo” a fin de distanciar el fenómeno
de toda connotación religiosa. El panfleto de Marr, “La victoria del judaísmo sobre
el germanismo considerada desde un punto de vista no-religioso” exhortaba a que se
hostilizara a los judíos independientemente de sus inclinaciones religiosas. Pero el
vocablo que Marr eligió tiene varios defectos.

En principio, “semitas” no hay. Puede hablarse de lenguas semíticas, o de
grupos semitas de la remota antigüedad, pero suponer que, por ejemplo, un judío de
Holanda, uno de Etiopía pertenecen a la misma “raza semita” junto con un árabe
de Marruecos, es a todas luces absurdo.

En segundo lugar, y más importante aún, personas contra los semitas, no sólo que no
hay, sino que nunca hubo. Jamás se crearon partidos, publicaciones, o ideas que
combatieran a los “semitas”. Es más, la voz se presta a juegos de palabras. En
marzo de este ano, el canciller egipcio Amer Musa respondió a una acusación preguntando:
“?Como vamos a ser antisemitas, si nosotros somos semitas?”

Lo lamentable es que el término acunado por un judeófobo como Marr se difundió por
doquier, aun cuando tres anos después, un prestigioso pensador judío, León Pinsker,
sugirió la más apropiada palabra, “judeofobia”, para caracterizar el encono
hacia los judíos.

“Judeofobia” es más precisa porque en el prefijo senala el verdadero
destinatario de esta aversión, el judío, y en el sufijo alude a su carácter
irracional. Es cierto que en psicología “fobia” también responde a su origen
griego, “miedo”. Y se habla de ailurofobia (miedo a los gatos), nictofobia (a la
noche) o claustrofobia (a los lugares cerrados). Pero en ciencias sociales tiene un
significado más cercano al odio (no al temor) como en “xenofobia” (odio a los
extranjeros).

La judeofobia no es una forma de la xenofobia, puesto que los judíos no son
extranjeros de los países en los que viven. Y si, como dijimos, tampoco son una raza, la
judeofobia no es una especie del racismo. Es un fenómeno muy singular, y como tal vamos a
estudiarlo.

Hemos ofrecido cinco justificaciones del término “judeofobia” en lugar del
usual “antisemitismo”. Estas incluyen motivos históricos, semánticos y
lógicos. Pero si aún no están convencidos de que el uso de “judeofobia” sea
el deseable, permítanme agregar un argumento más.

El prefijo “anti” combinado con el sufijo “ismo” sugiere una opinión
que viene a oponerse a otra opinión, como en antimercantilismo, antidarwinismo o
antiliberalismo. Pero la judeofobia no es una idea. Jean-Paul Sartre, en su famoso
libro sobre el tema, sugiere que no le permitamos al judeófobo disfrazar su odio de
“opinión”. En la medida en que usemos “antisemitismo”, los
judeófobos podrán adornar a sus rencores con una aureola de criterio razonado, lo que
además nos impide entender el fenómeno de la judeofobia con claridad.

La singularidad de la Judeofia

Odios contra grupos siempre existieron. Pero en nuestro estudio partimos de la base de
que el despecho contra los judíos es único. Los judíos fueron odiados en sociedades
paganas, religiosas y seculares. En bloque, fueron acusados por los nacionalistas de ser
comunistas, por los comunistas de ser capitalistas. Si viven en países no judíos, son
acusados de dobles lealtades; si viven en el país judío, de ser racistas. Los judíos
ricos fueron agredidos y los pobres maltratados. Cuando gastan su dinero son resentidos
por ostentosos; cuando no lo gastan, son despreciados por avaros. Fueron llamados
cosmopolitas sin raíces o chauvinistas étnicos. Si se asimilan al medio, son temidos por
quintacolumnas; si no, son odiados por cerrarse en sí mismos. Cientos de millones de
personas han creído por siglos, que los judíos beben la sangre de los no-judíos, que
causan plagas y envenenan pozos de agua, que planean la conquista del mundo, o que
asesinaron al mismísimo Dios.

En aras de ordenar la clase, digamos que no hay odio más antiguo, más generalizado,
más permanente, profundo, obsesivo, peligroso y quimérico que la judeofobia. Veamos cada
característica separadamente.

  • Antiguo

. Robert Wistrich tituló a su último libro sobre el tema “El odio más
antiguo”. Veremos enseguida las distintas posibilidades acerca de cuándo nació la
judeofobia, pero adelantemos ya que se trata de un inquina que continuó más o menos
durante dos milenios y medio. O como explica Shmuel Etinger, la judeofobia “es un
fenómeno que se prolongó ininterrumpidamente, en lo fundamental, desde la época
helénica hasta nuestros días, aunque asume características distintas en el curso de la
historia. Precisamente, su continuidad histórica es un factor decisivo en su intensidad y
en su capacidad de adaptarse a las cambiantes condiciones contemporáneas”.

  • Generalizado

. De todos los países europeos en los que residieron, los judíos
fueron expulsados alguna vez. Los ejemplos más recordados son Inglaterra en 1290, Francia
en 1306 y en 1394, Hungría en 1349, Austria en 1421, numerosas localidades de Alemania
entre los siglos XIV y XVI, Lituania en 1445 y en 1495, Espana en 1492, Portugal en 1497,
y Bohemia y Moravia en 1744. En las más diversas situaciones históricas, los judíos
fueron hostilizados en casi todos los países del mundo, aun aquellos en donde no estaban.
El Japón de hoy es un ejemplo de cómo la judeofobia puede existir aun cuando la
comunidad judía sea minúscula. Y China es frecuentemente citada como la excepción a
esta regla de la universalidad de la judeofobia.

  • Permanente

. En la mayoría de los lugares, la judeofobia continúa anos, décadas, e
incluso siglos después de que los judíos han partido. El rey Eduardo I expulsó a los
judíos de Inglaterra en 1290, y su readmisión no se produjo hasta 1650. Es notable que
Shakespeare pudo crear su estereotípico Shylock, el judío de “El Mercader de
Venecia”, después de tres siglos en los que en su país no había judíos. La
audiencia podía despreciar al judío y burlarse de él, sin que ninguno de ellos, ni sus
padres, ni sus abuelos, los hubieran conocido en persona.

En el siglo XVII Francisco de Quevedo atacaba a su competidor literario, Luis de Góngora,
aludiendo a su “nariz judía” y amenazando con que untaría sus poemas con
tocino a fin de que los judíos no se los plagiaran… aunque éstos habían sido
expulsados de su país hacía más de un siglo.

En Latinoamérica, Julián Martel escribe su novela “La Bolsa” en la que se
acusa a los judíos de haber hecho quebrar la Bolsa de Comercio de Buenos Aires en 1890,
una época en la que virtualmente no había judíos allí.

Un último ejemplo: en 1968 el gobierno polaco lanzó una campana por radio y televisión
tendiente a “desenmascarar a los sionistas de Polonia”. Casi treinta anos
después de que tres millones de judíos polacos fueran exterminados por los alemanes, en
Polonia podía aún despertarse odio por una diminuta minoría que no alcanzaba al 1% de
la población.

  • Profundo

. Como resultado de los atributos mencionados, los estereotipos mentales en
contra de los judíos están hondamente arraigados. Si tenemos en cuenta que por siglos,
cientos de millones de personas creyeron que los judíos transmiten la lepra, que matan
ninos cristianos para sus rituales, que dominan el mundo entero, que son una raza
promiscua o criaturas diabólicas, que Dios desea que sufran, u otras variantes, entonces
se ve por qué la judeofobia es tan fácil, por qué el judeófobo no debe invertir muchos
esfuerzos en despertar antipatías contra el judío, ya que no tiene más que echar mano a
la asociación mental apropiada a un momento determinado.

Se dice de Goebbels, el ministro de propaganda alemán durante el régimen nazi, que
había distribuido un cartel que mostraba a un hombre montado en un bicicleta con la
leyenda “La desgracia de Alemania son los judíos y los ciclistas”. El lector se
preguntaba ingenuamente “?Y por qué los ciclistas?” y así la propaganda había
cumplido con su objetivo. La profundidad de la judeofobia había hecho una buena parte del
trabajo.

  • Obsesivo

. Para el judeófobo los judíos no son un enemigo; son el enemigo.
No ve satisfecho su impulso hasta que el judío no es quebrado del modo más total.
Durante los siglos XIX y XX en el imperio ruso las palizas y asesinatos de judíos se
difundieron a tal punto, que se acunó el término “pogrom” para definirlos. Y
eran vistos por sus perpetradores como el medio de salvar a la nación. “Byay Zhidov
Spassai Rossiyu, Golpea al judío y salva a Rusia” era su lema.

Ernest Cassirer reflexionó en “Modernos mitos políticos” acerca del discurso
de despedida de Adolf Hitler a la nación alemana, antes de su suicidio el 30 de abril de
1945. ?Cuál fue su mensaje? No recordó las glorias de Alemania, ni expresó dolor por la
destrucción de su país; no se arrepintió del bano de sangre en el que acababa de sumir
al mundo; ya no promete la conquista. Su atención sigue fija en un punto que lo
obsesiona: los judíos, “el enemigo eterno”. “Si soy vencido, la judeidad
podrá celebrar”… Y si bien Hitler encarnó la judeofobia en su extremo máximo, la
obsesividad es una característica reiterada.

  • Peligroso

. Debido a su profundidad, con mucha frecuencia la hostilidad contra los
judíos desborda la discriminación y estalla en violencia física. En casi todos los
países en donde los judíos viven o vivieron, fueron en algún momento sometidos a
golpizas, tortura y muerte, por el único motivo de ser judíos. Por ello toda expresión
judeofóbica es potencialmente más peligrosa que expresiones de aversión contra otros
grupos. Por ejemplo, en todos los países hay chistes xenofóbicos en contra de minorías.
En los EE.UU. son los chistes de polacos, en Inglaterra de irlandeses, en Brasil de
portugueses, en la Argentina de gallegos, en Suecia de noruegos, etc. Los chistes de
judíos pueden ser tan inofensivos como cualquiera de los otros. Sin embargo, si no
hubieran existido habido chistes de judíos en Europa durante uno o dos siglos antes del
Holocausto, la virulencia de la judeofobia podría haber sido menor, y los nazis habrian
encontrado menor apoyo para su genocidio. Para las otras minorías mencionadas, no hubo
hogueras, cámaras de gas y hornos crematorios. Y la judeofobia se transmite en gestos, en
chistes y en generalizaciones, mucho más que en conferencias. Ulteriormente, cuando un
prejuicio es tan peligroso, los chistes pueden ser letales.

  • Quimérico

. Este bien puede ser el rasgo esencial. El odio de grupo deriva
usualmente de una incorrecta interpretación de la realidad. Si como hoy, un francés odia
a los argelinos porque corrompen su cultura, o un alemán odia a los turcos porque le
quitan sus puestos de trabajo, en ambos casos la realidad ha sido mal interpretada.
Ciertamente hay desempleo en Alemania, pero no son los turcos los culpables de
ello.

El caso de la judefobia difiere de la xenofobia mencionada. No hay que confrontarse con
una interpretación incorrecta, sino con mitos. Los judíos son odiados por comer
no-judíos en el pasado, o por dominar el mundo en el presente, por haber matado a Dios, o
por haber inventado el Holocausto, o por promover las guerras, la esclavitud, el mal.

No es fácil contender con argumentos de esta índole.

Incluso si hubiera odios que comparten una o dos de estas características, no se
encontrará uno que, como la judeofobia, combine todas ellas. Que la encaremos de modo
singular no significa, por supuesto, minimizar el sufrimiento de otros grupos, o condonar
la persecución contra otras minorías cualesquiera. Todo aborrecimiento de grupo, todo
racismo y persecución deben ser repudiadas. Pero la judeofobia sigue siendo el odio más
antiguo, profundo, peligroso y quimérico, y si la diluimos en un mar de discriminaciones
y prejuicios, la entenderemos menos. Empecemos por analizar cuándo se originó el
fenómeno.

Seis Teorías sobre el Origen de la Judeofobia

Puede esgrimirse que la judeofobia comenzó:

    1. con los primeros hebreos, hace cuatro milenios;
    2. con la esclavitud egipcia hace algo más de tres milenios;
    3. con el Retorno a Sión, hace dos milenios y medio;
    4. con el helenismo alejandrino, hace veintitrés siglos;
    5. con el cristianismo, hace dos milenios;
    6. con el totalitarismo moderno, hace algo más de un siglo.

En esta lección intentaremos descartar las teorías 1,2,3 y 6. En la próxima nos
concentraremos en la teoría 4, y en la lección subsiguiente en la 5.

Sobre la teoría 1, digamos que rastrear la judeofobia hasta la época patriarcal es
incorrecto, tanto histórica como teóricamente. Desde el punto de vista histórico, no es
cierto que los judíos hayan sufrido persecuciones por tanto tiempo. Aunque hay algunos
versículos bíblicos que evidencian un tono judeofóbico, extraeremos de la Biblia
solamente arquetipos que faciliten la comprensión, y no precisión histórica.

El primer ejemplo podría ser Abimelej, el rey de Guerar en el Neguev, quien espetó al
patriarca Isaac: “Alejate de entre nosotros, puesto que te has hecho más poderoso
que nosotros” (Génesis 26:16). Este es un arquetipo de los argumentos que emplea la
judeofobia, especialmente porque el original hebreo puede leerse “Alejate de entre
nosotros, porque has prosperado a costa nuestra”.

Desde la teoría, sostener como Hermann Gunkel que con los primeros hebreos aparece la
judeofobia, es dar por sentado que las meras diferencias son la fuente del odio, y no la
intolerancia
frente a la diferencias. Abraham no tenía por qué generar enemigos por
el hecho de proponer la distinción monoteísta; la judeofobia comienza con los
judeófobos, no con los judíos.

En cuanto a la teoría 2, quien sostenga con Charles Journet que la motivación del
Faraón era judeofóbica, debe tomar la Biblia demasiado literalmente. Es cierto que el
monarca egipcio expresa un tercer argumento habitualmente empleado por judeófobos: que
los judíos son una quinta columna. Así lo enuncia el Faraón: “He aquí los hijos
de Israel, son más que nosotros y más fuertes. Actuemos contra ellos con astucia para
que no se multipliquen y, para que cuando nos acaezca una guerra, no se unan a nuestros
enemigos para combatirnos” (Exodo 1:9-10). Pero sería más razonable atribuirle a
los egipcios un intento xenofóbico de esclavizar a otros pueblos, una práctica usual de
la antigüedad, y no un odio específico contra los judíos como tales.

Otros arquetipos de judeofobia que trae la Biblia son los pueblos que atacaron a los
hebreos gratuitamente, durante la marcha hacia la Tierra Prometida. Los dos más
destacados son Amalek y Midián, precisamente por la gratuidad del ataque. En esos dos
casos, a diferencia de Moab, el trayecto de los hebreos no representaba amenaza alguna
para ellos. Por ello el ataque fue generado por la sana y a mansalva. Pero la historicidad
de esos combates es demasiado nebulosa como para que puedan considerarse comienzos de la
judeofobia.

Descartadas las hipótesis 1 y 2, pasemos a explicar la 3, que senala el origen de la
judeofobia en la época del Retorno judío a Sión durante el siglo V a.e.c.
Probablemente, de esta época data el máximo arquetipo bíblico de la judeofobia, Hamán.
En efecto, algunos historiadores relacionan a este personaje con el rey persa Jerjes I,
quien habría sido el Ajashverosh (Asuero) del libro de Ester. De acuerdo con este texto,
Hamán fue el visir del rey que planeó el genocido de todos los judíos del extenso
reino. Y, otra vez, aun cuando la historicidad de los hechos no fue demostrada, las
palabras de Hamán tuvieron eco en las de los judeófobos de todas las épocas: “Hay
un pueblo disperso en todas las provincias… cuyas leyes son distintas de las del pueblo,
y no observan las órdenes del rey… Escríbase que sean destruidos” (Ester 3:8).

Más allá de la Biblia, hay dos eventos de ese siglo V a.e.c. que sí podrían marcar
la génesis de la judeofobia. Uno en la tierra de Israel (el ataque contra los que
regresaban de Babilonia para reconstruir Jerusalem) y otro en la Diáspora (la
destrucción del templo judío de Elefantina en Egipto).

Cuando Nejemías, en cumplimiento del permiso que otorgara el rey Ciro de Persia,
lideró el Retorno a Sión en el ano 445 a.e.c., debió confrontarse con la activa
oposición de Sanbalat I “el enemigo” (Nejemías 6:1,16).

Tres décadas después, el templo que la comunidad judía había erigido en la pequena
isla de Elefantina en el Nilo, fue destruido. El templo se había levantado en el 590
a.e.c. y fue destruido en el 411 a.e.c. por los sacerdotes de Khnub con la ayuda del
comandante persia Waidrang. Pero más que un estallido judeofóbico, aquella destrucción
parece haber sido un acto fanático de egipcios que resentían el dominio persa.

Podemos concluir que los episodios de Sanbalat y de Waidrang fueron aislados, y no
dejaron huellas en la historia de la judeofobia, que aún debía nacer. Esta conclusión
nos deja con tres tesis, las 4, 5 y 6.

Esta última fue sostenida por Hannah Arendt, quien en “Los orígenes del
totalitarismo” describe “el antisemitismo como una ideología secular
evidentemente diferente” del odio religioso contra los judíos. Esta descripción es
simplista. Por supuesto que los partidos políticos judeofóbicos se crearon en Alemania
en el los anos 1880s, y por entonces ocurrió por primera vez que un régimen utilizara la
judeofobia como un medio calculado para obtener poder, pero lo importante no es cuándo la
judeofobia fue por primera vez un instrumento político, sino cuando apareció.

Es cierto que el siglo XIX trajo consigo un nuevo tipo de judeofobia. Pero el fenómeno
ya existía: es único precisamente por su adaptabilidad a distintos contextos
históricos. Esta característica muestra tanto su permanencia como su singularidad.

Nos quedamos entonces, con las dos teorías más aceptables. Las raíces de la
judeofobia están o bien en el helenismo, o bien en el cristianismo. En las próximas dos
clases analizaremos sendas posibilidades.

Bibliografía

La bibliografía general en la que se basa el curso es:

  1. “Historia del antisemitismo” de León Poliakov, en cinco tomos.
  2. “Antisemitismo” de James Parkes, Ed.Paidós, Bs.As., 1965.
  3. “Veintitrés siglos de antisemitismo” de Edward Flannery, Ed. Paidós, Bs.
    As., 1964.
  4. La bibliografía especial, se irá ofreciendo en cada una de las clases.

Hemos comenzado el curso explicando los motivos que justifican el nombre de judeofobia para el odio antijudío, y enumeramos las características que hacen del mismo un fenómeno único y singular.

Luego planteamos diversas opiniones acerca de cuándo nació la judeofobia, y nos quedamos con dos alternativas plausibles: que tuvo su germen, o bien en el helenismo, o bien en el cristianismo.

En esta segunda lección retomaremos la primera de esas dos tesis, que fue sostenida entre otros por el sacerdote norteamericano Edward Flannery, cuyo libro Veintitrés siglos de antisemitismo da la respuesta en el título mismo. Flannery rastreó las primeras citas históricamente documentadas, que evidencian un encono específico contra los judíos. Para entender dicha hostilidad, es necesario que nos introduzcamos en la Alejandría del siglo III a.e.c.

Una Posible Cuna de la Judeofobia

Alejandría fue fundada por quizá el máximo conquistador de todos los tiempos,
Alejandro Magno, quien, según historia Josefo Flavio, tuvo una actitud favorable hacia
los judíos. Les permitió construir sus propios barrios en la ciudad, en la que
desarrollaron el comercio y prosperaron. Alejandría se transformó en una segunda Atenas,
capital comercial e intelectual del mundo antiguo.

En Eretz Israel, después de la muerte de Alejandro hubo un período de inestabilidad
que provocó deportaciones y emigraciones de judíos, especialmente a Alejandría, cuya
poblacíon judía creció notablemente.

A comienzos de la era común había allí cien mil judíos, que ocupaban casi la mitad
de la ciudad. (La población judía mundial era de cuatro millones, un millón de los
cuales residía en Eretz Israel).

En consecuencia, Egipto se transformó tanto en el corazón de la Diáspora judía,
como en lo más avanzado de la helenización fuera de Grecia. Y no se sustrajo a la norma
del mundo pagano, que en general fue muy tolerante en materia de diversidad religiosa.
Después de todo, si cada familia veneraba a sus muchos dioses, qué mal podía haber en
dioses adicionales que cada uno eligiera.

Esa atmósfera tolerante, típicamente pagana, permitió a los judíos practicar
libremente su monoteísmo. Tres ejemplos de destacadas personalidades que valoraban
altamente a los judíos fueron Clearco, Teofrastro y Megástenes, a comienzos del siglo
III a.e.c.

Los dos primeros habían sido, como el mismo Alejandro, discípulos de Aristóteles.
Clearco de Soli se refiere en su diálogo Del Sueno al encuentro entre su maestro y
un judío, y Teofrastro de Eresos llama a los judíos “raza de filósofos”, una
descripción nada infrecuente en aquella época.

Sin embargo, aquel trío fue en cierto modo una excepción, puesto que la mayor parte
de los historiadores alejandrinos fueron notorios por su judeofobia. Una razón para ello
puede ser que aunque los egipcios nativos gozaban de prosperidad económica y cultural, no
faltaba entre ellos el descontento por la dominación foránea, primero griega y luego
romana. Ese resentimiento se tradujo en una xenofobia que terminó por descargarse contra
el pueblo hebreo.

Probablemente a los egipcios los irritaba la tolerancia que el imperio había otorgado
a los judíos. Esto, más la envidia social frente al florecimiento de esa colectividad,
fue caldo de cultivo para las primeras agresiones escritas. Siguen algunos ejemplos.

Hecateo de Abdera fue el primer pagano que se explayó acerca de la historia
israelita, y en el siglo IV a.e.c. no excluyó lo legendario de su narración:
“debido a una plaga, los egipcios los expulsaron… La mayoría huyó a la Judea
inhabitada, y su líder Moisés estableció un culto diferente de todos los demás. Los
judíos adoptaron una vida misantrópica e inhospitalaria”.

Debe aclararse que el relato de Hecateo no ataca especialmente a los judíos, a tal
punto que cuatro siglos después Filón de Biblos se preguntó si aquel historiador no se
habría convertido al judaísmo. Pero Hecateo sí es responsable de inventar el primer
mito sobre la historia judía, el primero de una extensa y mortífera mitología. Los
judíos “habían sido expulsados” y la vida que Moisés “les impuso
en recuerdo de su exilio, era hostil a todos los humanos”.

Los escritores alejandrinos posteriores (con algunas excepciones como Timágenes y
Apián) repetían siempre que los judíos tenían ese origen humillante. El primer egipcio
en narrar la historia de su país en griego fue el sacerdote Maneto, quien escribió en el
siglo III que “el rey Amenofis había decidido purgar el país de leprosos… que
fueron guiados por Osarsiph”, a quien Maneto identifica con Moisés. No menciona
explícitamente a los judíos, pero habla de “una nación de conquistadores foráneos
que prendieron fuego a ciudades egipcias y destruyeron los templos de sus dioses…
después de su expulsión de Egipto, cruzaron el desierto en su camino a Siria, y en el
país de Judea construyeron una ciudad que llamaron Jerusalem”.

El motivo del reiterado rechazo por lo judío que se daba entre aquellos egipcios, es
que posiblemente la narración del Exodo ofendía su patriotismo. La religión israelita
había hecho del Exodo de Egipto su creencia central, sinónimo de la aspiración judaica
por la libertad.

Por ello, no es de extranar cierto despecho de parte de los egipcios, quienes
comenzaron por transformar el Exodo en una gesta nacional de expulsión de indeseables.
Para ello, hacía falta denigrar a los supuestos “expulsados”, rebuscar las
causas posibles de aquella “expulsión”. Así, los temas del linaje leproso y la
falta de sociabilidad aparecen en las obras de Queremon, Lisímaco, Poseidonio, Apolonio
Molon y, especialmente, Apión. Eran egipcios que escribían en griego.

Según Lisímaco “los judíos, enfermos de lepra y de escorbuto, se
refugiaron en los templos, hasta que el rey Bojeris ahogó a los leprosos y mandó los
otros cien mil a perecer en el desierto. Un tal Moisés los guió y los instruyó para que
no mostraran buena voluntad hacia ninguna persona y destruyeran todos los templos que
encontraran. Llegaron a Judea y construyeron Hierosyla (ciudad de los saqueadores de
templos)”.

Mnaseas de Patros (s. II a.e.c.) aporta la novedad de que los judíos “adoran
una cabeza de asno” y su contemporáneo Filostrato resume: “los judíos
han estado en rebelión en contra de la humanidad; han establecido su propia vida aparte e
irreconciliable; no pueden compartir con el resto de la raza humana los placeres de la
mesa, ni unírseles en sus libaciones o plegarias o sacrificios; están separados de
nosotros por un golfo más grande del que nos separa de las Indias”.

Por su parte, Agatárquides de Cnido destacaba las “prácticas ridículas
de los judíos, el carácter absurdo de su ley y, en particular, la observancia del
Shabat” que los mostraba como un pueblo de holgazanes. La mitificación va creciendo
como una bola de nieve, y en el siglo I a.e.c. Apolonio Molon lanza contra los
judíos una nueva escalada: “son los peores de entre los bárbaros, carecen de todo
talento creativo, no hicieron nada por el bien de la humanidad, no creen en ninguna
divinidad… Moisés fue un impostor”.

Pero el mito más funesto de los inventados en la antigüedad (por sus derivaciones
ulteriores, según veremos en próximas lecciones) fue el de Damócrito (s. I
a.e.c.): “Cada siete anos toman un no-judío y lo asesinan en el templo…” Dos
historiadores de marras fueron Queremón, quien relacionó el Exodo con las
migraciones de los Hyksos, y Apión, el máximo judeófobo antiguo.

Apión, a quien Plinio el Antiguo y Tiberio llamaron “gran charlatán”,
fue iniciador de las agitaciones antijudías bajo el gobernador Flaccus (ano 38) que
provocaron que decenas de miles de judíos fueran asesinados. El recopiló las ideas de
sus predecesores y agregó de su propia creatividad: “Los principios del judaísmo
obligan a odiar al resto de la humanidad. Una vez por ano toman un no-judío, lo asesinan
y prueban de sus entranas, jurándose durante la comida que odiarán a la nación de la
que provenía la víctima. En el Sancta Sanctorum del Templo Sagrado de Jerusalén hay una
cabeza de asno dorado que los judíos idolatran. El Shabat se originó porque una dolencia
pélvica que los judíos contrajeron al huir de Egipto los obligaba a descansar el septimo
día”.

Dos grandes sabios de esa época enfrentaron a este judeófobo. Flavio Josefo tituló
una de sus obras Contra Apión, y el filósofo Filón de Alejandría lideró la
delegación de judíos que se entrevistaron con el emperador Calígula a fin de poner fin
a la violencia en la ciudad.

La judedofobia Romana

Cuando la provincia Roma prevaleció sobre lo que había sido el imperio helenista, los
escritores romanos heredaron de los griegos también la judeofobia. En Horacio
(siglo I a.e.c.) hay condena contra los judíos, pero muy moderada (sus obras son despues
de todo, sátiras).

El satirista más famoso de Roma, Juvenal (50-127), culpa a los extranjeros (si
bien incluye griegos y sirios destaca a los judíos) de haber provocado la decadencia de
la forma tradicional de vida romana. Desprecia especialmente a los judíos porque adoran
nubes, haraganean en sábado, practican la circuncisión y son pobres.

Tácito (55-120) repite que los judíos debilitan la moralidad romana, y que los
egipcios los expulsaron al desierto, en el que Moisés les ensenó rituales para
separarlos de las otras naciones. Según Tácito, cuando los israelitas llegaron a Judea
comenzaron con el culto asnal porque los asnos los habían guiado en su marcha por el
desierto. “Los judíos revelan un terco vínculo los unos con los otros… que
contrasta con su odio implacable por el resto de la humanidad… siniestros y vergonzosos,
han sobrevivido sólo gracias a su perversidad… Creen profano todo lo que para nosotros
es sagrado, y permiten lo que nos es aborrecible… consideran criminal matar a un bebé
recién nacido”.

Una característica que cabe analizar aquí es la sobrepercepción del judío, aspecto
que ya comienza a verse en autores de esa época. A comienzos de la era común, el
historiador y geógrafo Estrabón argüía que “los judíos han llegado a
todas las ciudades, y es difícil hallar un lugar en la tierra habitable que no haya
admitido a esta tribu, y que no haya sido poseído por ella”.

La sobrepercepción del judío es la norma, pero no siempre viene acompanada de
judeofobia. Un buen ejemplo es una carta que Mark Twain (el famoso escritor
norteamericano, que de ningún modo fue judeófobo) envió al editor de la Encyclopedia
Britannica
: “leí que la población judía de los EE.UU. es de 250.000. Yo tengo
más amigos judíos que esa cifra, por lo que supongo que se trata de un error
tipográfico por 25.000.000”.

Corresponde aclarar que en todos los países en donde viven, los judíos llegan a ser,
como máximo, el 1% de la población (las únicas dos excepciones son EE.UU., donde
superan el 2%, e Israel, donde constituyen casi el 90%). Pero casi en todo país son
percibidos como si fueran cinco o diez veces más.

Esa sobrepercepción resulta de por lo menos tres razones para esa sobrepercepción: 1)
los judíos son eminentemente urbanos (el 90% de ellos está concentrado en las dos
ciudades principales de cada país en el que residen); 2) son muy activos en actividades
centrales (economía, artes, ciencia); y 3) su historia se transformó en la historia
sagrada de una buena parte de la humanidad, por lo que la mayoría de la gente aprende
acerca de los judíos en algún momento de su educación, de modo que los judíos están
mentalmente presentes en la gente antes de ser personalmente conocidos.

En el siglo I a.e.c. Cicerón describe la “superstición bárbara” de
los judíos, y alerta acerca de “cuán numerosos son, aislacionistas e influyentes en
las asambleas”. La comunidad judía de Roma seguía a la de Alejandría en cuanto a
tamano e importancia, y también allí, los privilegios que algunos emperadores les
acordaron para que pudieran observar libremente su estilo de vida, despertaron la envidia
de sus vecinos. Esos privilegios incluían la exención de adorar imágenes, práctica que
estaba muy entretejida en la vida cotidiana de los romanos.

La política romana nunca fue sistemáticamente judeofóbica (sólo algunos emperadores
lo fueron), y su ambivalencia no se modificó ni siquiera durante la guerra contra Judea.
Pero los hombres de letras romanos sí tendieron a hacerse eco de los prejuicios
alejandrinos. Tíbulo, Ovidio, Quintiliano y Marcial se
sumaron a los ataques contra “la perniciosa nación”. Séneca los llamó
“la nación más malvada,cuyo despilfarro de un séptimo de la vida va contra la
utilidad de la misma”.

Como vimos, este capítulo de la judeofobia fue principalmente literario, y
justificaría la postura de aquellos que ven en Alejandría la cuna del fenómeno.

La pregunta es cómo podría ser de otro modo, de qué manera alguien podría
argumentar que la judeofobia nació con el cristianismo (según la quinta de las
hipótesis planteadas) si hay tanta evidencia de odio antijudío entre los griegos y
romanos. A responder esa pregunta dedicaremos la próxima lección.

Vimos en nuestra segunda lección amplia evidencia de la judeofobia pagana, y de cómo
Alejandría podría considerarse cuna de la judeofobia en general. Ello bastaría para
justificar una postura como la de Edward Flannery que atribuye a la judeofobia veintitrés
siglos de antigüedad. Concluimos por preguntarnos si acaso es posible argumentar que la
judeofobia nació después, con el cristianismo, salteando de este modo la etapa pagana.

La respuesta es básicamente que a partir del cristianismo la judeofobia se convirtió
en norma. Nacía una religión masiva basada en el judaísmo, en la que el odio antijudío
echó raíces, se profundizó, y se ramificó monstruosamente, con derivaciones
ideológicas y aun teológicas. La judeofobia precristiana fue vulgar, poco organizada, no
sistemática. En contraste, senala Marcel Simon, la judeofobia cristiana “persigue un
objetivo muy preciso: despertar el odio hacia los judíos”.

Quede claro desde el comienzo que senalar las raíces cristianas de la judeofobia no
implica la grosera generalización de atribuir judeofobia a los cristianos en su conjunto.
Sin embargo, algunos datos básicos deben ser mencionados para aclarar la idea, y a ellos
dedicaremos esta tercera lección.

La esencia del problema es que la iglesia naciente se presentó como la consumación
del judaísmo, su herencia mas prístina, su legítima continuación. El cristianismo
emerge del judaísmo; sus líderes fueron judíos, como sus primeros seguidores y su
culto. En principio ello podría haber sido motivo de confraternidad y, en efecto, los
primeros cristianos eran considerados miembros de la grey judía, y no hubo antagonismo
serio entre las dos religiones mientras el Estado judío existía.

El mensaje de los primeros tenía como destinatario la Casa de Israel. Sin embargo,
rápidamente quedó claro que la vasta mayoría de los judíos no iba a convertirse, sino
que permanecería fiel a la ley bíblica, a la visión intransigente de un Dios
trascendente e incorpóreo, y a la fe en la llegada de un Mesías que curaría el mundo al
final de los tiempos.

Una vez que las incompatibilidades doctrinarias fueron obvias, la armonía original
entre las dos religiones quedó condenada. El hecho de que los judíos rechazaran la nueva
noción mesiánica acerca del “hijo de Dios”, desconcertó a los cristianos, que
basaban su fe en las Escrituras judías y en sus creencias, y por lo tanto esperaban
persuadir precisamente a los hijos de Israel. Si el cristianismo era el heredero de la
tradición judía, su realización más plena y su continuidad, tarde o temprano se
descubrirían defectos serios en quienes persistían independientemente con la religión
“superada y heredada”. La vitalidad del judaísmo, de por sí cuestionaría la
legitimidad de la herencia.

La escisión entre las dos religiones fue proclamada por un judío, discípulo de
Jesús, Pablo o Saúl de Tarso, el verdadero fundador del cristianismo. Pablo se
pronunció en contra de la observancia de la Ley que estipulaba el judaísmo, y
estableció que la verdadera salvación venía exclusivamente de la fe en Jesús como
Mesías. Los judíos-cristianos, o sea la minoría que aceptó ese dogma, siguieron
practicando el judaísmo y fueron vistos por la nueva fe que se expandía como un
fenómeno temporario (se ve en el Nuevo Testamento la Epístola a los Gálatas 2:11-21).
Ellos terminaron rompiendo con Pablo cuando eventualmente repararon en que él no hacía
distingos entre judío y gentil, y en que llevaba el nuevo mensaje al mundo pagano sin el
marco tradicional de la ley hebrea.

Lo que queda claro es que Pablo había heredado el amor de Jesús por su pueblo. El
Nuevo Testamento testimonia que ninguno de los dos habría querido ver a los judíos
degradados o destruidos. Pero gradualmente, mientras el Nuevo Testamento era compuesto, la
actitud cristiana hacia los judíos empeoraba. Por ello, las secciones más tempranas (las
de Pablo, alrededor del ano 50) están exentas de la judeofobia que se nota en las partes
más tardías (el Evangelio de Juan, alrededor del ano 100). En el ano 140 se compila el
canon más antiguo del Nuevo Testamento, por Marción, quien llega a rechazar la Biblia
Hebrea en su conjunto.

El debate acerca de cuán judeofóbico es el Nuevo Testamento, excede los límites de
este curso. Entre los teólogos cristianos algunos (como Rosemary Ruether) arguyen que es
decididamente judeofóbico y algunos (como Gregory Baum) que no lo es en absoluto.

Sin duda, varios versículos del Nuevo Testamento describen a los judíos de modo
positivo, atribuyéndoles la salvacíon (Juan 4:22) o la gracia divina (Romanos 11:28) y
muchos otros pueden ser usados en el arsenal judeofóbico (y lo fueron). En ese sentido,
los dos versículos más acres son aquél en el que los judíos supuestamente insisten en
que Jesús sea crucificado y declaran “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre
nuestros hijos” (Mateo 27:25) y aquél en el que Jesús los llama “hijos del
diablo” (Juan 8:44).

Estos versículos y toda la gama de acusaciones con que se acusó a los judíos
mientras el cristianismo crecía y se individualizaba, eran repetidos y agravados por
gente que tenía poco o ningún contacto con judíos. Jerónimo, Antanasio, Ambrosio,
Amulo, todos reiteran como un eco los orígenes satánicos de los judíos, o que el diablo
los tienta, o que son sus socios o instrumentos. De un modo trágico el cristiano afirmaba
su propia identidad por medio de descalificar al judío.

El Relato de la Crucificción

La fuente más reiterada que halló la judeofobia posterior en el Nuevo Testamento fue
el relato de la crucifixión, aun cuando incluye evidentes errores históricos (que no
socavan, claro está, ni el carácter sagrado del texto para los creyentes en él, ni la
base teológica del cristianismo; hablamos aquí meramente en términos históricos).

Según el Nuevo Testamento, durante la Pascua judía (Pésaj) el Sanhedrín (que era el
cuerpo supremo religioso y judicial de Judea durante el período romano) sometió a Jesús
a juicio y lo condenó a muerte. El gobernador romano Poncio Pilato intentó evitar la
aplicación de la pena, pero se sometió al veredicto “lavándose las manos”
literalmente y Jesús fue entonces crucificado por soldados romanos.

La vastísima bibliografía al respecto senala varias imprecisiones en el relato, a
saber:

      1. El Sanhedrín nunca se reunía en las festividades hebreas, y muy raramente aplicaba
        penas de muerte (a un Sanhedrín que aplicara una pena de muerte cada siete anos, el
        Talmud lo llama “Sanhedrín devastador”, a lo que el rabí Eleazar Ben Azariá
        agregó: “…aun cuando lo haga una vez cada setenta anos”). Y en el caso
        de Jesús el texto exhibe una inaudita ligereza en la aplicación de la pena.
      2. Más grave aun es que ni siquiera se explicita la transgresión que justificara pena de
        muerte. Había crímenes que la ley bíblica penaba con muerte, pero no era el caso
        de proclamarse “hijo de Dios”, que no implicaba ningún tipo de
        transgresión. Además, los romanos solían grabar en la cruz del reo la índole de su
        delito. En la de Jesús, INRI (Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos) alude al
        crimen político de sedición: nadie podía ser rey, porque el único monarca era el
        César. Se trata de un crimen contra Roma, castigado con un modo de ejecución romano.
      3. El rol de Pilato es triplemente sospechoso. ?Por qué el Sanhedrín -que tenía
        autoridad para ejecutar las penas que imponía- solicitaría ayuda del enemigo romano a
        fin de “castigar” a un judío? ?Por qué el Procurador habría de salir en
        defensa de un judío, cuando él era responsable de imponer el orden imperial en Judea, y
        en esa función ya había hecho crucificar a miles? Y por último, el conocido
        “lavado de manos” de Pilato es un rito (netilat iadaim) que los judíos
        observan hasta hoy antes de comer, al visitar cementerios, o como signo de pureza. Extrano
        es, pues, que así exteriorice su pureza un militar romano a cargo de la represión.

 

Por todo ello, lo más probable es que quienes se “lavaran las manos” fueran
los miembros del Sanhedrín, en pasivo temor ante la decisión del Procurador (en ese
momento la mayoría de los judíos no deseaba rebelarse contra Roma; el partido rebelde
prevaleció cuatro décadas después). Y probablemente quien anunció la pena de Jesús
fue Pilato mismo.

El motivo por el que los protagonistas del relato fueron intercambiados, es quizá que
los redactores del Nuevo Testamento tenían en la mira la expansión del cristianismo, y
para cumplir con ese objeto en el Imperio, la incipiente religión debía eximir de toda
culpa al poderoso romano. Al mismo tiempo, podía tranquilamente depositar la culpa en
quien no podría defenderse, el judío ya vencido.

Además, al evangelizar el mundo pagano, los cristianos no podían argüir que Jesús
había sido el Mesías, puesto que ello no significaba nada para quienes no creían en la
Biblia. El único argumento válido debía ser que el cristianismo era la religión
original, la verdad universal para la humanidad. Para ello, el cristianismo debía ser el
exclusivo poseedor de la historia de Israel.

A fines del siglo I, la Epístola de Barnabás sostiene que los judíos en rigor
habían entendido mal lo que los cristianos llaman Antiguo Testamento, que nunca
habría sido una ley a ser cumplirda, sino una prefiguración de la Iglesia.

A comienzos del siglo II, Ignacio de Antioquía lo resume así: “No fue la
cristiandad quien creyó en el judaísmo, sino los judíos quienes creyeron en el
cristianismo”. Así nacía el fértil tema de que la Iglesia era, y siempre había
sido, el verdadero Israel. El problema era que el pueblo al que la Iglesia reclamaba haber
reemplazado, continuaba coexistiendo y, más importante aun, se adjudicaba las mismas
fuentes de fe, y afirmaba su anterioridad y su autoría del Antiguo Testamento.

Se desarrolló una literatura antijudía, según la cual la Iglesia precedía al Viejo
Israel, remontándose hasta la fe de Abraham e incluso a Adán. La Iglesia era así
“el eterno Israel” cuyos orígenes coincidían con los de la misma humanidad. La
ley mosaica era ergo sólo para los judíos, quienes con ese peso habían sido castigados
por su inmerecimiento y su culto al becerro de oro. La legislación mosaica se
transformaba en un yugo impuesto al Viejo Israel por sus pecados. Los judíos no sólo
eran privados de su rol providencial de pueblo elegido, sino que además pasaban a ser una
nación apóstata.

En los primeros siglos, el tratado cristiano más completo en contra de los judíos fue
el Diálogo con Trifón de Justino, que explica cómo las desgracias que sufren los
judíos son castigo divino. Y en ese marco, el peor de los mitos es el del
“deicidio”, el asesinato de Dios, explicitado por primera vez por Melito, obispo
de Sardis, alrededor del ano 150: “Dios ha sido asesinado, el Rey de Israel fue
muerto por una mano israelita”. Como consecuencia, “Israel yace muerto”, y
el cristianismo conquista toda la Tierra. Esta acusación, que fue repetida por décadas y
siglos, nunca fue la doctrina oficial de la Iglesia. Pero se arraigó de tal modo en los
sermones cristianos que la Iglesia debió oficialmente rechazarla durante el Concilio
Vaticano II de 1965.

La Demonización del Judío

Este género de literatura judeofóbica se desarrolló mientras la judería estaba
humillada, débil y vencida, cuando no constituía ningún desafío para el cristianismo.
En las derrotas de los judíos, en la disolución de Judea, y en las calamidades que
subsecuentemente azotaron a los israelitas, los cristianos encontraron una confirmación
práctica de aquella teología, una confirmación definitiva de su creencia en que Dios
estaba disgustado con los judíos y no deseaba su continuidad. Les parecía obvio e
indudable que el judaísmo sería irreversiblemente absorbido en la nueva religión.

Sin embargo, después de los desastres de los anos 70 y 135 (derrotas demoledoras a
manos de los romanos) los judíos fueron lentamente recuperando vitalidad e influencia, y
la reacción cristiana fue un nuevo embate literario.

Entre esos dos anos el cristianismo se transformó en un movimiento definitivamente
gentil, que ya no se focalizaba en los judíos. De acuerdo con Orígenes (s.III,
Alejandría), que fue el primer erudito cristiano que estudió hebreo, los cristianos
habían cumplido con la Ley aun más que los judíos, puesto que éstos la habían
interpretado de un modo fantasioso y creado prácticas vanas; su rechazo de Jesús había
resultado en calamidad y exilio: “Podemos afirmar con confianza que nunca serán
restaurados a su previa condición, porque cometieron el más impío de los crímenes al
conspirar contra el Salvador de la raza humana”.

Las muchas polémicas antijudías en latín que comienzan con la de Tertuliano en el
200 conforman el género del Adversus Judaeous. La imagen del judío se deteriora
más, y llega a su nadir en el siglo IV. Mientras a fines del siglo III se lo veía como
un infiel, y un competidor, al concluir el siglo IV se lo creía el deicida, una figura
satánica a quien Dios maldecía y por ende el Estado debía discriminar. El mismo
término judío ya era un insulto.

El motivo del empeoramiento fue la difusión de la teología que explicaba las miserias
de los judíos como un castigo divino por la crucifixión de Jesús. Cuando el
cristianismo se convirtió en la religión dominante en el imperio (323) la judeofobia ya
tenía bases muy sólidas. Había sido el producto tanto de la mentada necesidad
teológica, como de la autodefensa frente al peligro de una regresión al judaísmo. Era
una propaganda inevitable que necesitaba asumir que el judaísmo había muerto, aun cuando
éste se negara a morir.

La Iglesia no reconocía en el judaísmo una religión distinta, sino una distorsión
de la única religión verdadera, una perfidia, una rebelión obcecada contra Dios. Así
lo escribieron los Padres de la Iglesia.

En el ano 338 una horda en Callinicus, Mesopotamia, fue incitada por el obispo local a
incendiar la sinagoga. Cuando el emperador Teodosio ordenó reconstruirla y castigar a los
incendiarios, la Iglesia se le opuso. Ambrosio, el arzobispo de Milán, le pregunta en una
carta a quién le importaba el incendio, si la sinagoga “es una choza miserable, un
antro de insania y descreimiento que Dios mismo ha condenado”. Sólo por negligencia,
agrega Ambrosio, no ha hecho él mismo destruir la sinagoga de Milán. El poder imperial
debe ser puesto al servicio de la fe. Amenazado en la catedral con la privación de los
sacramentos, Teodosio termina por ceder. Más sinagogas fueron destruidas en Italia,
Noráfrica, Espana, e incluso la Tierra de Israel, en la que un grupo de monjes liderados
por Barsauma masacraron a muchos judíos.

En el marco de la literatura Adversus Judaeos de esa época, quien expresa la
judeofobia más virulenta es Juan Crisóstomo (m. 407), para el que no había diferencia
entre el amor por Jesús y el odio por sus supuestos condenadores. Advirtió a los
cristianos de Antioquía que confraternizaban con “los judíos, quienes sacrifican a
sus hijos e hijas a los demonios, ultrajan la naturaleza, y trastornan las leyes de
parentesco… son los más miserables de entre los hombres… lascivos, rapaces,
codiciosos, pérfidos bandidos, asesinos empedernidos, destructores poseídos por el
diablo. Sólo saben satisfacer sus fauces, emborracharse, matarse y mutilarse unos a
otros… han superado la ferocidad de las bestias salvajes, ya que asesinan a su propia
descendencia para rendir culto a los demonios vengativos que tratan de destruir a la
cristiandad” (en el segundo sermón de los ocho, Crisóstomo se corrige: no es
necesariamente cierto que los judíos devoraran a sus propios hijos, pero igualmente
“mataron a Cristo, que es peor”).

El problema fundamental, con todo, no son las meras referencias de Crisóstomo y otros
voceros, sino el hecho de que tanto él como los otros judeófobos de la Patrística
fueron por siglos (y aún son) venerados como santos.

Por la misma época, Agustín (354-430) contribuyó al arsenal judeofóbico con la
tesis del pueblo-testigo. Este obispo de Hippo en Noráfrica nunca tuvo contactos con
judíos, pero explicó que los judíos subsistían a fin de probar la verdad del
cristianismo. Al igual que Caín, llevan los judíos una marca. Y aunque no sólo están
equivocados, sino que encarnan la maldad, “no deben empero ser asesinados”.

Esta visión de los judíos permanece inalterada por siglos. Tomás de Aquino la
sintetiza en 1270 cuando sostiene que “los judíos, como consecuencia de su pecado,
fueron destinados a esclavitud perpetua; por ende los Estados soberanos pueden tratar sus
bienes como su propia propiedad, con la sola provisión de que no los priven de todo lo
que es necesario para mantener la vida”. Y Angelo di Chivasso a fines de la Edad
Media: “ser judío es un crimen, no punible empero por un cristiano”.

El abismo teológico había crecido y ahondado. Como lo senala el teólogo anglicano
James Parkes “la Iglesia no clamaba para sí la Biblia Hebrea en su totalidad. Sólo
se asignaron los héroes y los caracteres virtuosos de las Escrituras, las promesas y los
elogios. Descargaron en los judíos los villanos e idólatras, las amenazas y las
acusaciones. Y ésta era, supuestamente, la descripción del pueblo judío hecha por Dios.
Así lo predicaron asiduamente en todas sus obras, y desde todos los púlpitos de la
cristiandad, domingo tras domingo, siglo tras siglo, siempre que se trataba de los
judíos”.

De este modo, sostener que la judeofobia nació con el cristianismo no implica saltear
la hostilidad de los helenistas egipcios. Significa poner las proporciones adecuadas. La
judeofobia cristiana fue incomparablemente más fuerte que sus predecesoras; fue más
sistemática, con una misión de odiar al judío que era entendida como la voluntad de
divina.

Un noble húngaro, Joseph Eötvösz, por la década de 1921 solía decir que
“antisemita es quien odia a los judíos… más de lo necesario”. Esa
definición socarrona no era cierta en el mundo pagano, que en general fue tolerante para
con los judíos, aun cuando no faltaron en él los judeófobos. Pero una vez que el
cristianismo prevaleció, la judeofobia fue la norma, una plataforma teológica con sus
propias leyes, desprecios, calumnias, animosidad, segregación, bautismos forzados,
apropiación de ninos, juicios fraguados, pogroms, exilios, persecución sistemática,
rapina y degradación social.

Sobre la base de todo ello, Jules Isaac audazmente tituló a su libro de 1956 Las
Raíces Cristianas del Antisemitismo
. Estudiaremos esas raíces y sus ramificaciones,
a partir de la próxima lección.

 

 

Concluimos nuestra última lección con el libro de Jules Isaac, quien supervisaba la
ensenanza de historia en el Ministerio de Educación de Francia. Cuando en 1943 deportaron
y asesinaron a toda su familia, Isaac decidió dedicar el resto de su vida al estudio de
la judeofobia. En particular, se propuso refutar tres ensenanzas de la historiografía
patrística, a saber:

  • que los judíos son deicidas,
  • que su dispersión fue un castigo divino por el rechazo de Jesús como el Mesías,que su religión estaba corrupta en esa época.

 

La actitud católica medieval de desprecio a los judíos no excluyó tampoco al
principal filósofo medieval cristiano, Tomás de Aquino, citado en nuestra última
lección, y quien en 1270 escribía: “Como consecuencia de su pecado, los judíos
están destinados a servidumbre perpetua. Los soberanos de los Estados pueden tratar las
posesiones de los judíos como si fueran propias, con la única provisión de no privarlos
de lo necesario para mantenerse vivos”. Esta recomendación fue gradualmente aceptada
por los gobiernos seculares. Bajo influencia de la visión de la Iglesia y sus
disposiciones, los judíos fueron sometidos a restricciones, impuestos especiales, y la
obligación de usar distintivos en las ropas, entre otras limitaciones.

Si la ensenanza del deprecio se hubiera limitado a la teología, habría causado a los
judíos humillación y pesares, pero no habría llegado a ser, como lo fue, motivo de
atroces sufrimientos. En la conciencia del cristiano fue penetrando la convicción de que
cuando se quería descargar un golpe al diablo, podía hacerse por medio de golpear al
judío.

Antes de estudiar cómo la teología de los Padres de la Iglesia se tradujo en acción,
veamos cómo se expresó en la ley. El Código de Teodosio II del ano 438 fue la primera
colección oficial de estatutos imperiales que sancionaban la inferioridad civil del
judío, definido como “enemigo de las leyes romanas y de la suprema majestad” y
fue la base sobre la que se regularon los asuntos judíos de ahí en adelante. Así, de
las bulas medievales (una bula es un edicto del Papa; bullum es sello en
latín) muchas fueron abiertamente judeofóbicas. Vayan algunos ejemplos:

Etsi non displiceat

(1205, Inocencio III) requiere del rey terminar con las
“maldades” de los judíos; In generali concilio (1218, Honorio III) exige
que los judíos usen ropa especial; Si vera sunt (1239) resultó en la frecuente
quema de libros sagrados judíos; Vineam Soreth (1278, Nicolás III) establecía la
selección de hombres capacitados para predicar el cristianismo a los judíos; Sancta
mater ecclesia
(1584, Gregorio XIII) exigía a los judíos de Roma enviar cada sábado
cien hombres y cincuenta mujeres para escuchar sermones conversionistas en la iglesia; Cum
nimis absurdum
(1555, Pablo IV) limitaba las actividades de los judíos y prohibía su
contacto con los cristianos; Hebraeorum gens (1569, Pío) acusaba a los judíos de
magia y otros males, y ordenaba su expulsión de casi todos los territorios papales; Vices
eius nos
(1577, Gregorio XIII) demandaba que los judíos de Roma y otros estados
papales que enviaran enviar delegaciones a la iglesia.

No siempre esta legislación orientó a reyes y gobernantes. En el ano 830, el obispo
Agobardo de Lyons, llamado “el hombre más culto de su tiempo”, se alarmó por
las relaciones amistosas que privaban entre su grey y los judíos de la ciudad, que
propseraban y lograban que su religión fuera respetada. Agobardo levantó cargos contra
los judíos ante el rey Luis el Piadoso, requiriendo un retorno al Código Teodosiano. Su
iniciativa no fue bien recibida: el rey, fiel a la línea que había establecido su padre
Carlomagno, permaneció bien predispuesto hacia los judíos. Anos después, tampoco el rey
Carlos el Calvo aceptó ratificar las normas judeofóbicas del Concilio Eclesiástico de
Meaux (845) como le demandaba el obispo Amulo, sucesor y discípulo de Agobardo.

Aquellos reyes fueron los últimos representantes de la era carolingia, durante la que
los judíos gozaron de igualdad de derechos. En contraste, por el ano 950 el emperador
bizantino Constantino VII promulgó un juramento especial, el Juramentum Judaeorum,
que los judíos estaban obligados a tomar en los pleitos con no-judíos. Así fue hasta
por lo menos el siglo XVIII. Tanto el texto y el ritual del juramento, expresaban una
automaldición impuesta, como podemos ver por ejemplo en el Schwabenspiegel alemán
de 1275: “Sobre los bienes por los que este hombre te lleva a juicio… ayudame Dios
que has creado cielos y tierra… para que si comes seas impuro… y la tierra te
trague… sea verdad lo que has jurado… y que siempre permanezcan sobre ti la sangre y
la maldición que tu prosapia ha traído sobre sí misma cuando al torturar a Jesucristo
dijeron ‘Sea su sangre sobre nosotros y nuestros hijos’: es verdad… Te ayuden Dios y tu
juramento. Amén”.

Juramentos, distintivos y restricciones fueron una pequena parte del repertorio
judeofóbico medieval. Una síntesis completa del martirio judío sería muy compleja,
porque abarca diferentes geografías y cronologías. Pero plantearemos a continuación
siete prácticas que eran comunes en Europa, a saber: el bautismo forzado, los sermones
impuestos, las disputas públicas, la quema de libros judíos, los ghettos, las
expulsiones y los genocidios.

Imposición de Bautismos y Sermones

Cuando el cristianismo se transformó en la religión dominante en el Imperio Romano
(s.IV), multitudes de judíos fueron obligados a bautizarse. El primer relato detallado se
remonta al ano 418 en la isla de Minorca. Una ola de conversiones forzadas se expandió
por Europa desde que en 614 el Emperador Heraclio prohibió la práctica del judaísmo en
el Imperio Bizantino. Muchos lo siguieron, como Basilio I que lanzó una campana en el
873. Durante las Cruzadas miles de judíos fueron bautizados por la fuerza, especialmente
en la región del Rhineland. En todos los casos las masas tomaba la ley en sus manos y se
imponían a creyentes que se habían preparado para el martirio.

Con todo, la posición oficial de la Iglesia tendió a seguir al Papa Gregorio I
(540-604, Padre de la Iglesia medieval) en el sentido de el bautismo no podía ser
suministrado por la fuerza. El problema era la definición de forzoso. ?Acaso
incluía el bautismo bajo amenaza de muerte? ?Y cuán forzoso era el bautismo bajo el
temor de castigos a largo plazo? ?Y el de ninos?

Por ejemplo, el obispo de Clermont-Ferrand, después de que una horda destruyó la
sinagoga de la ciudad, recomendó a los judíos el 14 de mayo del 576: “Si estáis
dispuestos a creer como yo, convertiros en uno de nuestra feligresía y seré vuestro
pastor; pero si no estáis dispuestos, partid de este lugar”. Alrededor de quinientos
judíos de Clermont se convirtieron, y hubo celebraciones en la cristiandad. Los otros
judíos partieron a Marsella. ?Podía definirse aquella conversión como forzada? O
si no, en el 938 el papa le indicó al arzobispo de Mainz que expulsara a los judíos de
su diócesis si se negaban a convertirse voluntariamente (insistió en que no se aplicara
“la fuerza”).

Dijimos que el otro dilema fueron los casos de ninos. ?A qué edad podía el bautismo
considerarse “voluntario” y no un gesto comprado por bagatelas? El mentado
Agobardo en el 820 reunió a todos los ninos judíos y bautizó a los que no habían sido
alejados a tiempo por sus padres, si le parecían dispuestos a aceptar el cristianismo.

Una de las cláusulas de la Constitutio pro Judaeis, promulgada por papas
sucesivos entre los siglos XII y XV, declaraba categóricamente que ningún cristiano
debía usar la violencia para forzar judíos al bautismo. Lo que no decía era qué debía
hacerse en los casos en que la conversión ya había sido impuesta: si era válida
de todos modos o si el judío podía retornar a su fe.

La respuesta es que la condena eclesiástica al bautismo forzado no se modificó, pero
su actitud respecto de problemas post-facto se endureció con el transcurrir de los
siglos. En una carta de 1201, el Papa Inocencio III estableció que un judío que se
sometía al bautismo bajo amenazas, de todos modos había expresado una voluntad de
aceptar el sacramento, y por ello no le era permitido renunciar a él posteriormente.

Para el cristianismo medieval, el retorno a la vieja fe era una herejía punible con la
muerte. Incluso en el ano 1747 el Papa XIV decidió que una vez bautizado un nino, aun
ilegalmente, debía ser considerado cristiano y educado en consecuencia.

Así ocurrió con las olas de bautismos forzados más tardías, en el reino de Nápoles
durante las últimas décadas del siglo XIII, y en Espana en 1391, que comenzó con los
desmanes que liderara el archidiácono Ferrant Martinez. Cientos de judíos fueron
masacrados y comunidades enteras convertidas por la fuerza, y su trágica secuela fue el
fenómeno de los marranos (una voz peyorativa para denominar a los Nuevos
Cristianos
y sus descendientes). Esta gente continuó practicando el judaísmo parcial
y clandestinamente, hasta después del siglo XVIII.

En Portugal, miles de judíos se asentaron después de su expulsión de la vecina
Espana en 1492. El rey Manuel decidió que para purgar su reino de la herejía, no era
necesario expulsar a sus súbditos judíos, quienes constituían un valuable patrimonio
económico. En vez de ello, se embarcó en una campana sistemática de conversiones
forzadas inicialmente dirigidas contra los ninos, quienes eran arrancados de los brazos de
sus padres en la esperanza de que los adultos los siguieran en la cristianización.

La furia de las conversiones en Portugal explica tanto el hecho de que para 1497 no
había un sólo judío abiertamente practicante en el país, y también por qué el
fenómeno del marranismo fue más tenaz allí hasta el día de hoy.

Un nuevo capítulo en la historia del bautismo forzado comenzó en 1543 con el
establecimiento de la Casa de los Catecúmenes (candidatos a la conversión)
primero en Roma y luego en muchas otras ciudades. Una década después el papa impuso un
impuesto a las sinagogas a fin de costear a los Catecúmenes (ese pago se abolió
sólo en 1810).

El converso potencial era adoctrinado por cuarenta días, al cabo de los cuales
decidía si convertirse o regresar al ghetto. Toda persona que por cualquier excusa era
considerada con inclinaciones al cristianismo, podía ser internada en la Casa de los
Catecúmenes
para explorar sus intenciones.

Para agravar las cosas, corría una superstición popular según la cual quien lograba
la conversión de un infiel se aseguraba así el paraíso. Un tropel de ese tipo de
procedimientos se esparció a lo largo y ancho del mundo católico. A mediados del siglo
XVIII los jesuitas desempenaron un rol protagónico en la práctica.

Varios casos fueron notorios. En 1762 una horda se avalanzó sobre el hijo del rabino
de Carpentras, y lo bautizó en una zanja, por lo que el joven debió abandonar a su
familia. En 1783 fueron secuestrados los ninos Terracina para ser bautizados, y se generó
una revuelta en el ghetto de Roma. En 1858, la policía papal secuestró de su hogar en el
ghetto de Bolonia a Edgardo Mortara, de seis anos, quien había sido secretamente
bautizado por una doméstica que lo creyó mortalmente enfermo.

Los Mortara trataron en vano de recuperar a su hijo. Napoleón III, Cavour y Francisco
José estuvieron entre los que protestaron el secuestro, y Moisés Montefiore viajó al
Vaticano en un esfuerzo estéril por convencer al papa de que ordenara la liberación del
nino. La fundación de la Alliance Israélite Universelle en 1860 “para defender los
derechos civiles de los judíos” fue en parte una reacción a este caso.

El papa rechazó los pedidos de clemencia y, sólo en 1870, cuando cesó el poder de la
policía papal, el nino salió en libertad. Ya no era Edgardo: el joven había decidido
adoptar el nombre papal Pío, era un novicio de la orden de los agustinos y un ardiente
conversionista en seis idiomas. Su trágico fin fue que falleció en Bélgica en 1940, un
par de semanas antes de la invasión alemana que le habría impuesto un retorno a su
identidad judia.

Durante el segundo cuarto del siglo pasado, el imperio ruso instituyó el sistema de
los cantonistas, sobre los que hablaremos en otra lección, y que involucraba el
virtual secuestro de ninos judíos a fin de hacerlos servir militarmente durante varias
décadas, con la explícita intención de que abandonaran el judaísmo.

En cuanto a la imposición de sermones a los judíos, también fue pionero el mentado
Agobardo. En su Epistola de baptizandis Hebraeis (ano 820) senala que bajo sus
órdenes la clerecía de Lyons iba todos los sábados a predicar en las sinagogas, con
asistencia obligatoria de los judíos. El sistema se regularizó con la fundación de la
Orden Dominica (1216). Una ley de Jaime I de Aragón (1242) que recibió aprobación
papal, se refiere a la obligatoriedad de la asistencia. El mismo rey dio la arenga en la
sinagoga. En 1279 el rey Eduardo I impuso la práctica en Inglaterra. El siglo XV
encontró, entre los predicadores más destacados, a Vicente Ferrer en Espana y Fra Matteo
di Girgenti en Sicilia. La práctica se exacerbó a partir de la Contrarreforma, que vino
acompanada por una reacción judeófoba.

En Roma, cien judíos y cincuenta judías debían asistir a una iglesia designada para
recibir sermones, generalmente de apóstatas que debían ser pagados por la misma
comunidad judía. La supervisión de bedeles con varas, aseguraba que nadie se distrajera.
Michel de Montaigne registra que en Roma en el 1581 escuchó un sermón de Andrea del
Monte, cuyo lenguaje fue tan brutal que los judíos pidieron protección a la curia papal.
En 1630 los jesuitas iniciaron los sermones en Praga, y el emperador Ferdinando II los
instituyó en en el auditorio de la universidad de Viena, adonde debían asistir
doscientos judíos, una parte fija de los cuales debían ser adolescentes.

La imposición de sermones se prolongó por un milenio. Los derogaron la Revolución
Francesa, y las tropas napoleónicas que fueron difundiendo las ideas revolucionarias por
Europa. Después de la caída de Napoleón, se restablecieron en Italia al regresar el
gobierno papal, pero Pío IX finalmente los abolió en 1846. Para esa época el poeta
Robert Browning trató de reflejar el sentir judío durante los sermones:

“…cuando entró con alaridos el verdugo en nuestra cerca,

nos aguijoneó como perros hacia el redil de esta iglesia.

Su mano, que había destripado mi talega

ahora desborda para ahogar mis creencias.

Pecan en mí hombres raros que a su Dios me llevan”.

Disputas y Quemas de Libros

La proscripción de la literatura judía comenzó en el siglo XIII, como un derivado de
la decisión de 1199, por la que el Papa Inocencio III advirtió a los legos que las
Escrituras debían quedar bajo interpretación exclusiva del clero.

En el 1236, el apóstata Nicolás Donin envió desde París un memorandum al Papa
Gregorio IX, en el que formulaba treinta y cinco cargos contra el Talmud (que era
blasfemo, antieclesiástico, etc). El papa terminó por enviar un resumen de las
acusaciones a los eclesiásticos franceses, ordenando que se aprovechara la ausencia de
los judíos de sus casas mientras rezaban en las sinagogas, y se confiscara sus libros
(3/3/1240). Además se instruía a las Ordenes Dominica y Franciscana en París que
“hicieran quemar en la hoguera los libros en los que se encuentraran errores” de
corte doctrinario. Indicaciones similares se enviaron a los reyes de Francia, Inglaterra,
Espana y Portugal.

Recordemos que el Talmud no empezó a traducirse hasta el siglo pasado, y que su idioma
original, el arameo, era conocido sólo por los judíos o los estudiosos del tema. Por
ello cuando el hebraísta cristiano Andrea Masio repudió las censuras y quemas de libros
judíos, adujo que una condena cardenalicia sobre esos libros era tan válida como la
opinión de un ciego sobre diversos colores.

Como consecuencia de la circular de Gregorio IX, también se llevó a cabo la primera
disputa religiosa pública entre judíos y cristianos, en París, entre el 25 y el 27
junio del 1240. El Rabí Iejiel que debió defender públicamente al Talmud, no logró
evitar que un comité inquisitorial lo condenara. En junio de 1242, miles de volúmenes
fueron quemados públicamente.

La práctica fue convirtiéndose en norma, y muchos papas posteriores promovieron la
quema del Talmud. Otra disputa famosa se efectuó en Barcelona en el 1263, después de la
cual Jaime I de Aragón ordenó a los judíos borrar del Talmud referencias supuestamente
anticristianas, so pena de quemar sus libros. También la disputa de Tortosa (1413)
concluyó restringidendo los estudios de los judíos de Aragón.

Un nuevo ímpetu se dio a las prohibiciones de libros judíos en 1431 cuando en el
Concilio de Basilea, la bula del papa Eugenio IV directamente prohibió a los judíos el
estudio del Talmud.

Los ataques contra el Talmud se extremaron durante el período de la Contrarreforma en
Italia, a mediados del siglo XVI. En agosto de 1553 el papa designó al Talmud
“blasfemia” y lo condenó a la hoguera junto con otras fuentes de sabiduría
rabínica. El día de Rosh Hashaná de ese ano (5 de septiembre) se construyó una una
pira gigantesca en Campo de Fiori en Roma, los libros judíos se secuestraron de las casas
mientras los judíos rezaban en las sinagogas, y se quemaron públicamente miles de
ejemplares.

Por orden inquisitorial, el procedimiento se repitió en los Estados papales, en
Bolonia, Ravena, Ferrara, Mantua, Urbino, Florencia, Venecia y Cremona.

Unos anos después Pío IV levantó la prohibición del Talmud (1564) pero la frecuente
confiscación de libros judíos continuó hasta el siglo XVIII. El Talmud fue
probablemente el libro más vilipendiado de la historia humana. A fin de escribir su
tratado de dos mil páginas Endecktes Judemthum (El judaísmo desenmascarado)
de 1699, Johannes Eisenmenger pasó veinte anos estudiando en una ieshivá (academia de
estudios talmúdicos), tan profundo era su odio por un libro que mantenía al judaísmo
viviente.

Durante los dos últimos siglos, “expertos” de diversa índole fabricaron una
vasta literatura que “revelaba las blasfemias” del Talmud (una literatura
inútil hoy en día, cuando el Talmud está al alcance de todos por medio de las muchas
traducciones a los principales idiomas).

El último auto-de-fe contra el Talmud fue en 1757 en Kamenets (Polonia) donde el
obispo Nicolás Dembowski ordenó la quema de mil copias del Talmud.

Otra práctica judeofóbica medieval fue el establecimiento de barrios para judíos,
rodeados de muros que permanecían sellados de noche y podían traspasarse sólo con
permisos oficiales. El término ghetto con que se los designaba, pudo surgir del
barrio en Venecia, que estaba cerca de una fundición (getto en italiano) y que en
1516 se transformó en residencia obligada de los judíos. O podría derivar del arameo guet,
término relativo a separación.

Aunque en muchos casos nacía voluntariamente (por necesidades de cementerio, premisas
para mikve o bano ritual, etc.) fueron mayormente resultado de la tendencia
eclesiástica que desde el siglo IV aislaba y humillaba a los judíos. La disposición
oficial, con todo, se promulgó sólo en el Tercer Concilio Laterano (1179) que prohibió
a cristianos y judíos residir juntos. Ghettos famosos hasta la Reforma fueron el de
Londres (1276), Bolonia (1417) y Turín (1425).

Como en el caso de las otras prácticas ya mencionadas, los ghettos se difundieron más
cuando la Iglesia reaccionó contra la Reforma, una reacción que en general agravó la
situación de los judíos en las regiones que permanecieron católicas. Desde la segunda
mitad del siglo XVI ghettos fueron introducidos, primero en Italia y luego en el imperio
austríaco. En Venecia se creó como una institución estable (1516) y en Roma, los
judíos fueron obligados a trasladarse y se les amuralló (fue el 26/7/1555 que coincidió
con la trágica conmemoración del 9 del mes de Av).

En los países musulmanes, comenzó enteramente voluntario, y así permaneció bajo el
imperio otomano. Allí, cuando en los siglos XIX-XX se levantó la obligación de residir
en el ghetto, la mayoría optó por permanecer en ellos.

En 1796 las tropas republicanas francesas demolieron todas las murallas de los ghettos
en Italia. Con la caída de Napoleón (1815) hubo un fallido intento de restablecerlos.
Los portones del de Roma fueron finalmente destruidos en 1848, y no volvió a construirse
ghettos hasta el ascenso del nazismo en Europa.

El ghetto fue central en el devenir de la judeofobia, puesto que fortalecía el
estereotipo del judío demoníaco. Una figura que, aun si accedía a contactos con los
cristianos durante el día, regresaba a la noche a su antro amurallado y a sus prácticas
despreciadas.

Y además, como a los ghettos no se les permitía expandirse, eran en general
insalubres y superpoblados. Se suponía que la degradación y humillación del judío
llevaría ulteriormente a su cristianización. Por ello, el publicista católico
G.B.Roberti exclamó ante un ghetto del siglo XVIII que “era una mejor prueba de la
religión de Jesucristo, que una escuela entera de teólogos”.

Las dos últimas prácticas que anunciamos fueron las más brutales: expulsiones y
genocidios, que serán analizadas en la próxima lección.

Vimos cómo a partir del cristianismo fue gestándose una judeofobia novedosa, más
grave, que alcanzó su acérrimo punto durante el siglo IV, llamado por Flannery “el
más funesto”. La teología de odio hacia los judíos se expresó en bulas papales, y
en la persecución a los judíos por medio de sermones y bautismos por la fuerza, quemas y
prohibiciones de libros, disputas y ghettos.

En esta lección anadiremos dos prácticas: las expulsiones sistemáticas de judíos,
que también fueron la política a partir del mentado siglo IV, y las matanzas en gran
escala, que comenzaron en el siglo XI.

Hubo precedentes de expulsiones en Roma (tres veces: en el 139 a.e.c., en el 19 e.c.
por Tiberio y en el 50 e.c. por Claudio); y en Jerusalem, a la que los judíos tuvieron
prohibida la entrada entre el 135 y el 638. Pero las expulsiones posteriores incluyeron la
remoción de judíos de países enteros y por períodos extensos (por ejemplo, para fines
del siglo XIII, ya habían sido expulsados de Inglaterra, Francia y Alemania).

Debido a las persecuciones, y a las restricciones a sus ocupaciones, cuando un judío
llegaba a enriquecerse, optaba por invertir sus bienes en contante y sonante, y no en
bienes inmuebles. Por ello, frecuentemente era utilizado por los reyes como prestamista
oficial del cual obtener recursos al contado, con la ventaja adicional de que dichas
operaciones no estarían sometidas a las limitaciones eclesiásticas en materia de
préstamo a interés.

Asimismo, el rey unificaba las actividades financieras por medio de colocar al judío
como colector de los impuestos que cobraba a los campesinos. Así, a los ojos de éstos el
judío agravaba su imagen por medio de la odiosa tarea, que era su modo de garantizar su
incierta existencia.

La realeza protegía a “sus judíos” mientras le resultaban útiles, y hasta
tanto no estallara el clamor de los deudores empobrecidos. Cuando el resentimiento de las
masas hervía debido a los altos impuestos, el rey transformaba a los judíos en chivos
expiatorios, se unía a la furia popular, y echaba mano a la mitología judeofóbica. Se
atribuía visos de “buen cristiano” aun cuando sus móviles hubieran sido
meramente económicos. Y al rey se asociaban comerciantes y artesanos cristianos que
repentinamente se veían libres de la competencia de los judíos. Así ocurrió casi en
cada país europeo.

En Inglaterra, durante la guerra civil de 1262, los judíos fueron atacados en muchas
localidades; sólo en Londres mil quinientos fueron asesinados. En el 1279 todos los
judíos de la ciudad fueron arrestados bajo cargo de que adulteraban la moneda del reino.
Después de un juicio en Londres, doscientos ochenta fueron ejecutados y el rey Eduardo I
ordenó la expulsión de todos los demás, apropiándose de todas sus posesiones. El plazo
para abandonar el reino fue el Día de Todos los Santos del ano 1290.

En octubre, dieciséis mil judíos partieron a Francia y Bélgica; muchos de ellos
perecieron apenas cruzado el río Thames en el que un capitán los hacía ahogarse. La
readmisión de los judíos a Inglaterra se produjo sólo en 1650.

Francia los expulsó de la mayor parte de su territorio en 1306 (y los que
eventualmente regresaron, volvieron a ser expulsados en 1394) y no fueron oficialmente
readmitidos hasta 1789. De las diversas regiones de Alemania fueron expulsados mayormente
durante la Peste Negra, a la que nos referiremos en la próxima lección. En Rusia la
residencia de los judíos fue prohibida entre el siglo V y 1772 (cuando masas judías
fueron incorporadas desde los anexados Polonia-Lituania). En 1495 fueron expulsados de
Lituania, y readmitidos ocho anos después. Expulsiones de ciudades específicas hubo
muchas, como Praga en 1744 o Moscú en 1891.

La expulsión más destacada es la de Espana, en 1492, que removió por virtualmente
medio milenio a casi trescientos mil judíos, la mayor comunidad hebrea de la época, que
había producido filósofos, astrónomos, poetas, médicos y notables contribuciones al
Siglo de Oro espanol.

Después de la boda entre Fernando e Isabel, que unificó los tronos de Castilla y
Aragón en 1479, la homogeneidad nacional espanola se transformó en un objetivo real, y
los judíos (y más tarde los conversos) fueron percibidos como una amenaza a dicho
objetivo.

Al principio, los Reyes Católicos continuaron usando funcionarios judíos y conversos,
pero ulteriormente requirieron del papa que extendiera a su reino las actividades de la
Inquisición. En el 1480 dos dominicos fueron designados inquisidores y en los seis anos
siguientes más de setecientos conversos fueron quemados en la hoguera. Tomás de
Torquemada, confesor de la reina, fue nombrado Inquisidor General en el 1483, y la
institución impuso el terror a los judíos de aldea en aldea. En una década la
Inquisición condenó a trece mil conversos, hombres y mujeres.

La marcha hacia la completa unidad religiosa fue vigorizada cuando cayó el último
bastión del poder musulmán en Espana, con la entrada triunfal de los Reyes Católicos en
Granada, el 2 de enero del 1492. La presencia de miles de conversos que se mantenían
secretamente fieles al judaísmo, fue considerada un escándalo que probaba que no
bastaban la segregación de los judíos y restricciones a sus derechos: los Nuevos
Cristianos
aún debían ser alejados de la influencia de judía.

El edicto de expulsión total fue firmado en Granada y en mayo comenzó el gran éxodo.
A partir de entonces, la vieja preocupación acerca de los Nuevos Cristianos se
transformó en una obsesión contra aquellos que habían permanecido. Se prohibió a los
Marranos y sus descendientes ejercer cargos públicos, así como la pertenencia a
corporaciones, colegios, órdenes, e incluso la residencia en ciertas ciudades.

Los roles públicos fueron reservados en exclusividad a los cristianos de
“ascendencia impecable”, es decir quienes no eran sospechosos de antepasados
judíos cualesquiera. Si no quedaban judíos, pues el odio judeofóbico necesitó de otro
continente para descargarse: los Nuevos Cristianos. Con el transcurso del tiempo,
fueron redoblándose los esfuerzos para desenterrar todo resabio de antepasados
“impuros” que hubiera sido pasado por alto.

En Portugal, la discriminación legal entre Viejos y Nuevos Cristianos
fue abolida oficialmente sólo en 1773. Espana fue más lejos: hasta 1860 se exigía pureza
de sangre
para ingresar a la academia militar, y la más prestigiosa de sus escuelas,
la San Bartolomé de Salamanca, se ufanaba de que rechazaba todo candidato sobre el
que se corriera el más mínimo rumor de contar con antepasados judíos. Pero nadie podía
estar absolutamente seguro de tener “pureza de sangre desde tiempo inmemorial”,
por lo que la mancha era negociable por medio de testigos sobornados, genealogías
barajadas y documentos falsificados.

Con todo, el más atroz de los sufrimientos judíos aún no ha sido abordado. Lo
descripto hasta ahora fue muchas veces considerado un mal menor, ya que la acechanza de
genocidios siempre se cernía sobre los judios. Así se infiere por ejemplo de los
escritos de un conocido filósofo y rabino, el Maharal de Praga. Este anota que la era del
exilio que a él le había tocado en suerte era tolerable porque el principal sufrimiento
se limitaba a las expulsiones. Así reza un poema de Eljanan Helin de Frankfurt de 1692:
“partimos en júbilo y en tristeza; aflicción, debido a la destrucción y la
desgracia. Mas nos alegramos de haber escapado con tantos sobrevivientes”. También
en Tevie el Lechero, la famosa obra de Scholem Aleijem (1894), toma las
expulsiones con ligereza: la razón por la que usamos sombreros, deduce, es que debemos
estar siempre preparados para partir en cualquier momento.

Sin embargo, las expulsiones no sólo significaban ingentes pérdidas de propiedad,
sino un debilitamiento de cuerpo y de espíritu. Dejaron una marca indeleble en el pueblo
judío y su devenir, con sentimientos de extranjería. Los judíos eran como empujados a
los márgenes de la historia. Considérese que después de 1492 no había judíos
abiertamente identificados a lo largo y ancho de toda la costa europea del Atlántico
Norte, durante un período en el que allí estaba el centro del mundo.

Matanzas Totales: Ocho Ejemplos

Pero la peor parte del martirio judío fueron sin duda las matanzas, que desde la
antigüedad habían tenido lugar esporádicamente, y desde las Cruzadas fueron
sistemáticas. La judeofobia fue superando su crueldad a lo largo de los siglos, y cada
superlativo iba empequeneciéndose por eventos posteriores.

Matanzas bajo dominio cristiano, datan ya de los primeros siglos. En Antioquía (ciudad
que asumió en el Este la importancia de Alejandría) facciones enfrentadas (los azules
y los verdes) terminaron por masacrar judíos e incendiar la sinagoga de Daphne
junto con los huesos de las víctimas (circa 480). El emperador Zenón se limitó a
comentar entonces que hubiera sido preferible quemar a los judíos vivos.

Pero esas masacres ocasionales devinieron en norma durante la primera mitad de este
milenio, el período en el que la Iglesia alcanzó el cenit de su poder. A modo de
resumen, digamos que los principales genocidios de judíos en la primera mitad del milenio
tuvieron lugar en el transcurso de cada una de las tres primeras Cruzadas, y de cuatro
campanas judeofóbicas que las sucedieron. Anadiré a su enumeración, el ano y el nombre
de los cabecillas, a saber: la Primera Cruzada (Godofredo de Bouillon, 1096); la Segunda
Cruzada (el monje Radulph, 1144); la Tercera Cruzada (Ricardo Corazón de León, 1190);
los Judenschachters (Rindfleisch, 1298); los Pastoureaux (el fray Pedro Olligen, 1320);
los Armleder (John Zimberlin, 1337); y la Muerte Negra (Federico de Meissen, 1348).

Como escribiera Flannery, para encontrar en la historia de los judíos un ano más
fatídico que 1096, habría que remontarse a mil anos antes hasta la caida de Jerusalem, o
a casi nueve siglos después hasta el Holocausto. Todo comenzó el 27 de noviembre del
1095 en la ya mencionada ciudad de Clermont-Ferrand, cuando durante la clausura de un
concilio, el Papa Urbano II convocó una campana “para liberar Tierra Santa del
infiel musulmán”. Hordas de caballeros, monjes, nobles y campesinos, se lanzaron sin
organización a la aventura, pero eventualmente optaron por comenzar la purga de los
“infieles locales”, y acometieron ferozmente contra los judíos de Lorena y
Alsacia, exterminando a todos los que se negaban a bautizarse. Corrió el rumor de que el
líder Godofredo había jurado no poner en marcha la cruzada hasta tanto no se vengara la
crucifixión con sangre judía, y que no toleraría más la existencia de judíos.

En efecto, un común denominador de las matanzas enumeradas fue el intento de barrer a
la población judía íntegra, ninos incluidos. Los judíos franceses advirtieron del
peligro a sus correligionarios alemanes, pero infructuosamente. A lo largo del valle del
Rhin, las tropas, incentivadas por predicadores como Pedro el Hermitano, ofrecieron a cada
una de las comunidades judías la opción de la muerte o el bautismo. En Speyer, mientras
los crusados rodeaban la sinagoga, en donde se había refugiado la comunidad presa del
pánico, una mujer reinició la tradición de Kidush Hashem, la aceptación
voluntaria del martirio para gloria de Dios. Cientos de judíos se suicidaron y algunos
aun sacrificaban primero a sus propios hijos. En Ratisbon, los cruzados sumergieron a la
comunidad judía entera en el río Danubio a modo de bautismo colectivo. Las matanzas se
sucedían en Treves y Neuss, en las aldeas a lo largo del Rhin y el Danubio, Worms, Mainz,
Bohemia y Praga.

El fin del viaje era Jerusalem, en donde los crusados hallaron a los judíos agolpados
en sus sinagogas y procedieron a incendiarlas (1099). Los pocos sobrevivientes fueron
vendidos como esclavos, algunos de los cuales fueron eventualmente redimidos por
comunidades judías de Italia. Pero la comunidad judía de Jerusalem quedó destruida por
un siglo. En los primeros seis meses de la Primera Cruzada aproximadamente diez mil
judíos fueron asesinados, que constituían en esa época un tercio de las poblaciones
judías de Alemania y el norte de Francia.

En el ano 1144, los cruzados perdieron Edessa, y se temió por la suerte del Reino
Latino de Jerusalem. El Papa Eugenio III convocó la Segunda Cruzada, y sus sucesores
“judaizaron” la marcha. Se estipuló que no debía pagarse interés sobre el
dinero que se tomara de de judíos para financiar la cruzada (nótese que desde el siglo
XIII el término cruzada se aplicó a toda campana de la que la Iglesia se veía
políticamente beneficiada).

En el 1146 el monje Radulph exhortó a los cruzados a vengarse en “los que
crucificaron a Jesús”. Centenares de judíos del Rhineland cayeron ante las hordas
incitadas que los aplastaban al grito de Hep, Hep! (esta consigna, que
probablemente era la abreviatura del latín Jerusalem se ha perdido, fue un lema
judeofóbico muy popular en Alemania, y así se denominaron los tumultos contra judíos
alemanes en 1819).

Brutalidades se perpetraron en Colonia y Wuezburg en Alemania, y en Carenton y Sully en
Francia. El famoso maestro Rabenu Jacob Tam fue acuchillado cinco veces en recuerdo de las
heridas sufridas por Jesús. Pedro de Cluny (llamado el Venerable) solicitó que el
rey de Francia castigara a los judíos por “macular el cristianismo. No debería
matárselos, sino hacerlos sufrir tormentos espantosos y prepararlos para una existencia
peor que la muerte”. Puede verse que el pretendido celo religioso de estos
judeófobos no era sino una máscara para poder descargar sus instintos más sádicos,
ideológicamente justificados.

La tregua que se dio a los judíos europeos después de de las dos primeras cruzadas,
fue balanceada por las persecuciones a las que los sometieron los almohades en Espana y
Noráfrica. Pero cuando Saladino puso fin al reino crusado en Jerusalem, una Tercera
Cruzada fue lanzada, a la que se sumaron con entusiasmo el emperador de Alemania y el rey
Felipe Augusto de Francia, quien ya había hecho quemar a cien judíos en Bray, como
castigo por el ahorcamiento de uno de sus oficiales que había asesinado a un judío.

La novedad de la Tercera Cruzada fue que repercutió más en Inglaterra, que en las dos
primeras había tenido un rol menor. Las comunidades judías de Lynn, Norwich y Stamford,
fueron íntegramente destruidas. En York, los judíos se refugiaron en el castillo, al que
se le puso sitio, y en el que se autoinmolaron a comienzo de la Pascua hebrea.

Para los judíos, las Cruzadas pasaron a simbolizar la inveterada hostilidad del
cristianismo. Trescientos rabinos emigraron en el 1211 a Eretz Israel, en la certeza de
que si permanecían en Europa Occidental pocas serían sus posibilidades de sobrevivir. Y
como lo rubrica Flannery “los que decidieron quedarse terminaron lamentando su
decisión”. Al mismo tiempo, el recuerdo de los mártires fue para los judíos una
fuente de inspiración para las generaciones posteriores: Dios los había puesto a prueba
y demostraron ser héroes. Su martirio fue percibido como una victoria, símbolo del
pueblo entero. La mayoría de los que se convirtieron por la fuerza pudieron ulteriormente
regresar al judaísmo… y terminaron siendo víctimas de las matanzas que estallaron
después. En la percepción del cristiano, el judío se había transformado en el
implacable enemigo de su fe.

Las Cruzadas revelaron en toda su dimensión el peligro físico en el que se hallaban
los judíos, lo que resultó en dos efectos. En principio, los judíos se mudaron mudarse
a ciudades fortificadas en las que serían menos vulnerables (esto puede ser una
explicación parcial del carácter urbano de los judíos que fue mencionado en la segunda
lección). Segundamente, se instituyó el status de “siervos de la cámara
real”. Los judíos compraron la protección de emperadores y reyes a un elevado
precio. Se consideraba que tendrían un privilegio si se los protegía del fanatismo de
las masas y de la rapacidad de los barones. Pero en poco tiempo la supuesta protección se
transformó en un artificio para enriquecer la Corona.

La teología ayudaba. El Papa Inocencio III proclamó la “servidumbre perpetua de
los judíos” y el jurista Enrique de Bracton (m.1268) definió que “el judío no
puede tener nada de su propiedad. Todo lo que adquiere lo adquiere para el rey”. Para
el siglo XIII era un buen negocio poseer algunos judíos, antes de que fueran
eventualmente masacrados. Y las matanzas que sucedieron a las Cruzadas probaron ser las
más sombrías.

En Rottingen en 1298 un noble llamado Rindfleisch incitó a las masas, que quemaron en
la hoguera a la comunidad íntegra. Luego sus Judenschachters (asesinos de judíos)
atravesaron Austria y Alemania saqueando, incendiando y asesinando judíos a su paso.
Ciento cuarenta comunidades fueron diezmadas; cien mil judíos asesinados.

En el 1306 el rey de Francia hizo arrestar a todos los judíos en un mismo día y les
ordenó abandonar el país en el plazo de un mes. Cien mil lo hicieron y se asentaron en
comarcas vecinas; nueve anos después fueron readmitidos… para ser nuevamente
masacrados.

Un monje benedictino lideró a los Pastoureaux (pastorcitos) en una especie de
cruzada que destruyó ciento viente comunidades. En reacción a la matanza de los
Pastoureaux en Castelsarrasin y otras localidades entre el 10 y el 12 de junio del 1320,
el vizconde de Tolosa comandó una tropa para detener a los revoltosos, y cargó
veinticuatro carros de Pastoureaux, a fin de encarcelarlos en el castillo de la ciudad.
Sin embargo, el populacho vino en socorro de los saqueadores y los liberó. En efecto,
otra característica común de los genocidios es el grado pasmoso de apoyo campesino con
el que contaban. Y como es habitual en la judeofobia, lo peor estaba por venir.

En el 1336 John Zimberlin, un iluminado que había “recibido un llamado para
vengar la muerte de Cristo matando judíos” lideró a cinco mil enardecidos armados,
que usaban bandas de cuero en los brazos (los Armleder) y se lanzaron al asesinato
de los judíos alsacianos. En Ribeauville fueron masacrados mil quinientos. Finalmente, el
28 de agosto del 1339 se concluyó un acuerdo entre el obispo de Estrasburgo y Zimberlin,
que puso fin a los desmanes.

El séptimo genocidio mencionado en la lista fue el de la Muerte Negra. Una plaga mató
a alrededor de un tercio de la población de Europa entre 1348 y 1350 (casi cien millones
de personas). Las comunidades judías de Europa fueron exterminadas por el populacho
enloquecido por tanta muerte. ?Quién podía ser culpable de la plaga sino el
archiconspirador y envenenador, el judío?

El emperador Carlos IV ofreció inmunidad a los que atacaran judíos, otorgándoles sus
propiedades a los favoritos de la corte… !incluso antes de
que una matanza tuviera lugar! Por ejemplo, le ofreció al arzobispo de Trier los bienes
de los judíos “que ya han sido muertos o lo sean en el futuro” y a un margrave
de Nurenberg la elección de las casas de judíos “cuando la próxima matanza se
lleve a cabo”.

Debido a Hitler que superó a todos, se tiene poco en cuenta los genocidios previos. El
ucraniano Bogdan Chmielnicky fue eventualmente olvidado al perder su rol de peor genocida
judeofóbico. Combatió la dominación polaca de su país asesinando a más de cien mil
judíos en 1648-1649, y hasta hoy es reverenciado como héroe nacional de Ucrania. Así lo
describió el cronista de la época, Natan Hanover en su libro Ieven Metzula (“El
fango profundo”)
págs. 31-32: “A algunos de los judíos les arrancaban la
piel y arrojaban su cuero a los perros. A otros les cortaban las manos y los pies y
arrojaban a los judíos al camino en donde eran finalmente pisoteados por caballos…
Muchos eran enterrados vivos. A los infantes se los mataba en el pecho de la madre; a
muchos ninos se los despedazaba como pescado. Desgarraban los vientres de las mujeres
prenadas, extraían a los bebés no nacidos y se los tiraban a las madres en las caras. A
algunas les abrían el vientre y reemplazaban el feto con gatos vivos y las dejaban así,
asegurándose primero de cortarles las manos para que las mujeres no pudieran sacarse el
gato de su cuerpo… No hubo nunca en el mundo una muerte no-natural que no les
infligieran”.

La pregunta acerca de cuán profundo debe de ser un odio que lleve a semejantes
atrocidades, tendrá respuesta parcial en la próxima clase, cuando nos refiramos a la
mitología judeofóbica que las sostuvo. Pero adelantemos que tanta muerte atroz debe ser
motivo de reflexión. Máximo Kahn, un intelectual judío que escapó de Alemania y se
radicó en la Argentina, escribió en 1944: “La muerte de los judíos es, quizá, la
más enigmática de todas las muertes; ciertamente es la más acusadora. Durante dos mil
quinientos anos se ha venido matando a los judíos en vez de permitir que mueran… Se
empezó a matar judíos con tanto éxtasis que la muerte natural ya no les causó
terror… los judíos se agarraron a la muerte natural como si fuera vida, como si fuera
luz del sol, canto de pájaros, fragancia de flores o amor. Nada les pareció tan
apetecible como poder morir sin huellas de homicidio en el cuerpo. Su vida se convirtió
en esperar la muerte. Es de extranar que la palabra judío no se haya vuelto
sinónimo de moribundo… el judaísmo es una salud incurable”.

El odio ilimitado que se descargó contra los judíos estaba sostenido por un cuerpo
mitológico que vamos a revisar en la próxima lección.

El sufrimiento que venimos estudiando fue relatado en un libro de 1558 de Josef
Ha-kohen, bajo el bíblico título de El Valle de Lágrimas (Emek Ha-Bajá).
Refiere “las penas que cayeron sobre nosotros desde el día del exilio de Judea de su
tierra”. Tres preguntas pueden formularse acerca de esas lágrimas.

La primera: por qué los judíos siempre sufren. Respuesta: si al decir por qué
aludimos a las causas de la judeofobia, bueno, precisamente ése es el tema de nuestro
curso, y para el final habrá explicaciones.

Pero si el por qué sugiere que debe de haber cierta paranoia si encontramos a
los judíos siempre como víctimas, nuestra respuesta es que la judeofobia es en efecto
una enfermedad social enorme que consiste en el odio hacia los judíos, y por ende,
siempre los tuvo como víctimas principales. Persistió por milenios exterminando judíos,
alcanzó un genocidio de seis millones hace cincuenta anos (un tercio de la población
judía mundial) y sigue con vitalidad para continuar.

La segunda pregunta es si la gigantesca magnitud de la judeofobia acaso significa que todo
el mundo
odia (u odió) a los judíos. La respuesta es no, no todo el mundo está
enfermo de judeofobia, pero no es la parte sana el objeto de nuestro estudio, aun cuando
es mayoritaria.

La tercera pregunta es si el clero de la Iglesia medieval era unánime en su letal
postura judeofóbica. Otra vez, la respuesta es no. Incluso en períodos en los que la
postura teológica de la Iglesia era judeofóbica, en el plano individual hubo
eclesiásticos que rechazaron la violencia contra los judíos. Desde antano hay ejemplos
de obispos y sacerdotes que intentaron proteger a los judíos.

Cuando la sinagoga de Ravenna fue incendiada (c.550), Teodorico ordenó que la
población católica la reconstruyera y flagelara a los incendiarios. Durante la primera
cruzada el Obispo Comas salvó a los judíos de Praga. En la segunda, Bernardo de
Clairvaux defendió activamente a los judíos que eran asesinados.

El problema, sin embargo, es que los judeófobos más virulentos de la Iglesia fueron
(y siguen siendo) reverenciados como santos. El crimen de la judeofobia se cometía con
virtual impunidad. El fray Juan Capristano (m. 1456) instó a la abolición de los
derechos a los judíos en Nápoles y otras ciudades, incluyendo la cancelación de las
deudas que cristianos hubieran contraído para con ellos. Más tarde, debido a sus
actividades en Breslau, muchos judíos fueron torturados y quemados vivos; muchos fueron
empujados al suicidio.

La abolición de los derechos de los judíos en Polonia por Casimiro IV también fue
resultado de las maniobras de Capistrano, e inició una ola de desmanes antijudíos. Ni
siquiera les permitió a los judíos escapar ese destino: fue el responsable de un edicto
papal que prohibía el transporte de judíos a la Tierra de Israel. Durante su vida,
recibió tanto el mote de “azote de los judíos” como el cargo de Inquisidor
papal. Más de dos siglos después de su muerte fue canonizado y, desde entonces, cada 28
de marzo los católicos reverencian su memoria.

El mensaje de la Iglesia era, cuando menos, incoherente. Difundía la ensenanza del
desprecio, pero ocasionalmente intentaba detener a los despreciadores que se apresuraban
en cometer horrendos crímenes; el intento era tardío e insuficiente. Esta postura nunca
varió radicalmente. Por ello uno de los primeros historiadores del Holocausto, Raul
Hilberg, fue capaz de trazar una tabla que muestra cómo cada una de las principales Leyes
de Nürenberg de la Alemania nazi tenía su precedente en la legislación eclesiástica.

La declaración de la Conferencia de Obispos Holandeses de 1995 fue un punto de
inflexión en la historia de la Iglesia, al admitir que hay un sendero directo que une la
teología del Nuevo Testamento con Auschwitz.

También durante la Segunda Guerra la posición del Vaticano reflejó esta habitual
ambivalencia, cuando sus reservas acerca del nazismo se limitaron a proteger a católicos
“no-arios”. Es cierto que las encíclicas de la Iglesia y sus pronunciamientos
rechazaban el dogma racista y cuestionaban algunas tesis nazis como erróneas, pero
siempre omitieron criticar, o siquiera mencionar, el ataque específico contra los
judíos. En 1938, Pío XI supuestamente condenó a los cristianos judeofóbicos, pero esta
condena fue omitida por todos los diarios de Italia que informaron sobre el mensaje papal.
Su sucesor, el germanófilo Pío XII, ya desde 1942 había recibido información sobre el
asesinato de judíos en los campos. A pesar de ello restringió todos sus pronunciamientos
públicos a expresiones muy cuidadosamente formuladas de simpatía por “todas las
víctimas de la injusticia”.

La neutralidad y el silencio del papa continaron incluso cuando los alemanes cercaron a
ocho mil judíos de Roma en 1943. Mil de ellos, mayormente mujeres y ninos, fueron
transportados a Auschwitz. Al mismo tiempo, con la anuencia papal, más de cuatro mil
judíos encontraron refugio en muchos monasterios de Roma (algunas decenas en el Vaticano
mismo).

Sin duda, el papa no tenía poder como para detener el Holocausto, pero podría haber
salvado miles de vidas si hubiera adoptado públicamente una posición contra el nazismo.
Hitler, Goebbels y muchos otros cabecillas nazis, murieron como miembros de la Iglesia
Católica, y nunca fueron excomulgados (lo que contrasta con el hecho, por ejemplo, de que
el presidente argentino Juan D. Perón fue excomulgado cuando en 1955 atacó la influencia
de la Iglesia, y unos pocos meses después fue derrocado).

Un sacerdote católico lideró el régimen nazi de Eslovaquia, y tambíen fueron
católicos un cuarto de los miembros de las SS, así como casi la mitad de la población
del Gran Reich Alemán.

La resuelta reacción del Episcopado alemán contra el programa nazi de eutanasia,
logró que virtualmente se suspendiera el plan. Pero los judíos no avivaron en la Iglesia
la compasión que despertaron los insanos y los retardados. Respecto de los judíos, la
Iglesia estuvo interesada más en salvar sus almas que sus cuerpos. Las cancillerías
diocesanas incluso proveyeron al régimen nazi de los registros de las iglesias, con datos
personales acerca del marco religioso del que provenían sus feligreses.

Cuando las deportaciones de los judíos alemanes comenzaron en octubre de 1941, el
episcopado limitó su intervención a suplicar por los que se habían convertido al
cristianismo. Los obispos recibieron informes sobre la matanza de judíos en los campos de
muerte, pero su reacción pública se limitó a vagos pronunciamientos vagos que eludían
el mero término judíos.

Hubo, claro, excepciones, tanto nacionales como individuales. Una de éstas fue el
prelado berlinés Bernhard Lichtenberg, quien rezó públicamente por los judíos (y
falleció en su camino a Dachau). Una nación excepcional fue Holanda, en donde ya en 1934
la Iglesia prohibió la participación de católicos en el movimiento nazi. Ocho anos
después los obispos protestaron públicamente ante las primeras deportaciones de judíos
holandeses, y en mayo de 1943 prohibieron la colaboración de policías católicos en las
cazas de judíos, aun a costa de que así debieran perder sus puestos. Muchos judíos
salvaron sus vidas gracias a las audaces acciones de rescate de clérigos menores, monjes,
y laicos católicos.

Ahora pasaremos a lo fundamental que quedó pendiente de nuestra última lección: los
tres principales mitos cristianos inventados en la Edad Media, a través de los cuales la
judeofobia fue transmitida desde el siglo XIV.

Libelo de Sangre o Asesinato Ritual

Este es una de las expresiones máximas de histeria colectiva y crueldad humanas. Se
trata de la acusación de que los judíos asesinan a no-judíos (especialmente cristianos)
a los efectos de utilizar su sangre en la Pascua u otros rituales.

Hubo cientos de libelos, que en general seguían el mismo esquema. Se hallaba un
cadáver (usualmente el de un nino, y más frecuentemente cerca de la Pascua cristiana),
los judíos eran acusados de haberlo asesinado para usar ritualmente su sangre. Los
principales rabinos o líderes comunitarios eran detenidos y se los torturaba hasta que
confesaban que en efecto eran culpables del crimen. El resultado era la expulsión de toda
la comunidad de esa comarca, tormentos para una buena parte de sus miembros, o bien el
exterminio expedito de todos ellos. Generación tras generación, judíos fueron
torturados en Europa y comunidades enteras fueros masacradas o dispersadas debido a este
mito.

Algunos aspectos son indispensables para entender la enormidad del libelo, a saber:

  • La ignorancia de los gentiles con respecto de la religión judía (por ejemplo
    en el judaísmo está totalmente prohibida la ingestión de sangre);
  • En el medioevo, el pan de la comunión creaba una atmósfera emocional en la que se
    sentía que el nino divino se escondía misteriosamente en el pan compartido. El friar
    Bertoldo de Regensburg solía preguntar: “?quién quisiera morder la cabeza, la mano
    o el pie del bebé?” En este contexto, el libelo podría considerarse como una
    especie de proyección colectiva: si detestamos ingerir sangre humana, atribuyámoselo a
    otros.
  • Según una superstición difundida en Alemania, la sangre, incluso la de cadáveres,
    podía curar.

 

En ese país ocurrió el primer caso, en Wuerzburg 1147. Un nino cristiano fue
supuestamente crucificado por judíos (el motivo de la cruz explica por qué los libelos
ocurrían generalmente en la época de la Pascua). En Fulda (1235) se agregó otro motivo:
los judíos beben sangre cristiana con motivos medicinales. En Munich (1286) se enfatiza
que los judíos rechazan la pureza, odian la inocencia del nino cristiano. Así narró los
hechos el monje Cesáreo de Heisterbach: “el nino cristiano cantaba ‘Salve regina’ y
como los judíos no pudieron interrumpirlo, le cortaron la lengua y lo despedazaron a
hachazos”.

Así lo explican ciudadanos de Tyrnau (Trnava) en 1494: “los judíos necesitan
sangre porque creen que la sangre del cristiano es un buen remedio para curar la herida de
la circuncisión. Entre ellos tanto los hombres como las mujeres sufren de la
menstruación… Además tienen un precepto antiguo y secreto, por el que están obligados
a derramar sangre cristiana en honor de Dios, en sacrificios diarios, en algún
lugar”.

Inglaterra, Espana, Italia

En el caso de Norwich (1148) “los judíos compraron al nino mártir William antes
de la Pascua y lo torturaron como a nuestro Senor, y durante el Viernes Santo lo colgaron
en una Cruz”. Esa descripción se reitera en Gloucester (1168) y en Lincoln (1255).
En 1290, los judíos fueron expulsados de una Inglaterra enrarecida por la difusión de
los libelos, y aun un siglo después de la expulsión, Geoffrey Chaucer lo recoge en sus
prólogos a los Cuentos de Canterbury.

También la expulsión de Espana fue precedida por una atmósfera hostil debida a los
libelos. El de La Guardia tuvo lugar en 1490-1491, y de inmediato se instituyó el culto
del Santo Nino mártir. El primer libelo espanol data de 1182 en Saragosa, y el asunto
terminó por incluirse en la ley. El Código de las Siete Partidas (1263) reza:
“Hemos oido decir que en ciertos lugares durante el Viernes Santo los judíos
secuestran ninos y los colocan burlonamente sobre la cruz”.

Detalles fueron agregándose a la historia, que asumió grandes proporciones. En 1583
Fray Rodrigo de Yepes escribió la Historia de la muerte y glorioso martirio del Santo
Inocente, que llaman de La Guardia
(después de casi un siglo sin judíos en Espana) y
el argumento sirvió de base para la obra de Lope de Vega El Nino Inocente de La
Guardia
. En el siglo XVIII José de Canizares lo adaptó en La Viva Imagen de
Cristo
y Gustavo Adolfo Bécquer (1830-1870) en La rosa de pasión. En 1943
fueron republicados por Manuel Romero de Castilla bajo el título de Singular suceso en
el Reinado de los Reyes Católicos
.

Un caso crucial en Italia fue una especie de crónica anunciada. Durante la Cuaresma de
1475, el franciscano Bernardino da Feltre anunció que los pecados de los judíos pronto
serían revelados. El Jueves Santo un nino llamado Simón desapareció, y al poco tiempo
su cadáver fue encontrado al lado de la casa del jefe de la comunidad israelita. Todos
los judíos, hombres, mujeres y ninos, fueron arrestados. Diecisiete de ellos fueron
sometidos a torturas durante quince días, después de los cuales terminaron por
“confesar”. Uno de los judíos murió en tormentos, seis quemados en la hoguera,
y a los dos que aceptaron convertirse se los estranguló. Al principio el Papa Sixto IV
detuvo los procedimientos judiciales, pero en 1478 su bula Facit nos pietas aprobó
el juicio. La propiedad de los judíos ejecutados fue confiscada y a partir de entonces,
los judíos tuvieron prohibida la residencia en Trento (hasta el siglo XVIII tenían aun
prohibido el paso por la ciudad). El nino Simón fue beatificado.

Después de este éxito, el fray Bernardino urdió escenarios similares en Reggio,
Bassano y Mantua, e instó a la expulsión de los judíos de Peruggia, Gubbio, Ravenna, y
Campo San Pietro. Sus últimas víctimas fueron los judios de Brescia, en 1494, el ano de
su muerte. Al poco tiempo el propio Bernardino fue beatificado, y la Iglesia tardó cinco
siglos para anular la beatificación de Simón, en 1965.

Con todo, la posición de la Iglesia y de los monarcas fue en general contraria a los
libelos. Después del mentado en Fulda (1235), el emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, Federico II de Hohenstaufen, decidió clarificar el caso definitivamente a fin
de proceder: si los judíos eran culpables se los mataría a todos; si eran inocentes, se
los exoneraria públicamente. Las autoridades del clero, como no fueron capaces de llegar
a una decisión concluyente “creemos necesario… dirigirnos a gente que alguna vez
fue judía y se convirtió al culto de la fe cristiana; ya que ellos, como oponentes, no
guardarán silencio sobre nada que puedan saber sobre este asunto entre los judíos”.

En consecuencia, el emperador solicitó de reyes de Occidente que enviaran
“judíos conversos al cristianismo, decentes y estudiosos, para tomar parte de un
sínodo”, que eventualmente se expidió así: “No puede hallarse, en el Antiguo
ni en el Nuevo Testamento, que los judíos requieren de sangre humana. Por el contrario,
esquivan la contaminación con cualquier tipo de sangre”. El documento, que cita de
varias fuentes judías, agrega que “hay una alta probabilidad de que aquéllos para
quienes está prohibida incluso la sangre de animales permitidos, no pueden desear sangre
humana”.

Otro pronunciamiento escrito fue el del Papa Inocencio IV en 1247: “cristianos
acusan falsamente… que los judíos llevan a cabo un rito de comunión con el corazón de
un nino asesinado; y en cuanto se encuentra el cadáver de una persona en cualquier sitio,
se les hace recaer maliciosamente la responsabilidad”.

Pero la desaprobación de papas y emperadores no impidió que los casos de libelos se
multiplicaran, sobre todo en Polonia, en donde el Consejo de las Tierras, órgano
representativo de los judíos, envió un delegado al Vaticano, y logró que el cardenal
Lorenzo Ganganelli (más tarde Papa Clemente XIV) emprendiera otra investigación
exhaustiva. Ganganelli se sumó a quienes se pronunciaron contra el libelo: “Debe
comprenderse con cuánta fe viviente deberíamos pedirle a Dios como el salmista ‘líbrame
de la calumnia de los hombres’. Espero que la Santa Sede tome medidas para proteger a los
judíos de Polonia, del mismo modo en que San Bernardo, Gregorio IX e Inocencio IV obraron
en defensa de los judíos de Alemania y de Francia”.

En Tiempos Modernos

Desde el siglo XVII, los casos de libelo de sangre se extendieron a Europa Oriental. En
1636 en Lublin, la viuda Feiguele se mantiene firme ante el tormento. A partir del siglo
XIX, judeófobos hicieron conspicuo uso del libelo para incitar a las masas en varios
países, incluida Siria, en donde el affaire de Damasco de 1840 introdujo el mal en el
mundo musulmán. Allí el influyente cónsul francés se sumó a los libelistas mientras
toda la comunidad era arrestada y torturada, en el contexto de la pugna de las potencias
occidentales para influir en el Medio Oriente.

Con todo, el principal perpetuador del libelo de sangre en tiempos modernos fue Rusia.
Aquí se diseminó sin pausa avalado por los zares, quienes en general tuvieron una
actitud mucho peor que la de papas y reyes medievales.

El primer caso en Rusia fue en Senno (cerca de Vitebsk, Pascua de 1799). Cuatro judíos
fueron arrestrados despues de que el cadáver de una mujer fuera encontrado cerca de una
taberna judía. Apóstatas proveyeron a la corte de extractos de una traducción
distorsionada de literatura rabínica como el Shuljan Aruj y Shevet Iehuda.
Pese a que los acusados terminaron siendo liberados por falta de pruebas, el poeta G.R.
Derzhavin incluyó en su Opinión elevada al zar acerca de la organización del status
de los judíos en Rusia
, que “en estas comunidades se hallan personas que
perpetran el crimen, o por lo menos protegen a perpetradores, de derramar sangre
cristiana, de lo que los judíos fueron sospechosos en varias épocas y en diferentes
países. Si bien opino que tales crímenes, incluso si fueron cometidos a veces en la
antigüedad, eran llevados a cabo por fanáticos ignorantes, creo apropiado no pasarlos
por alto”.

Entre 1805 y 1816 ocurrieron más casos y, para evitar su mayor diseminación, el
ministro de asuntos eclesiásticos, A. Golistyn, envió una circular a los jefes de
gobernaciones el 6/3/1817, donde explicita que los monarcas polacos y los papas
invariablemente invalidaron los libelos, y las cortes los`refutaron. La circular ordenaba
que “de aquí en adelante los judíos no sean acusados de asesinar ninos cristianos,
sin evidencia, y sobre el mero prejuicio de que necesitan de sangre cristiana”.

A pesar de la circular, el zar Alejandro I dio instrucciones de revivir las acusaciones
en Velizh. El juicio duró diez anos, y aunque los judíos fueron finalmente exonerados,
cabe reflexionar en la atmósfera que generaba un juicio tan largo sobre un tema tan
escabroso. El zar Nicolás I se negó a firmar la circular de Golistyn, considerando que
“hay entre los judíos salvajes fanáticos o sectas que requieren sangre cristiana
para su ritual”. El libelo recibía así un sello oficial, y ocurrieron muchos en
Telz, Kovno (1827); Zaslav, Volhynia (1830); y Saratov (1853).

Otro comité especial designado en 1855 para investigar, incluyó teólogos,
orientalistas y apóstatas. Revisaron manuscritos hebreos y publicaciones y, otra vez,
concluyeron que no había evidencia alguna del uso de sangre cristiana entre los judíos.

En los anos setenta del siglo pasado recrudeció la judeofobia, y el libelo fue motivo
habitual en la propaganda literaria y la prensa. En alguna medida estas obras remedaban
las que se habían publicado en Alemania y Francia, en las que “expertos”
judeófobos “probaban” el libelo, como: Le mystere du sang chez les juifs de
tous les temps
, de H. Desportes (1859), prologada por Edouard Drumont; y Talmud in
der Theorie und Praxis
, de Konstantin C. Pawlikowski (1866).

Dos ejemplos de esta literatura en Rusia son Sobre el uso de sangre cristiana por
sectas judías con propósitos religiosos
(1876) de H.Lutostansky, que agotó varias
ediciones, y El Talmud desenmascarado de J.Pranatis, que sigue publicándose.
Contra algunos de los calumniadores se iniciaron juicios de difamación. Y las de crimen
ritual continuaban.

Con el fortalecimiento de la extrema derecha (Unión del Pueblo Ruso) en la
Tercera Duma, las autoridades necesitaban de más casos que justificaran la judeofobia
reinante. Uno muy notorio fue el Caso Beilis (1911-1913), armado por el ministro de
justicia Shcheglovitov, que despertó la oposición de centenares de intelectuales rusos,
entre ellos V. Korolenko y Máximo Gorki. La eventual exoneración de Beilis fue una
derrota para el régimen pero, otra vez, la atmósfera de veneno judeófobo surgía con el
mero juicio, independientemente de sus resultados.

Cuando los nazis asumieron el poder en Alemania, utilizaron el libelo en su propaganda.
Reanimaron las investigaciones y los juicios (Memel 1936, Bamberg 1937, Velhartice
-Bohemia- 1940). El 1/5/1934 el periódico Der Stuermer dedicó al tema una
edición horrorífica con ilustraciones. Hombres de ciencia alemanes colaboraron en la
difusión.

Incluso para 1960 un periódico soviético de Daguestán afirmó que los judíos
devotos necesitaban sangre de musulmanes para sus ritos.

Fuera de Alemania (donde en general ocurrienron un tercio de todos los libelos) hubo
cuatro casos en el siglo XX. El primero de éstos fue el caso Hilsner. Tomás Masaryk,
fundador y primer presidente de la Checoslovaquia moderna, tomó una activa postura en
contra del mismo, “no para defenderlo a Hilsner (el acusado, un joven vagabundo) sino
para defender a los cristianos de la superstición”. Masaryk fue duramente atacado y
su cátedra universitaria fue suspendida debido a las manifestaciones de estudiantes. Este
caso también creó una ola de tumultos judeofóbicos en Europa, orquestados por el
“especialista” vienés Ernst Schneider.

Los libelos ahondaron el estereotipo satánico del judío y, otra vez, el problema no
era que la Iglesia lo difundiera. Por el contrario, vimos que usualmente se oponía, y en
general trataba de detener las matanzas, pero con su característica ambivalencia. Los
ninos “mártires” eran reverenciados como santos, tales como en los casos de San
Hugh de Lincoln, el Santo Nino Mártir de La Guardia, y Simón de Trento. Cada ano durante
siglos, los cristianos honraban la memoria de los puros inocentes que habían sido
supuestamente asesinados en espantosos rituales judíos.

La Hostia y la Peste Negra

En el Cuarto Concilio Laterano de 1215 fue reconocida oficialmente la doctrina de la
Transubstanciación, según la cual la hostia (galleta usada en la ceremonia de la
Eucaristía) se transforma en el cuerpo de Jesús. Los protestantes eventualmente
modificaron la doctrina y consideran que se trata sólo de un símbolo del cuerpo mas no
Jesús en persona (que es el dogma católico hasta hoy).

Este segundo mito, el de la profanación de la hostia, sostenía que los judíos
secretamente las robaban de las iglesias para torturarlas y reeditar los sufrimientos de
Jesús. Obviamente, había en esta superstición mayor irracionalidad aun, puesto que los
judíos claramente descreían de toda transusbtanciación. Pero esta acusación trajo más
persecución y matanzas. La mayor parte de los cuarenta casos principales se perpetraron
en Alemania y Austria.

El mito se basaba en los supuestos poderes sobrenaturales de la hostia, y en el
prejuicio de que los judíos anhelaban renovar en Jesús los sufrimientos de la pasión.
Su perfidia era tal, que no abandonaban los tormentos aun cuando de la hostia emanaran
sangre o sonidos, o si echaba a volar. (La explicación de la “sangre” es que un
honguillo de color escarlata puede formarse en comida rancia que se deja en lugares secos.
Se lo denomina Micrococcus prodigiosus).

La primera supesta profanacíon fue en Belitz (cerca de Berlín) en 1243. Un grupo de
judíos y judías fueron quemados en la hoguera en lo que pasó a denominarse Judenberg
(monte de los judíos). En Italia hubo pocos casos debido especialmente a la
protección de los papas, pero se expresó en el arte, como la Desecración de
Paolo Uccenno (1397-1475) hecha para el altar de la Confraternidad del Santo Sacramento
de Urbino.

De Inglaterra, los judíos fueron expulsados antes de que se difundiera la desecración
de la hostia, pero también allí se reflejó en el arte, como en el Croxton Sacrament
Play
, escrito en 1491, dos siglos después de la expulsión.

Casos famosos fueron el de París de 1290; el de Bruselas de 1370 (que llevó a la
destrucción de la judería belga, se celebró en una fiesta especial y todavía se lo ve
grabado en las reliquias de la Iglesia de Santa Gudule); el de Knoblauch en 1510,
que resultó en treinta ocho ejecuciones y la expulsión de los judíos de Brandenburgo.
Por lo menos dos casos son aún celebrados localmente: el de Deggendorf, Bavaria, que data
de 1337, y el de Segovia de 1415, que supuestamente había producido un terremoto, y
resultó en la confiscación de la sinagoga y la ejecución de los líderes judíos.

Precisamente en Espana el infante don Juan de Aragón patrocinó algunas acusaciones.
En la de Barcelona de 1367 varios sabios (como Hasdai Crescas, Nisim Gerondi e Isaac B.
Sheshet) se hallaban entre los arrestados con la comunidad entera (hombres, mujeres y
ninos), encerrada en la sinagoga por tres días sin comida. Como no confesaron, el rey
ordenó su libertad, y sólo tres judíos fueron ejecutados. Diez anos después hubo casos
en Teruel y Huesca.

El caso de Lisboa de 1671 se produjo cuando ya no había judíos en Portugal. Por lo
tanto, cuando la hostia de la iglesia de Orivellas fue robada, un edicto real ordenó la
expulsión… de todos los Nuevos Cristianos. Las supuestas desecraciones
continuaron hasta el último caso, en 1836 en Bislad, Rumania.

El último mito de esta trilogía fue la ya mentada Peste Negra. Entre 1348 y 1350 una
epidemia múltiple s (bubónica, septicémica y neumónica) causada por el bacilo pasteurella
pestis
, arrasó a casi cien millones de personas, un tercio de la población europea.
En centros de densidad poblacional, como monasterios, la tasa de mortandad era superior.
La racción popular fue extrema: o bien se buscó refugio en el arrepentimiento y las
súplicas a Dios, o bien lanzándose al libertinaje y el salvajismo. Lo curioso es que
estas dos actitudes se combinaron en que arremetían contra los judíos, quienes fueron
acusados de envenenar los pozos de agua para destruir la cristiandad. En esos anos miles
de judíos fueron masacrados.

La bula del Papa Clemente VI (26/9/1348) vino a defenderlos, y definió la plaga como
“pestilencia con que Dios aflige al pueblo cristiano”. La vasta mayoría de la
población, empero, la veía como pestis manufacta (artificial), la forma más
simple de entenderla (y después de tanta matanza contra los judíos, podía sospecharse
de que en algún momento éstos buscarían venganza).

La primera acusación fue en septiembre de 1348 en Castillo de Chillon del lago de
Ginebra. Los judíos “confesaron” que la plaga había sido diseminada por un
judío de Savoy guiado por un rabino que había preparado el veneno. Las matanzas se
extendieron entre Espana y Polonia, destruyendo trescientas comunidades. Los llamados Flagelantes
expiaban sus pecados matando judíos a su paso.

Las matanzas se dieron especialmente en Alemania, aun cuando al principio el emperador
Carlos IV intentó defenderlos. Después se sumó al fervor de las hordas y concedió
“perdón por cada transgresión que incluía el asesinato y destrucción de
judíos”. En muchas localidades los judíos fueron asesinados aun antes de que la
plaga llegara. En Mainz, seis mil judíos fueron llevados a la hoguera, y en Estrasburgo
dos mil judíos fueron quemados en una pira gigantesca en el cementerio judío.

El mito de los judíos envenenando pozos agravó su imagen diabólica, y después de la
Peste Negra el status de los judios se había deteriorado por doquier.

Hubo en la Edad Media otros mitos que armaron el arsenal judeofóbico, pero ninguno fue
mortífero como los mencionados. Uno adicional fue el del Judío Errante, una
figura de la leyenda cristiana condenada por Jesús a vagar hasta su segunda venida,
debido a que lo desairó o le pegó en su camino a la crucifixión. Dio lugar a muchos
cuentos aun hasta este siglo. Nación aparentemente en Bolonia en 1233, cuando peregrinos
del monasterio de Ferrara relataron que vieron a un judío en Armenia que había
presenciado la Pasión de Jesús, lo ofendió, se arrepintió y se convirtió al
cristianismo. Los nombres del Judío Errante varían en idiomas y tradiciones:
Cartaphilus, Buttadeus, Votadio, Juan Espera en Dios, Ajasuerus, Isaac Laquedem, y Der
ewige Jude. Se transformó, en efecto, en símbolo del pueblo judío todo, culpable y
errante en el mundo. Este mito influyó arte y literatura, pero no produjo genocidios.

En contraste, la mentada trilogía generó máximo sadismo, y transformó la voz judío
en sinónimo de diabólico. El arte medieval muestra al judío con cuernos, cola,
cara satánica, postura grotesca, en companía de puercos y escorpiones.

En el siglo XVI se produjo un cisma en la Iglesia, y nació el protestantismo, que
entre otras facetas buscó recuperar las raíces hebreas del cristianismo. Pero fueron
infundadas las esperanzas prematuras en que los judíos serían respetados por una Iglesia
de mayor compasión hacia ellos. Lo veremos en nuestra próxima lección.

Después de transitar por la judeofobia medieval a través de sus siete prácticas y
tres mitos principales, nos quedó pendiente la pregunta de si el “valle de
lágrimas” se dio paralelamente en las dos grandes ramas del tronco cristiano, la
católica y la protestante.

Nuestra respuesta pondrá énfasis en el símil del protestantismo y el Islam: ambos
comenzaron por procurar su validación en los judíos y, frustrados por el rechazo de
éstos, devinieron en judeofóbicos.

Sin embargo, a diferencia del cristianismo, el Islam no emergió del seno del
judaísmo. No fue judío su fundador y no arguyó consumar las profecías de Israel. Por
ello, su careo con la judería careció de tensiones teológicas.

Cuando el Islam se expandió, los judíos que se encontraron bajo su égida, si bien no
fueron exentos de degradación e inseguridad, su vida pocas veces incluyó las torturas,
expulsiones y hogueras que les propinó el dominio cristiano.

El Islam nació en el siglo VII en Medina, de cuya comunidad judía Mahoma adoptó
varias observancias para la nueva religión: la plegraria en dirección a Jerusalem (que
eventualmente se cambió por La Meca), las leyes dietéticas (por ejemplo la prohibición
de ingerir cerdo), o el ayuno del Día del Perdón (que fue reemplazado por el del mes de
Ramadán). A pesar de este acercamiento, Mahoma no logró que los judíos lo aceptaran
como un nuevo Moisés, y entonces se volvió en contra de ellos. Su frustración fue
registrada en el Corán, y así proveyó a millones de musulmanes durante siglos, de una
antipatía hacia los judíos que se suponía divinamente inspirada (suras 2:61,
2:97, 5:64 y 5:78).

El Pacto de Omar del ano 720 fue el código legal musulmán que prescribía el
tratamiento que se debía a los Dhimmis (o monoteístas no islámicos). De varios modos
los Dhimmis debían aceptar status de inferioridad frente al musulmán: cederle su asiento
o vestir atuendos diferentes, y abstenerse de cabalgar o de hacer pública su religión. A
veces ello no bastaba: durante el siglo XI el califa Hakim ordenó que los judíos
llevaran colgadas del cuello pelotas de más de dos kilos que les recordarían el becerro
de oro que sus ancestros habían idolatrado.

De todos los países árabes los judios fueron obligados a irse. El único de ellos que
tuvo comunidad judía y nunca fue gobernado por una potencia europea, fue el Yemen. En
1679 casi todos los judíos yemenitas fueron expulsados de las ciudades y aldeas, y la
sinagoga de la capital, Sana, fue convertida en mezquita (aún existe y es llamada
“mezquita de la expulsión”). Cuando Turquía ocupó el Yemen en 1872 y
requirió que se detuviera la costumbre de ninos musulmanes de arrojar piedras sobre los
judíos, obtuvo como respuesta que no podía prohibirse lo que era una antigua costumbre
religiosa a la que llamaban Ada. Hasta que los remanentes judíos partieron del
Yemen en 1948, estaban obligados a vestir como mendigos y a los ninos se les imponía el
Islam cuando los padres morían.

El mito del libelo de sangre fue introducido en el mundo árabe en Damasco en 1840.
Sólo después de una condena internacional se liberó a los judíos que sobrevivieron las
torturas con que los castigaron, y el libelo se popularizó, y los judíos eran
frecuentemente atacados (especialmente en Egipto y en Siria) so pretexto de que bebían
sangre musulmana. El actual ministro de defensa de Siria, Mustafá Tlas, es autor de La
Matzá de Sión
, libro en el que defiende el libelo (!en
1983!) y que el delegado sirio recomendó a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU.

El Protestantismo

Volvamos a la cristiandad. La rama protestante, fundada por Martín Lutero en 1517,
sostenía entre sus principios devolver el cristianismo a sus fuentes hebreas, en lugar de
la interpretación helenística. En efecto, al comienzo hubo muchos protestantes que se
acercaron al judaísmo, algunos en en la expectativa de que los judíos finalmente
aceptarían la fe en Jesús si ésta se les presentaba con amor y con el énfasis en su
origen hebraico. Pero también aquí, cuando esas expectativas probaron ser infundadas, la
reacción fue judeofóbica.

El último libro de Lutero, Sobre los judíos y sus mentiras (1543), llama a los
judíos el Anticristo: “es más difícil convertirlos a ellos que al mismo
satán”. Lutero exhortó a la violenta expulsión de los judíos de toda Alemania y
aconsejó a los nobles de Europa: “Primeramente, sus sinagogas deben ser incendiadas,
y lo que no sea consumido por el fuego que sea cubierto de inmundicia… Así sea hecho en
honor de Dios y del cristianismo; que Dios vea que los cristianos no toleramos ni
aprobamos tal mentira pública, maldición y blasfemia contra Su hijo y Sus cristianos.
Segundamente, sus hogares deben ser igualmente derribados y destruidos. Porque perpetúan
lo mismo que hacen en sus sinagogas. Colóqueselos en establos. En tercer lugar,
príveselos de sus libros de oraciones y del Talmud, en los que se ensena idolatría,
mentiras, maldiciones y blasfemias. En cuarto lugar, debería prohibirse a sus rabinos
ensenar, bajo amenaza de muerte… La furia de Dios contra ellos es tan grande que están
cada vez peor… Para resumirlo, estimados príncipes y nobles que tenéis judíos entre
vuestras posesiones, si mi consejo no os es suficiente, buscad otro mejor para que
vosotros, y todos nosotros, seamos libres de esta insoportable carga diabólica, los
judíos”.

Quien esto escribió era y es un reconocido teólogo, fundador de una nueva corriente
religiosa mundial, y considerado por muchos como el padre del moderno alemán. Uno de los
jerarcas nazis más brutales, Julius Streicher, arguyó en su defensa durante los juicios
de Nürenberg que no había hecho sino cumplir con los consejos de Lutero.

La Judeofobia en la Modernidad

Hasta aquí hemos visto el desarrollo de la mitología judeofóbica en tres etapas: la
antigüedad (los judíos son leprosos, adoradores de asnos, misántropos y haraganes), la
Edad Media temprana (el pueblo judío es deicida y, por medio de su sufrimiento, un
testimonio de la verdad del cristianismo), y la Edad Media tardía (los judíos beben
sangre cristiana, envenenan los pozos de agua, y son socios del diablo). La principal
diferencia entre los mitos paganos y los cristianos es que aquéllos eran básicamente
culturales y éstos fueron teológicos: la premisa pasó a ser “Dios los odia”.

?Habría salvación? Pareciera que sí, puesto que en el horizonte se vislumbraba el
fin de mitos y la discriminación, de desprecio, calumnias y crueles leyendas. El Siglo de
las Luces (el XVIII) traía una atmósfera de racionalismo y enciclopedismo, en la que los
librepensadores desechan las supersticiones y postulan una religión de la razón para un
mundo de confraternidad. Pero oh sorpresa, ellos mismos no superaron los prejuicios
judeofóbicos sino que los reafirmaron.

Cuando Emile Zola escribió que “los judíos como están hoy son la obra de
nuestros mil ochocientos anos de persecución idiota”, entendía que la judeofobia
era un problema de los gentiles, y que el modo de superar ésa y otras taras sociales era
la educación. Y sin embargo, los responsables de educar e iluminar al pueblo, los que
enarbolaban el estandarte de la revolución ideológica, eran judeófobos.

El principal de los autores de la famosa Enciclopédie (1765), Denis Diderot,
senaló como virtud de los judíos que son el pueblo más antiguo y que nunca fueron
politeístas, pero al mismo tiempo los consideró “ignorantes y supersticiosos”.
Paul D’Hollbach fue más lejos. En L’Esprit du Judaisme (1770) sostiene que el
judaísmo es malo por naturaleza, y constituye corrupto origen del cristianismo. Moisés
fue a sus ojos el más perjudicial de cuanto legislador hubo, transmisor de misantropía y
parasitismo. El Dios de los judíos era sanguinario y los llevaba al genocidio; los
patriarcas, eran lascivos y mentirosos; los profetas, fanáticos; la idea mesiánica,
insana; los judíos, el pueblo más vil. (Es paradojal cómo después de dos milenios de
sufrir bajo el yugo cristiano, D’Hollbach y otros venían ahora a culpar a los judíos por
haber creado el cristianismo).

Digamos que, en términos generales, Montesquieu favoreció el otorgamiento de igualdad
de derechos a los judíos y se solidarizó con su sufrimiento (“el judaísmo es una
madre que dio a luz a dos hijas que le dieron mil golpes… si no quieres comportarte
cristianamente, hazlo por lo menos como un ser humano”), pero también advirtió que
“dondequiera haya dinero, hay judíos”. Jean-Jacques Rousseau fue una notable
excepción y tomó consistentemente una postura favorable a los judíos.

Pero el peor de los judeófobos iluministas fue quien encarnó las ideas de
“libertad, igualdad y fraternidad”, Voltaire, enemigo de la Iglesia y de la
superstición. Su Diccionario Filosófico, en más de un cuarto de sus entradas
arremete contra los judíos, “el pueblo más imbécil de la faz de la Tierra,
enemigos de la humanidad, el más obtuso, cruel, absurdo…” Los judíos, que
constituían el 1% de la población, son motivo de la entrada más larga del libro:
“la nación más singular que el mundo ha visto; aunque en una visión política es
la más despreciable de todas, sin embargo a los ojos de un filósofo vale la pena
considerarla. …De un breve resumen de su historia resulta que los hebreos siempre fueron
errantes o ladrones, esclavos o sediciosos. Son todavía vagabundos sobre la Tierra,
aborrecidos por todos los hombres… Si preguntas cuál es la filosofía de los judíos,
la respuesta será breve: no tienen ninguna… Los judíos nunca fueron filósofos ni
geómetras ni astrónomos”.

No es posible que Voltaire ignorara quiénes habían sido Maimónides o Spinoza, pero
la judeofobia tiene la facultad de torcer el razonamiento del más razonable de los
hombres. Y Voltaire toca el nervio mismo de la judeidad, porque si hubo un área en la que
los judíos podían exhibir grandes logros, es la educación. Sin embargo, escribe
Voltaire: “Estuvieron tan lejos de tener escuelas públicas para la instrucción de
la juventud, que ni siquiera tienen un término en su idioma que exprese esa
institución… Su estadía en Babilonia y Alejandría, durante la que podrían haber
adquirido sabiduría y conocimientos, sólo los entrenó en la usura…”

Este gran racionalista llegó hasta a reafirmar el peor libelo: “vuestros
sacerdotes siempre han sacrificado vidas humanas con sus sacras manos”. Algunos
historiadores sostienen que Voltaire en realidad deseaba atacar a la Iglesia, y lo hacía
por medio de arremeter contra los judíos. Disentimos, porque Voltaire no tuvo reparos en
embestir directa y abiertamente contra la Iglesia. Nunca necesitó hacerlo por
interpósita persona. Firmaba sus cartas con el lema Écrasez l’infâme
(“destruyan al infame”, en referencia a la Iglesia) salvo aquellas cartas que
enviaba a judíos, donde firmaba caballero cristiano de la cámara del rey muy
cristiano
.

“En suma -concluye el Diccionario- encontramos en ellos solamente un pueblo
ignorante y bárbaro, que ha largamente unido la más sórdida avaricia con la más
detestable superstición y el más insuperable odio por cada pueblo por el que son
tolerados y del que se enriquecen. Empero, no debemos quemarlos”.

La judeofobia de Voltaire, muy común entre los librepensadores dieciochescos, tuvo su
excepción entre los ingleses, como John Locke y John Toland. Con todo, en Inglaterra la
Emancipación completa no se logró hasta 1858, cuando el barón Lionel de Rothschild
tomó lugar en el Parlamento, bajo un juramento especial para la ocasión.

Ese otorgamiento de igualdad de derechos es nuestro tema, puesto que la judeofobia
moderna fue en efecto una reacción contra la Emancipación, que se dio en tres
corrientes, ejemplificadas en sendos países: la socioeconómica (Francia), la racial
(Alemania) y la conspiracional (Rusia).

Francia

La Asamblea Nacional revolucionaria debatió por dos anos si la libertad, igualdad,
fraternidad
, debían aplicarse también a los judíos. Al final, en septiembre de
1791, se les otorgó libertades cívicas, y unos lustros después Napoleón asumió el
deber de hacer de los judíos buenos franceses.

Presionado por quejas que llegaban desde Alsacia acerca de la práctica usuraria de los
judíos, Napoleón convocó a una Asamblea de Notables Judíos que sesionó entre
julio de 1806 y abril de 1807, integrada por ciento once rabinos y líderes comunitarios.
Debían responder a doce preguntas acerca de los hábitos judíos, a saber: poligamia,
divorcio, exogamia, patriotismo francés, la relación con los no-judíos, obediencia a la
ley, designacíon de rabinos y marco de su autoridad, profesiones prohibidas, y la usura.
Durante los últimos meses de las sesiones, se requirió de setenta y un asambleístas,
mayoritariamente rabinos, que crearan en base de las respuestas dadas, leyes religiosas
que fueran aceptadas por los judíos. Este grupo fue denominado el Sanhedrín
napoleónico.

Napoleón no previó que la judeofobia francesa descargaría su oposición a la
Emancipación de los judíos precisamente contra ese Sanhedrín (que representaba la
integración israelita a Francia). El jesuita Agustín Barruel alertó al gobierno en
1807, de un complot judío internacional “que transformará iglesias en
sinagogas”, y que le había sido revelado por un personaje llamado Simonini, del que
hasta hoy se ignora si realmente existió.

El término equivocado de Sanhedrín colaboró con la patrana, puesto que Barruel
sostenía el absurdo de que “finalmente salía a la luz el Sanhedrín que había
actuado clandestinamente durante quince siglos”. Durante ese lapso los judíos
habrían gobernado el mundo subrepticiamente (nadie parecía notar que por lo visto les
había ido bastante mal en ese gobierno, puesto que les cupo mayormente el rol de
víctimas). Napoleón disolvió abruptamente su Sanhedrín, y así nacía el primer mito
judeofóbico de la modernidad: la conspiración judía mundial, del que hablaremos en la
novena lección.

Los aires pre-emancipatoriales regresaban con su peor cara. Y si bien dijimos que el
término Sanhedrín fue erróneo (puesto que insinuaba poderes legislativos y
judiciales) también es claro que se trató de un mero detonante arbitrario, y de la causa
de la judeofobia moderna (la judeofobia en cada época encuentra sus excusas).

El Papa Pío VII le creyó a Barruel, y tanto en los estados papales como en Alemania
se revirtió la Emancipación apenas Napoleón fue derrocado (1815). Esos pocos anos
habían suscitado una gran ola de asimilación entre los judíos que golpeaban las puertas
de la sociedad gentil mucho antes de que se abrieran. La vanguardia asimilacionista estuvo
en Berlín. Hugo Valentin exageró en su libro Anti-Semitismo que “más
judíos alemanes se bautizaron entre 1800 y 1818, que en los previos 1800 anos
juntos”.

Los judíos aprendían con dolor que la judeofobia no se neutralizaba por medio de
decretos gubernamentales, ni por doctrinas iluministas, ni por asimilación. La agitación
judeofóbica crecía en muchas ciudades alemanas, y en 1819 llegó a un nuevo pico de
violencia bajo el grito de Hep, hep, muerte a los judíos!. Las autoridades
arguyeron que debían desposeer a los judíos de su Emancipación debido al malestar que
ella creaba en las masas.

En Francia, varios filósofos convirtieron la reacción judeofóbica en una ideología.
François Fourier (m. 1837) cuya escuela de reforma social se popularizó, consideraba que
“el comercio es la fuente de todos los males y los judíos son la encarnación del
comercio.” Había sido un gran error emancipar a los esclavos y a los judíos,
“la nación más despreciable”. Su discípulo Alphonse Toussenel escribió en
1845 una obra en dos volúmenes llamada Los judíos, reyes de la época, que
inspiró a una judeofobia rural conservadora que eventualmente devino en movimiento
político. Toussenel, empero, advertía al lector que en su libro el término judío
era utilizado en el sentido de banquero, usurero, pero aprobó abiertamente la
persecución que los judíos habían sufrido hasta ese momento como pueblo.

Esta manipulación semántica le permitía incluir bajo el epíteto judío
incluso a los países protestantes. Se trata de un juego de palabras. Es cierto que
Toussenel era también antiprotestante, pero el hecho de que que acusa a los judíos de
todo aquello que le disgusta ilustra la esencia de la judeofobia.

Porque Toussenel censuraba la influencia protestante, pero no proponía destruir a los
protestantes como grupo. En el mismo sentido, es incorrecto aseverar que D’Hollbach eran
tanto judeofóbico como era anticristiano, o que Stalin era tan judeofóbico como
antirreligioso, o que Hitler era tanto anti-judío como anti-comunista. Una cosa es
expresar reservas sobre ideas (!incluso si esa idea viene del
judaísmo!) y otra muy diferente es atacar a un grupo que encarna todo “mal” que
el agresor detesta.

La paranoia judeofóbica en Francia llegó a su clímax con el libro Francia judía
(1886) de Edouard Drumont, en donde se “demostraba” cómo Francia estaba
subyugada por “los” judíos, y que en poco tiempo alcanzó centenares de
ediciones. En 1889 Drumont fundó la Liga Antisemita (homónima de la Wilhelm Marr en
nuestra primera lección) y a los pocos anos fue elegido diputado.

El estereotipo de judíos presentados como dominadores de una nación fue repetido
muchas veces por nacionalistas de muchos países. Un tal Horacio Calderón publicó hace
unas décadas su versión Argentina Judía. El método usual es mencionar los
nombres de judíos que son banqueros, editores de diarios, industriales, etc., y después
amontonar este poder en la deducción de que pertenece en su conjunto a un grupo
solapadamente coordinado: “los” judíos. (El absurdo es parecido al de quien
atribuyera poder financiero a “los gordos” por descubrir a muchos banqueros
pasados de peso, clamara contra una prensa poseída por “los” miopes porque
muchos periodistas usan lentes. Y sin embargo, así es la maniobra: se hacen resaltar los
judíos que están es posiciones elevadas y se despierta la sospecha de que actúan bajo
coordinación secreta: “los” judíos).

Que muchos franceses aún están infectados por este prejuicio, se puso en evidencia en
marzo de este ano cuando Jean-Marie Le Pen, líder opositor que recibió apoyo del 15% de
la población, acusó al presidente de Francia de estar controlado por “los
judíos”. La cúspide de la línea judeofóbica francesa fue el affaire Dreyfus.

Alfred Dreyfus, capitán del ejército francés, fue arrestado en 1894 y juzgado por
una corte marcial bajo el cargo de traición. Un documento militar secreto (el
“bordereau”) enviado al agregado militar de la embajada alemana en París,
llegó a las manos del servicio de inteligencia francés. El veredicto contra Dreyfus, su
degradación, y encarcelamiento en la Isla del Diablo, y su ulterior reahabilitación en
1906, fueron traumáticos para Francia y para el mundo judío en su conjunto. Durante esa
década, líderes franceses de alto rango fueron probados cómplices de un escándalo
judeofóbico de mayores proporciones.

Los franceses se dividieron en Dreyfusistas (en general liberales y socialistas) y
anti-Dreyfusistas (monarquistas, reaccionarios y la Iglesia). El diario La Civiltá
Cattolica
(que aún hasta hace un siglo difundía el libelo de sangre y mantuvo su
judeofobia incluso después de la Segunda Guerra Mundial) se sumó apasionadamente a los
anti-Dreyfusistas.

El aspecto más abrumador no fue la probadísima inocencia de Dreyfus, y ni siquiera
que se lo perseguía por ser judío, sino la violenta reacción las masas bajo el grito de
“muerte a los judíos”, provocado por la inculpación de un judío bajo un cargo
relativamente menor. Que esto ocurriera en el país de la igualdad de derechos, generó
estupor entre los judíos por doquier, y probó que la asimilación no inmunizaba a los
contra la judeofobia.

Esa fue la conclusión de un periodista vienés que llegó a París a fin de cubrir el
affaire Dreyfus, y parcialmente debido a él se decidió a crear la Organización Sionista
Mundial, Teodoro Herzl.

Ecos del affaire Dreyfus reverberaron en Francia por una generación. Durante la
Segunda Guerra su eco se reconocía en la división entre el gobierno de Vichy y las
fuerza de Francia Libre. Lo curioso es que el máximo líder de esta última,
Charles de Gaulle en 1967, llamó a los judíos “pueblo elitista y dominador”. Y
dicha expresión pública del presidente de Francia se escuchaba sólo veinte anos
después de que él mismo combatiera al régimen que había asesinado a un tercio de los
“dominadores”.

En Francia la judeofobia fue mayormente ecnónomica y política. No se centraba en lo
cultural (como la del mundo pagano) ni en lo teológico (como la medieval). Produjo el
mito moderno de que los judíos gobiernan todo, en cuyo origen volveremos a detenernos. Y
tampoco se basó en principios raciales como la que se desarrolló en Alemania, y será
motivo de nuestra próxima clase.

El primero de los tres paradigmas de la judeofobia moderna fue el francés, estudiado
en la última clase. Ahora pasaremos al racista, que aunque también fue inaugurado en un
libro francés, alcanzó su nadir en Alemania. En su Ensayo acerca de la desigualdad de
las razas humanas
(1853) Joseph De Gobineau sostenía que las diferencias físicas
entre las razas humanas conllevan jerarquías intelectuales y morales. Aunque éste era el
primer libro en desarrollar la teoría, el racismo como prejuicio, empero, es tan antiguo
como la civilización, y aun Platón y Aristóteles arguyeron que los griegos habían
nacido para ser libres y los bárbaros eran esclavos naturales.

La tradición antirracista, por su parte, fue una contribución judía que el
cristianismo difundió. Su primer ejemplo es provisto en el Talmud, cuando explica el
motivo por el que Adán es el único ancestro humano: para que nadie pueda jamás atribuir
superioridad a sus antepasados.

Y aunque el prejuicio racial fue omnipresente en la historia europea, en el siglo XVIII
se formalizó a partir de los estudios antropológicos. Linné emparejaba el color de piel
con tendencias mentales y morales, y para Buffon el hombre blanco era la norma, “el
rey de la creación”, mientras los negros constituían una raza degenerada. Para
Voltaire los negros eran una especie intermedia entre el blanco y el mono. En este
contexto dieciochesco, los judíos encajaban como una nación sui generis, pero incluida
en la raza blanca.

El siglo XIX complicó las cosas debido a que las luchas nacionales empujaron a los
estudiosos a acrecentar el número de supuestas razas y subrazas. El énfasis mayor en
Alemania se debe a dos razones: 1) Hasta 1870 sus muchas divisiones políticas internas
habían incrementado el fervor nacionalista; y 2) la mayoría de los monarcas europeos
eran de ascendencia germánica (recuérdese además que la monarquía dividía a la
sociedad medieval en tres estratos: plebe, clero y nobleza, y ésta era considerada la
superior, de “sangre azul”).

El filósofo Johann Fichte ense¤aba que el alemán era la lengua original de Europa (Ursprache)
y los alemanes la nación original (Urvolk). Incluso fuera de Alemania hubo algunos
partidarios del “Germanismo” o “Teutonismo”. Con todo, la visión de
Fichte no se quedaba en la superioridad alemana y reflexionaba especialmente acerca de los
judíos: “?Darles derechos civiles? No hay otro modo de hacerlo sino cortarles una
noche todas sus cabezas y reemplazarlas por otras cabezas que no contengan un solo
pensamiento judío. ?Cómo podemos defendernos de ellos? No veo alternativa sino
conquistar su tierra prometida y despacharlos a todos allí. Si se les otorgan derechos
civiles van a pisotear a los otros ciudadanos”.

Junto a la antropología y la filososfia, otra disciplina académica estimulaba a los
racistas: la lingüística. Ya desde los descubrimientos de William Jones en 1786 y la Ley
de Grimm
de 1822, se deducía de la afinidad entre el sánscrito, griego y latín, que
había un origen común de idiomas indoeuropeos (incluídos celta y gótico,
supuestamente el más antiguo de los germánicos). Se tuvo por cierto que las lenguas
europeas derivaban del sánscrito, y las naciones que las hablaban pertenecían a la raza aria
(que en sánscrito significa “noble”).

El contraste de la llamada raza aria fue la “semita”, de la que
supuestamente derivaban las naciones que habían hablado lenguas semitas en el pasado.
Lassen argüía que “los semitas no poseen el equilibrio armonioso entre todos los
poderes del intelecto, tan característico de los indogermánicos” y su colega
francés Ernest Renan condenaba “la espantosa simplicidad de la mentalidad
semita”. Todas las creaciones del espíritu humano (con la posible excepción de la
religión) fueron atribuídas a los “arios” y por ello los alemanes, los más
“puros”, debían eludir mezclarse con razas inferiores. Debido a esa pretendida
“pureza teutónica”, los estudiosos alemanes optaron por la denominación indogermánica.

Durante la primera mitad del siglo pasado se hicieron muchos esfuerzos para
racionalizar el odio. Bruno Bauer en Die Judenfrage (1843) denuesta el
“espíritu nacional judío” y el compositor Richard Wagner escribe en La
judería en la música
(1850): “Debemos explicarnos por qué nos repele la
naturaleza y personalidad de los judíos… Para compreder nuestra repugnancia instintiva
por la esencia primaria del judío, consideremos primero cómo fue posible que el judío
deviniera en músico…”

Las justificaciones científicas no provenían sólo desde lo sociológico. Un pionero
que había pasado inadvertido fue Karl Grattenauer, quien en 1803 había ofrecido una
explicación de vanguardia de por qué los judíos tienen mal olor: hay un fedor
judaico
producido por cierto amonium pyro-oleosum.

La creencia de que los judíos constituían una raza separada, oriental, se difundió
ampliamente durante la segunda mitad del siglo pasado, y en Alemania se tradujo también
al mundo de la política. Bajo gobierno de Bismarck, se entendió cínicamente que la
judeofobia podía servir de instrumento para completar la unificación de Alemania. Como
ironizara en retrospectiva Israel Zangwill (1920): “Si no hubiera judíos, habría
que inventarlos para uso de los políticos… son indispensables como antítesis de una
panacea; causa garantizada de todos los males”. En efecto, a fines de siglo surgen en
Alemania partidos políticos abiertamente judeófobos, con tres fundamentos ideológicos,
a veces combinados: el económico, el religioso, y el voelkish (nacional-racial).
Aunque al principio no tuvieron muchos afiliados, su propaganda seducía a grandes
sectores de la población.

Podemos notar una diferencia con el modelo francés. Mientras en Alemania, Austria y
Hungría, el uso político de la judeofobia fue una reacción inmediata al otorgamiento de
Emancipación a los judíos, Francia, por el contrario, ya había vivido ochenta anos de
Emancipación cuando fue plagada por formas organizadas de judeofobia.

El primero en organizar el uso de la judeofobia como levadura para un movimiento de
masas fue Adolf Stoecker en Berlín. Su Partido de Trabajadores Cristiano-Socialistas
(1878) no atrajo votos con una plataforma de ética social cristiana, así que la cambió
por una judeofóbica, que inspiró a todo un movimiento estudiantil antijudío a partir
del Verein Deutscher Studenten de 1881. Con apoyo conservador, Stoecker fue electo
al Reichstag. Para esa época se creaba la mentada Liga de los Antisemitas de
Wilhelm Marr, dedicada ésta a temas étnicos más que a soioeconómicos. Y un famoso
académico, Heinrich von Treitschke, les otorgó respetabilidad al denominar a todo exceso
antijudío “una reacción brutal y natural del sentimiento nacional alemán contra un
elemento extranjero”. Treitschke acunó la máxima Die Juden sind unser Unglück!
(“-los judíos son nuestra desgracia!”) que medio siglo después se transformó
en lema de los nazis.

En 1882 se reunió en Dresden el Primer Congreso Antijudío, azuzado por un
libelo de sangre en Tisza-Eszlar. Con delegados de Alemania, Austria y Hungría, creó la
Alianza Antijudía Universal
. Hubo más congresos en Chemnitz 1883, Kassel 1886 y
Bochum 1889. Los racistas más pendencieros terminaron por escindirse del partido de
Stoecker y en 1886 Otto Boeckel fue elegido al Reichstag como el primer judeófobo per se.
A los pocos a¤os fundó el Partido Popular Antisemita, y dieciséis candidatos
judeófobos fueron electos al Reichstag en 1893. En 1895, por primera vez en la historia,
un partido llegaba al poder con una plataforma judeófoba. Fue el Partido Social
Cristiano
de Viena, cuyo líder, Karl Lueger, mientras era burgomaestre de la ciudad,
recibió la visita de un joven admirador llamado Adolf Hitler.

También a principios de esa década se propuso la doctrina de la judeofobia racial.
Para su iniciador, Eugen Dühring “habrá un problema judío aún si cada judío le
da la espalda a su religión y se une a una de nuestras principales iglesias… Son
precisamente los judíos bautizados los que penetran más profundamente… los judíos
deben ser definidos solamente en base de la raza”.

En 1899 Houston Chamberlain (yerno de Wagner) elaboró cabalmente la antítesis
ario-semita en Los fundamentos del siglo XIX, voluminoso manual de los
académicos judeófobos, que explicaba cómo desde la antigüedad “…los arios
cometieron el fatal error de proteger a los judíos (bajo el rey persa Ciro) y así
permitieron que el germen de la intolerancia semítica esparciera su veneno por la Tierra
durante milenios, una maldición contra todo lo que es noble y una vergüenza para el
cristianismo”. No todos los racistas coincidieron en esto. Por ejemplo, los
neopaganos como Alfred Rosenberg y Walter Darré, consideraron el cristianismo como una
ense¤anza “típicamente semítica” que socavaba el espíritu
“germánico” por medio de una mentalidad de esclavos. Esas diferencias acerca de
qué es ario y qué es semita, fue precisamente el problema que nunca resolvieron los
racistas.

Su solución fue simple: todo lo bueno era apropiado para “los arios” y lo
malo era “semita”. Para Chamberlain, por ejemplo, el ideal era el nórdico rubio
y dolicocéfalo, entre los que no dudó en incluir nada menos que a Dante Alighieri, e
incluso al Rey David y a Jesús. Pero como los gustos de los racistas variaban, algunos
resultados de su método fueron tragicómicos. Goethe por ejemplo, era para Chamberlain un
“ario perfecto y puro”; para Fritz Lentz, un “híbrido
teutónico-asiático”; para Otto Hauser, “un mestizo, puesto que en el Fausto
hay centenares de versos lastimosamente malos”.

Sin duda aquí radica la paradoja de este racismo: en la vastísima literatura acerca
del “veneno judío”, y a pesar de la enorme infraestructura montada para
combatirlo, no se dio jamás una definición racial del judío. Nunca llegaron más allá
de definirlo como alguien cuyos abuelos profesaron la religión judía. Así y todo,
algunos fanáticos construyeron sistemas escatológicos muy elaborados en los que la lucha
entre la raza aria y la semita era la contrapartida de la lucha final entre Dios y fuerzas
diabólicas.

El hecho es que para 1900 la existencia de una raza aria era tenida por la mayoría
como una verdad científica, y ya había todo un enorme aparato teórico que denunciaba la
“influencia judía” en el arte, las leyes, la medicina, filosofía, literatura,
etc. Un ejemplo particularmente escandaloso (aunque menor) fue la obra del campeón
mundial de ajedrez Alexander Alekhine, Ajedrez ario contra ajedrez judío en la que
se sostiene que los judíos juegan al ajedrez de un modo distinto, hiperdefensivo y
oportunista.

La judeofobia racial no dejó salida a los judíos, y algunos encontraron una única
reacción posible.

El Auto-Odio Judío

Miles de judíos habían dejado de lado su tradición décadas antes de los escritos
racistas. Muchos, nacidos en familias religiosas y educados en ieshivot talmúdicas,
abandonaron el judaísmo apenas se pusieron en contacto con la cultura alemana. El hijo de
uno de aquellos judíos fue el máximo poeta Heinrich Heine, para quien “el judaísmo
no es una religión sino una desgracia” y quien se bautizó (“pero no me
convertí”, aclaraba). El escritor Moritz Saphir fue aun más lejos: “el
judaísmo es una deformidad de nacimiento, corregible por cirurgía bautismal”.

Pero cuando la Emancipación se revirtió en Alemania, y los judíos fueron nuevamente
confrontados con un odio sistemático que no les permitía en modo alguno liberarse de la
carga de su judeidad, apareció un fenómeno muy singular: el auto-odio judío. Ese
precisamente fue el título del libro de Theodor Lessing, que en 1930, examinó las
biografías de seis judíos que odiaron su ascendencia. Algunos se suicidaron en
consecuencia, incluido el conocido psiquiatra y filósofo autríaco Otto Weininger.

Casos de autoodio judío había habido en la antigüedad, como el del sobrino de
Filón, Tiberio, que hizo masacrar a los judíos. Y también en la Edad Media hubo casos
como Petrus Alfonsi, Nicholas Donin, Pablo Christiani, Avner de Burgos, Guglielmo Moncada
y Alessandro Franceschi. Pero todos ellos habían tenido la opción de la apostasía, y
aun pudieron unirse al sector más judeofóbico de la Iglesia a fin de perseguir a los
judíos.

La novedad de la nueva etapa judeofóbica en Austria y Alemania de este siglo, fue que
no dejaba escapatoria alguna, y llevó al auto-odio judío a los mismos abismos que la
judeofobia gentil. La Organización de Judíos Nacional-Alemanes fue creada para
apoyar “el renacimiento nacional alemán” (nazismo) en el cual esperaban cumplir
un rol como judíos (eventualmente recibieron ese rol en Auschwitz).

Uno de los casos que estudió Lessing fue el del periodista vienés Arthur Trebitsch,
quien se convirtió al cristianismo, escribió un libro judeófobo, y ofreció sus
servicios a los nazis de Austria. Cuando sintió que todo era insuficiente, escribió:
“Me fuerzo a no pensarlo, pero no lo logro. Se piensa dentro de mí… está allí
todo el tiempo, doloroso, feo, mortal: el conocimiento de mi ascendencia. Tanto como un
leproso lleva su repulsiva enfermedad escondida bajo su ropa y sin embargo sabe de ella en
cada momento, así cargo yo la vergüenza y la desgracia, la culpa metafísica de ser
judío. ?Qué son todos los sufrimientos e inhibiciones que vienen de afuera en
comparación con el infierno que llevo dentro? La judeidad radica en la misma existencia.
Es imposible sacudírsela de encima. Del mismo modo en que un perro o un cerdo no pueden
evitar ser lo que son, no puedo yo arrancarme de los lazos eternos de la existencia que me
mantienen en el eslabón intermedio entre el hombre y el animal: los judíos. Siento como
si yo tengo que cargar sobre mis hombros toda la culpa acumulada de esa maldita casta de
hombres cuya sangre venenosa me contamina. Siento como si yo, yo solo, tengo que hacer
penitencia por cada crimen que esta gente está cometiendo contra la germanidad. Y a los
alemanes me gustaría gritarles: Permaneced firmes! No tengáis piedad! Ni siquiera
conmigo! Alemanes, vuestros muros deben permanecer herméticos contra la penetración.
Para que nunca se infiltre la traición por ningún orificio… Cerrad vuestros corazones
y oidos a quienes aun claman desde afuera por ser admitidos. Todo está en juego!
Permanezca fuerte y leal, Alemania, la última peque¤a fortaleza del arianismo! Abajo con
estos pobres pestilentes! Quemad este nido de avispas! Incluso si junto con los injustos,
cien justos son destruidos. ?Qué importan ellos? ?Qué importamos nosotros? ?Qué importo
yo? No! No tengan piedad! Se los ruego.”

Si consideramos que los postulados judeofóbicos raciales habían penetrado por doquier
en Alemania, se entiende el meteorítico crecimiento del nazismo, sobre todo si agregamos
la simplicidad de su postura maniquea, que seduce a las masas. De veinte mil afiliados en
1923, el Partido Nazi recibió en 1930 dos millones y medio de votos, elevando a sus
representantes en el Reichstag de 12 a 107. Dos a¤os después, ya eran 230. Cuando
ascendieron al poder en 1933, el dogma judeófobo era una mitología filtrada en todos los
órdenes de la vida, que sirvió para justificar el Holocausto.

El insulto a los judíos servía para ensenar a la juventud alemana el rechazo del
pacifismo sentimental. Los maestros lo hacían en clase reprimiendo
“debilidades” de otros ninos. Siglos de odio acumulado se descargaron contra una
población indefensa atrapada en Europa. El judío ya no era el chivo emisario, ni
siquiera un miembro de una raza inferior. Era el culpable de todo mal: la derrota alemana
en la Gran Guerra (tal acusación era llamada “la teoría de la pu¤alada en la
espalda”), la inflación, el crimen, todo. El judío era el destructor inherente, el
envenenador de la pureza. Y era incorregible. Sólo restaba una “Solución
Final”, que el slogan nazi explicitó claramente: Juda Verrecke! (judería,
pereced!).

Al comienzo se fingió legalidad, se simuló autodefensa nacional. Luego el programa se
aceleró: aislamiento, pauperización, expulsión, exterminio. Pero incluso antes de que
el gobierno actuase, las tropas de asalto nazis, la policía y los afiliados del partido
tomaron la acción en sus propias manos. Las golpizas, los boycots económicos, y los
asesinatos de judíos fueron experiencias cotidianas. Se condenó al ostracismo a los
judíos que ejercían como abogados, médicos, maestros, periodistas, académicos y
artistas. Los ni¤os judíos eran insultados en las escuelas, por compa¤eros y por
maestros, y regresaban a sus casas golpeados, pálidos y temblorosos. Una estrella
amarilla debia exhibirse en la ropa, los libros de judíos eran incendiados en público.

Antes de que concluyera 1933, los judíos alemanes eran hombres desesperados, mujeres
sollozantes y ni¤os aterrorizados. En septiembre de 1935 las Leyes de Nürenberg
cancelaron la ciudadanía de todos los judíos, quienes pasaron a ser
“huéspedes”. La única salida era la emigración o el suicidio. Se limitó la
salida de bienes del país, y para 1938 no podía sacarse ni siquiera un marco. Esta
medida enriquecía al gobierno con cada partida, y también hacía del judío un
inmigrante aun más indeseable en los países a los que presentaba su solicitud.

La Noche de los Cristales (10/11/1938) fue el horror: ultrajes, asesinatos,
saqueos y violaciones. Los judíos corrían presas del pánico mientras hordas de nazis
los perseguían. Más de cien judíos fueron asesinados, treinta y cinco mil arrestados (y
eventualmente enviados a los campos de muerte), siete mil quinientos negocios saqueados y
seiscientas sinagogas incendiadas, mientras los altoparlantes anunciaban: “se
requiere de todo judío que decida colgarse, que tenga la amabilidad de colocar en su boca
un papel con su nombre, para que sea identificado”. El Holocausto había comenzado.

La historia del Holocausto excedería el marco de este curso. En síntesis, una nación
entera se trasformó en el brazo ejecutor de la judeofobia más brutal. Y era la nación
más civilizada del planeta. Se aplicó la “ideología” nazi, o sea la remoción
de los judíos de la sociedad humana, por medio de etiquetarlos como parásitos, como un
virus infeccioso que amenazaba al mundo. La mitología judeofóbica llevó así a la
pérdida de seis millones de vidas de judíos (un tercio del total) y Adolf Hitler
despojaba la judeofobia de todos sus disfraces y desnudaba su esencia. Instintos sádicos
descontrolados fueron protegidos por la ley, por el estado, por el silencio del mundo.
Tanto la conferencia internacional de Evian (1938) como la de Bermuda (1943) no pudieron
proveer a los judíos de un solo sitio en el que refugiarse. Y las puertas de la Tierra de
Israel permanecieron selladas por los británicos que devolvían a Europa los barcos
cargados de refugiados judíos, o los hundían y así condenaban a miles de judíos
fugitivos a ahogarse en el mar.

Millones de judíos que habían rechazado o postergado las propuestas sionistas de
emigración, y confiaban que la seguridad del pueblo judío sería defendida por los
ideales liberales de Europa, por una legislación justa, y por democrátas por doquier,
descubrieron con estupor que incluso sus vecinos y amigos no-judíos no se levantaron a
protegerlos, ni incluso a esconderlos. Hubo, sí, miles de “justos entre los
gentiles” que expresaron solidaridad con los judíos, algunos incluso arriesgando
así sus propias vidas. Pero a pesar de ellos, el panorama global fue de tétrica
desilusión para los que creyeron que la judeofobia estaba por superarse.

La opresión de los judíos caía en niveles cada vez peores. Desde legislación
discriminatoria hasta exclusión de empleos de los que subsistir, desde actos de violencia
contra individuos en las calles hasta campa¤as contra negocios de judíos, desde
deportaciones y degradación, hasta el exterminio, y la mayoría de los gentiles cubrieron
sus ojos, cerraron sus puertas a los que buscaban refugio y, con demasiada frecuencia,
fueron partícipes del asesinato de judíos, arrebatándoles sus pertenencias y delatando
sus escondrijos. Aun más que durante las matanzas medievales, los alemanes tuvieron
éxito en el genocidio debido a la abrumadora coooperación que recibieron de los
ciudadanos de los países ocupados.

Todos los pedidos de los judíos fueron virtualmente desoídos, incluída la solicitud
de que se bombardearan los hornos crematorios de Auschwitz, donde un millón y medio de
judíos fueron asesinados después de inenarrables sufrimientos. Los ejércitos aliados se
negaron a bombardear el campo de muerte, por temor de que sus propios ciudadanos sintieran
que habían sido arrastados a una “guerra judía”.

Llamar racismo a la “ideología” nazi es otro empe¤o por desjudaizar
el Holocausto. Sólo en lo que concernía a los judíos fueron los nazis consistentemente
“racistas”. Sus principales aliados fueron pueblos latinos y asiáticos, Italia
y Japón, y flirtearon con otro pueblo supuestamente “semita”, los árabes. Es
sabido que cuando el líder de los árabes-palestinos, Hajj Amin Al-Husseini, visitó a
Alfred Rosenberg en mayo de 1943, se le prometió que se daría instrucciones a la prensa
para que limitara el uso de la voz “anti-semitismo” porque sonaba al oído como
si incluyera el mundo árabe, que era mayormente germanófilo. Husseini participó del
golpe pronazi en Irak en 1941, y residió en Alemania por el resto de la guerra. Recrutó
a los voluntarios musulmanes para el ejército alemán y exhortaba al Reich a extender la
“solución final” a Palestina.

El hecho es que el odio nazi se focalizó en los judíos con la virtual exclusión de
toda otra “raza” (incluídos los gitanos que, aunque fueron muertos en masa, a
diferencia de los judíos, en la visión de los nazis no pasaron de ser marginales).

No fue debido al racismo que los nazis odiaban a los judíos, sino al revés: para
ejercer su honda judeofobia utilizaron argumentos racistas. No fue para adquirir poder que
los nazis atacaron al “chivo expiatorio” judío, sino al revés, o como Hitler
escribiera, ya derrotado, en su diario, en abril de 1945: “Por encima de todo encargo
al gobierno y al pueblo a resistir sin misericordia al envenenador de todas las naciones,
el judío internacional”.

Así resumen Prager y Telushkin la judeofobia nazi: “Casi toda ideología y
nacionalidad europea había estado saturada con odio contra el judío cuando los nazis
consumaron la “solución final”. En las décadas y siglos que la precedieron,
elementos esenciales del pensar cristiano, socialista, nacionalista, iluminista y
post-iluminista habían considerado intolerable la existencia de los judíos. En un
análisis final, todos se habrían opuesto a lo que Hitler hizo pero, sin ellos, Hitler no
podría haberlo hecho”.

En cuanto al rol específico de la Iglesia, fue objeto este mes de un simposio vaticano
bajo el título de “Raíces de antijudaísmo en círculos cristianos”. Allí
tanto el teologo Georges Cottier como la autoridad vaticana, el padre Remi Hoeckman,
convocaron a un “histórico examen de conciencia por parte de los cristianos, a fin
de que el fin del milenio coincida con el fin del antisemitismo, del desprecio que los
cristianos han tenido por el judaísmo y los judíos”.

 

Dedicamos las últimas dos lecciones a dos modelos de la judeofobia moderna, Francia y Alemania. Ahora pasaremos al tercer paradigma, el conspiracional. Hemos dicho que en la
época moderna, el país con más libelos de sangre fue Rusia, donde el agravante
adicional fue que, en contraste con los papas y monarcas de Occidente, los zares
estimularon la calumnia.

El primer caso ruso ocurrió en Senno en 1799, cuando antes de la Pascua cuatro judíos fueron arrestados debido al hallazgo de un cadáver. Ese ano se solicitó al poeta Gabriel
Derzhavin que investigara. Su Opinión elevada al zar acerca de la organización del
status de los judíos de Rusia
denunció el “parasitismo económico” y que
“en estas comunidades se hallan personas que perpetran el crimen, o que por lo menos
protegen a quienes lo perpetran, de derramar sangre cristiana, de lo que los judíos
fueron sospechosos en varias épocas en distintos países. Si bien considero que tales
crímenes en la antigüedad fueron cometidos por fanáticos ignorantes, creo apropiado no
pasarlos por alto”.

Con este sello semioficial, el zar Alejandro I dio instrucciones para que el libelo
fuera revivido en Velizh, en donde el juicio duró diez anos. Y aunque los judíos
probaron finalmente su inocencia, el mero debate público bastó para que el siguiente zar
Nicolás I se negara a firmar una circular de 1817 que requería no incriminar a judíos
sin evidencias. La judeofobia se exacerbaba mientras duraban esos procesos, cualesquiera
fueran los veredictos.

Libelos en Kovno, Zaslav, Volhynia, Saratov, etc., llevaron a que en 1855 se designara
otro comité investigador. Una vez más sus conclusiones fueron categóricas: no había
ninguna evidencia para acusar a los judíos. Y sin embargo, la noticia del asesinato
ritual se difundía sin pausa y “expertos” en el tema publicaban libros que
“describían los modos” en que la sangre cristiana se utilizaba (ejemplos de
libelistas en Rusia fueron Lutostansky y Pranatis, fuera de ella Desportes y Cholewa).

Después de la partición de Polonia a fines del siglo XVIII, el mayor bloque de
israelitas quedó bajo dominio ruso; durante el siglo XIX la mitad de los judíos del
mundo vivían en Rusia (aproximadamente cinco de los diez millones). La judeofobia se
intensificaba agravada por los sucesivos juicios de asesinato ritual.

Los judíos tenían prohibido residir fuera de la Zona de Residencia (Catalina
II había formulado una invitación a los extranjeros para que se radicaran en el país,
pero explicitó: “todos, excepto los judíos”. También la emperatriz Elizabeth,
cuando le solicitaron la admisión de judíos con propósitos comerciales había
replicado: “No acepto beneficios de los enemigos de Cristo”).

Con todo, las peores víctimas de la judeofobia zarista fueron los ninos. La causa
principal fue un sistema de reclutamiento de judíos, promulgado en 1827, conocido como Cantonismo.
La ley establecía que la edad de conscripción obligatoria serían los doce (12) anos,
bajo el pretexto de excluir a quienes sostenían a sus familias. El objetivo lo aclaraba
la propia ley, al fijar que “los menores judíos serán colocados en establecimientos
de entrenamiento preparatorio para servir en el ejército del zar por veinticinco anos
durante los cuales serán guiados a fin de aceptar el cristianismo”. Los ninos así
reclutados se llamaban cantonistas (“cantones” eran las barracas de
entrenamiento) y se los disciplinaba bajo amenaza de hambre y castigos corporales.

Sobre los hombros de los líderes comunitarios judíos se depositaba la responsabilidad
de alcanzar altos cupos de adolescentes. Estos provenían de los hogares más pobres, de
los que eran arrancados para siempre. Cada comunidad se veía en la obligación de
recurrir a bravucones llamados jpers (“secuestradores” en idioma ídish)
que arrebataban a los ninos ante los gritos de padres y vecinos. Desde los ocho (8) anos
de edad, los ninos eran aprisionados en el edificio de la comunidad y de allí los
retiraba el ejército. El sistema se hizo más riguroso durante la Guerra de Crimea (1854)
cuando la cuota se fijó en treinta conscriptos por cada mil judíos, y las bandas de jápers
acechaban para cazar a sus víctimas.

De la Zona de Residencia, los ninos eran transferidos hasta Siberia, en viaje de
varias semanas. El pensador ruso Alexander Herzen registró su encuentro con un convoy de
cantonistas en 1835, y la explicación que recibió del oficial a cargo: “un
muchachito judío es una criatura debilucha y frágil… no está habituado a marchar en
ciénagas por diez horas diarias, ni a comer galleta entre gente extrana, sin madre ni
padre que lo mimen; por ende tosen y tosen hasta que se tosen ellos mismos a la tumba…
Ni la mitad llegará a destino; mueren así nomás como moscas… Ya dejamos un tercio en
el camino” dijo, senalando la tierra.

Durante las tres décadas en que hubo cantonismo, cuarenta mil ninos judíos fueron
reclutados. El nombre bíblico Be-emek Ha-Bajá, En el Valle de Lágrimas,
que mencionamos hace tres clases, también fue el título de una novela del escritor
ídish Mendele Mojer Sforim (m. 1917), en la que se narra ese horror (Peretz Smolenskin y
otros escritores también incluyeron páginas escalofriantes sobre el tema).

Una vez en las barracas, los ninos que sobrevivían eran entregados a sargentos que
habían sido entrenados para “influir” en la religión de los mancebos. Los
“educadores” usaban hambre, privación de sueno, azotes y varios otros tormentos
hasta que se alcanzaba el bautismo, o la muerte. Después de la ceremonia, los jovencitos
debían cambiar sus nombres, eran registrados como hijos de padrinos designados, y
comenzaban el entrenamiento propiamente dicho. Sus nuevos camaradas frecuentemente les
hacían recordar su origen judío por medio del maltrato y la humillación. El zar
Nicolás I definía el cantonismo como “el método para corregir a los judíos del
reino”.

Un efecto colateral del sistema fue que muchos padres optaban (aunque reticentemente)
por enviar a sus hijos a escuelas públicas o a colonias agrícolas, ya que así se los
eximía de la conscripción. Por ello éstas pasaron a ser financiadas por el impuesto
de vela
, un gravamen sobre las velas para rituales judíos, tales como recordatorios y
casamientos.

El baile y su fin

La deplorable situación de los judíos de Rusia hizo que creyeran que un zar con
nuevas ideas personificaría un promisorio amanecer. Alejandro II es todavía llamado el Zar
Libertador
en la historiografía rusa, debido a su política liberal, la Era de las
Grandes Reformas
. En lo que se refiere a los judíos, el cantonismo fue abolido y la Zona
de Residencia
mitigada. Como escribe Jaim Potock en su historia de los judíos, los
iluministas judíos en Rusia supusieron que comenzaba la Emancipación según el modelo
occidental “y el baile comenzó”. Pero no calcularon que el proceso liberador
desataría un violento contragolpe.

Ya avanzados en el curso de judeofobia, podemos prever lo que ocurrió: como en Francia
y Alemania, los judíos ingresaron en las artes y el periodismo, fueron abogados y
dramaturgos, críticos y compositores, pintores y poetas. De súbito se los percibió
notorios y ubicuos en la vida política y cultural del país. Y no a todos los gentiles
los entusiasmó esta repentina participación judía en la vida de la patria. Estereotipos
judíos repulsivos comenzaron a aparecer en las obras de Lermontov, Gogol y Pushkin.
Dostoievsky fue más lejos y en La Cuestión Judía (1873) justificó la repulsa,
acusando a los judíos de “explotadores, chupasangres de la población que los rodea,
en especial de los pobres e ignorantes campesinos… Los rusos, ciudadanos del único
país donde el cristianismo es aún fuerza dominante, son considerados por los judíos
como bestias de carga”. Para él, los judíos, sentados sobre sus bolsas de oro,
tramaban contra Rusia desde el Oeste.

Pero el baile continuaba. La prensa y la literatura judía florecieron, especialmente
en hebreo y en ídish; también en ruso. Zvi Dainow publicó en hebreo un sermón en honor
del zar, y Lev Levanda llamaba a los judíos a “despertar bajo el cetro de Alejandro
II”. Y de golpe se apagaron las luces.

El 31 de marzo de 1881 fue una de las fecmás fatídicas de la historia judía. Marcó
el mayor éxodo de judíos de la historia, cuando dos millones de ellos establecieron las
comunidades judías de los EE.UU., de Latinoamérica, y de la Tierra de Israel.

El asesinato de Alejandro II, fue el trampolín para una furibunda reacción
judeofóbica, so pretexto de que en la célula revolucionaria que asesinó al zar había
una joven judía. El nuevo y precario régimen convocó a las masas culpando a “los
judíos” del regicidio. Las viejas formas de la judeofobia rusa (Zona de
Residencia
, cantonismo, etc.) fueron reemplazadas a partir de Alejandro III por otras
más temibles aún, como los pogroms (“embestida” en ruso) que eran
ataques del populacho contra la población indefensa, con saqueos, incendios, violaciones
y asesinatos.

El bao de sangre inspirado por el gobierno ocurrió en tres olas de furor creciente, y
dejó decenas de miles de muertos, e incontables mutilados y heridos. El primero de los
pogroms tuvo lugar en abril de 1881 en Yelizavetgrad. El nuevo ministro de interior, conde
Nicolás Ignatiev, los denominó “actos de justicia espontánea del pueblo ruso
explotado”.

Por un lado, los grupos revolucionarios redoblaron su accionar; por el otro, surgieron
organizaciones ultraconservadoras para combatirlos, y para que se revirtiera la
liberalización de Alejandro II. Entre ellas la Liga Sagrada, la Unión del
Pueblo Ruso
, las Centurias Negras, la Nobleza Unificada. Su lema era
“Golpea al judío y salva a Rusia”. En cuanto a los bolcheviques y anarquistas,
muchos aceptaron los pogroms, en los que veían un medio para despertar al pueblo, que
eventualmente se volcaría contra el régimen. Su lema revolucionario era “Golpea a
la burguesía y al judío!”

Ignatiev informó al zar acerca de la violencia desatada: “durante los últimos
veinte anos -escribe- los judíos gradualmente ganaron el comercio y la industria…
hicieron todos los esfuerzos para explotar a la población general… Así han fomentado
una ola de protesta, que cobró la infortunada forma de violencia… La justicia exige
normas severas que alteren las relaciones entre los habitantes generales y los judíos, y
protejan a los primeros de la danina actividad de los últimos”.

Estas “normas severas” fueron conocidas como las Leyes de Mayo,
decretos “temporarios” que se aplicaron a los judíos hasta la revolución de
1917, y que les prohibían residir fuera de ciertas ciudades y aldeas (cien en total) y
cancelaban todo contrato de compraventa con judíos en las áreas prohibidas. De este modo
los comerciantes rurales se libraron de la competencia de sus colegas judíos, y los
policías fueron dotados de un instrumento permanente de extorsión y maltrato a los
judíos que aún vivían en regiones vedadas.

Gracias a presión internacional, un decreto proyectado fue abortado: la expulsión de
todos los judíos a las planicies de Asia Central. Pero una restricción que sí se
agregó en la nueva Rusia fue el Numerus Clausus (“números cerrados”)
para estudiantes judíos (esta práctica restrictiva prevaleció en muchos países,
incluso en los EE.UU.). En julio de 1887 el Ministerio de Educación estipuló para los
establecimientos secundarios y terciarios, un tope de 10% de judíos en las ciudades de la
Zona de Residencia, 5% afuera de ella, y 3% en Moscú y Petersburgo. A veces estos topes
incluían aun a judíos que se habían convertido al cristianismo.

Uno de los propulsores de estas restricciones fue el conde Constantino Pobedonostev,
cuyo cargo era similar al de un ministro de religión. Como opinaba que los judíos
tenían más talento que los rusos, temía que los dominaran. Por ello bregaba por la
total rusificación y vaticinó el destino de los judíos de Rusia: “Un tercio
morirá, un tercio emigrará y un tercio se asimilará”.

Además de lo antedicho, la faceta de la judeofobia rusa que tuvo mayor influencia a
largo plazo fue su modo de justificarse. La Ojrana, policía secreta del zar,
procuraba explicar ideológicamente sus acciones por medio de un libro actualizara la
vieja tradición demonológica. Había buenos precedentes.

El primero de ellos, según vimos, era la obra en cinco tomos del abate Barruel (el
mismo que frustró el Sanhedrín de Napoleón) en la que mostraba la detestada
Revolución Francesa como la culminación de una milenaria conspiración secreta. Tres
libros que emparentaban la conspiración con los judíos aparecieron en 1869: uno alemán
(El discurso del rabino de Hermann Goedsche), uno francés (El judío, el
judaísmo y la judaización de los pueblos cristianos
de Gougenot de Mousseaux, quien
recibió “por su coraje” la bendición papal de Pío IX), y uno ruso (El
libro del Kahal
de Jacob Branfman).

También se citaba una fuente inglesa, que no surgía de textos judeofóbicos sino de
una travesura literaria. Me refiero a Coningsby, la novela de Benjamín Disraeli
publicada en 1844. En un párrafo el rico y aristocrático judío Sidonia refiere cómo
durante sus travesías por Europa en busca de un préstamo, comprobaba que en cada país
el ministro al que entrevistaba, era indefectiblemente judío. Y concluye con el siguiente
comentario: “Ya ves, entonces, mi querido Coningsby, que el mundo está gobernado por
personajes muy diferentes de los que imaginan quienes no están detrás del
escenario” (capítulo XV del libro tercero). !Y esto
había salido de la pluma de un judío que llegó a ser Primer Ministro! (Innecesario
aclarar que quienes lo citaban para “demostrar el poder de los judíos”
salteaban el hecho de que los varios ministros mencionados en la novela en rigor no
eran
judíos).

El mito reaparece hacia 1850 en muchos diarios alemanes que buscaban misteriosas
raíces para la revolución de 1848. En la novela Biarritz de Goedsche, el
capítulo En el cementerio judío de Praga refiere una reunión secreta nocturna
durante la Fiesta de los Tabernáculos, en la que los delegados de las doce tribus de
Israel planeaban una vez por siglo la toma del planeta.

Otra publicación en alemán, que para 1875 ya iba por la séptima edición, fue La
conquista del mundo por los judíos
, de un tal Millinger (alias Osman-Bey). Allí se
senalaba como fuente del mal a la Alliance Israélite Universelle (aunque fundada
en 1860, se la presentaba tan antigua como los judíos) y se auguraba que “En un
mundo sin judíos las guerras serán menos frecuentes porque nadie lanzará a una nación
contra la otra; cesarán el odio entre las clases y las revoluciones, porque los únicos
capitales serán nacionales que jamás explotan a nadie… Tendremos ante nosotros la Edad
de Oro, el ideal del progreso en sí. !Arrojad a los judíos al
Africa! !Viva el principio de las nacionalidades y de las razas! !LaAlliance Israélite Universelle
sólo puede ser destruida mediante el exterminio total de la raza judía!”.

Como varios senalaban a la Alliance de París como centro de la confabulación,
allí fue donde la Ojrana (policía política del zar) instaló al agente
Orgeyevsky con el objeto de “documentar” las siniestras actividades judías. El
ministro Peter Stolypin descartó varias propuestas por “propaganda inadmisible para
el gobierno”, pero terminaron por aceptar un panfleto del místico Sergei Nilus,
escrito por 1902.

El libro supuestamente contenía los “verdaderos” protocolos del congreso
efectuado en Basilea (Suiza) un lustro antes (el Primer Congreso Sionista Mundial) que,
aunque supuestamente había fingido el objetivo de establecer un hogar nacional para los
judíos, en realidad se había convocado para un plan de dominación mundial. En dichos Protocolos
de los Sabios de Sin
, rabinos y líderes expresan sin vueltas su sed de sangre,
maquinaciones y ansias de poder. La historia completa de cómo se fraguó el libro fue
explicada por Norman Cohn en El mito de los Sabios de Sión (1967).

Durante los primeros tres lustros los Protocolos tuvieron poca influencia. Luego
los rusos, motivados por un artículo publicado en el Morning Post de Londres
(7/8/1917) que sugería la existencia de un gobierno judío secreto e internacional,
decidieron enviar copias de los Protocolos a numerosos diarios europeos para
“corroborar” la hipótesis.

El éxito de la patrana no tuvo precedentes. Millones de ejemplares se vendieron en
más veinte idiomas. En los EE.UU. su gran mentor fue el magnate del automóvil, Henry
Ford, quien durante los anos veinte difundió la mentira en su diario The Dearborn
Independent
. También The Spectator londinense requirió en 1920 que se
designara una Comisión Real para revisar si existía una confabulación judía
internacional para destruir el cristianismo. De ser probada su existencia, “se
justificará nuestra cautela para admitir judíos a la ciudadanía… Debemos arrastrar a
los conspiradores a la luz, y mostrarle al mundo cuán malvada es esta plaga social”.

?Suena al Sínodo de Conversos del ano 1235? ?Beben los judíos sangre cristiana? ?Nos
dominan secretamente? La Comisión Real nunca fue erigida, gracias a que un corresponsal
del diario The Times, Philip Graves, descubrió casualmente la novela en base de la
cual se habían fraguado los Protocolos. Era una sátira contra Napoleón III
escrita medio siglo antes (en 1865), Diálogos en el infierno de Maurice Joly, en
la que los franceses (no los judíos) acumulaban poder. De 2.560 renglones, 1.040 habían
sido copiados literalmente por Nilus, palabra por palabra. El editorial del Times
del 18 de agosto de 1921 fue una resonante admisión del macabro error. Los Protocolos
eran falsos y la conspiración judía mundial un nuevo mito judeofóbico.

Pero tal como había sucedido con el libelo de sangre, el hecho de que la patrana fuera
racionalmente desenmascarada no disminuyó el odio. Los Protocolos siguieron
difundiéndose y creyéndose como ninguna obra anterior. Aun en 1992 salió en primera
página del diario Sovetskaia Rossiia una serie de artículos de Yoann
(Metropolitano Ortodoxo Ruso de Petersburgo) que denunciaba con los Protocolos un
complot judío del que Rusia era el primer blanco.

A diferencia de Marx y otros socialistas sobre los que veníamos reflexionando, el
arquitecto de la revolución bolchevique, Vladimir Lenin, demostró estar exento de
judeofobia. Al oponerse a la judeofobia de los zares afirmó que “ningún grupo
nacional en Rusia está tan oprimido y perseguido como el judío”. De este modo Lenin
pasó un doble examen: la admisión pública del sufrimiento israelita, y la
predisposición a combatir la judeofobia.

Una tercera prueba de la que salió airoso es que nunca usó políticamente el odio
antijudío. Por ejemplo, en sus discusiones con el Bund (partido socialista judío)
Lenin no endilgó a su judeidad ser causa (ni siquiera parte) del problema. Tampoco se
dejó arrastrar a ello cuando una joven hebrea atentó contra su vida.

Lamentablemente la actitud personal de Lenin fue eclipsada por el establishment
comunista, que desde el comienzo negó específicamente a los judíos el derecho de
autodefinirse. Sólo a ellos se prohibió toda aspiración nacional (no nos referimos
solamente a la religión, ya que aquí los judíos no tuvieron el monopolio de la
hostilidad comunista). El idioma hebreo fue declarado subversivo y se envió a prisión a
quienes lo ense¤aban o estudiaban. Más aún, el gobierno comunista destruyó
sistemáticamente la vibrante vida comunitaria judía en Rusia.

La judeofobia se transformó, según August Bebel, en “el socialismo de los
tontos”, con la salvedad de que por primera vez un movimiento judeofóbico se ocupaba
en insistir que no lo era: la campa¤a fue llevada a cabo según veremos, bajo el
epíteto de antisionista.

Desde 1919 el sionismo fue definido como movimiento contrarrevolucionario. Junto
con él fueron prohibidas las cientos de escuelas judías del país. Los ejecutores de la
obra de destrucción fueron principalmente las fieles Ievsektzia (secciones
judías
del Partido Comunista).

Después de la muerte de Lenin en 1924, José Stalin se transformó en dictador de
Rusia por tres décadas. Durante ese lapso la judeofobia soviética se desembozó (el odio
personal de Stalin por los judíos es evidente, entre otras fuentes, en las memorias de su
hija). El “problema judío” era el que presentaba un grupo con características
de pueblo pero para el que tal definición estaba ideológicamente prohibida
(porque no podían exhibir con claridad territorio e idioma en común).

Para “problema” se propuso la solución de Birobidzhán, un área de 35.000
km2 en el lejano Este. Por medio del traslado de los judíos allí, el gobierno podía
detener la expansión japonesa (el territorio linda con Machuria) y al mismo tiempo
arrancar apoyo financiero de los judíos del exterior. Asimismo, las Ievsektsia veían
en Birobidzhán una alternativa contra el sionismo.

El 28 de marzo de 1928 se tomó la decisión y unos días después comenzó la
migración. Ese a¤o se prohibió toda publicación en hebreo y muchos escritores judíos
fueron arrestados, mientras en Birobidzhán se establecían varias escuelas, un teatro y
un periódico en ídish. Incluso mil quinientos judíos comunistas inmigraron desde el
exterior. A pesar de la propaganda, empero, salvo el a¤o récord de 1941, los israelitas
nunca llegaron a ser ni el diez por ciento de la población general de la región.

Para 1930, como las Ievsektsia habían conseguido la destrucción de la mayor
parte de la vida cultural judía en la URSS, pasaron a ser innecesarias para el régimen y
se procedió a su expedita eliminación. Sus líderes, aunque habían sido fieles
stalinistas, fueron ejecutados (incluido el jefe Simón Dimanstein) o murieron en la
cárcel (como el editor del diario Moishe Lirvakov). Como vimos en el caso alemán, ni
siquiera la respuesta del auto-odio salvó a los intelectuales judíos. Osip Mandelshtam,
uno de los más refinados poetas rusos de la historia, a pesar de haberse declarado
“alérgico a los olores judíos y a los sonidos de la jerga judía” fue
arrestado en 1934 y murió en un campo de detención del lejano Este.

Ese a¤o se le otorgó a Birobidzhán el status oficial de Región Autónoma Judía
y el mentor del proyecto, Mijail Kalinin, predijo que “en una década será el único
baluarte de la cultura nacional judía socialista”. Dos a¤os después, empero, las
purgas de Stalin marcaron una escalada judeofóbica. Ya no se censuraron los ataques
populares antijudíos, y el gobierno se lanzó a la liquidación final de las
instituciones judías y sus líderes. Fue un golpe del que ni siquiera Birobidzhán ya se
repondría.

Hubo una circunstancia que, con todo, congeló la animosidad soviética contra los
judíos. El nazismo entronizado no cesaba de fustigar a los comunistas como “lacayos
judíos”, lo que por reacción gestó una línea oficial antijudeófoba de parte del
Kremlin. Entre 1934 y 1939 la URSS expresó “sentimientos fraternales para con el
pueblo judío en reconocimiento a su participación en el socialismo” e incluso
mencionaba el origen judío de Marx (un dato que se sustrajo de la Enciclopedia
Soviética
a partir de 1952).

Esa calidez se apagó con la firma en 1939 del pacto de no-agresión nazi-soviético
que llevó a la Segunda Guerra Mundial dos semanas después. Stalin reemplazó a su
principal diplomático (Litvinov, de origen judío) por Molotov (con quien los alemanes
estuvieron dispuestos a firmar el tratado) y se comprometió ante Hitler a que el resto de
los judíos encumbrados en Rusia también serían suplantados. El Kremlin felicitaba al
Tercer Reich por “su lucha contra la religión judía”, y la prensa y radio
soviéticas escondieron sistemáticamente los informes acerca de la brutalidad
judeofóbica del nazismo. Aun los comunistas alemanes que habían huido, fueron
extraditados a Alemania, judíos incluidos.

Algunos argumentaron que todo era un ardid de Stalin para ganar tiempo y así armarse
para la inevitable guerra con el Tercer Reich, pero fue obvio que los partidos comunistas
por el mundo abandonaron toda crítica a los males del fascismo o a la judeofobia nazi.

Por ello, cuando un par de a¤os después Rusia fue invadida por Alemania, los
soviéticos debieron esforzarse en recuperar la opinión pública mundial. Dos meses
después de la invasión organizaron el Comité Anti-Fascista Judío (CAFI)
conformado por figuras públicas e intelectuales. El 24 de agosto de 1941 los medios rusos
anunciaban que “los representantes del pueblo judío se reunieron a fin de convocar a
nuestros hermanos judíos a través del mundo para ayudar el esfuerzo bélico
soviético”.

A pesar de este gran giro, la condena soviética al nazismo se limitaba a vituperar
“el asesinato de gente pacífica e inocente” pero se negó consistentemente a
presentar a los judíos como blancos predilectos de los nazis. Por lo menos 200.000
judíos morían combatiendo en el Ejército Rojo, y muchísimos eran distinguidos por su
heroísmo, pero los jerarcas stalinistas no interrumpieron la ejecución de militares
judíos, quienes eventualmente fueron rehabilitados post-mortem después de la muerte de
Stalin.

El CAFI, encabezado por Salomón Mijoels, publicó una revista en ídish, emitía un
programa de radio, y en 1943 viajó en campa¤a recaudatoria a los EE.UU., Inglaterra y
otros países. Las comunidades judías por doquier los recibieron con entusiasmo ya que su
visita marcó el reinicio de los lazos entre los hebreos soviéticos y el resto de la
judería, lazos que se habían cortado con la revolución bolchevique.

Una vez concluida la guerra, y a pesar de que las atrocidades nazis fueron reveladas al
mundo, la ocultación del martirio judío continuó impávida. Toda referencia a que la
ocupación alemana de la URSS había perjudicado especialmente a los judíos, era
censurada por los voceros oficiales soviéticos por “crear tensiones étnicas”.
Los libros y películas acerca de la Segunda Guerra ignoraron constantemente la existencia
del Holocausto, virtualmente hasta el punto de la negación. En una película rusa de casi
una hora que se exhibía a quienes visitaban Auschwitz (allí habían sido asesinados un
millón y medio de judíos) la palabra judíos no era pronunciada ni una sola vez.

El escritor ídish Vasili Grossman preparó un Libro Negro de los crímenes
nazis contra los judíos en tierra soviética, pero el libro fue prohibido después de que
hubo ingresado en la imprenta. Al régimen no le bastó negar el Holocausto (por omisión)
sino que llevó esa política hasta el ultraje cuando usaba las atrocidades nazis
precisamente para incrementar la judeofobia, por medio de vincular el nazismo con el
sionismo.

Las publicaciones del CAFI fueron finalmente prohibidas, y en enero de 1948 su
presidente Mijoels fue asesinado por la policía secreta soviética. Ese a¤o se
perpetraron nuevas purgas para poner punto final a toda actividad judía. En Birobidzhán
mismo se clausuraron el teatro y las escuelas ídish. La población judía de la Región
Autónoma Judía
había llegado entonces a 30.000 personas, y comenzó su rápida e
irreversible disminución. El gran plan de emigración judía pasaba a la historia.

El CAFI fue liquidado con todas las instituciones que habían sobrevivido, recrudeció
el embate contra el sionismo, y se lanzó una caza de brujas contra los nuevos enemigos,
los Cosmopolitas. En efecto, para fines de 1948 los escritores judíos y las
figuras públicas más prominentes ya habían sido arrestados. Durante un juicio secreto
en 1952, fueron acusados de conspirar para separar la península de Crimea de la URSS y
crear allí “una república judía burguesa que serviría de base militar para
nuestros enemigos”. Veintiséis escritores judíos (muchos de ellos leales
stalinistas) fueron ejecutados el 12 de agosto de 1952 (desde entonces y hasta hace
algunos a¤os, en esa fecha se expresaba el Día de Solidaridad con los Judíos de la
URSS
).

El término Cosmopolitas se aplicó peyorativamente en la URSS a los
intelectuales judíos, a partir de noviembre de 1948, que fue el a¤o pico del chauvinismo
ruso en su lucha contra la influencia occidental. El uso del término comenzó en diario Pravda,
en denuncias contra los “que no tienen patria” (!en
el país del internacionalismo!). “Patriotas” rusos acudían a
“desenmascarar” israelitas en las artes y las letras. Primero revelaban los
nombres verdaderos de los judíos que usaban seudónimos, luego abultaban su influencia
real, y finalmente “mostraban” cómo los judíos escondían su identidad detrás
de nombres rusos para difundir desprecio por Rusia (ejemplo de este “desprecio”
era que sugerían que escritores rusos habían sido influidos por poetas Cosmopolitas como
Heine o Bialik).

Esta campa¤a fue el primer ataque oficial contra los judíos soviéticos como grupo.
Aunque atemperó en mayo de 1949, se la considera el comienzo de los llamados A¤os
Negros
que se extendieron hasta la muerte de Stalin, y durante los que fueron
arrestados también los principales rabinos (Epstein, Lev, Lubanov, etc.), muchos de los
que murieron en campos de trabajo.

La judeofobia fue un importante instrumento de la política stalinista durante la
Guerra Fría, extendida más allá de las fronteras de la URSS. En Checoslovaquia, por
ejemplo, en 1952 fueron detenidos catorce jerarcas del Partido Comunista bajo acusación
de conspirar contra el Estado. Once de ellos eran judíos, incluido el Secretario General
del partido, Rudolf Slansky. El Proceso Slansky fue supervisado por agentes
moscovitas especialmente enviados a Praga. Por primera vez en la historia, un foro
comunista con autoridad proclamó abiertamente la existencia de una conspiración judía
internacional.

Se reiteraba una y otra vez el origen judío de los acusados, y se atribuían sus
supuestos crímenes a esa causa primera. La fiscalía los estigmatizaba como sionistas,
aun cuando todos los acusados siempre se habían opuesto al sionismo. Durante el juicio,
se atribuyó la crisis económica checa a “los judíos”. (Me permito la
digresión de recordar a mis estudiantes que hace un mes el Premier de Malasia Mahatie
Mohamad, culpó a “los judíos” de la caída de la moneda malaya. Aunque en
Malasia no hay ni un solo judío, las críticas que se oyeron contra la
declaración fueron apagadas por una multitudinaria manifestación de apoyo popular a
Mohamad).

En Praga de 1952, la embajada de Israel pasó a ser baldonada como un centro mundial de
espionaje y de subversión anticheca. Ocho de los acusados fueron ejecutados y los tres
restantes condenados a prisión perpetua. Cientos de judíos checos fueron arrojados a la
cárcel, en muchos casos sin que siquiera mediara incriminación; otros eran enviados a
campos de trabajo. (A fines de la década del cincuenta las víctimas del Proceso
Slansky
fueron rehabilitadas, pero las acusaciones contra el sionismo y el Estado de
Israel no fueron rectificadas).

Con todo, también en el stalinismo, como había sido la judeofobia previa, lo peor
aún estaba por venir. El 13 de enero de 1953, doce médicos (nueve de ellos judíos)
fueron arrestados en Moscú y acusados de complotar para envenenar a los máximos líderes
comunistas. El juicio resultante fue un eco de las acusaciones medievales contra los
judíos, pero se interrumpió bruscamente cuando Stalin murió el 2 de marzo. Más tarde
se informó que el dictador había previsto utilizar el Complot de los Médicos
para expulsar a Siberia a unos dos millones de judíos.

Nueva Esperanza, Nueva Frustración
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La Era Post-Stalin

El heredero de Stalin, Nikita Kruschev, aunque fue también judeófobo, atenuó la
locura de su predecesor. En 1958 llegó a admitir incluso que el proyecto de Birobidzhán
había fracasado (no se privó, empero, de atribuir el fracaso a la “aversión judía
hacia el trabajo colectivo y la disciplina grupal”).

La nueva política (llamada destalinización) denunció las purgas y la
brutalidad del dictador, pero no consideró que la judeofobia fuera uno de los vicios que
debía corregirse. En 1961, siete de los ocho discursos grabados de Lenin fueron
comercializados; el único excluido fue el que condenaba la judeofobia. Lo mismo ocurrió
con la publicación de las obras completas de Gorki, Leskov y otros, de las que se
excluyó cuidadosamente toda reprobación de la judeofobia.

Las diatribas contra el sionismo se exacerbaron, y exhibieron un tono antijudío más
procaz. En 1963 la Academia Ucraniana de Ciencias publicó el virulento libro Judaísmo
sin adornos
de Trofim Kychko. Además, ese a¤o y el siguiente muchos judíos fueron
víctimas de juicios públicos por “crímenes económicos” (especialmente el
“crimen de la especulación”). De los ciento diez condenadas a muerte, setenta
fueron judíos. En uno de esos juicios en Ucrania, doce personas fueron declaradas
culpables. La mitad de ellos (los no-judíos) fueron enviados a prisión; los seis judíos
fueron fusilados.

La judeofobia comunista siempre se autodefinió como antisionista, y difundió
en efecto una grotesca caricatura, según la cual el propósito del sionismo no era
realmente asegurar un hogar nacional para los judíos en Israel, sino conspirar para
dominar el mundo entero, al viejo estilo de los Protocolos. A partir de la Guerra
de los Seis Días
(1967) los medios de prensa soviéticos constantemente se refirieron
al Estado judío como un Estado nazi. Uno de los promotores del veneno, Iury Ivanov,
escribió en 1969 !Cuidado, sionismo!,
libro que fue bienvenido por la prensa soviética como “el primer trabajo
científico y fundamental sobre este tema”. A fin de persistir en esta propaganda, en
1983 se fundó en Moscú el Comité Antisionista, que en apenas un lustro sacó a
la luz 48.000 publicaciones antisionistas.

En cuanto a la Rusia post-comunista, la peculiaridad de su judeofobia es que no es
privativa del populacho. Intelectuales de renombre, científicos y ex-disidentes, la
difunden en diarios importantes. Un grupo de estos escritores, los prosistas de la
aldea
(Valentin Rasputin, Vasily Belov y Victor Astafiev) sostienen que “los
judíos instalan un clima corrupto, que poluciona la pureza del alma rusa honesta y
buena”. El matemático Igor Shafarevich atribuye la intrínseca maldad de la moderna
sociedad tecnológica (la llama rusofobia) a la mentalidad judía. Para él, el
judío encarna la civilización urbana, antítesis de la Rusia virtuosa y tradicional.

Los argumentos de la judeofobia rusa de hoy, son que “los judíos” mataron al
zar e instigaron la revolución de 1917 y el terror subsecuente. Su ya conocido método es
resaltar hasta el absurdo la presencia de por ejemplo Kaganovich en el Politburó
comunista. (La desproporcionada presencia de un 15% de judíos en el liderazgo bolchevique
-que en países como Hungría fue aun muy superior- tiene claras explicaciones que exceden
el marco de este curso. Mas cabe aclarar que la mayoría de los judíos, o bien aceptaron
resignadamente al hostil régimen zarista, o bien fueron mencheviques, socialdemócratas).

Otros mitos judeofóbicos de la Rusia actual son que “los judíos” (y no por
ejemplo el biólogo Lysenko) destruyeron la biología en Rusia. Fueron “los
judíos” (la referencia es al arquitecto Ginsburg) quienes demolieron los monumentos
históricos de Moscú en la década de 1930.

En cuanto a otros tipos de izquierda allende la frontera rusa, cabe referirse a la Nueva
Izquierda
, que atrajo a miles de estudiantes y jóvenes europeos y norteamericanos
desde la rebelión en Berkeley de 1964 hasta después del mayo francés de 1968 que llevó
a la caída de de Gaulle. La Nueva Izquierda nunca tuvo una doctrina coherente
(iban desde el maoísmo hasta el anarquismo, hippieismo, etc.) pero su aspecto judío es
paradojalmente doble: notable desproporción en el liderazgo (que a veces llegaba hasta
más de la mitad; recuérdese a Daniel Cohn-Bendit en Francia) y, a pesar de ello, un
antisionismo virulento y obsesivo.

La Nueva Izquierda presentó a los árabes como el Tercer Mundo oprimido por
Israel, y a éste como “representante de la tecnología occidental y un lacayo del
imperialismo”. Sus mentores no asumieron esa postura (se destacaban Marcuse y Sartre,
y este último protestó contra el prejuicio de que “Israel es imperialista con sus
kibutzim, y los árabes son socialistas con sus Estados feudales”) pero fue la norma
entre los jóvenes.

En Alemania el antisionismo se extremó. La SDS estudiantil en 1969 interrumpía todos
los actos públicos en los que debía aparecer el Embajador de Israel. A fin de ese ano
terroristas de la Nueva Izquierda intentaron hacer estallar volar el salón de la
comunidad judía de Berlín durante un homenaje a las víctimas del nazismo. En panfletos
titulados Shalom y Napalm pregonaban la destrucción del Estado de Israel, y
exigían a la izquierda alemana terminar con sus sentimientos de culpa con respecto del
pueblo judío, que constituían un “antifascismo neurótico y retrovisor”. Los
líderes Ulrike Meinhof y Dieter Kunzelmann terminaron por unirse los fedayín
árabes, y de esa asociación resultó, entre otros atentados, el famoso secuestro hacia
Uganda del avión de Air France (1976). Sólo los pasajeros judíos fueron retenidos en
Entebe, hasta que los rescató la fuerza aérea israelí.

El antisionismo es la forma más persistente de la judeofobia contemporánea. Mucho se
ha escrito acerca de en qué medida se trata propiamente de odio antijudío. ?Se puede ser
antisionista sin judeofobia? El antisionismo descalifica los sentimientos y aspiraciones
nacionales de los judíos (y sólo de los judíos) y considera a Israel (y sólo a Israel)
un Estado ilegítimo. No estamos hablando aquí de la crítica a las políticas de Israel.
Estas críticas no implican antisionismo ni su componente judeofóbico. Los
desacuerdos políticos con algún gobierno de Israel, aun si son profundos, no son nuestro
tema.

Nuestra materia es el vilipendio intransigente contra el Estado judío, formulado desde
la convicción de que éste no tiene derecho a la existencia. Lo notable es que en rigor,
Israel es uno de los pocos Estados cuya creación era indispensable para salvar miles de
vidas. Así sintetizó Lord Byron la situación de los judíos en un poema de 1815:
“El nido a la paloma contiene/ y al zorro su cueva oscura/ cada nación país tiene/
e Israel… –!la sepultura!”).

Aun cuando desde un punto de vista estrictamente teórico se podría ser antisionista y
no judeofóbico, el antisionismo propone acciones que llevarían a la muerte de millones
de judíos. Por ello en el mundo las dos expresiones de odio están íntimamente
interlazadas, como muchas veces revelan sus propios voceros. Yakov Malik, embajador
soviético en la ONU se quejó en 1973 de que “los sionistas se han presentado con la
absurda ideología del Pueblo Elegido” (como es bien sabido, el concepto bíblico de
Pueblo Elegido es parte del judaísmo; el sionismo no tiene nada que ver con él).

En una película de propaganda, la actriz Vanessa Redgrave actúa en danza erótica con
el fusil de un guerrillero palestino. Cada vez que la película ataca a los judíos,
aunque se usa claramente el término árabe por judío (Yahud) el subtítulo en
inglés reza “sionistas”.

La autodefinición de antisionistas es socialmente más aceptable para los
judeófobos de hoy, después de que la judeofobia quedara tan descubierta en la Segunda
Guerra. Martin Luther King resumió bien la distorsión cuando declaró: “Critican a
los sionistas pero se refieren a los judíos. Se trata de antisemitismo.”

El antisionismo comparte las características de la judeofobia que mencionamos en la
primera lección. Ha transformado a Israel en “el judío” de los países. Uno de
los muchos ejemplos de su obsesividad fue el congreso sobre “Derechos humanos en el
Tercer Mundo” que tuvo lugar en Harvard en 1979. En momentos en que había masacres
en Africa, dictaduras en Latinoamérica, o la Uganda de Idi Amin, el temario del congreso
se redujo exclusivamente al “terrorismo y genocidio de la así llamada Nación de
Israel”. Lo notable es que de las docenas de pueblos sin Estado que hay en el mundo
(cachemiros, tamiles, vascos, curdos, neocaldeonios, etc.) curiosamente, sólo los
palestinos despiertan solidaridad internacional, y sin que se tengan en cuenta siquiera
los métodos que utilizan.

Las expresiones del antisionismo son muy variadas. Desde el boycot árabe que hasta el
día de hoy excluye a Israel de los mapas, hasta las caricaturas que presentan al israelí
como el estereotipo judío repelente que aspira a dominar el mundo. Uno de sus más
lamentables foros fueron las Naciones Unidas.

Un tercio del total de las condenas de la Asamblea de la ONU fueron contra Israel, una
desproporción a todas luces sospechosa. El sionismo fue el único movimiento nacional
permanentemente difamado en la ONU. El 10/11/75 fue declarado “racista” y el
14/12/79 “hegemonista”. El 5/2/82 y el 24/4/82 se votó que Israel “no es
Estado de paz”, y esto era un paso previo a su expulsión. La judeofobia previa
quería expulsar al judío de la humanidad; la contemporánea quiso hacer lo propio
expulsando al Estado judío de la familia de las naciones.

A veces las declaraciones de la ONU no están exentas de la aureola de mito medieval,
como cuando el 23/8/1983 se acusó a Israel de envenenar a escolares secundarias árabes.
Agreguemos que la ONU condenó el rescate de los civiles secuestrados en Entebe (1976) y,
como organismo creado en 1945 para promover la paz, rechazó los Acuerdos de
Camp David
(1979), que eran el primer tratado de paz entre Israel y un país árabe
después de cinco guerras.

Hasta el momento de la invasión iraquí de Kuwait (1990) no hubo jamás en la ONU
censura contra Estados árabes, a pesar de que éstos habían llevado a cabo decenas de
guerras, usos de armas químicas, expulsiones, ejecuciones públicas, y vítores a
secuestros de aviones, matanzas de deportistas o escolares, etc. El delegado del Irán de
los ayatollas llegó a ocupar la vicepresidencia del Comité de la ONU para los Derechos
Humanos en Ginebra.

Las agencias internacionales de noticias fueron otro marco proverbial para reescribir
la historia del sionismo, presentándolo como un movimiento imperialista nacido para
explotar y despojar a una nación pacífica y milenaria. Pocas veces se menciona en la
prensa que jamás hubo un Estado árabe palestino, que Jerusalem nunca fue capital de
pueblo alguno salvo de los judíos, y que hasta avanzado el siglo los meros términos de Palestina
y palestinos eran aceptados sólo por los judíos, ya que los árabes de la zona
contendían que eran parte de la Siria del Sur. Lo aclaró muy bien Zoher Mossein, jefe de
la Oficina de Operaciones Militares de la Organización para la Liberación de
Palestina
en 1977: “No hay diferencia entre jordanos, palestinos y libaneses;
somos miembros de una sola nación. Solamente por razones políticas nos cuidamos de
enfatizar nuestra identidad como palestinos, ya que un separado Estado Palestina será un
arma adicional para luchar contra el sionismo”.

La tendencia de la prensa es, en términos generales, consistentemente antisionista.
Los ejemplos abundan, y resaltaron especialmente durante la Guerra del Líbano (1982),
cuando se mostraba a Israel como un país nazi. Ejemplos posteriores podrían ser El
Israel imperial
de John Chancellor, la película Sesenta minutos sobre los
desórdenes en el templo en 1990, o Cuatro horas en Shatila de Jean Genet en 1992,
pero son virtualmente innumerables. Los medios de comunicación han distorsionado el
objetivo del sionismo. En lugar de la recuperación de la Tierra de Israel para el
perseguido pueblo judío, lo presentan como una despiadada aventura colonial.

Las principales agencias de noticias y redes de información, como Reuters y la BBC,
han contribuido con esta fantasía, cada una por sus motivaciones. Aun prestigiosas
publicaciones como la National Geographic, dedicó su edición de 1992 a Los
Palestinos
rastreando su historia a cinco mil a¤os, a una “Palestina”
pre-israelita (recordemos que la palabra Palestina la acu¤aron los romanos en el
siglo II). Amplia documentación de este fenómeno de “robar la historia judía”
puede hallarse en el libro de David Bar-Illan Eye on the Media (1993).

Esto no quiere decir que la mayoría de las agencias noticiosas sean judeofóbicas,
sino que, lamentablemente, la judeofobia todavía vende bien.

Dijimos que el antisionismo es una de las dos últimas manifestaciones de la
judeofobia. De la otra, y también de la judeofobia en América, hablaremos en nuestra
próxima clase.

La negación del holocausto

Junto al antisionismo, la otra manifestación de la judeofobia contemporánea es la Negación del Holocausto (NH). Ambos son un
intento por reescribir la historia reciente, y por ello se presentan juntos. Porque, si no
se justifica el Estado judío (como arguye el antisionismo) debe de ser porque el
sufrimiento judío es una maliciosa fantasía (como plantea la NH).

En Mi patria, Palestina; el sionismo, enemigo del pueblo (publicado en Alemania
en 1975) Ahmed Hussein sostiene que el promotor de la judeofobia es el sionismo,
interesado en que los judíos huyan hacia Israel. Así se reitera el ardid de poner a la
víctima como victimario. “La mejor propaganda para el Estado de Israel es el judío
muerto”, explica sin rodeos Hussein y agrega: “después de estudiar
profundamente el tema, y basado en eruditos, he llegado a la conclusión de que durante la
Segunda Guerra Mundial ni un solo judío fue muerto por ser judío… Sólo la mentira de
los seis millones posibilitó la presión sionista para establecer el Estado de Israel y
su financiamiento con capital alemán”.

Una variante aun más cruel del mismo argumento, es que los sionistas se asociaron con
los nazis para exterminar judíos. La expuso Lenni Brenner, muy difundido en la URSS, y
llegó al escándalo en Londres en 1987 cuando el Royal Court Theatre decidió no
presentar la obra Perdition de Jim Allen, que sostenía esa calumnia. Era en
palabras del autor “el ataque más letal contra el sionismo escrito jamás”.

Un rastreo de los comienzos de la NH nos lleva al Holocausto mismo, durante el cual por
lo menos dos cabecillas nazis, Martin Bormann y Heinrich Himmler, prohibieron toda
mención pública de la “Solución Final”. Pero por entonces el objetivo de la
NH se limitaba a preservar la inconsciencia judía acerca de la dimensión del ataque, a
fin de asesinarlos sin resistencia.

Después de la guerra, fueron trotskistas y anarquistas franceses quienes curiosamente
iniciaron la NH al descalificar la evidencia del genocidio como “propaganda
stalinista”. Su primer libro fue Desenmascarando el mito del Holocausto de
Paul Rassinier (1964).

En 1979 la NH se organizó en un prolífico Instituto para la Revisin Histórica
(IHR) en Torrance, California, que mantiene convenciones anuales y publica el trimestral Journal
of Historic Review
, enviado sin cargo a doce mil historiadores norteamericanos. Su
mentor, Willis Carto, de vieja militancia nazi, fundó el Liberty Lobby (la
propaganda judeofóbica más grande de los EE.UU.). El IHR es pseudoacadémico; aunque
convoca a profesores, todos ellos carecen de títulos en historia (Rassinier estudió
geografía, Butz ingeniería electrónica, Faurisson literatura, etc.).

Desde 1991 uno de ellos, Bradley Smith, coloca avisos en los diarios de las
universidades americanas en nombre del CODOH (Comité para el Debate Abierto sobre el
Holocausto
). Lograron reclutar a un tal David Cole de padres judíos, y a un
comentador militar británico, el neonazi David Irving, cuyo best-seller La Guerra de
Hitler
(1977) esgrimía que Hitler nunca supo que los judíos eran asesinados
en Europa.

La NH nos plantea un serio dilema: perdemos al refutar sus argumentos (ya que de este
modo los legitimamos como “opinión para abrir el debate acerca del
Holocausto”), pero también perdemos si no les contestamos (“los judíos
carecen de argumentos”). Los métodos para confrontar el fenómeno merecerían una
clase especial que, nuevamente, escapa al marco de nuestro curso. Pero debo mencionar los
cuatro niveles de la NH, en orden de la sofisticación de sus argumentos: 1) el Holocausto
nunca ocurrió; 2) las cifras fueron abultadas; 3) no hubo ningún plan sistemático de
exterminio; 4) en cada guerra hay Holocaustos, y los judíos cacarean sólo el suyo como
si fueran los monopolizadores del dolor.

La NH es un fraude peligroso, porque al blanquear los crímenes del nazismo hace
posible su reedición, y disemina el odio bajo la excusa de “libertad de
expresión” mientras transgrede doblemente la ley: por apología del delito y por
incitación a la violencia.

La NH ha expandido la mitología judeofóbica. A leprosos, adoradores de asnos,
deicidas, pueblo testigo, asesinos de nios, bárbaros, virus racial, explotadores,
confabuladores internacionales y racistas, se agrega ahora el de “inventores de
Holocaustos”.

La Judeofobia en América

Desde la misma creación de los Estados americanos, los judíos fueron activos en
ellos. Por ello no hizo falta su Emancipación legal como en Europa, en donde, según
vimos, la judeofobia moderna fue una reacción (inmediata o tardía) contra la
Emancipación. Por ello en las Américas la judeofobia puede entenderse parcialmente como
un vicio importado.

Aunque en 1654 hubo en New York (por entonces New Amsterdam) un intento de expulsar a
los judíos por parte del gobernador holandés Peter Stuyvesant, en general, antes de la
independencia de las colonias de Norteamérica, los judíos no sufrieron agresiones
físicas, y otras minorías fueron más atacadas.

Durante la Guerra de Secesión norteamericana desde ambos bandos se acusó a “los
judíos” de ayudar al enemigo, y el 17/12/1862, Ulysses Grant (el victorioso general
de la Unión y 18vo. presidente americano) ordenó la expulsión de todos los judíos de
Tennessee. Esta Orden General Número 11 fue revertida por el presidente Lincoln,
después de que ya se había aplicado en varias ciudades.

En la última década del siglo pasado apareció una judeofobia más nítida, no como
respuesta a Emancipación sino a una brecha cultural frente a los inmigrantes. Según
vimos, en 1881 comenzó en Rusia la era de los pogroms y el éxodo más grande de la
historia. En 1890 habían ingresado a los EE.UU. más de un millón y medio de judíos, y
para 1920 ya eran tres millones.

Parte de la población veterana receló de los recién llegados. Henry Adams (bisnieto
del segundo presidente americano) escribía: “La atmósfera judía me hace sentirme
aislado. Los judíos van a controlar completamente las finanzas y el gobierno de este
país, o estarán muertos”. En su novela Las columnas del César (1890),
Ignatius Donnelly cuenta que los judíos toman el poder para vengar sus padecimientos en
los cristianos. El corolario de esta animosidad fue el “restrictionismo” o
movimiento antiinmigratorio. Uno de sus mentores, Madison Grant, en El paso de la gran
raza
(1916) endilgó a los judíos el mestizaje de la nación. El movimiento logró en
1924 la limitativa Acta de Inmigracin.

Pero la norma fue otra. Los presidentes y líderes norteamericanos expresaron con
frecuencia su gran estima por el pueblo judío. Los padres fundadores de los EE.UU.
compartían las raíces de los puritanos ingleses quienes, a partir de su amor por la
Biblia, revaloraron de ella su idioma, su tierra y su nación. Cuando la Rusia zarista se
negó a emitir visas de visita a judíos americanos y dio maltrato a los pocos que las
obtuvieron, el gobierno norteamericano canceló en 1911 un viejo Tratado Ruso-Americano.

Si hubo similitudes entre la judeofobia americana y la europea, la escala siempre fue
mucho más pequea. Por ejemplo, “el Affaire Dreyfus” americano tuvo lugar en
1913 en Atlanta, cuando el ingeniero Leo Frank fue acusado de asesinato por la sola
evidencia del testimonio del principal sospechoso. La Jeffersonian Magazine exigía
la ejecución del “abominable, perverso judío de Nueva York” y su editor creaba
la Orden de los Caballeros de Mary Phagan (tal era el nombre de la asesinada) para
boicotear todos los negocios judíos de Georgia. Dos aos después de comenzado el juicio,
Frank fue arrancado de su celda y linchado. Se trató del primer caso de asesinato
judeofóbico en los EE.UU., y el último hasta los recientes episodios de Crown Heights.
En estos, norteamericanos de color arremetieron contra judíos al azar (mataron a uno) en
“venganza” porque dos nios negros murieron atropellados cuando un conductor
jasídico perdió el control de su auto.

El parecido con el escenario europeo es más claro en algunos países de
Latinoamérica, en donde la judeofobia es más p. Los fundadores de los Estados
latinoamericanos no se educaron en el amor puritano por la Biblia y su pueblo; el ambiente
de muchos de ellos fue la Iglesia inquisitorial espaola. El caso argentino fue
especialmente oscuro, y a él nos referiremos en particular, teniendo en cuenta que se
trata de la comunidad más grande y la que más judeofobia sufrió. En el resto de los
países el odio antijudío fue casi siempre marginal, y la historia de cada uno escapa a
los marcos de nuestro curso.

En los EE.UU. la estela del caso de Leo Frank se disipó en la unidad nacional que
acompaó la Primera Guerra Mundial. La posguerra volvió a destapar la judeofobia, debido
al temor de que los valores y estilo de vida tradicionales fueran amenazados por la
inmigración masiva, por la creciente población urbana y por el liberalismo religioso. El
Ku Klux Klan (grupo racista, reaccionario y judeofóbico) llegó en 1924 a cuatro
millones de miembros. Como hemos visto, los Protocolos eran difundidos por Henry
Ford. Su campaa se detuvo en 1927 con un pedido público de disculpas.

En 1922 la discriminación en la educación se transformó en un tema de debate
nacional cuando la Universidad de Harvard anunció que estaba considerando un sistema de
cuotas para estudiantes judíos. Aunque el plan fue eventualmente abandonado, las cuotas
se aplicaron por medios velados en muchas instituciones terciarias, a fin de limitar el
muy alto número de judíos que asistían a ellas (aun para 1945 Dartmouth Colege admitía
abiertamente un sistema de cuotas para estudiantes judíos).

El acceso de judíos también estaba limitado para puestos en bancos, compaías de
seguro, empresas públicas, hospitales, grandes estudios jurídicos y planteles
académicos universitarios. Esta restricción dio en llamarse la judeofobia
“cortés” en los EE.UU., que tuvo en los aos treinta un impulso ideológico, con
la noción de que “los judíos dominaban el gobierno de Franklin Roosevelt,
causaban la gran depresión económica, y querían arrastrar a los EE.UU. a la Segunda
Guerra contra una admirable Alemania que surgía”.

El principal vocero fue el sacerdote Charles Coughlin, cuyo programa semanal de radio
atraía a millones de personas. Cuando en 1942 se supo del Holocausto, la Iglesia ordenó
a Coughlin cesar toda actividad no-religiosa. (Es notable cómo ecos de esa voces se
escucharon en los EE.UU. a principios de esta década, como la del líder republicano Pat
Buchanan cuando acusaba a “los judíos” de arrastrar al país a una guerra
contra Irak). En la década del cuarenta la vanguardia aislacionista fue el Comité por
América Primero
, que incluyó al héroe de aviación Charles Lindbergh. Aun en 1944
una encuesta pública mostró que un cuarto de los norteamericanos veían en los judíos
“una amenaza”. Pero a partir de la Segunda Guerra, la judeofobia americana
descendió notablemente, excepto entre los negros.

En efecto, a pesar de la activa participación de israelitas en el movimiento civil por
los derechos de los negros en los aos cincuenta, el movimiento de Poder Negro
generó fricciones en las relaciones con los judíos. Nació una forma americanizada del
Islam que atrajo a millares de negros en busca de identidad, precisamente en el período
de guerra entre el mundo islámico y el Estado judío.

Uno de sus líderes más extremos, Kwame Ture (ex-Stokely Carmichael) declaró en el
setenta “nunca haber admirado a un hombre blanco, pero Hitler fue el más grande de
entre todos ellos”. Expresiones similares de odio se escuchan hoy por parte de Louis
Farrakhan y otros jefes del grupo Nación del Islam. Allí se concentran hoy los
peligros de la judeofobia en los EE.UU.

En cuanto a Sudamérica, la evidencia de judíos participando en la lucha
independentista es más tenue que en el Norte, y se dio en casos como el de Alejandro
Aguado en la Argentina. A este país, los judíos fueron explícitamente invitados por el
gobierno. En decreto presidencial del 6/8/1881, se enviaba a un agente que atrajera a la
Argentina a quienes huían de los pogroms. Hubo alguna reacción hostil contra esa
invitación, incluida la de uno de los máximos próceres argentinos, Domingo F.
Sarmiento, en El Diario de 1888.

Pero el verdadero comienzo de la judeofobia es literario, relacionado a la novela La
Bolsa
(publicada en 1891 en el prestigioso diario La Nación). En una época en
que virtualmente no había judíos en la Argentina, el autor Julián Martel los culpa de
la crisis financiera y de la clausura de la Bolsa de comercio, en un libro que constituye
un mediocre remedo del francés Drumond. En rigor, la judeofobia de La Bolsa tuvo
que ver, más que con la novela en sí, con la glorificación que le dedicaron grandes
intelectuales argentinos, al punto de que el texto fue por décadas lectura obligatoria en
las escuelas.

Las tensiones con el judío real, con el inmigrante, se dieron sobre todo cuando los
sectores más conservadores tendían a identificar bajo el común epíteto de
“ruso” tanto a los judíos como a los revolucionarios de Rusia. El detonante
para esa reacción fue el asesinato del jefe policial de Buenos Aires, Ramón Falcón,
quien había reprimido en forma sangrienta la manifestación del Primero de Mayo de 1909.
Ese ao Falcón fue muerto por Simón Radowitzky, de diecisiete aos de edad, un judío
recién inmigrado y, para el caso, doblemente “ruso”.

A pesar de que la comunidad judía (de la que Radowitzky estaba totalmente
desvinculado) hizo todo lo posible por distanciarse del hecho, un ataque físico se lanzó
contra los judíos indiscriminadamente el 15/5/1910, en plenos preparativos para celebrar
el centenario de su revolución independentista argentina.

La judeofobia creciente estalló unos aos después, en 1919, en el marco de la llamada Semana
Trágica
, que comenzó como represión a una huelga. Ese ao la Liga Patriótica
fue fundada por Manuel Carlés, abuelo de quien fuera en las dos últimas décadas
cabecilla del Partido Nacionalista Social argentino.

El periodista ídish Pedro Wald fue detenido acusado de tramar un “gobierno
maximalista judío en la Argentina”. Al salir de la cárcel torturado escribió la
novela Koshmar (pesadilla). Así relató los episodios del 9/1/1919:
“…salvajes eran las manifestaciones de los nios bien que marchaban al grito
de ‘!Mueran los judíos!;!Muerte a
los extranjeros y maximalistas!’ Refinados, sádicos, torturaban y programaban orgías…
Detienen a un judío y luego de los primeros golpes comienza a brotar un chorro de sangre
de su boca; acto seguido le ordenan cantar el himno nacional. No lo sabe; lo liquidan en
el acto… No se selecciona. Pegan y matan a quien encuentran…”

El 10 de enero fueron asaltados los locales de las organizaciones Avangard y Poalei
Tzion
y la Asociación Teatral Judía (IFT). Todo fue arrojado a la calle y quemado,
mientras la guardia civil azotaba y robaba. La policía montada observaba cómo ardían en
la noche muebles, biblioteca y archivos. Entre otros testimonios reveladores, dos son
elocuentes, de un judío y un cristiano.

Escribió el primero, José Mendelson: “Jinetes de la policía arrastraban a los
viejos judíos desnudos por las calles de Buenos Aires, les tiraban de sus encanecidas
barbas, y cuando ya no podían correr al ritmo de sus caballos, su piel se desgarraba
raspando contra los adoquines, mientras los sables y látigos de los hombres de a caballo
golpeaban sus cuerpos… En el Departamento Central de Policía pegaban espaciosamente.
Cincuenta hombres, ante el cansancio de azotar, se alternaban para cada judío… En la
comisaría 7ma. los soldados, vigilantes y jueces, encerraron a los judíos en los baos,
donde los torturadores tiraban en forma salvaje de sus bocas, mientras la policía
argentina y los soldados les orinaban en la boca…”

El segundo testigo presencial fue Juan Carulla: “Oí que estaban incendiando el
barrio judío y hacia allí me dirigí. Al llegar a la Facultad de Medicina, me tocó
presenciar el primer pogrom en la Argentina. En medio de la calle ardían piras formadas
con libros… se luchaba dentro y fuera de los edificios… se acusaba a un comerciante
judío de hacer propaganda comunista pero el cruel castigo se hacía extensivo a otros
hebrbajo los gritos de ‘!Mueran los judíos!’ Pasaban a mi vera
viejos barbudos y mujeres desgreadas. Nunca olvidaré el rostro pálido y la mirada
suplicante de uno de ellos al que arrastraban un par de mozalbetes, así como la de un nio
sollozante que se aferraba a la vieja levita negra, ya despedazada, de otro de aquellos
pobres diablos”. El saldo en vidas de aquella Semana Trágica fue de
ochocientos muertos y cuatro mil heridos.

Con el auge del nazismo en Europa, recrudeció la judeofobia de publicaciones y grupos
“germanófilos” nacionalistas. Uno de los más difundidos escritores argentinos,
Hugo Wast (seudónimo del director de la Biblioteca Nacional, Martínez Zuviría) publicó
en 1935 un par de novelas que difunden el mito de la conspiración judía, El Kahal
y Oro. Ese ao se creó la DAIA, nacida para defender los derechos judíos.
Zuviría llegó a ser ministro de educación del país en 1943.

Las bandas y las publicaciones nacionalistas no cejaron después de la guerra, y para
la década del sesenta la más activa banda judeofóbica argentina fue Tacuara, que
tenía por mentores a los sacerdotes Alberto Ezcurra y Julio Meinville. En connivencia con
el representante de la Liga Arabe Hussei Triki, Tacuara secuestró, torturó y
asesinó. A los padres del estudiante asesinado Raúl Alterman enviaron una explicación:
“Nadie mata porque sí nomás; a su hijo lo han matado porque era un perro judío
comunista… Si no están conformes, que se retiren todos los perros y explotadores
judíos a su Judea natal”. Este caso, como los otros crímenes de la judeofobia
argentina, quedaron impunes, y esta regla incluye a las voladuras en los últimos aos de
la Embajada de Israel y del edificio comunitario AMIA.

Con todo, hay que tener en cuenta que la peligrosidad de grupos como Tacuara no
deriva de sus acciones violentas ni de su propaganda nazi, sino de la medida en que están
cerca del poder. En este caso, amplios sectores del partido mayoritario, el peronista,
apoyaban a la agrupación judeofóbica. En rigor, el parámetro para medir el peligro de
la judeofobia en un país determinado, no debe ser el tamao de sus organizaciones, sino su
cercanía al poder.

Una versión local de los Protocolos aparece en la Argentina cuando en 1971 un
profesor de economía de la Universidad de Buenos Aires, Walter Beveraggi Allende,
difundió la patraa del Plan Andinia, supuesto complot para desmembrar la Patagonia
de la Argentina y crear allí otro Estado judío. Su denuncia fue llevada a la
Confederación del Trabajo y a diversos medios periodísticos. Cuatro aos después
Beveraggi publicó La inflación argentina, en cuya tapa la Argentina aparecía
crucificada con estrellas de David por el estereotipo de un judío. El periodista Jacobo
Timerman narró que cuando era interrogado por la dictadura militar de los aos ochenta, se
le exigían detalles del Plan Andinia.

Aunque la judeofobia tiende a ser más visible durante gobiernos democráticos (sobre
todo en la transición) en esos momentos se halla más alejada de las cúpulas. Durante
las dictaduras, por el contrario, se encuentra encaramada en el poder y precisamente por
ello a los gobiernos les es más fácil dominarla. Por ejemplo, la judeofobia fue muy
activa durante la dictadura militar en la Argentina 1976-1983. De entre los miles de
“desaparecidos”, los judíos eran la víctima favorita en los centros de
tortura. Pero salvo excepciones (como la del general Ramón Camps) no abundaban las
expresiones de judeofobia oficial. Entre los periodistas que defendían el régimen,
Enrique Llamas de Madariaga difundió por la televisión estatal un programa insidioso
(30/10/1980) bajo la consigna de que “Si los persiguieron durante cuatro mil aos, por
algo será”.

Hemos transitado un camino de odio sin parangón. Le pusimos el nombre apropiado y
delineamos la mitología que lo sostuvo. Vimos la verdad del sacerdote Edward Flannery
cuando escribió que la judeofobia “es el odio más antiguo y más profundo de la
historia humana. Otros odios pudieron haberlo sobrepasado en un momento determinado, pero
todos ellos regresaron oportunamente a un papel apropiado en el basurero de la
historia”.

Uno de los propósitos centrales de nuestro curso es precisamente despertar la
conciencia acerca de la singularidad del fenómeno, un monstruo de dimensiones que no
permiten reducirlo a simple “prejuicio de grupo”, como a veces hacen personas
bienintencionadas, judíos y no-judíos por igual. Un ejemplo bastará para explicarnos.

Ana Frank escribió en su diario íntimo durante el Holocausto: “Quién nos ha
infligido este mal? Quién nos ha hecho a los judíos diferentes de todos los pueblos?
Quién ha permitido que suframos tan terriblemente hasta ahora?… Siempre permaneceremos
judíos, y así lo deseamos”. Sin embargo, los autores de la versión de Broadway del
Diario de Ana Frank le hacen decir a la nia: “No somos el único pueblo que ha
debido sufrir… a veces es una raza y a veces otra…” Con esta metamorfosis la
judeofobia queda universalizada, y pasa artificialmente a ser parte de un odio más
general y abarcativo. Este método no ayuda a entender el fenómeno. Por ello en ésta,
nuestra última clase, intentaremos no caer en el error, y explicaremos la judeofobia sin
privarla de su singularidad.

Cinco Pensamientos Sionistas

Albert Einstein escribió la siguiente parábola: Una vez un joven pastor le dijo a un
caballo: “Tú eres el animal más noble de la Tierra. Tu felicidad sería completa si
no fuera por el ciervo traicionero. Desde su juventud viene trabajando para que sus patas
corran más que las tuyas. Así se te adelanta a los pozos de agua. Pero no desesperes. Mi
sabiduría y mi guía te liberarán de tu estado ignominioso”. Enceguido por envidia
y odio por el ciervo, el caballo aceptó. Se sometió a la brida del pastor, perdió su
libertad y fue esclavo del joven. El caballo representa un pueblo; el joven, una clase o
pandilla que aspira al poder absoluto; el ciervo, a los judíos. El caballo sufre, y
cuando ve al ágil ciervo su vanidad es aguijoneada.

La explicación de Einstein se conoce como la teoría del chivo expiatorio, según la
cual la judeofobia es orquestada por líderes que desean desviar el descontento popular.
Al confrontarse con su inhabilidad para satisfacer a sus subordinados, los gobernantes
frecuentemente recurrieron a buscar “el Otro”, algún grupo distinto de la
mayoría, a fin de achacarle el descontento reinante. En la historia europea, los judíos
fueron el “Otro” más permanente.

Sin embargo, la teoría del chivo expiatorio es insuficiente. Ella se limita a
describir cómo la judeofobia puede utilizarse, pero no por qué existe.
Para que haya chivo expiatorio judío, los judeófobos deben estar allí desde el
comienzo. Además, no todo estallido judeofóbico fue el resultado directo de que reyes o
jefes desviaran resentimientos.

El hecho es que una vez que la judeofobia se arraigó en la cultura europea, cobró
vida propia, y fue transmitida de padres a hijos generación tras generación. Esa
“vida propia” es nuestro tema, no sus usos múltiples. La judeofobia fue parte
del “sentido común” en la mayor parte de las sociedades europeas una vez
cristianizadas. En la primera clase citamos al húngaro que definía como judeófobo a
quien “odia a los judíos más de lo necesario”. Ese “sentido común”
sobrevivía mucho después de que se olvidara quién los puso en funcionamiento y por
qué.

Los mitos que estudiamos fueron el intento de la sociedad gentil de justificar este
odio culturalmente aceptado y heredado. Los gentiles no atacaron a los judíos
“debido a que” creían que éstos habían matado a Dios. Casi al revés: fueron
creando el mito del deicidio a fin de atacar a los judíos y de este modo ventilar sus
frustraciones e ira, y descargarlas en los hombros de una población indefensa.

En cuanto a por qué precisamente los judíos debieron ser “ciervos”,
Einstein da un paso más allá del chivo emisario, y dice: “Porque había judíos
entre todas las naciones y porque estaban demasiado dispersos como para poder defenderse a
sí mismos contra la violencia desatada contra ellos”.

En otras palabras, los judíos serían atacados por su indefensión. La hipótesis fue
planteada allá por 1860 por Peretz Smolenskin, un filósofo del nacionalismo judío que
fundó el mensuario hebreo Hashajar. Para Smolenskin, las raíces de la judeofobia
yacen en el desprecio ante la inferioridad nacional de los judíos, y por ello el mal
podía revertirse sólo si había una autoafirmación práctica de la nación judía.
Smolenskin no se equivocó cuando advertía que los ataques judeofóbicos en Rusia y en
Alemania no eran aberraciones temporarias como querían unos, sino el adelanto de horrores
peores que vendrían.

Muchos otros pensadores sionistas tuvieron la visión de percibir ese carácter
dinámico e insaciable de la judeofobia. Algunos sugirieron que acechaba aun la
destrucción física total de los judíos. Uno fue Moisés Lilienblum quien al presenciar
los pogroms de 1881, atribuyó las raíces de la judeofobia a instintos hostiles de la
sociedad gentil. Ningún decreto de igualdad podría garantizar la convivencia con los
judíos. Al usar el término “instintos”, Lilienblum aludía a la antigedad y la
profundidad de la judeofobia, que permitían una manipulación fácil y constante.

Su contemporáneo León Pinsker coincidió, pero fue aun más lejos (tal vez
demasiado): como la judeofobia es una enfermedad hereditaria que puede rastrearse a más
de dos mil aos, es sencillamente incurable. Incluso la refutación racional más
convincente de todos y cada uno de sus mitos, no tendría éxito en desmantelar los su
estructura mental y su práctica, ni tampoco el impulso maligno que la alimenta. Como
vimos, Pinsker acuó la palabra “judeofobia”. Para él, los judíos eran un
“pueblo fantasma”. El mundo veía en ellos la horrorosa imagen de un cadáver
caminante. Carecían de unidad, estructura, tierra y bandera, eran un pueblo que había
cesado de existir y sin embargo continuaban con una semblanza de vida. Eran siempre
huéspedes y nunca anfitriones. Y como el miedo a los fantasmas es innato, dice Pinsker,
no sorprende que este temor crezca aun más cuando se trata de una nación aparentemente
muerta, que se muestra como viva. Ese encono abstracto, casi platónico, llevó al mundo a
ver en los judíos como grupo, la responsabilidad por los crímenes (reales o supuestos)
de cada uno de sus miembros. El terror del fantasma judío fue heredado y fortalecido con
el transcurso de innumerables generaciones. La judeofobia era para Pinsker una hija
bastarda de la demonología. Con profundas raíces en todas las razas, el miedo al
judío-fantasma era una psicosis hereditaria.

En los aos cuarenta, otro visionario sionista, Zeev Jabotinsky, hablaba del
“antisemitismo de las cosas” en contraste con el “antisemitismo de los
hombres”. En algunos casos la judeofobia era parte de la sociedad y no necesitaba de
la aquiescencia de los hombres. Volvía una y otra vez incluso si no se la provocaba.

Todas esas explicaciones fueron formuladas por pensadores sionistas, que vieron en la
judeofobia una respuesta casi instintiva de las naciones hacia el judío desprotegido. La
desprotección de los judíos, a pesar del mito judeofóbico que seala lo contrario, era
(y es) evidente. Los judíos no pudieron evitar que un tercio de ellos fuera asesinado
hace medio siglo; ni siquiera lograron convencer a los gobiernos occidentales a bombardear
los campos de la muerte o las vías férreas que conducían hacia ellos, ni que EE.UU.
declarara la guerra a Hitler (Washington entró tardíamente a la guerra en respuesta a la
agresión japonesa en Pearl Harbor).

Las teorías presentadas son por ende sionistas, porque intentan enfrentar la
judeofobia por medio de darles a los judíos poder real para de, como por ejemplo en un
Estado propio. Pero además de las teorías de la indefensión, hay muchas otras. Hasta el
momento ningún trabajo las ha presentado todas. Siguen algunas, categorizadas en cuatro
disciplinas.

Sociología y Psicología

Las teorías sociológicas se centran en qué rol le cupo a los judíos en diversas
sociedades, rol que los expuso a un encono especial. Por ejemplo ser prestamistas durante
la Edad Media, o “siervos de cámara” de reyes y nobles, o colectores de
impuestos de los campesinos. Por estos roles, Fritz Lentz ve en la judeofobia una forma
del rencor que puede sentir el proletario hacia los ricos.

Desde una perspectiva similar, Bernard Lazare contendió en El anti-Semitismo, su
historia y sus causas
(1894) que la utilidad de la judeofobia era que empujaría el
socialismo (Lazare se corrigió después del caso Dreyfus). Las explicaciones económicas
llegan hasta a atribuir a los judíos todo el sistema económico, tal como Henri Pirenne
hace derivar de ellos el advenimiento de la modernidad, o Werner Sombart, quien en 1911
consideró que los judíos eran la causa del capitalismo.

Hechas estas exageraciones a un lado, debemos tener en cuenta que los factores
económicos no crean la judeofobia; sólo la exacerban. Los judíos fueron
perseguidos en los estados económicos más diversos. Más judeofobia sufrieron las masas
pobres de Rusia que los empresarios del Canadá. En cierto modo, la posición
socioeconómica de los judíos fue consecuencia (y no causa) de la judeofobia. Si los
judíos se dedicaron a prestar dinero, es porque las probabilidades de las inminentes
expulsiones los obligaban a invertir en contante y sonante, y no en propiedades. O porque
la posesión de tierras les era prohibida. O porque otras profesiones les estaban vedadas
en corporaciones que sólo aceptaban cristianos. Así lo resumieron Prager y Telushkin:
“Los judíos no fueron odiados porque prestaban dinero. Prestaban dinero porque eran
odiados”.

En muchas ocasiones, entonces, los judíos aparentaban poder porque sus cargos los
transformaban en cara pública de las elites que gobernaban. Algo similar ocurre cuando
ejercen de abogados, médicos, maestros, psicólogos o asistentes sociales, y por ello
parecen detentar un poder en rigor inexistente.

La explicación sociológica arguye que como los judíos parecen tener poder, son
blanco predilecto de la ira cuando el sistema social acucia a los sectores más
necesitados. De acuerdo con Michael Lerner en esto precisamente radica la singularidad de
la opresión de los judíos: una vulnerabilidad escondida, sin que importe cuánta
seguridad económica o influencia política lleguen a tener judíos en el plano
individual. Los judíos no pueden estar seguros de que no serán nuevamente blancos de
ataques populares si la sociedad en la que viven entra en períodos de grave presión
económica o conflictos políticos.

Pero para entender por qué los judíos parecen tener poder, debemos dejar la
economía y sumergirnos en la psicología. Las teorías psicológicas sobre la judeofobia
resuelven una falla de las teorías económicas: a diferencias de éstas, revisan más al
victimario que a la víctima. Una muy difundida teoría psicológica fue la de Jean-Paul
Sartre, quien describió (1966) al judeófobo como “el hombre que tiene miedo. No de
los judíos sino de sí mismo, de su propia conciencia, de su libertad…” Para
Sartre, la judeofobia es “el miedo de estar vivo”.

A pesar de su mentada ventaja la teoría psicológica es insuficiente, porque considera
la judeofobia virtualmente como una psicopatología. La judeofobia es maldad, pero la
maldad no es una enfermedad.

Filosofía y Antropología

Michael Lerner atribuye la judeofobia parcialmente al impulso antiautoritario del
judaísmo, con su implícito desafío a toda clase gobernante. Elites en el mundo antiguo
tendían a gobernar por medio de una combinación de la fuerza bruta y una ideología que
exaltara la estructura social como estática y sagrada. A veces se usaban los viejos mitos
de dioses gobernando la naturaleza, y otras la racionalidad de Platón en La Repblica.
En ambos casos, la existencia judía era el testimonio viviente de que esos mitos e
ideologías eran invenciones para perpetuar las necesidades de los gobernantes. Los
judíos, por el contrario, exhibían una historia según la cual habían podido superar el
escalón social más degradado, la esclavitud, y pasaron a gobernarse exitosamente a sí
mismos. Mientras los judíos existieran, las elites estaban equivocadas y podía
cuestionarse su gobierno.

Esta faceta de la historia judía podría haberse salteado si la narración de los
orígenes judíos se hubiera mantenido en cuentos infrecuentes. Pero la religión judía
en su conjunto se basaba en contar y volver a contar esa historia. La piedra angular de la
observancia judía, el Shabat, debía conmemorarse “en recuerdo del Exodo de
Egipto”, y separaba un día en el cual ningún poder terrenal podía hacer que el
judío trabajase. La mera idea de que el oprimido ponía los límites de la opresión era
en sí revolucionaria, la primera gran real victoria contra el esclavizador, y un recuerdo
permanente de que la opresión podía superarse.

No importaba cuán intensa y desesperadamente judíos en el plano individual trataban
de soslayar esos aspectos de su religión, y de identificarse con los poderes imperiales y
sus valores. El espíritu de libertad hacía del judío el pueblo más rebelde de la
antigedad, el pueblo que con mayor tenacidad se rebeló contra el poder helenístico y
luego el romano.

Los judíos se diferenciaban precisamente porque seguían normas que parecían
subvertir el orden establecido, ni se subordinaban a los poderes imperiales. Esto
estimulaba la desconfianza de los gobernantes, que deseaban que sus súbditos descreyeran
del judío antes de que al confraternizar oyeran los ideales de libertad de los judíos.

Otro teórico del asunto, Maurice Samuel, entre 1924 y 1950 mostraba a la judeofobia no
como un problema judío, sino una aflicción de los gentiles a la que los judíos debieron
habituarse. El judío le ha puesto al mundo los grilletes de la ley moral. Por ello el
hombre occidental lo recela, en “el gran odio” del alma amoral pagana. Una
posición similar asumen Prager y Telushkin en su Por qué los judíos? de 1983: la
más alta calidad de la vida judía despertaría la envidia constante e intransigente del
mundo no-judío.

Por su parte, Eliane Amado Levy-Valensi ofreció su propia interpretación durante los
aos sesenta: la judeofobia es el resultado del fracaso de los gentiles al robar la
historia judía para ellos. “El judaísmo era ya una religión antigua que poseía
una gran literatura, con grandes héroes y sabios en su pasado, y además una promesa
divina de un futuro más glorioso. El cristianismo no poseía ello. Desde el mismo
comienzo, por lo tanto, los cristianos reclamaron la Biblia, al principio como antesala de
Jesús pero luego como exclusivamente suya”. La lucha de los palestinos podría ser
explicada desde la misma perspectiva. Incluso Jesús es presentado por ellos como “un
palestino”. La falta de una larga historia propia, produce una clase especial de
envidia hacia el largo pasado de los judíos.

Aunque ninguna teoría puede explicarla totalmente, la combinación de varias de ellas
puede ser útil para entender la enfermedad social que es la judeofobia.

Conclusiones

Nuestra revisión de la judeofobia puede llevarnos a varias conclusiones, a saber:

    1. La judeofobia le permite a la gente ventilar sus instintos sádicos. Uno puede
      violentar, humillar y matar, y tendrá un aparato ideológico entero antiguo y
      establecido, que viene a defender la libre brutalidad.
    2. Al combatir a los judíos, un pueblo del que mucho se ha escrito y hablado, el
      judeófobo se siente más importante que si enfrentara a un grupo desconocido.
    3. Como grupo, los judíos muchas veces despiertan sentimientos de culpa entre los
      gentiles. Ello puede deberse al hecho de que la moralidad fue virtualmente iniciada con la
      Biblia de los judíos, y por ello encarnarían las prohibiciones éticas, o si no por la
      forma en la que los judíos fueron perseguidos (ésta no sólopuede despertar sentimientos
      de culpa, sino también temor, ya que podría suponerse algún tipo de venganza).
    4. La judeofobia es una actitud intrínsecamente irracional de una sociedad generalmente
      racional. Un judío es atacado como tal, y si otro judío reacciona ante la agresión, es
      cuestionado por etnocéntrico, preocupado sólo por los propios. Los comunistas (y para el
      caso, también por ejemplo la BBC de Londres) sostenían que no deseaban enfatizar el
      aspecto judío de las víctimas para que su defensa no fuera demasiado estrecha. Si
      consideramos los dos últimos ataques contra la comunidad judía en la Argentina (la
      Embajada en 1992 y la AMIA en 1994) en ambos casos surgieron voces que acusaban a los
      judíos de haber sido los perpetradores y los provocaban a que ellos dieran las
      explicaciones del caso. El judío es atacado y se pone en la defensiva.
      Constantin Brunner destacó la irracionalidad de la judeofobia, como un egoísmo grupal
      contrapuesto al pensamiento racional. Pero no consideró suficientemente la
      característica más notoria de esta irracionalidad, y es que muchas veces es exhibida por
      gente muy racional, lo que le da mayor credibilidad. En el caso de Voltaire dijimos que la
      judeofobia puede torcer la razón del más razonable, y en el caso de Alemania en forma
      conjunta, la judeofobia floreció y llegó a su clímax precisamente en el país de la
      filosofía, con apoyo activo de gigantes del pensamiento desde Fichte y Wagner hasta
      Heidegger. Muchos cabecillas nazis eran intelectuales y artistas.
    5. Las fuentes de la judeofobia son notoriamente hipócritas. Los judíos fueron quemados
      en la hoguera por la religión del amor, calumniados por los precursores de un iluminismo
      fraternal, y discriminados por la ideología de la igualdad.
    6. La judeofobia es practicada en por lo menos dos niveles. Uno es directo y agresivo, el
      otro es sutil y consiste en pasar por alto el primer nivel. En otras palabras, uno puede
      revisar el odio antijudío no sólo al mirar qué se siente frente a los judíos sino, y
      mejor aún, qué se opina de los judeófobos. En artículo de mi autoría (que puedo
      enviar por E-mail al estudiante interesado) muestro cómo se dio esa judeofobia solapada
      en el caso de la mencionada novela La Bolsa de Julián Martel.

En cuanto al caso de la Iglesia, su rol en la historia de la judeofobia fue central y
paradójico. Así lo definió James Darmesteter en 1892: “El odio de la gente contra
el judío es obra de la Iglesia, que los protege de las furias que ella misma ha
desatado”. Algo similar puede decirse de los ataques obsesivos que sufre Israel. La
ONU no es responsable por el terrorismo contra los judíos, pero por medio de
reiteradamente perdonar ese terror y sistemáticamente condenar a Israel, alienta al
terrorista haciéndolo sentir socio de la comunidad internacional en su lucha contra el
sionismo.

Muchos coincidirían con el arzobispo Theodor Kohn (m.1915), él mismo una víctima de
la judeofobia racial, en el hecho de que “es una condición enferma que sólo el
tiempo podrá curar”. Pero aparentemente el paso del tiempo de por sí no es
suficiente y debe producirse acción. La Iglesia es uno de los factores que está en
mejores condiciones para producirla. En la repelencia pots-Holocausto frente a lo que la
Europa cristiana le había hecho a los judíos, la Iglesia Católica ha eliminado sus
oraciones y enseanzas más agresivas. Pero aún no se ha comprometido en una
consideración de raíz acerca de cómo ella misma ha generado judeofobia. Poco esfuerzo
se ha hecho para instruir a los cristianos sobre el rol que el cristianismo en general
tuvo en generar una cultura judeofóbica, y la mayoría de los cristianos permanecen
inconscientes de ello.

El poeta católico francés Paul Claudel escribió varias obras sobre la confrontación
entre la judería y la cristiandad. Paulatinamente fue liberándose del prejuicio
tradicional y desarrolló una visión original del pueblo judío. Su conciencia acerca de
la responsabilidad de la cristiandad por el Holocausto, lo llevó a sugerir a su embajador
en el Vaticano, en 1945, que el Papa instituyera una ceremonia de expiación por los
crímenes perpetrados contra los judíos. Del mismo modo, durante el juicio contra
Eichmann en Jerusalem (1961) obispos alemanes pidieron de todos los católicos alemanes
que pronunciaran una plegaria pidiendo perdón. Y en 1994, cuando el Vaticano finalmente
estableció relaciones con el Estado de Israel, William Rees-Mogg publicó en el Times
de Londres un llamado a un acto de contrición general: “Las iglesias cristianas
deberían hacer algún acto formal de contrición por lo que ha ocurrido en estos dos mil
aos… debemos disculparnos por las matanzas, por la Inquisición, por los ghettos, por
los distintivos, las expulsiones, las acusaciones del asesinato ritual, y por sobre todo,
por el fracaso de la cristiandad en percibir a tiempo, o denunciar a tiempo, la maldad del
Holocausto en toda su dimensión”.